CAPÍTULO XV
7 de
junio de 1972
—Gracias os doy, Señor, de quien manan todas
las alabanzas —dijo madre.
No estaba seguro si eso era exactamente
correcto, pero parecía tener el aire correcto. Se vistió el batín
de terciopelo y se arrodilló en el suelo, con la cabeza hacia donde
imaginaba que estaba el Oeste, descansando las caderas sobre los
tobillos cruzados, las manos sobre los muslos, el dorso de una
sobre la palma extendida de la otra. «Una mezcla de misticismos»,
pensó, «ése es el truco».
—Os agradezco, os agradezco, y otra vez os
agradezco —murmuró, tratando de no hacer demasiado el José
Ferrer.
De hecho, no sabía si debía estar agradecido
o desesperanzado. «En la duda», pensó, «trata de ser agradecido».
Se preguntó por qué no podía estar seguro. Ciertamente que un
hombre de su edad debía saber a qué atenerse.
Pero, bueno, cuando estés en la duda,
etc.
—Alabado sea el Señor, de quien manan todas
las bendiciones.
Ésas debían ser las palabras correctas, eso
sonaba mejor.
Gracias a Dios que ella había dicho que
no.
Los primeros días en Bermuda no le habían
sentado nada mal a Henry. Se había acomodado con su familia en las
habitaciones que ocupaba todos los años, y se había puesto a
trabajar de lleno en la organización de su curso de verano. Los
estudiantes eran despiertos y mostraban interés, y disfrutó, con
todo el asunto, tal como le ocurría cada año.
Becky no escribía, por supuesto. Bueno, en
verdad no había
esperado que lo hiciera. Habría sido esperar
demasiado. Una carta por semana habría sido perfectamente
adecuado.
Se preguntó qué ocurriría. Pensó respecto de
Nigeria. ¿Irían juntos, realmente? Era una situación enteramente
factible. Todo era posible.
Como todo era posible, ocurrió algo. La
carta de ella llegó a fines de semana. Era una hermosa carta hasta
el último párrafo. «Cuando comencé esta carta, no sabía si te lo
diría o no», decía. «Pero henos al fin de la última hoja, y supongo
que más vale que lo haga, pues me lo hiciste prometer. Hace unos
días, un cura o algo así, el padre No-sé-cuánto, me llamó y me dijo
que madre estaba muriéndose de malaria y no había nadie que cuidase
de él, de manera que, naturalmente, acudí. Y cuando llegué allá, no
había tal padre, sino sólo madre, y estaba en cama y..., creo que
no entraré en detalles, pero era sólo una treta, y en todo caso una
cosa llevó a la otra: me acosté con él. Me sentí malísima después
porque sé que no querías que lo hiciera, pero me dijiste que te
contara, así que creo que te lo esperabas de todos modos, y de
todos modos lo hice, así que te lo cuento. ¡Y me alegro de que lo
hiciéramos, también! Como que, ¿sabes?, me había olvidado de lo
bueno que es él...»
Aquí ella había tachado él y había escrito
eso, y luego había obviamente decidido dejar que aquello doliera, y
había tachado eso, volviendo a escribir él.
«...y fue todo muy agradable y disfruté, y
tú probablemente te acuestas todas las noches con tu mujer,
mientras yo estoy sola aquí de todas maneras. Te quiero mucho,
Becky.»
«No está resultando muy bien», pensó madre.
«No me estoy sintiendo muy agradecido. Me estoy aquí fumando
hierba, y no tengo por qué estar solo, no. Hay muchas palomas que
podría llamar. Convocar. Emplazar. Pero no quiero. Mierda. Debo
tratar de estar agradecido.»
Henry metió la carta en un cajón de su
escritorio e hizo girar la silla, de modo que no tuviese que mirar
al escritorio con el cajón con la carta. En vez de eso, miró por la
ventana. Había un pequeño acantilado allí, y sobre él, un cielo de
azul muy claro. Eran las once de la mañana. Se preguntó si
ella
estaría en el laboratorio, trabajando en su
ausencia. Apostaba a que estarían aún en cama. Pensó que podría
estar ahora mismo, ¡en cama con ese madre! «Él no la ama, él
pensaba que es ridículo que juegue siquiera con la idea de poder
amarla. Es sólo una niña. Ha pasado tiempo desde que yo podía amar
a alguien como ella.»
No, nunca. Nunca habría amado a alguien como
ella, nunca habría pensado en casarse con ella. «Se casará con
algún mocoso que se crea poeta o artista, y abrirán una cafetería o
una librería de segunda mano, o una tienda psicodélica, y
quebrarán, y se suscribirán a periódicos clandestinos, y mirarán
películas de Andy Warhol, y jamás entenderán cómo es la
vida.»
¡Ah, la canalla, la canalla, la canalla,
canalla, canalla!
¿Qué quiere de ella? ¿Qué quiere realmente
de ella?
Quiere matarla.
Lee nuevamente la carta. Sí, si tan sólo la
tuviese a mano, la mataría. Podía ver exactamente lo que haría. La
agarraría del pescuezo y... Hizo una pelota con la carta y la
arrojó a la papelera, mientras recorría la oficina a grandes pasos.
Se detuvo y apoyó la frente contra el pizarrón frío. «Esto se está
poniendo ridículo», se dijo mirando las marcas de tiza
indescifrables desde cinco centímetros de distancia. «No la amo.
Entonces, ¿por qué pretendo estar celoso? ¿Estoy realmente celoso?
No. Estoy melodramático.»
¿Qué nombre darle? ¿Cómo saber si se está
actuando solamente o no? ¡No es posible que la ame! ¡Está
actuando!
Entonces, ¿por qué no puede detenerse?
Respuesta. «Puedo detenerme. ¡Basta ya!»
Se apartó del pizarrón, vio la papelera y
nuevamente entró en cólera. Dio un manotazo a la carta, la alisó
sobre el escritorio, y leyó otra vez el párrafo, luego la hizo
pedazos, abrió la ventana y los echó. Cerró violentamente la
ventana, respiró hondo tres veces y recorrió de memoria el párrafo.
Se lo había memorizado, palabra por palabra. No se borraba. No se
borrarla nunca.
Salió a tomar un café.
No había sido serio, ése había sido el
problema, pensó madre. No había aparentado estar serio.
«Ésa no es manera de pedirle la mano a una
muchacha; ella te llama peste, y tu replicas proponiéndole el
matrimonio.» No era de extrañar que ella no lo hubiese tomado en
serio.
Y luego, por supuesto, él había metido la
pata egregiamente. No podía evitarlo, había caído en ese condenado
tono de chunga que él mismo encontraba tan irritante.
Un mecanismo de defensa, por cierto, eso
era. Pero conocer el nombre psicológicamente correcto para ello no
lo hace menos difícil de evitar.
Y había continuado cotorreando acerca de la
cantidad, y los nenes y Dios sabe qué más. Cómo había de tomarlo
ella en serio,
Serio.
¿Era serio, él?
Madre se lo preguntaba.
Henry había dictado su clase de ocho a nueve
esa mañana, y ahora sus alumnos buceaban más allá del arrecife,
recogiendo muestras, dirigidos por sus tres ayudantes. Pasarían la
tarde en el laboratorio analizando las muestras que traerían.
Mañana a las ocho tenía que estar nuevamente dictando la
clase.
Llamó a casa y dijo a su esposa que estaba
metido en un experimento aquí y no sabía cuándo llegaría. Quizá no
se le reuniría en la plaza por la tarde, y quizá ni siquiera
llegara a cenar. De hecho, tendría que trabajar toda la noche en el
laboratorio. Esto le fastidió, pero no la sorprendió. Varias veces
al año un experimento comienza a marchar mal, de manera que ha de
abandonarse del todo, o es preciso estar metido en él hasta
terminarlo. Y en la investigación geológica, las materias primas
son a veces de inalcanzable valor, de modo que no es posible
abandonar el experimento. Por ejemplo, hay ciertos meteoritos de
los que existen sólo unos gramos, y cuando se los ha usado, se ha
acabado para siempre ese determinado meteorito y no hay dónde
obtener más: la muestra es literalmente inestimable. De modo que en
ocasiones trabajaba treinta o cuarenta horas de un tirón.
¿Qué podía hacer? ¿Podía quedarse allí
sentado, enloqueciendo otras cinco semanas? ¡Mataría a esa
canalla!
Pensó por un momento que hasta era posible
que lo hiciese. ¿Qué haría la policía? Es homicidio justificable
si
la dama es la esposa, ¿pero, y si no lo es?
La ley es asnal, Dickens tenía razón.
Llamó al aeropuerto. Quedaban plazas en el
vuelo de la una. Reservó la suya, llamó un taxi y fue al
aeropuerto.
Tomó el billete pocos minutos antes de
partir el vuelo. Estaba a punto de hacer un cheque cuando se
retuvo. Su esposa podría verlo en el próximo estado de su cuenta
bancaria. Revisó su billetero, y tenía efectivo suficiente para el
pasaje de ida. Lo compró, subió a bordo, se sentó, tenso, hasta que
despegaron, y entonces se reclinó, cerró los ojos e intentó no
pensar.
No tuvo éxito.
Tuvieron que hacer tiempo rondando el
aeropuerto Kennedy, y a las seis pudo desembarcar. No llevaba
equipaje, así que corrió a la terminal de taxis.
No había taxis. Se puede tener la seguridad
de que si el tráfico está tan congestionado como para mantener a un
avión sin aterrizar durante una o dos horas, toda la gente que
aterriza y desembarca mientras uno flota allá arriba en círculos de
frustración, estará tomando todos los taxis. Caminó nervioso
siguiendo las puertas de cristal aguardando un autobús. Finalmente
preguntó a un guardia qué diablos pasaba.
—Los taxis están en huelga —le
aclararon.
Ésta es otra de las cosas de que se puede
tener certeza: ¡todos en esta maldita ciudad están en huelga, o
cobrando por paro! Su ira sobrepasó el límite en que hubiera
pensado siquiera en controlarla. Se abrió paso de regreso al
edificio del aeropuerto y alquiló un coche. La muchacha le dio las
llaves y se fue conduciendo a la ciudad. El tráfico que salía de la
ciudad era increíble. El llegar allí era lo justo como para
permitirle descargar algo de su rabia. Pasando, cambiando de pista,
acelerando en los semáforos al cambiar las luces. Al igual que las
mujeres, los coches no son sólo fuente de inacabable frustración,
sino, a veces, un medio de sacársela de encima.
Al dar la vuelta a la esquina de la calle de
Becky la vio caminando. Se acercó a la acera detrás de ella y la
llamó
por la ventanilla. Se había estado
preguntando cuál sería su primera reacción al verlo. Resultó ser
una reacción encantadora. Sin remordimiento, ni ansiedad, ni
desilusión por haber aparecido él a arruinar su cita ilícita con
madre. Su rostro simplemente se iluminó de sorpresa y alegría. No
pudo evitar el sonreírle a su vez.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó
Henry.
—¿De quién es este coche? ¿Has regresado de
una vez?
—Sólo por el día.
—¿Con toda la familia?
—No, vine solo.
—Entonces puedes quedarte conmigo esta
noche, ¿no?
—Sí.
Se inclinó y lo besó.
—Y puedes llevarme a cenar a algún sitio
—dijo acomodándose en su asiento.
—Si no tienes planes. Como ir con
madre...
—Oh.
Hizo descender sus gafas de sol por la nariz
y lo miró por encima. Luego volvió a ponerlas en su sitio.
—¿Recibiste mi carta?
—Esta mañana.
—Esperaba que a lo mejor no la recibieras.
¿Por eso viniste?
Él no respondió.
—Supongo que querrás zurrarme.
—No.
—¡Por Dios, si estás furioso! Dijiste que no
te enojarías si te contaba.
—No. Te advertí que me enfurecería.
—Pero me dijiste que te contara. Yo no
quería contarte.
—¿No me lo habrías contado nunca?
—¡Claro que sí! Pero cuando regresaras, en
vez de alterarte cuando estás solo allá.
—No pensé que me alteraría.
—Claro que te alterarías, —Rió—. Eres tonto,
de veras. Claro que te alteras. No debería haberte contado. Debería
haberte hecho caso.
Fueron a un restaurante conocido, Henry
estacionó el coche y se quedaron sentados.
—Sospecho que no quieres entrar, ¿verdad que
no? —dijo Becky.
£1 no contestó.
—Volvamos a mi piso —siguió ella—. Vamos a
la cama.
—Crees que con eso arreglarás todo, ¿no?
Puta.
Ella le había tomado la mano. Se la soltó y
se echó hacia atrás, mirando por el parabrisas, como hacía
él.
—No sabía que estuvieses tan enojado.
Henry se había estacionado de manera que
quedaba frente a la calle. La gente pasaba a menos de metro y medio
de sus rostros. Y no obstante, ambos estaban juntos en un recinto
cerrado.
—No debería estarlo, por supuesto. Después
de todo, no podías evitarlo. Él es tan bueno para eso...
—Sí, lo es.
Henry se volvió furioso hacia ella.
—¡No me importa! —gritó Becky—. ¡Me dejas
totalmente sola mientras tú sales con tu mujer! ¡Yo no soy tu
esclava! ¿Hiciste el amor con tu mujer?
De hecho, no era éste el caso. Ya casi no lo
hacían. Pero no se lo dijo. No quería que ella supiera.
—Cállate —dijo Henry.
Siguió un silencio. Miraban a la gente pasar
por la acera frente a ellos. Algunos les devolvían la mirada. «Un
día la mataré», pensaba, «sé que lo haré». Ella sacó un cigarrillo
de su cartera y lo encendió. Henry esperó a que estuviese bien
encendido, y entonces estiró el brazo, se lo quitó de la boca y lo
aplastó entre sus dedos. Se quemó, pero no le importaba. Dejó caer
las cenizas al piso del coche.
—¿Vas a volver a dormir con él?
—No.
—¿Volverás a verlo?
—No lo sé. Quiero verlo.
—¿Quieres verlo?
—¡Sí! ¿Por qué no? ¡Estoy totalmente sola
aquí!
—¿No tienes a nadie más a quien ver?
—No. Todos han salido de la ciudad. Nadie se
queda en Nueva York en verano. Sólo yo y las otras putas.
—Si lo vieses de nuevo volverías a acostarte
con él.
Ella no respondió.
—¿No es así?
Elia se encogió de hombros.
—¿No es así?
—¡Sí! —gritó, y él la golpeó.
Le dio una palmada en el rostro. «Quiero
matarla», pensó. Luego, el silencio.
Cuando pudo hablar, preguntó:
—¿Por qué?
—¿Qué? No te oigo.
—¿Por qué? —dijo en voz más alta—. ¿Por qué
lo hiciste?
—No lo sé. Lo siento.
Henry se echó a reír. «Es tan divertida,
como un crío.»
—Lo siento —dijo imitándola—. No puedo
evitarlo.
Se apoyó contra el volante y rió.
—Pero, está bien —continuó—. Tú lo sientes,
de modo que está muy bien. Y lo harás de nuevo, pero volverás a
sentirlo, ¿verdad?, de modo que estará todo muy bien.
—Por favor, deja de reírte.
Esta rabia era imposible de controlar.
Surgía y se iba sin aviso. Dejó de reírse y se inclinó hacia
adelante en el asiento, torció el tronco y levantó el brazo para
golpearla. Ella se acurrucó de miedo contra el asiento, y junto con
la rabia le sobrevino la vergüenza. Mantuvo el brazo levantado, y
luego lo azotó contra el asiento y volvió a apartarse de
ella.
Se quedaron quietos un rato. Luego ella
preguntó:
—¿Podemos entrar ahora?
Y él respondió.
—No.
Y se quedaron callados.
¡No podía estarse quieta ni un minuto! No
podía estar arrepentida si ni siquiera podía quedarse sin hablar un
par de minutos. Se volvió bruscamente y quiso pegarle, pero no
pudo. No sabía qué hacer. ¡Tenía que hacerle algo! Estiró la mano y
agarró las gafas de sol que ella llevaba, sus gafas favoritas, se
las arrancó y las quebró entre sus manos, echando los pedazos al
asiento trasero.
—¡Quédate quieta! —gritó—. ¡Quieta, digo!
¡Eso es todo, quédate quieta y calla!
Si decía una sola palabra sobre sus malditas
gafas, si decía una sola palabra, ¡la mataría!
—¡Me quebraste las gafas! —dijo ella.
La agarró por una muñeca y la tendió sobre
sus rodillas. Ella se retorcía, pero la sujetó por ambos hombros y
le apretó la cara contra su regazo. La golpeó en el trasero. Ella
chilló. Le levantó la falda y le bajó las bragas de un tirón. No
pudo sacarlas del todo, pero sí lo suficiente como para dejarle
el
trasero al aire. Le dio una nalgada, y la
piel se enrojeció al instante. La golpeó una y otra vez, con todas
sus fuerzas. Ella aullaba y él rugía, y alguien golpeaba en los
cristales. Levantó la vista. Había una multitud en torno, mirando
hacia dentro. Un hombre golpeaba con el puño la ventanilla. Henry
le rugió, y el hombre retrocedió, pero al rugir Henry aflojó la
mano y Becky se retorció escurriéndosele por el asiento, abrió su
puerta y trató de saltar fuera. La cogió por los cabellos en el
último momento y la metió dentro de un tirón. Ella le pegó un
codazo en la entrepierna y con el dolor la ira le llegó al máximo.
Mientras ella tironeaba por escapar, la golpeó en el rostro con el
revés de la mano.
Esto le produjo una sensación repugnante. No
la de una palmada quemante, sino un crujido suave. Al instante
surgió la sangre. Salió de la nariz de ella salpicando la cara de
Becky, el coche, el vestido. No chilló, sino que trató de respirar,
ahogada.
¡Cuánta sangre había! Inundaba el
coche.
—¡Sostén la cabeza hacia atrás! —gritó
Henry.
Ella lo hizo, pero se atragantó, tosió, se
inclinó hacia adelante chorreando sangre sobre sus propias manos,
de las cuales rebosaba sobre su vestido, el asiento, el piso.
—No puedo —jadeó—. Me ahogo.
—¿Qué pasó?
—¡Médico! Consígame un médico. Por
favor.
Al comienzo no sabía adónde ir, pero luego
se acordó del hospital Bellevue. Salió conduciendo a toda
velocidad, con una mano en la bocina, sin parar en los
cruces.
—Becky, ¿estás bien?
—¿Qué les diré?
—¿Qué?
—¿Qué les contaré?
Cuando llegaron al Bellevue ya habían
inventado un cuento. Ella contó que él había dado un frenazo súbito
para evitar un choque, y ella había dado de bruces contra el
tablero.
—No me creerán —dijo, tratando de no tocar
la sangre con la lengua.
—No importa —dijo él—. No les
importará.
Y así fue.
Le preguntaron qué había ocurrido y ella les
contó el cuento mientras le corría la sangre dentro y fuera de la
boca, y ellos llenaban sus formularios mientras su nariz sangraba
sobre todos ellos; finalmente acudió alguien y se la llevaron por
el largo corredor.
Estuvo allí dentro casi una hora. Cuando
volvió estaba sola y había yeso y vendas cubriéndole la nariz.
Henry la tomó de la mano y se fueron caminando.
En el coche él respiró profundamente.
—No pongas tanta cara de arrepentimiento
—dijo ella—. Me haces sonreír y eso duele.
—Jamás en la vida he sentido tanta vergüenza
—dijo Henry. Ella le tomó la mano.
—Y asustado —agregó—. Estaba
petrificado.
—Yo también. No podía respirar, me corría
por la garganta. —¿Te corría por la garganta?
—La sangre. Cuando me dijiste que echara la
cabeza hacia atrás, se me derramó toda por la laringe. No podía
respirar. Henry le apretó la mano.
—¿Qué puedo decirte? Lo siento.
—No importa nada.
—¿Qué dijeron?
—¿El médico?
—Sí.
—Está quebrada.
—¡Dios mío, no!
—Me temo que sí. Pero debería quedar bien.
Debo volver en dos días. Él cree que quedará bien.
—Jesús. Vamos a casa.
—Sí. Por favor.
Estacionó frente al piso de Becky, y la
ayudó a salir y a subir los escalones. Luego salió corriendo y
llevó el coche a un par de manzanas de distancia hasta un
estacionamiento. Cuando volvió, ella se había desnudado y metido en
la cama.
Se detuvo en la puerta del dormitorio a
mirarla, y echó a reír.
—Anda —dijo Becky.
—No puedo evitarlo. Estás tan
simpática.
—No me siento simpática.
Estaba de espaldas, apoyada en dos
almohadas, con la colcha hasta la barbilla, y por sobre la colcha
asomaba su rostro pálido, con la nariz hinchada y enyesada y los
ojos fijos, hundidos.
—¿Te gustaría pegarme? —preguntó
Henry.
Ella negó con la cabeza. Se acercó y se
sentó a su lado. Ella sacó la mano y Henry la retuvo.
—No fue culpa tuya —dijo ella—. Me lo
merecía.
—¿No estás enojada?
Meneó la cabeza.
—¿Te duele?
—Ahora no me hace daño. Me dieron unas
pastillas. Fue horrible cuando me la estaban arreglando.
—¿Qué hicieron?
—Me metieron algo por la nariz y luego lo
retorcieron. Tenían que volver a poner el hueso en su sitio.
Henry creyó que iba a vomitar.
—Casi me desmayé. Fue atroz. No podía gritar
por la sangre que tenía. Pero ahora está bien.
—¿Puedo traerte algo?
—¿Una taza de té? No tengo apetito. Tú debes
estar muerto de hambre.
Henry hizo un gesto de negación.
—Iré a preparar té. ¿Con leche y
limón?
Se miraron. Tenían tanto que recordar.
—¿Por cuánto tiempo puedes quedarte?
—preguntó ella mientras bebía el té.
Miró su reloj.
—Sólo por unas horas.
—¿Horas?
—Sí. Tengo una clase a las ocho de la
mañana. Tomo el vuelo ordinario de las cuatro y media. Más vale que
me vaya de aquí a las tres y media.
—Pensé que estarías uno o dos días por lo
menos.
—Lo siento. Mi mujer cree que estoy
trabajando en el laboratorio esta noche. Nadie sabe que estoy en
Nueva York.
—Viniste sólo por mí.
—Sí.
—Por esta carta.
—Medio me trastornó.
—Sí. Sabía que pasaría eso. Nunca debí
escribirla.
—Te hice prometerlo, tenías que
hacerlo.
—Eres muy tierno.
—Sí, bastante tierno. ¿Cómo puedes decirlo,
tendida ahí, con la nariz rota?
—¿Qué hora es?
—Son casi las diez.
Puso su taza de té en el velador.
—Creo que es mejor que me hagas el amor
ahora.
—»—¡No podría!
Ella lo miró.
—No podría —dijo Henry—. No me atrevería a
tocarte.
Becky sonrió.
—¡Ay! —dijo—. Mientras no me hagas
sonreír... Ven.
Echó a un lado las ropas de cama. Llevaba
pantalón de pijama.
—Bájalo —dijo.
Henry lo tomó por abajo, ella levantó el
trasero y salió con facilidad. Se desabotonó la chaqueta y la abrió
ampliamente.
—Pero con dulzura —dijo—. Tócame con
suavidad.
Estiró la mano y colocó suavemente la mano
sobre su vientre. La acarició tiernamente.
—Sí, eso es —dijo ella—. Lentamente.
Suavemente. Será bueno —repitió—. Ya verás. De vez en cuando es
bueno ser suave.
Henry preparó luego un té para ambos, y ella
dijo:
—¿Sabes? No tienes en verdad por qué seguir
preocupándote acerca de madre.
—Nunca me preocupé por él, sólo me
enervaba.
—Deberías haberte preocupado.
—¿Por qué?
—¿Por qué habrías de haberte preocupado o
por qué no te has de preocupar ahora respecto de él?
—Examinémosle cronológicamente. ¿Por qué
debería haberme preocupado?
—Porque, después de todo, él tenía
intenciones serías respecto de mí. ¿No lo hallas gracioso?
—No.
—Quiere casarse conmigo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué quieres decir tú, con eso de qué
quiero decir?
—¿Qué quieres decir con eso de que quiere
casarse contigo?
¿Cuándo sucedió eso? Y, en cualquier caso,
¿quién ha oído hablar de un santo casado? —preguntó Henry, tratando
de convertirlo todo en un chiste.
Ella no rió, ni él tampoco, y repitió la
pregunta:
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué?
—¿Cuándo te pidió que te casaras con él?
¿Qué dijo? ¿Cómo sucedió? Cuéntamelo todo.
—¿Qué quieres saber?
—¡Que me lo cuentes!
—Sólo te pondrás furioso.
—¡No me enojaré! —rugió Henry.
Risita de Becky.
—¡Ay! —dijo—. No debes hacerme reír.
Se volvió hacia ella y le tocó la
cara.
—No me toques la nariz —dijo.
Tuvo que sonreírle a Becky. Se sintió
tonto.
—Bueno, no me enojaré demasiado.
—Sé que te enojarás.
—Bueno, está bien, me enojaré. Cuéntamelo,
es igual.
—Estábamos juntos en cama —dijo Becky—.
Anda, ¿estás furioso?
—Sí. Por supuesto.
—¿Pero no demasiado furioso?
—Perra.
—Bueno, eso es lo peor. Una vez que te
sobrepones, queda todo preciso, ¿verdad?
—No lo sé, no quieres contarme.
—¡Te lo estoy contando! Es mi amigo, y yo lo
amo. Lo amo como amigo, pero no quiero casarme con él. Quise,
¿sabes? En una ocasión creo que sí habría querido.
—¿Cuándo?
—Cuando me fui de su apartamento.
—¿Es por eso que te fuiste?
—Sí. Pero ya no quiero casarme con él.
—Has cambiado de idea.
—Sí.
—Parece que no te importa fornicar con
él.
Ella volvió a sonreír.
—Parece que jamás has llegado a decir esa
palabra con naturalidad. Siempre te suena como entre
comillas.
Becky calló unos instantes y
prosiguió:
—Sin embargo, no me importa fornicar con él.
Te lo dije, lo amo.
—Como amigo.
—Sí. No importa. Nunca lo entenderás.
—Puedes estar segura de eso.
—Es fácil de entender, pero difícil de
explicar.
—Ésa es una insensatez.
—No lo es. Se compone de muchos sentimientos
diferentes, así que es difícil explicarlos todos. Pero cada uno de
ellos es fácil de entender.
—Por ejemplo...
—Por ejemplo, me gusta mirar la cara que
pone cuando le estoy haciendo cosas. Tal como una madre que pone en
trance a su nene cuando, por ejemplo, le rasca la espalda, o le
hace cosquillas hasta que casi estalla. Es algo hermoso de
ver.
—Es el poder —dijo Henry—. En eso estás
pensando, en el poder que tienes sobre él.
—Bueno, claro. Ese es el sentimiento de una
madre, ¿no es así? ¡Oh, es mucho más eso! Es muy difícil hablar
contigo.
—Lo siento.
Apartó los ojos de ella.
—¿Te pasa también eso conmigo?
—preguntó.
No hubo respuesta inmediata. La miró. Ella
lo contemplaba con sorpresa.
—Sí —dijo lentamente. Y luego, con más
énfasis—: Sí, sí. Claro que me pasa. Nunca pensé antes en ello,
¿verdad que es curioso? Pero también me ocurre contigo.
—Me parece que no me agrada demasiado.
—Sí, sí te gusta. Claro que sí. La manera en
que te acurrucas contra mí después. Y tu cara, cuando te acaricio.
¡Tendrías que vértela! Deberías verla, de verdad, Henry. —Hizo una
pausa—. Quizá colocaremos unos espejos.
—Dejemos eso —dijo rápidamente, porque pensó
que podría gustarle la idea, y la idea de que tal idea le agradara
no lo atraía.
Se preguntó si todo eso era cierto. No le
gustaba pensar en sus sentimientos hacia ella, no le gustaba
analizarlos. Pero antes de llegar a concretarlos, creyó entender.
Desde el principio se había empeñado en reconocer cuánto más joven
era ella; estaba decidido a no engañarse a sí mismo al respecto.
Fue cuidadoso en admitir que estaba a la búsqueda de su juventud
perdida. Y ahora se preguntaba si no sería más bien Becky quien
estuviese en lo cierto. Si él andaba más bien buscando una madre
perdida, Becky tenía razón. Pero en ese caso, es lo mismo, ¿no? Un
camino diferente hacia la misma meta. Hasta quizá podrían ser ambas
cosas. Un cuerpo joven como símbolo de sabiduría, seguridad y
aprobación. Lo mejor de ambos mundos. ¡Dios, qué enredada trama
tejemos!
—¿Por qué me miras? —preguntó Henry.
—Me parece como si nunca te hubiese visto
antes. Como que he llegado a esta nueva comprensión de nuestra
relación. —¿Te agrada? ¿Ser la imagen materna?
—No, no quiero ser una madre.
—¡Bueno, entonces acaba con eso! —dijo él
con ira—. Todo este condenado asunto es idea tuya en cualquier
caso. ¡Es una sarta de sandeces! Vosotros los niños seguís un curso
de psicología elemental, leéis una tragedia griega y os creéis
entender todos los errores que llegó a hacer Freud. ¡La vida no es
tan simple! Cada cual pone una pizca de todas las relaciones que
aprendió de chico en cada relación que va formando, y luego
reconoces un grano de algo en un hombre, y eso lo transfieres a
otro y crees entender todos sus problemas. ¡Estás interpretándolo
mal todo! ¡Te engañas a ti misma! ¡Sencillamente estás construyendo
un mundo de fantasía que no tiene nada que ver con nada!
—Bueno —dijo Becky.
—¿Qué?
—Dije bueno. Como que me alegro de estar
equivocada. Porque estaba empezando a no gustarme.
—Perfecto entonces, olvídalo. Olvídate de
eso de tratar de entender a la gente y continúa haciendo aquello
para lo que tienes talento, como el quitarte la ropa.
El cambio en el rostro de ella lo hizo
detenerse.
—Lo siento —dijo.
Becky se quedó callada un rato.
—¡Puf! —dijo finalmente, arrebujándose—.
Puedes ser realmente malvado cuando quieres, ¿no? Puedes ser
realmente cruel cuando estás dolorido.
—Dije que lo lamentaba. Tú me sacas de
quicio.
—¿Por qué? ¿Qué dije? Sólo dije que me
alegra que estés bien, eso es todo.
—No sé. No entiendo, tampoco. Sólo que
enfurezco.
—Sí, está bien; pero, ¡caramba!, tuve esta
súbita visión de ti y me asusté. ¡De verdad, Henry, me asusté de
veras!
Rió. No tenía ganas de reír, pero quería que
éste fuese un momento para reír.
—Después que terminé de azotarte la cara y
de romperte la nariz, de hospitalizarte, ¿te asustas por unas
cuantas palabras?
—Pero no estabas bromeando. Lo decías de
veras, ¿verdad? —No, gansa. Cuando te pegué, lo hice de veras. Sólo
que esta vez me salí de mis casillas, por algún motivo que ni llego
a comprender, y cuando te enfureces dices cosas que no has querido
decir.
—¡Dices lo que has guardado escondido!
—¡No! ¡Dices cosas que esperas que hieran,
sin importarte si son ciertas o no! Lo que asoma cuando te
enfureces no es la verdad, sino la maldad. Es el dolor de tu alma
lo que aparece, no la sabiduría de tu cerebro.
Le levantó el rostro.
—¡No me toques la nariz!
—No la tocaré. Tendré cuidado. Y lo lamento,
¿de acuerdo? —De acuerdo.
—Sonríe.
—No puedo.
La besó.
—¿Perdonado?
—Perdonado. Sí, por supuesto, nada hay que
perdonar. No si lo dijiste de veras.
—Entonces quizá vuelvas al asunto.
—¿Qué asunto?
—Me estabas contando acerca de madre,
¿recuerdas?
—Ah, sí. Acerca de cómo ya no hay motivos
para que te preocupe.
—Desde que me dijiste eso la primera vez, se
me ha desarrollado una úlcera, un soplo en el corazón, un tic
nervioso Becky rió.
—¡Ay! Dios mío. Pero me alegro. ¿Por qué no
habías de sufrir tú, también?
—Está bien. Estoy sufriendo. ¿Cómo es el
cuento?
—El cuento es que madre ha decidido llegar a
ser padre.
—¿De alguien en particular?
—Creo que ha pensado en los santones. Ha
decidido, dice, que la vida que lleva conduce a un aislamiento
respecto al mundo, y que para lograr la santidad debe afanarse y
aprender a gozar de las fatigas del mundo más que de sus carnes.
Así habló su gracia. Bueno, tú sabes que estuvo casado antes.
—Sí, recuerdo lo que decía de eso. Echó a su
esposa por la terraza, o algo así.
—Creo que te confundiste un poco. Vivía con
esa muchacha, y ella quedó embarazada, y se casaron. Pero aquello
no marchó. «En esa época yo era inmaduro», dice. «Era un actor.»
Así lo expresa él.
—Sigue siendo un actor.
—Pero ahora comprende la gracia, la caridad,
la santidad. Cree que ahora podría llevar bien el asunto.
—Eso suena como una proposición demasiado
romántica. —Ah. De hecho fue mucho más romántico de lo que parece.
Tú no te imaginas la escena, ¿no? Físicamente, verás, él estaba
tendido...
—No importa, no quiero saberlo.
—En verdad no pensé que querrías. En todo
caso, tienes razón. No fue romántico. Él no me ama de verdad, sólo
quiere hacer unos cuantos niños. Se ve a sí mismo como Papá Gracia,
con una manada de duendecillos negros a la zaga, agarrados de sus
pulgares.
—¿Negros?
—Él piensa que en estos días, esta época, lo
más apropiado para un santo sería tener hijos negros.
—Pero él no es negro. Tú tampoco. Vuestros
niños no serían negros.
—Él cree que si es lo bastante humilde,
podría solucionar eso.
Henry la miró, y ella le devolvió la mirada.
A veces le es imposible saber si habla o no en serio.
—Y —continuó Becky —naturalmente, si él
elige la compañera apropiada. Por eso me eligió a mí. Una chica
judía, simpática y sin pretensiones.
—Si quiere hijos negros podría al menos
buscarse una esposa negra.
—No, como que no le captas, hombre...
Becky habla así cuando cree que es
especialmente gracioso lo que dice.
—No veo cómo puedes haber rechazado
semejante invitación —expuso Henry.
—Ah, ese madre. Es tan sólo otra de sus
actuaciones, eso
es todo. Ahora se ve a sí mismo como
paterfamilias, sentado con un batín de terciopelo... De hecho, fue
eso lo que trajo todo el asunto a colación.
—¿Qué atrajo todo el asunto a
colación?
—El representó un papel en el que llevaba
ese fantástico batín antiguo de terciopelo, que, según decía el
director, había pertenecido a su tío tatarabuelo, y cuando
terminaron la obra el director dijo que había resultado tan, tan
bien, que le regaló el batín. Esa gente, ¿sabes?, dice siempre
cosas así. Probablemente sólo quería acostarse con él. Pero en
cambio le instigó todo este asunto de fundar familias. Estoy seguro
que de allí partió, y que está sólo representando un papel. En todo
caso, quiere casarse y tener una familia ahora misino, y yo no
quiero. Le dije que no quería. No es lo mío todavía, y no estoy
preparada para eso. En todo caso, eso fue lo que le dije.
Dejó de hablar, miró a Henry, se encogió de
hombros, suspiró.
—Tengo sueño —dijo.
—Y eso es todo.
—Eso es todo. ¿Qué más? Él dijo: «Nena, como
que te lo digo en serio», y yo le dije. «Seriamente, como que eres
un nene.» Y así pues, nos dimos la mano, nos despedimos y me
marché.
—¿Así, sin más?
—No tan así. Tuve que vestirme primero,
¿no?
—No te puedes resistir, ¿verdad? Tienes que
revolver la aguja después de la inyección, ¿no?
—No te enojes. Era mi última oportunidad. Ya
no tendré ocasión de fastidiarte. Seré tu esclava ahora, no cuento
con nadie más. ¡Dios mío, qué sueño tengo!
—No es de extrañar. Con toda la droga que te
metieron.
—Estupendo. Me gusta la droga. No creo que
vuelva a tener más ahora que se ha marchado madre. Tú no me darás,
¿verdad?
—Fumaré hierba contigo.
—Eso no es droga. Ay, qué sueño tengo. No
deberías haberme hecho hablar tanto.
—¿Qué quieres decir?
Había cerrado los ojos.
—¡Becky!
—¿Qué?
—¿Tomaste drogas con él?
—Basta de charla. Estoy demasiado
cansada.
—¿Qué clase de droga? ¿Becky?
—Basta de charla. Hablemos mañana.
Sus ojos se habían cerrado. Estaba
dormida.
Henry puso el despertador a las tres, aunque
de todas maneras no durmió. Temía moverse en sueños y chocar con la
cara de Becky. Se levantó poco antes de las tres y se vistió.
Estaba muerto de hambre. Ella no despertó. Le habían inyectado en
el hospital y le dieron unas pastillas para llevar a casa, de las
cuales tomó dos después de hacer el amor.
Se vistió, se agachó y la besó en la
mejilla. Abrió los ojos.
—No te vayas todavía —dijo.
—Tengo que irme. Es el único avión que puedo
tomar.
—Tengo tanto sueño.
—Duerme.
Cerró los ojos.
—Odio tener que dejarte.
—Ya lo sé. Está bien. Estaré perfectamente.
¿Y si tu mujer te llama al laboratorio?
—No pasará nada. Hay lugares en donde podría
no oír el teléfono.
—¿Y si va a verte?
—Entonces se enterará.
Abrió ¡os ojos.
—Eso sería terrible.
—¿Lo sería?
Se miraron. ¿Lo sería? Henry no lo sabía.
Todo lo que sabía era que no dejaría a Becky. Después de regresar
de Bermuda ya no volvería a dejarla. Ella y él eran una persona
ahora.
—Tú y yo somos una persona —dijo.
Ella sonrió.
—Sí —dijo.
—Vuelve a dormirte ahora.
—Está bien.
—Te llamaré después de mi clase.
—¿Puedes llamar desde allí?
—Sí.
—¿Tienes dinero para el pasaje?
Santo Dios, no tenía. Lo había
olvidado.
—Yo tengo —dijo Becky
—No.
—No seas bobo, si lo necesitas. Mira en mi
libreta.
—No quiero tomar tu dinero.
—No importa. De todas maneras, me pagan esta
semana. Además, ¿qué puedes hacer? Si haces un cheque ella sabrá
que has estado aquí.
Tomó el dinero de su cartera.
—¿Estás segura de que estarás bien?
—Sí. Tráeme mis píldoras.
—Es demasiado pronto.
—No, no lo es. Han pasado horas. Está
empezando a doler me.
Le llevó las pastillas y gaseosa, y se las
tragó.
—Ahora duérmete.
—Sí. Buenas noches.
—Buenas noches. Que hordas de ángeles te
guíen al reposo.
—No me hagas sonreír.
En la puerta se volvió a mirarla de
nuevo.
—¿Henry? —llamó, sin abrir los ojos.
—Sí.
—Fue rico con suavidad, ¿verdad? ¿Sólo de
vez en cuando? —Fue rico. De vez en cuando.