Capítulo 7
Cuando despertaron estaban todos en un corro cogidos de las manos. Garion, con Ce'Nedra a la izquierda y Durnik a la derecha, se desveló y la conciencia volvió a su mente. La brisa era fría y refrescante y el sol de la mañana resplandecía. Ante ellos se alzaban las primeras colinas parduscas y la llanura encantada de Maragor se extendía a sus espaldas.
Seda despertó y miró a su alrededor con curiosidad y recelo.
—¿Dónde estamos? —se apresuró a preguntar.
—En la frontera norte de Maragor —respondió Lobo—, a unos cuatrocientos kilómetros al este de Tol Rane.
—¿Cuánto tiempo hemos dormido?
—Más o menos una semana.
Seda no dejaba de mirar a su alrededor, intentando hacerse a la idea del paso del tiempo y de la distancia recorrida.
—Supongo que no había más remedio —aceptó por fin.
Hettar fue enseguida a revisar los caballos y Barak empezó a masajearse la nuca con ambas manos.
—Me siento como si me hubiera quedado dormido sobre un montículo de piedras —protestó.
—Camina un poco —le aconsejó tía Pol—, eso te ayudará a superar la sensación de rigidez.
Ce'Nedra no había soltado la mano de Garion y el joven se preguntó si debería hacérselo notar. Su mano parecía pequeña y cálida en la suya y su contacto no era nada desagradable, así que decidió no decir nada.
Hettar volvió con el entrecejo fruncido.
—Una de las yeguas de carga está preñada, Belgarath —dijo.
Lobo se giró con rapidez.
—¿Cuánto le queda? —preguntó.
—Es difícil preverlo con exactitud, pero no más de un mes. Es el primero.
—Podemos quitarle la carga y distribuirla entre los otros caballos —sugirió Durnik—. Sin carga estará bien.
—Tal vez —dijo Hettar, no demasiado convencido.
Mandorallen tenía la vista fija en las colinas amarillentas que se alzaban ante ellos.
—Nos vigilan, Belgarath —dijo con tono lúgubre y señaló varias columnas de humo que se perdían en el cielo de la mañana.
El señor Lobo observó la humareda y su expresión se volvió amarga.
—Es probable que sean buscadores de oro. Revolotean alrededor de las fronteras de Maragor como buitres en torno a una vaca enferma. Echa un vistazo, Pol.
Pero los ojos de tía Pol ya tenían su característica mirada distante, como si atravesaran las colinas que tenía delante.
—Arendianos —dijo—, sendarios, tolnedranos y un par de drasnianos. No son muy listos.
—¿Algún murgo?
—No.
—Vulgar escoria, entonces —observó Mandorallen—. Esos vagabundos no constituyen una amenaza seria.
—Preferiría evitar una pelea, si es posible —le dijo Lobo—. Estas disputas casuales son peligrosas y no sirven para nada. —Meneó la cabeza disgustado—. Aunque nunca los convenceremos de que no traemos oro de Maragor, así que supongo que no podremos evitarlo.
—Si todo lo que quieren es oro, ¿por qué no les damos un poco? —sugirió Seda.
—No traje mucho conmigo. Seda —respondió el viejo.
—No tiene por qué ser real —dijo Seda con los ojos brillantes. Fue hacia uno de los caballos de carga, volvió con varios trozos de lona y se apresuró a cortarlos en cuadrados de unos treinta centímetros de lado. Luego cogió uno de estos cuadrados y metió dos puñados de guijarros en el centro, cerró los extremos de la lona y ató con fuerza un cordel, formando una bolsa de aspecto pesado. Lo alzó varias veces como para calcular su peso—. Parece un saco de oro, ¿no es verdad?
—Ya va a hacer otra de las suyas —dijo Barak.
Seda soltó una risita tonta y armó con rapidez varios sacos más.
—Yo iré delante —dijo y repartió las bolsas por todas las monturas—. Vosotros seguidme y dejadme hablar. ¿Cuántos individuos hay allí arriba, Polgara?
—Unos veinte —respondió ella.
—Entonces todo irá bien —aseguró con confianza—. ¿Vamos?
Montaron a caballo y comenzaron a avanzar hacia la amplia boca del lecho seco de un río. Garion oyó un estridente silbido y notó varios movimientos furtivos delante de ellos. Era muy consciente de las empinadas márgenes del río que se alzaban a ambos lados.
—Para tratar con ellos necesitaré un terreno más abierto —les dijo Seda—. Allí. —Señaló con la barbilla un punto donde la cuesta hacia la orilla era un poco menos pronunciada. Cuando llegaron allí, hizo girar el caballo con brusquedad—. ¡Ahora! —gritó—. ¡Vamos!
Los demás lo siguieron y subieron hacia la orilla. Las patas de los caballos desmoronaron la cuesta de grava y una asfixiante nube de polvo amarillo se alzó en el aire mientras ascendían.
Gritos de decepción llegaron de los pequeños arbustos al otro extremo del río seco y un grupo de hombres bastante toscos salieron de sus escondites y corrieron tras ellos sobre la hierba alta y marchita. Un hombre de barba negra, que estaba más cerca y más desesperado que los demás, saltó frente a ellos con una espada oxidada. Sin dudarlo un instante, Mandorallen lo atropelló y el barbudo gimió mientras rodaba y se tambaleaba bajo las aplastantes patas del enorme caballo de guerra.
Cuando llegaron a la cima de la colina, se reunieron en un grupo compacto.
—Este lugar servirá —dijo Seda, examinando el terreno circular donde se encontraban—. Todo lo que necesito es que esta chusma vea que hay espacio suficiente para que se produzcan bajas. Pues quiero que piensen que habrá bajas.
Una flecha los alcanzó con un zumbido y Mandorallen la paró en el aire con su escudo, casi con desprecio.
—Deteneos —gritó uno de los bandidos.
Era un sendario delgado, con cicatrices de viruela. Tenía un burdo vendaje en una pierna y llevaba una sucia túnica verde.
—¿Quién lo dice? —gritó Seda con insolencia.
—Soy Kroldor —anunció el hombre del vendaje, dándose importancia—. Kroldor el ladrón. Quizás hayáis oído hablar de mí.
—La verdad es que no —respondió encantado Seda.
—Dejad vuestro oro... y vuestras mujeres —ordenó Kroldor—. Tal vez os perdone la vida.
—Si te apartas de nuestro camino, es probable que nosotros te perdonemos la vida a ti.
—Tengo cincuenta hombres —amenazó Kroldor—, todos desesperados, como yo.
—Tienes veinte —lo corrigió Seda —. Siervos fugitivos, campesinos cobardes y ladrones vulgares. Mis hombres son guerreros entrenados, y, para colmo, estamos montados y vosotros a pie.
—Dejad vuestro oro —insistió el jactancioso ladrón.
—¿Por qué no te acercas y lo coges?
—¡Adelante! —les gritó Kroldor a sus hombres. Tomó la delantera y un par de bandidos lo siguieron no muy convencidos entre la hierba marchita, pero el resto se quedó atrás, mirando con aprensión a Mandorallen, Barak y Hettar. Después de dar unos pocos pasos, Kroldor advirtió que sus hombres no lo seguían. Entonces se detuvo y dio media vuelta—. ¡Cobardes! —rugió—. Si no nos damos prisa, llegarán los demás y perderemos el oro.
—Mira, Kroldor —le dijo Seda—, tenemos mucha prisa y llevamos más oro del que nos conviene cargar. —Desató una de las bolsas de piedras de su montura y la agitó para tentarlos—. Toma —dijo y como por descuido arrojó la bolsa sobre la hierba, luego cogió otra bolsa y la lanzó junto a la primera. Hizo un breve gesto y los demás también arrojaron sus bolsas al montón—. Ahí tienes, Kroldor —continuó Seda—, diez bolsas de buen oro sin necesidad de pelear. Si quieres más tendrás que sangrar por él.
Los hombres desarrapados que se apiñaban detrás de Kroldor intercambiaron miradas y comenzaron a avanzar hacia ambos lados con los ojos llenos de codicia fijos en la pila de bolsas que había sobre las altas hierbas.
—Tus hombres parecen reflexionar sobre la mortalidad —dijo Seda con sequedad—. Ahí hay bastante oro para haceros ricos a todos, y los hombres ricos no corren riesgos innecesarios.
—No olvidaré esto —dijo Kroldor con una mirada implacable.
—Sé muy bien que no lo harás —respondió Seda—. Ahora vamos a seguir, así que te sugiero que salgas del camino.
Barak y Hettar se pusieron a ambos lados de Mandorallen y los tres comenzaron a avanzar a paso lento y amenazador.
Kroldor permaneció en su sitio hasta el último momento, pero luego se volvió y se apartó del camino maldiciendo entre dientes.
—¡Vámonos! —dijo Seda.
Clavaron los talones en los flancos de sus caballos y salieron al galope. Tras ellos, los bandidos rompieron el círculo en que estaban dispuestos y corrieron hacia la pila de bolsas. De inmediato se produjeron varias peleas brutales y tres hombres fueron derribados antes de que a nadie se le ocurriera abrir las bolsas. Los gritos de ira se oyeron con claridad a la distancia.
Cuando por fin detuvieron los caballos, tras un buen rato de cabalgar a todo galope, Barak soltó una carcajada.
—¡Pobre Kroldor! —rió—. Eres un malvado, Seda.
—He hecho un estudio sobre los instintos más profundos de la naturaleza humana —respondió Seda con aire inocente—. Casi siempre encuentro una forma de hacerla funcionar a mi conveniencia.
—Los hombres de Kroldor lo culparán por la forma en que han salido las cosas —observó Hettar.
—Lo sé, pero ése es uno de los riesgos del liderazgo.
—Incluso es probable que lo maten.
—Espero que lo hagan, me sentiría muy decepcionado si no lo hicieran.
Siguieron adelante y les llevó todo el día cruzar las colinas parduscas. Por la noche acamparon al reparo de un pequeño cañón donde la luz del fuego no pudiera advertir de su presencia a los bandidos que asolaban la región. A la mañana siguiente salieron temprano y al mediodía ya habían llegado a las montañas. Cabalgaron por peñascos rocosos y se internaron en un espeso bosque de pinos y abetos donde corría una brisa fresca y aromática. A pesar de que abajo aún era verano, en las zonas altas comenzaban a notarse las primeras señales del otoño. Las hojas de las malezas se marchitaban, había una ligera y vaporosa neblina y cuando se levantaban por las mañanas, encontraban el suelo cubierto de escarcha. Sin embargo, el tiempo se mantenía cálido y ellos avanzaban con rapidez.
Una tarde, cuando ya llevaban más de una semana en las montañas, grandes nubarrones llegaron del oeste y trajeron consigo un frío húmedo. Garion desató su capa de la parte trasera de la montura y se cubrió los hombros sin dejar de cabalgar, temblando a medida que la tarde se hacía más y más fría.
Durnik alzó la cara y olió el aire.
—Tendremos nieve antes del amanecer —predijo.
Garion también percibía el olor frío y polvoriento de la nieve y asintió con amargura.
—Sabía que el tiempo era demasiado bueno para que durara —refunfuñó el señor Lobo, pero luego se encogió de hombros—. Pues, bueno, todos hemos sobrevivido a muchos inviernos antes de éste.
A la mañana siguiente, cuando Garion asomó la cabeza fuera de la tienda, había dos centímetros de nieve al pie de los oscuros abetos. Caían delicados copos y se posaban sin el menor ruido sobre la tierra, cubriendo de una ligera neblina todo lo que estuviera a más de cien metros. El aire era frío y gris, y los caballos, que parecían muy oscuros en contraste con el paisaje blanco, daban patadas y movían sus orejas al contacto de la nieve que los mojaba. Con el frío y la humedad, la respiración de los animales se convertía en vapor.
Ce'Nedra salió de la tienda que compartía con tía Pol y lanzó un grito de placer, pues tal como supuso Garion, la nieve era algo insólito en Tol Honeth. La pequeña princesa correteó bajo los delicados copos de nieve con infantil abandono y Garion sonrió con tolerancia hasta que una certera bola de nieve le dio en la cabeza. Entonces la persiguió, atacándola con bolas de nieve, mientras ella corría y se escondía detrás de los árboles entre risas y gritos. Cuando por fin la cogió, estaba resuelto a mojarle la cara, pero ella, con las pestañas cubiertas de nieve, lo abrazó con fuerza y lo besó, rozando su naricilla helada contra su mejilla. Garion no advirtió sus verdaderas intenciones hasta que fue demasiado tarde: ella le había metido una bola de nieve por la parte posterior del cuello de su túnica, tras lo cual se soltó y corrió en dirección a las tiendas, desternillándose de risa, mientras él intentaba sacudirse la nieve antes de que se derritiera.
Al mediodía, sin embargo, la nieve del suelo se había convertido en barro, y la nevada, en una persistente y desagradable llovizna. Subieron por un estrecho barranco bajo los abetos empapados, a la vera de un turbulento arroyuelo que parecía a punto de desbordarse.
Por fin el señor Lobo dio la señal de alto.
—Nos acercamos a la frontera oeste de Cthol Murgos —informó—. Creo que es hora de que empecemos a tomar precauciones.
—Iré al frente —se ofreció Hettar.
—No creo que sea buena idea —respondió Lobo—. Tienes tendencia a distraerte cuando ves murgos.
—Lo haré yo —dijo Seda. Se había levantado la capucha, pero todavía goteaba agua de su nariz larga y puntiaguda—. Iré unos cuantos metros por delante y mantendré los ojos bien abiertos.
Lobo asintió.
—Si ves algo, silba —le recomendó.
—De acuerdo —respondió Seda y salió al trote hacia el barranco.
Esa misma tarde, la lluvia comenzó a congelarse y cubrió las piedras y los árboles de un hielo grisáceo. Bordearon un enorme peñasco rocoso y al otro lado se encontraron con Seda, que los esperaba. El arroyo se había transformado en un hilo de agua y las paredes del barranco se abrían sobre la empinada cuesta de una montaña.
—Nos queda una hora de luz —dijo el hombrecillo—. ¿Qué crees que debemos hacer? ¿Seguimos, o quieres que retrocedamos un poco hacia el barranco y acampemos para pasar la noche?
El señor Lobo escudriñó el cielo y luego la montaña que tenían delante. La empinada cuesta estaba cubierta de árboles enanos, pero un poco más abajo se acababa la vegetación.
—Tendremos que dar la vuelta por aquí y luego pasar al otro lado. Sólo son tres kilómetros. Vamos.
Seda asintió con un gesto y volvió a tomar la delantera.
Bordearon la montaña y aparecieron en lo alto de un profundo desfiladero que los separaba del pico que habían cruzado dos días antes. Con la llegada de la noche, la lluvia había aflojado y Garion podía ver con claridad el otro lado del desfiladero. No habían hecho más de setecientos metros, cuando sus ojos percibieron un leve movimiento cerca del borde del abismo.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia allí.
—Me lo temía —dijo el señor Lobo mientras se sacudía el hielo de la barba.
—¿Qué es?
—Es un algroth.
Con un escalofrío de asco, Garion recordó los repulsivos simios con cara de cabra que los habían atacado en Arendia.
—¿No sería conveniente que corriésemos? —preguntó.
—No puede alcanzarnos —respondió Lobo—. El desfiladero tiene al menos mil quinientos metros de profundidad. Sin embargo, es evidente que los grolims han soltado a sus bestias, por lo que deberemos tener cuidado —añadió, y les hizo una señal para que continuaran.
Garion podía oír los distantes aullidos del algroth, distorsionados por el zumbido del viento que no dejaba de soplar en el profundo precipicio, mientras intentaba comunicarse con el resto de su manada. Pronto una docena de espeluznantes criaturas correteaban por el borde rocoso del precipicio; ladrándose los unos a los otros seguían el rumbo del grupo que bordeaba la montaña en dirección a un pequeño arroyo en el otro extremo. El arroyo conducía fuera del desfiladero, y un kilómetro y medio más adelante se detuvieron a pasar la noche al amparo de unos abetos poco frondosos.
A la mañana siguiente todavía hacía frío y estaba nublado, pero había dejado de llover. Siguieron cabalgando hacia la boca del arroyo y continuaron por el borde de la cima. La otra cara de la montaña bajaba en picado hacia un abismal precipicio de miles de metros de profundidad y se perdía en el fondo, en un pequeñísimo riachuelo. Los algroths todavía los perseguían, entre aullidos y temibles miradas de voracidad. También había otras figuras, aunque apenas podían distinguirse entre los árboles que había en la otra margen. Una de ellas, enorme y peluda, parecía tener un cuerpo casi humano, pero su cabeza era la de una bestia, y una manada de veloces animales galopaba sacudiendo sus melenas y sus rabos.
—¡Mirad! —exclamó Ce'Nedra —, caballos salvajes.
—No son caballos —dijo con amargura Hettar.
—Parecen caballos.
—Es posible, pero no lo son.
—Hrulgos —dijo brevemente el señor Lobo.
—¿Qué es eso?
—Los hrulgos son animales de cuatro patas similares a los caballos, pero con colmillos en lugar de dientes y patas con garras en lugar de cascos.
—Pero eso significa que... —empezó a decir la princesa.
—Sí, que son carnívoros.
—¡Qué horror! —se estremeció Ce'Nedra.
—El desfiladero se está estrechando, Belgarath —gruñó Barak—, y preferiría no encontrarme del mismo lado que esas bestias.
—No hay peligro. Si no recuerdo mal, se estrecha a lo largo de unos cien metros y luego vuelve a ensancharse. No podrán cruzar.
—Espero que la memoria no te engañe.
El cielo parecía rasgado, convertido en harapos por un viento tempestuoso. Los buitres planeaban sobre sus cabezas y volaban en círculos en lo alto del abismo, mientras los cuervos iban de rama en rama, graznando y chillándose los unos a los otros. Tía Pol contempló a los pájaros con una mirada de severa reprobación, pero no dijo nada.
Siguieron cabalgando. La garganta se hizo más estrecha y pronto vieron con claridad las caras bestiales de los algroths que avanzaban por el otro lado. Cuando los hrulgos abrían la boca para comunicarse entre sí con aullidos, dejaban al descubierto sus dientes largos y afilados.
Más adelante, cuando pasaban por la zona más estrecha del desfiladero, unos murgos aparecieron del otro lado del precipicio. Sus caballos jadeaban tras una dura cabalgata y los murgos se veían demacrados y agotados por el viaje. Brill, que estaba al borde del abismo, miró primero al otro lado y luego al río que corría debajo.
—¿Qué es lo que te retuvo? —gritó Seda con una voz atronadora que tenía un deje sarcástico—. Pensábamos que te habías perdido.
—Eso no es posible, Kheldar —respondió Brill—. ¿Cómo cruzasteis al otro lado?
—Cabalga hacia allí durante unos cuatro días —gritó Seda, señalando el camino por donde había venido—. Si miras bien, encontrarás el cañón que conduce hacia aquí. No creo que tardes mucho más en hallarlo.
Uno de los murgos sacó un arco pequeño de debajo de su pierna izquierda y preparó una flecha. Apuntó a Seda, tiró de la cuerda y disparó. Seda contempló con calma cómo la flecha caía al fondo del abismo, girando en una larga y lenta espiral.
—Buen tiro —gritó.
—No seas idiota —le gritó Brill al murgo del arco y volvió a mirar a Seda—. He oído hablar mucho de ti, Kheldar —dijo.
—Bueno..., uno tiene su reputación —respondió Seda con modestia.
—Un día de éstos tendré que comprobar si eres tan bueno como dicen.
—Tu curiosidad podría ser el primer síntoma de una enfermedad mortal.
—Al menos para uno de los dos.
—Espero con ansiedad nuestro próximo encuentro —dijo Seda—. Ahora espero que me disculpes, querido amigo, pero tengo negocios urgentes, ya sabes.
—Cuídate mucho, Kheldar, uno de estos días nos encontraremos —amenazó Brill.
—Yo siempre me cuido, Kordoch —le respondió Seda—, así que no te sorprendas si te estoy esperando. Ha sido un placer hablar contigo, debemos hacerlo otra vez... y pronto.
El murgo del arco disparó otra flecha, que siguió el camino de la primera.
Seda rió y condujo al grupo más allá del borde del precipicio.
—Qué tipo genial —dijo mientras se alejaban; miró al tenebroso cielo que se alzaba sobre sus cabezas—, y qué día tan absolutamente espléndido.
A medida que el día avanzaba, las nubes se hacían más grandes y oscuras. El viento soplaba cada vez más fuerte, hasta que comenzó a bramar entre los árboles. A paso uniforme, el señor Lobo los condujo hacia el nordeste, lejos del abismo que los separaba de Brill y de los murgos.
Acamparon para pasar la noche en una hoya cubierta de piedras, junto al límite de la vegetación. Tía Pol preparó un espeso guiso y tan pronto como acabaron de comer, apagaron el fuego.
—No tiene sentido que les facilitemos pistas —observó Lobo.
—No lograrán cruzar el abismo, ¿verdad? —preguntó Durnik.
—Es mejor no correr riesgos —respondió Lobo. Se alejó de las pocas brasas restantes del fuego mortecino y escudriñó en la oscuridad. Guiado por un impulso, Garion fue tras él.
—¿Cuánto falta para llegar al valle, abuelo? —preguntó.
—Unos trescientos cincuenta kilómetros —respondió el viejo—, pero aquí en las montañas no podemos ir muy rápido.
—Además, el tiempo está empeorando.
—Ya lo he notado.
—¿Y qué pasa si durante la marcha nos coge una verdadera tormenta de nieve?
—Tendremos que refugiarnos en algún sitio hasta que pare.
—¿Y qué...?
—Garion, ya sé que es normal, pero a veces te pareces mucho a tu tía. Me ha estado preguntando "y qué pasa si..." desde que tenía diecisiete años, y después de tanto tiempo ha llegado a cansarme mucho.
—Lo siento.
—No lo sientas, limítate a no volver a hacerlo.
Sobre sus cabezas, en medio de la oscuridad total del cielo tempestuoso, se oyó un ruido súbito y tremendo, como si un enorme pájaro batiera sus alas.
—¿Qué fue eso? —preguntó sobresaltado Garion.
—¡Quédate quieto! —Lobo permaneció inmóvil con la cara alzada hacia arriba. Entonces volvió a oírse el mismo ruido—. ¡Qué pena!
—¿Qué?
—Pensé que la pobre y vieja bestia habría muerto hace siglos. ¿Por qué no la dejarán en paz?
—¿Qué es?
—No tiene nombre. Es una bestia grande, estúpida y fea. Los dioses sólo hicieron tres de ellas y los dos machos se mataron entre sí durante el primer celo, así que ha estado sola desde hace una eternidad.
—Parece enorme —dijo Garion tras oír el ruido de las gigantescas alas y escudriñando en la oscuridad—. ¿Qué aspecto tiene?
—Es grande como una casa y no creo que te gustara verla.
—¿Es peligrosa?
—Muy peligrosa, pero no puede ver muy bien por las noches —suspiró Lobo—. Los grolims deben de haberla sacado de su cueva para que nos cazara. A veces van demasiado lejos.
—¿No deberíamos prevenir a los demás?
—Sólo conseguiríamos preocuparlos. A veces es mejor no decir nada.
La bestia volvió a batir sus enormes alas y en la oscuridad resonó un aullido largo y desesperado, tan lleno de angustiosa soledad que Garion sintió que una oleada de piedad crecía en lo más profundo de su alma.
—No podemos hacer nada —volvió a suspirar Lobo—. Volvamos a las tiendas.