Capítulo 26

La túnica del murgo estaba confeccionada con una ordinaria tela negra y tenía un extraño emblema rojo que caía justo encima del corazón de Garion. Olía a humo, amén de a otras cosas más desagradables. Justo debajo de la axila izquierda, la túnica tenía un pequeño agujero y la tela de esa zona estaba húmeda y pegajosa. La piel de Garion se encogía al contacto con aquella humedad.

Ascendían con rapidez por las galerías de los últimos tres niveles de mazmorras con las caras ocultas tras las amplias capuchas de las túnicas de los murgos. Las galerías estaban iluminadas por débiles antorchas, pero no encontraron ningún guardia, y los esclavos encerrados tras las oxidadas puertas de hierro no hicieron ningún ruido a su paso. Garion podía percibir el espantoso miedo que se agolpaba detrás de aquellas puertas.

—¿Cómo subiremos a la ciudad? —murmuró Durnik.

—Hay una escalera al final de la última galería —respondió Seda en voz muy baja.

—¿Está vigilada?

—Ya no.

Una puerta con candados, cadenas y barras de hierro bloqueaba la salida al final de la escalera. Sin embargo, Seda se agachó, sacó una fina herramienta de metal de una de sus botas, y la introdujo en el candado. El hombrecillo hizo girar la herramienta varias veces, el candado se abrió con un chasquido y Seda dejó escapar una exclamación de alegría.

—Echaré un vistazo —murmuró y salió.

Garion pudo divisar las estrellas y la vaga silueta de los edificios de Rak Cthol del otro lado de la puerta. Un grito desesperado y desgarrador retumbó entre los muros de la ciudad, seguido un instante después por el ruido sordo de un gigantesco gong.

Un minuto más tarde, Seda regresó a la puerta.

—No parece que haya nadie por aquí —dijo con un suave murmullo—. ¿Hacia dónde vamos?

—Hacia allí —señaló Belgarath—. Bordearemos la muralla en dirección al templo.

—¿El templo?

—Tenemos que pasar por ahí para llegar a Ctuchik —respondió el anciano—. Debemos darnos prisa, pues no falta mucho para que amanezca.

Rak Cthol no se parecía a otras ciudades. Sus enormes edificios no tenían el aspecto independiente de los de otros lugares; era como si los murgos y grolims que allí vivían no tuvieran mucho sentido de la posesión personal, y las casas no estaban separadas como las propiedades individuales de las ciudades occidentales. No había calles en el sentido estricto de la palabra, sino más bien corredores o patios comunicados entre sí que pasaban entre los edificios y, a menudo, los atravesaban.

Mientras caminaban con cautela por los patios oscuros y los corredores sombríos, la ciudad parecía desierta, pero aun así tenían la impresión de que las paredes negras que se cernían sobre ellos los miraban de modo amenazador. Extrañas torrecillas se proyectaban sobre las paredes cuando menos lo esperaban y se inclinaban sobre los patios, como si los vigilaran. Las estrechas ventanas los observaban como ojos acusadores y los portales arqueados estaban llenos de sombras acechantes. Rak Cthol rezumaba un sofocante y ancestral aire de perversión y hasta las mismas piedras parecían contemplar con un placer maligno cómo Garion y sus amigos se internaban en el oscuro laberinto del fuerte de los grolims.

—¿Estás seguro de que es por aquí? —le susurró nervioso Barak al viejo hechicero.

—He venido aquí antes, aunque por el camino de cornisa —respondió en voz baja Belgarath—. Me gusta vigilar a Ctuchik de vez en cuando. Esa escalera nos conducirá a lo alto de las murallas.

La escalera era estrecha y empinada, cubierta por un techo abovedado y flanqueada por enormes paredes. Los escalones de piedra estaban desgastados tras siglos de uso. Subieron en silencio. De repente, otro grito resonó en la ciudad y otra vez volvió a sonar el gigantesco gong.

Al salir de la escalera, se encontraron en la cima de la muralla, que era ancha como un camino y rodeaba toda la ciudad. En su extremo exterior, un parapeto separaba la muralla del temible precipicio, que descendía de forma abrupta hasta el suelo rocoso del páramo, más de mil quinientos metros más abajo. Una vez fuera del amparo de los edificios, los sorprendió el aire frío. La escarcha cubría las lajas negras y las piedras irregulares del parapeto y brillaba bajo la gélida luz de las estrellas.

Belgarath miró el espacio abierto que se extendía ante ellos sobre la muralla y los sombríos edificios que se alzaban amenazadores unos metros más allá.

—Será mejor que nos dividamos —susurró—. En Rak Cthol llama la atención demasiada gente en un sitio. Saldremos en grupos de dos. Caminad, no corráis ni os escondáis; actuad como si vivierais aquí. Adelante.

Comenzó a caminar a lo largo de la muralla, acompañado por Barak, como si fueran hacia algún lugar, pero sin darse prisa. Unos momentos después, los siguieron tía Pol y Mandorallen.

—Durnik —murmuró Seda—, ahora saldremos Garion y yo. Tú y Relg esperad un minuto y luego seguidnos. —Escudriñó la cara de Relg, oculta tras la capucha de su traje de murgo—. ¿Estás bien? —le preguntó.

—Siempre que no mire al cielo... —respondió tenso Relg, y su voz sonó como si tuviera los dientes apretados.

—Entonces, vámonos, Garion —murmuró Seda.

Garion tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para caminar a paso normal sobre las piedras cubiertas de escarcha. Tenía la impresión de que, mientras él y el pequeño drasniano cruzaban la parte descubierta de la muralla, miles de ojos lo miraban desde todos los edificios y torres sombrías de la ciudad. El aire estaba muy calmo e intensamente frío y los bloques de piedra estaban cubiertos por una delicada filigrana de escarcha.

Desde el templo cercano llegó otro grito desgarrador.

Una torre grande se alzaba al final de aquel tramo descubierto, y ocultaba el otro lado del camino.

—Espera un momento aquí —murmuró Seda.

Se escondieron agradecidos detrás de la torre y el hombrecillo se escabulló del otro lado.

Garion esperó en medio del frío y la oscuridad, intentando aguzar el oído. Echó un vistazo por encima del parapeto; en el páramo, bastante lejos de allí, ardía un pequeño fuego, centelleando en la oscuridad como una pequeña estrella roja. Garion intentó calcular la distancia que los separaba.

De repente, oyó un leve crujido encima de él y se giró con rapidez, llevándose la mano a la espada. Una oscura figura saltó desde la cornisa de una torre, varios metros más arriba, y cayó sin el menor ruido, como si fuera un gato, sobre las lajas de la muralla, justo enfrente de él. Garion percibió un familiar olor a sudor, rancio y nauseabundo.

—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad, Garion? —dijo Brill en voz baja, con una horrible risita burlona.

—¡Atrás! —le ordenó Garion, sujetando la espada con la punta hacia abajo, tal como Barak le había enseñado.

—Sabía que algún día te encontraría solo —dijo Brill, sin prestar la más mínima atención a la espada.

El murgo abrió los brazos y se inclinó un poco. Sus ojos estrábicos brillaban a la luz de las estrellas.

Garion retrocedió y blandió la espada de forma amenazadora; Brill se inclinó hacia un costado y Garion lo siguió de modo instintivo con la punta de la espada. Entonces, con una rapidez que cogió al chico por sorpresa, Brill lo esquivó y cogió con fuerza el antebrazo de Garion, despojándolo de la espada, que se deslizó con saltitos rápidos sobre las lajas cubiertas de escarcha. Desesperado, Garion buscó su daga.

Pero entonces otra sombra se movió en la oscuridad a un lado de la torre. Brill recibió una fuerte patada en el costado y dejó escapar un gruñido. Se cayó, pero rodó con rapidez sobre las piedras y se incorporó de un salto, con las piernas abiertas y agitando las manos en el aire.

Seda se quitó la túnica de murgo, la arrojó a un lado y se inclinó, también con los brazos abiertos.

—Debería haber imaginado que estarías por aquí, Kheldar —sonrió Brill.

—Yo también debí haber supuesto que vendrías, Kordoch —respondió Seda—, pues siempre sales al paso. —Brill lanzó un rápido puñetazo a la cara de Seda, pero el hombrecillo lo esquivó sin dificultad—. ¿Cómo haces para adelantarte a nosotros? —prosiguió, en un tono casi casual—. Esta costumbre tuya comienza ya a molestar a Belgarath.

Seda intentó darle una patada en la ingle, pero el bizco dio un salto hacia atrás con agilidad.

—Vosotros sois muy compasivos con los caballos —dijo Brill con una breve risita—. Yo tuve que matar de cansancio a varios para perseguiros. ¿Cómo has conseguido salir de aquel foso? Taur Urgas se puso furioso a la mañana siguiente.

—¡Qué lástima!

—Hizo despellejar a los guardias.

—Los murgos deben de tener un aspecto extraño sin la piel.

De repente, Brill se echó hacia delante, con las manos extendidas, pero Seda lo esquivó y le dio un fuerte puñetazo en la mitad de la espalda. Brill volvió a gruñir y se alejó rodando del borde de la muralla.

—Parece que eres tan bueno como dicen —admitió de mala gana.

—Compruébalo Kordoch —lo invitó Seda con una sonrisa siniestra, y se apartó de la torre, sin dejar de mover las manos.

Con el corazón en un puño, Garion contemplaba cómo los dos hombres se movían en círculos.

Brill volvió a saltar, esta vez dispuesto a golpearlo con ambos pies, pero Seda se escabulló por abajo. Ambos rodaron, y, cuando se estaban incorporando, Seda alzó su mano izquierda y asestó un fuerte golpe en la cara de Brill. Brill se tambaleó, pero, mientras retrocedía, logró patear la rodilla de Seda.

—Tu técnica es defensiva —dijo con voz ronca mientras agitaba la cabeza, para suavizar los efectos del golpe de Seda—, ése es tu punto débil.

—Sólo son estilos diferentes, Kordoch —respondió Seda.

Brill dirigió sus dedos a los ojos de Seda, pero éste se escudó y le asestó un golpe rápido en medio del estómago. Mientras caía, Brill abrió sus piernas en tijera y estrechó con ellas las de Seda, haciéndolo tropezar. Ambos hombres se tambalearon sobre las piedras cubiertas de escarcha y se incorporaron de un salto, dando puñetazos con tal rapidez que los ojos de Garion no podían seguirlos. Entonces Brill cometió un error tan simple y tan sutil, que Garion ni siquiera podía estar seguro de que hubiera sido un error. El murgo lanzó un puñetazo a la cara de Seda apenas un poco más fuerte de lo conveniente y demoró su mano un segundo más de lo que debía. Seda aprovechó para coger la muñeca de su oponente con enorme fuerza y rodó hacia atrás en dirección al parapeto, con las piernas recogidas, arrastrando con él a Brill. El tuerto perdió el equilibrio y pareció que iba a lanzarse hacia delante, pero Seda estiró las piernas de repente y empujó a Brill con todas sus fuerzas. El murgo dejó escapar un grito ahogado y se aferró con desesperación a uno de los bloques de piedra del parapeto, pero estaba muy alto y el impulso había sido demasiado fuerte. Se tambaleó sobre el parapeto y por fin se perdió en la oscuridad del abismo, al otro lado de la muralla. Su grito se fue desvaneciendo poco a poco mientras caía y se confundió con un nuevo alarido procedente del templo de Torak.

Seda se puso de pie, miró por encima del parapeto y luego volvió detrás de la torre, donde Garion lo esperaba trémulo.

—¡Seda! —exclamó el joven y le cogió el brazo con alivio.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Belgarath, que apareció por un costado de la torre.

—Brill —respondió Seda con calma mientras se volvía a poner la túnica del murgo.

—¿Otra vez? —exclamó Belgarath con exasperación—. ¿Y qué ha hecho?

—La última vez que lo he visto estaba intentando volar —rió Seda. El anciano parecía intrigado—. No lo hacía demasiado bien —agregó el hombrecillo.

—Tal vez con el tiempo aprenda —dijo Belgarath, y se encogió de hombros.

—No creo que le quede mucho tiempo —señaló Seda, mirando por encima del parapeto.

Desde muy abajo, al fondo de todo, se oyó un sonido ahogado y seco; luego, unos segundos después, otro.

—¿Los rebotes cuentan? —preguntó Seda.

—Creo que no —respondió Belgarath con una mueca irónica.

—Pues entonces, creo que no aprendió a tiempo —dijo Seda con despreocupación y miró a su alrededor con una amplia sonrisa—. ¡Qué noche tan hermosa! —exclamó sin dirigirse a nadie en particular.

—Démonos prisa —sugirió Belgarath mientras dirigía una mirada rápida y nerviosa al este del horizonte —. Pronto amanecerá.

Unos cien metros más adelante, junto a las altas paredes del templo, se encontraron con los demás, y allí, en la más profunda oscuridad, aguardaron a que Relg y Durnik los alcanzaran.

—¿Por qué os demorasteis tanto? —susurró Barak, mientras esperaban.

—Me he encontrado con un viejo amigo —respondió Seda en voz muy baja, y sus dientes blancos brillaron en la oscuridad.

—Era Brill —les informó Garion con un ronco murmullo—. Han luchado hasta que Seda lo arrojó al abismo.

—Hay un buen trecho hasta abajo —comentó Mandorallen, con una mirada por encima del parapeto.

—¿Verdad que sí? —asintió Seda.

Barak rió y apoyó su enorme manaza sobre el hombro de Seda en un gesto de muda aprobación.

Luego Durnik y Relg llegaron por la muralla y se unieron a los demás entre las sombras.

—Tenemos que pasar por el templo —les dijo Belgarath en voz baja—. Cubrid vuestras caras con las capuchas cuanto sea posible y mirad hacia abajo. Caminad en fila, de uno en uno, y murmurad como si estuvierais rezando. Si alguien nos habla, dejadme contestar a mí; y cada vez que suene el gong, girad hacia el altar y haced una pequeña inclinación.

Los condujo hacia una puerta grande cubierta de barras de hierro oxidadas. Miró por última vez hacia atrás, para comprobar que los demás estuvieran en fila y luego apoyó su mano en el picaporte y abrió la puerta.

El interior del templo resplandecía con una turbia luz roja y el lugar despedía un horrible olor a cementerio. La puerta de entrada conducía a una galería cubierta y circular en la parte trasera de la cúpula del templo. Al final de la galería, había una gran balaustrada de piedra con grandes columnas situadas a intervalos regulares. Las aberturas entre las columnas estaban cubiertas por cortinas de la misma tela ordinaria y gruesa con que se hacían las túnicas de los murgos. Detrás de la galería, había varias puertas, todas empotradas en la piedra, y Garion dedujo que los funcionarios del templo usaban aquel lugar para realizar diversas tareas.

En cuanto estuvieron en el balcón, Belgarath cruzó sus manos sobre el pecho y los guió a paso lento y rítmico, mientras cantaba con voz alta y grave.

Desde abajo se oyó un grito espantoso y ensordecedor, lleno de angustia y terror. De forma instintiva, Garion miró a través de las cortinas hacia el altar. Hasta el resto de sus días se arrepentiría de haberlo hecho.

Las paredes circulares del templo eran de piedra negra pulida y detrás del altar había una enorme máscara de acero, tan brillante que parecía un espejo. Era la cara de Torak y el modelo original de las máscaras de los grolims. Sin lugar a dudas, era un rostro hermoso, pero en él había algo perverso y amenazador, una crueldad que iba más allá de lo que cualquier ser humano pudiera imaginar.

Enfrente de la imagen de Torak, cientos de murgos y de grolims se apiñaban arrodillados en el suelo y recitaban una oración ininteligible en una docena de dialectos diferentes. El altar se alzaba sobre una plataforma situada justo debajo de la brillante cara de Torak. A ambos lados del altar manchado de sangre, colgaban dos calderos humeantes, y en el suelo, junto a la plataforma, se abría un profundo foso del que asomaban horribles llamas rojas, mientras un humo negro y denso se elevaba hacia el techo abovedado.

Sobre el altar, media docena de grolims vestidos con túnicas negras y máscaras de acero sujetaban el cuerpo desnudo de un esclavo. La víctima ya estaba muerta, con el pecho abierto como si se tratara de un cerdo. En medio del altar había otro grolim, con los brazos alzados frente a la imagen de Torak. En su mano derecha tenía un cuchillo largo de hoja curva; y en su izquierda, un sangrante corazón humano.

—¡He aquí vuestra ofrenda, dios dragón de los angaraks! —gritó con voz estridente, luego se volvió y depositó el corazón en uno de los calderos humeantes.

Cuando el caldero con el corazón fue colocado encima de las llamas, hubo una gran erupción de humo y vapor y se oyó un espeluznante chisporroteo. En algún lugar debajo del templo, sonó el gigantesco gong y sus vibraciones retumbaron en el aire. Los murgos allí reunidos y los supervisores grolims gimieron y apoyaron sus caras sobre el suelo.

Garion sintió un golpecito en el hombro. Seda se había vuelto y hacía una reverencia hacia el altar, y Garion lo imitó con torpeza, asqueado todavía por el horrible espectáculo de allí abajo.

Los seis grolims del altar alzaron el cuerpo sin vida del esclavo casi con desprecio y lo arrojaron al foso que había delante de la plataforma. Cuando el cuerpo cayó al fuego, las llamas se avivaron y chisporrotearon entre el humo denso.

Garion sintió que lo invadía una furia tremenda y comenzó a convocar su poder, con toda la intención de destruir aquel siniestro altar y la cruel imagen que se alzaba sobre él en un único y descomunal despliegue de fuerzas.

«Belgarion —dijo la voz de su mente con brusquedad—, no interfieras. Este no es el momento.»

«No puedo soportarlo —exclamó Garion en silencio—, tengo que hacer algo.»

«Ahora no puedes, despertarías a toda la ciudad. No uses tu poder, Belgarion.»

«Haz lo que te dice, Garion», dijo con calma la voz de tía Pol en su mente.

Un mudo intercambio tuvo lugar entre tía Pol y aquella otra mente, y Garion, impotente, dejó que su furia y el poder de su voluntad se desvanecieran.

«Esta aberración no durará mucho más, Belgarion —le aseguró la voz—, incluso ahora la tierra hace acopio de sus fuerzas para liberarse de ella.»

—¿Qué hacéis allí arriba? —preguntó una voz brusca.

Garion desvió la vista de la horrible escena de abajo. Un grolim con túnica negra y máscara de acero se había detenido frente a Belgarath y cerraba el paso.

—Somos los siervos de Torak —respondió el anciano, en una perfecta imitación de los sonidos guturales del idioma de los murgos.

—En Rak Cthol todos somos siervos de Torak —dijo el grolim—. ¿Por qué no estáis asistiendo a la ceremonia de sacrificio?

—Somos peregrinos de Rak Hagga —explicó Belgarath—, y acabamos de llegar a la ciudad. Se nos ordenó que nos presentáramos al Jerarca de Rak Hagga en cuanto llegáramos. Esa apremiante tarea nos impide participar en la ceremonia. —El grolim gruñó con desconfianza—. Reverendo sacerdote del dios dragón, ¿podrías indicarnos dónde están las habitaciones de nuestro Jerarca? No conocemos bien el templo oscuro.

Desde abajo, llegó otro grito desgarrador, y cuando el gong de hierro volvió a retumbar, el grolim se giró hacia el altar e hizo una reverencia. Belgarath hizo un rápido gesto con la cabeza a los miembros de su grupo, y todos se volvieron y se inclinaron.

—Pasad por la penúltima puerta —les indicó el grolim, al parecer satisfecho con aquel piadoso gesto—. Os conducirá a las habitaciones de los Jerarcas.

—Te estamos infinitamente agradecidos, sacerdote del dios de las tinieblas —agradeció con una reverencia.

Pasaron en fila junto al grolim enmascarado, con las cabezas gachas y las manos cruzadas sobre el pecho, mientras murmuraban algo para sí, como si rezaran.

—¡Repugnante! —decía Relg con voz ahogada—. ¡Obsceno! ¡Abominable!

—Mantén la cabeza gacha —musitó Seda—. Estamos rodeados de grolims.

—Mientras UL me dé fuerzas, no descansaré hasta que Rak Cthol sea destruida —juró Relg en un fervoroso susurro.

Belgarath llegó a una puerta con tallas decorativas cerca del final de la galería y la abrió con cuidado.

—¿Todavía nos mira el grolim? —le preguntó a Seda.

El hombrecillo miró hacia el sacerdote, que estaba a una considerable distancia detrás de ellos.

—Sí, espera... Ahora se va. La galería está libre.

El hechicero cerró la puerta que había abierto y en su lugar se dirigió a la última de la galería. Apoyó su mano con suavidad en el picaporte y la puerta se abrió sin resistencia. El anciano frunció el entrecejo.

—Antes siempre estaba cerrada —murmuró.

—¿Es una trampa? —gruñó Barak, al tiempo que su mano buscaba la espada debajo de la túnica de murgo.

—Es probable, pero no tenemos otra elección.

Belgarath terminó de abrir la puerta y todos entraron mientras desde el altar llegaba otro alarido. La puerta se cerró despacio al mismo tiempo que el gong hacía retumbar las piedras del templo. Comenzaron a bajar por los escalones desgastados que había al otro lado de la puerta. La escalera, estrecha y poco iluminada, descendía de forma abrupta y giraba hacia la derecha.

—Estamos justo en la pared exterior, ¿verdad? —preguntó Seda y tocó las piedras negras de la izquierda.

Belgarath asintió con un gesto.

—La escalera conduce a las habitaciones privadas de Ctuchik —dijo.

Siguieron descendiendo hasta que los ladrillos de ambos lados de las paredes se trocaron en roca.

—¿Vive debajo de la ciudad? —preguntó Seda, sorprendido.

—Sí —respondió Belgarath—. Se construyó una especie de fortaleza usando la misma roca de la montaña.

—Extraña idea —dijo Durnik.

—Ctuchik es una persona extraña —dijo tía Pol con tono sombrío.

Belgarath hizo una señal de alto.

—La escalera termina unos trescientos metros más abajo —susurró—. Sin duda, en la puerta del fuerte habrá dos guardias; ni siquiera Ctuchik podría modificar eso, sean cuales sean sus planes.

—¿Hechiceros? —preguntó Barak en voz baja.

—No, los guardias están sólo por protocolo. Son sólo grolims corrientes.

—Entonces, podemos echarnos sobre ellos.

—No será necesario. Nos acercaremos lo suficiente como para que os ocupéis de ellos, pero quiero algo rápido y silencioso.

El anciano buscó entre sus ropas de murgo y sacó un rollo de pergamino atado con un trozo de cinta negra. Luego comenzó a bajar otra vez con Barak y Mandorallen detrás.

La curva de la escalera les permitió ver un área iluminada por antorchas al final de los escalones de piedra, una especie de antecámara cavada en la roca. Dos sacerdotes grolims estaban junto a una puerta negra con los brazos cruzados.

—¿Quién se acerca al más santo de los santos? —preguntó uno de ellos y se llevó la mano a la espada.

—Un mensajero —respondió Belgarath con tono de importancia—. Traigo un mensaje de mi amo, el Jerarca de Rak Goska —agregó y les enseñó el rollo de pergamino.

—Acércate, mensajero.

—¡Alabado sea el discípulo del dios dragón de Angarak! —exclamó Belgarath mientras bajaba con Mandorallen y Barak a su lado. Llegó al pie de la escalera y se detuvo frente a los dos guardias con máscaras de acero—. De este modo cumplo con la tarea que me han encomendado —anunció y les ofreció el pergamino con la mano extendida.

Uno de los guardias se adelantó para recibir el rollo de manos de Belgarath, pero Barak le asió el brazo con su enorme puño, mientras su otra mano se cerraba con rapidez sobre la garganta del asombrado grolim.

El otro guardia llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero Mandorallen le arrojó un afilado puñal al estómago y el hombre se dobló hacia delante, gimiendo. Con una especie de sádica concentración, el caballero hizo girar la empuñadura del puñal hundiendo profundamente la punta en el cuerpo del grolim. Cuando por fin el arma le alcanzó el corazón, el guardia se estremeció y se desplomó con un suspiro largo y gorgoteante.

Barak levantó su enorme hombro y los huesos del primer grolim se rompieron con un crujido áspero. Los pies del guardia se movieron de forma espasmódica durante unos instantes, pero luego se quedó inmóvil.

—Ya me siento mejor —murmuró Barak tras soltar el cuerpo.

—Tú y Mandorallen esperad aquí —le ordenó Belgarath—. No quiero que me molesten mientras estoy ahí dentro.

—Nos ocuparemos de que no lo hagan —prometió Barak—. ¿Y qué pasa con ésos? —preguntó, señalando a los dos guardias.

—Deshazte de ellos, Relg —le dijo brevemente Belgarath al ulgo.

Relg se arrodilló entre los dos cuerpos y los sostuvo, uno con cada mano. Seda se apresuró a girarse para no verlo, pero oyó un ruido seco mientras el ulgo empujaba, hundiéndolos en la piedra.

—Te has dejado un pie fuera —observó Barak con un tono indiferente.

—¿Es necesario que habléis de ello? —preguntó Seda.

Belgarath hizo una profunda inspiración y apoyó su mano sobre el picaporte de hierro.

—Muy bien, entremos de una vez —les dijo en voz muy baja y abrió la puerta.