Capítulo 11
A la mañana siguiente, cuando Garion se despertó, intuyó en el acto que no estaba solo.
«¿Dónde has estado?», preguntó en silencio.
«Te he estado observando —contestó la otra conciencia dentro de su mente—. Veo que por fin te has decidido.»
«No tenía otra elección.»
«Ninguna. Será mejor que te levantes, viene Aldur.»
Garion rodó fuera de las mantas a toda prisa.
«¿Aquí?, ¿estás seguro?»
La voz de su mente no respondió.
Garion se puso una túnica limpia y calzas y limpió sus botines con cierto esmero. Luego salió de la tienda que compartía con Seda y Durnik.
El sol acababa de salir sobre las altas montañas del este y la línea entre la luz y la oscuridad se movía con majestuosa pesadez sobre la fresca hierba del valle. Tía Pol y Belgarath estaban al lado del fuego, donde el agua comenzaba a hervir en una vasija; hablaban en voz baja. Garion se les unió.
—Te has levantado temprano —dijo tía Pol y extendió su mano para alisarle el pelo.
—Estaba despierto —respondió y miró a su alrededor preguntándose desde dónde vendría Aldur.
—Tu abuelo me dijo que ayer tuvisteis una larga charla.
—Ahora entiendo mejor algunas cosas —asintió Garion—. Siento haber sido tan obstinado.
Polgara lo atrajo hacia ella y lo rodeó con sus brazos.
—No te preocupes, cariño. Tenías que tomar una decisión importante.
—Entonces, ¿no estás enfadada conmigo?
—Por supuesto que no, cariño.
Los demás comenzaban a levantarse y salían de sus tiendas con aspecto desgreñado, bostezando y estirándose.
—¿Qué haremos hoy? —preguntó Seda mientras se aproximaba al fuego y se restregaba los ojos soñolientos.
—Esperaremos —dijo Belgarath—. Mi Maestro dijo que nos encontraríamos aquí.
—Tengo curiosidad por verlo, nunca tuve oportunidad de conocer a un dios.
—Creo que vuestra curiosidad pronto será satisfecha, príncipe Kheldar —dijo Mandorallen—. ¡Mirad allí!
Una figura con una túnica azul se acercaba por la pradera, no muy lejos del enorme árbol bajo el cual acampaban. Una suave aura de luz azul rodeaba la figura y enseguida todos sintieron con claridad que no se trataba de un hombre. Garion no estaba preparado para el impacto de aquella presencia. Su encuentro con el espíritu de Issa en la sala del trono de la reina Salmissra había quedado difuminado por el efecto de las drogas que la reina de las serpientes le había obligado a beber. De un modo similar, en su confrontación con Mara en las ruinas de Mar Amon la mitad de su mente había estado dormida. Pero ahora, completamente despierto con las primeras luces de la mañana, se encontró ante un dios.
La cara de Aldur reflejaba una sabiduría enorme y benévola. Su largo cabello y su barba eran blancos, Garion intuyó que por elección más que por el resultado de la edad. Por alguna razón esa cara le resultaba muy familiar; tenía una cierta similitud con la de Belgarath, aunque Garion pronto advirtió, con una súbita y curiosa inversión de su primera idea, que era Belgarath el que se parecía a Aldur; como si cientos de años de relación hubieran estampado los rasgos de Aldur en la cara del anciano. Por supuesto, había diferencias. Aquella traviesa picardía que caracterizaba a su abuelo no estaba presente en la expresión tranquila de Aldur. Esa era una cualidad propia de Belgarath, tal vez el último vestigio de los rasgos del ladronzuelo que Aldur había acogido en su torre un día de nieve, unos siete mil años atrás.
—Maestro —dijo Belgarath con una respetuosa reverencia cuando Aldur se aproximó a ellos.
—Belgarath —respondió el dios con una voz muy serena—. Hacía mucho tiempo que no os veía, los años no han sido muy duros con vos.
—Algunos días los siento más que otros, Maestro —dijo Belgarath y se encogió de hombros—. Arrastro muchos años conmigo.
Aldur sonrió y se volvió hacia tía Pol.
—Mi querida hija —dijo con afecto y extendió su mano para tocar el rizo plateado de su pelo—. Estáis tan hermosa como siempre.
—Y vos tan gentil, Maestro —respondió ella con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
Entre los tres corrió una intensa corriente, una especie de fusión de las tres mentes que reflejaba su compenetración. Garion pudo percibirlo con su propia mente y se sintió un poco ofendido al verse excluido de la reunión, pero enseguida advirtió que no tenían intención de hacerlo. Sólo estaban restableciendo una relación de eones y un montón de experiencias compartidas que se perdían en el tiempo.
Entonces Aldur se volvió a mirar a los demás.
—Así que por fin os habéis reunido, tal como se planeó al principio de los tiempos. Sois los instrumentos del destino y mi bendición os acompañará en el camino hacia el día extraordinario en que el universo volverá a convertirse en una unidad.
Las caras de Garion y sus acompañantes reflejaron asombro y perplejidad por la enigmática bendición de Aldur. Sin embargo, cada uno de ellos le dedicó una reverencia respetuosa y humilde.
Entonces Ce'Nedra salió de la tienda que compartía con tía Pol. La menuda joven se estiró con sensualidad y hundió los dedos en su enmarañada mata de cabellos rojos. Llevaba una túnica dríada y sandalias.
—Ce'Nedra —la llamó tía Pol—, ven aquí.
—Sí, Polgara —dijo la jovencita en actitud sumisa y se aproximó al fuego, casi sin tocar la tierra con los pies. Entonces vio a Aldur junto a los demás y se detuvo, con los ojos muy abiertos.
—Éste es nuestro Maestro, Ce'Nedra —le dijo tía Pol—. Quería conocerte.
La princesa, confundida, contempló con atención aquella figura radiante. No estaba preparada para un encuentro de aquella naturaleza, así que bajó la vista y luego la levantó con timidez, mientras su pequeño rostro asumía automáticamente su característica expresión astuta y complaciente.
—Es como una flor que deleita a la gente sin saberlo. —Sus ojos se perdieron en la profundidad de los de la princesa—. Sin embargo, en ella hay fuerza, y es apta para su tarea. Yo os bendigo, criatura.
De forma instintiva, Ce'Nedra respondió con una pequeña y graciosa reverencia. Era la primera vez que Garion la veía inclinarse ante alguien.
Luego Aldur se volvió y miró directamente hacia Garion. El dios y la conciencia que habitaba en la mente del joven intercambiaron un saludo breve y mudo. En aquel fugaz encuentro, Garion percibió una especie de respeto mutuo y responsabilidad compartida. Luego, Ganon sintió el potente contacto de la mente de Aldur en la suya propia y supo que el dios había comprendido en el acto todos sus pensamientos y emociones.
—Salud, Belgarion —dijo Aldur con seriedad.
—Maestro —respondió Garion y se arrodilló, sin saber bien por qué.
—Hemos esperado vuestra llegada desde el comienzo de los tiempos y todas nuestras esperanzas están puestas en vos. —Aldur levantó la mano—. Yo os bendigo, Belgarion, y estoy orgulloso de vos.
La bendición de Aldur lo envolvió en su calor y Garion se sintió embriagado de amor y gratitud.
—Querida Polgara —le dijo Aldur a tía Pol—. Vuestra ofrenda tiene un valor incalculable. Belgarion ha llegado por fin y el mundo tiembla al recibirlo. —Tía Pol se inclinó otra vez—. Hablemos a solas —les dijo a Belgarath y a tía Pol—, vuestra tarea ya ha comenzado y debo daros las instrucciones que os prometí cuando os inicié en esta tarea. Lo que al principio estaba confuso, ahora se ha vuelto claro, y sabemos lo que tenemos por delante. Miremos hacia ese día que todos hemos esperado y hagamos nuestros preparativos.
Los tres se apartaron del fuego y Garion tuvo la impresión de que, mientras se alejaban, el aura que rodeaba a Aldur envolvía también a su abuelo y a su tía. Un movimiento o un sonido lo distrajo un momento, y cuando volvió la vista, los tres habían desaparecido.
—¡Por Belar! ¡Si no lo veo no lo creo! —dijo Barak tras dejar escapar un ruidoso suspiro.
—Creo que hemos sido los hombres más privilegiados del mundo —dijo Mandorallen.
Todos se quedaron inmóviles, y se miraron los unos a los otros, fascinados por lo que acababan de presenciar. Ce'Nedra, sin embargo, rompió el hechizo.
—Muy bien —ordenó terminante—, no os quedéis ahí con la boca abierta. Alejaos del fuego.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Garion.
—Polgara estará ocupada, así que haré yo el desayuno —dijo la joven con orgullo y se dirigió al fuego con aire de eficiencia y resolución.
El tocino no estaba demasiado quemado, pero el intento de Ce'Nedra de hacer tostadas directamente sobre el fuego tuvo unos resultados desastrosos y la avena tenía grumos tan sólidos como terrones de tierra seca. Sin embargo, Garion y los demás comieron sin hacer comentarios, evitando encontrarse con los ojos de la princesa, que los miraba como si los desafiara a pronunciar alguna palabra de crítica.
—Me pregunto cuánto tardarán —dijo Seda después del desayuno.
—Los dioses no tienen noción del tiempo —respondió Barak con certeza mientras mesaba su barba—, así que no espero que regresen hasta esta tarde, como muy pronto.
—Es un buen momento para examinar los caballos —decidió Hettar—. Algunos se han clavado espinas en el camino y quiero echar un vistazo a sus cascos, sólo para asegurarnos de que no habrá problemas.
—Te ayudaré —ofreció Durnik, y se incorporó.
Hettar asintió y ambos se dirigieron al lugar donde estaban amarrados los caballos.
—Yo tengo una o dos muescas en el filo de mi espada —recordó Barak mientras sacaba un trozo de piedra de pulir del bolsillo y apoyaba la pesada espada sobre sus rodillas.
Mandorallen entró a la tienda y un momento después salió con su armadura. La extendió en el suelo y la sometió a un examen minucioso, en busca de rasponazos, abolladuras o manchas de óxido.
Seda sacudió con entusiasmo un par de dados y miró a Barak con expresión inquisitiva.
—Si no te importa —dijo el hombretón—, creo que preferiría disfrutar de la compañía de mi dinero durante algún tiempo más.
—Este lugar apesta a vida doméstica —protestó Seda.
Luego suspiró, dejó los dados a un lado y fue a buscar aguja, hilo y una túnica que se había rasgado con un arbusto en las montañas.
Ce'Nedra había vuelto a su comunión con el árbol y retozaba entre su follaje, corriendo riesgos que Garion consideraba excesivos, sobre todo al verla saltar de rama en rama con una agilidad más propia de un gato. Después de contemplarla durante unos instantes, cayó en una especie de ensueño y volvió a pensar en el increíble encuentro de aquella mañana. Ya había conocido a los dioses Issa y Mara, pero Aldur era especial. La evidente admiración que Belgarath y tía Pol sentían hacia su dios, que había permanecido siempre por encima de los hombres, era muy significativa. Las actividades religiosas de Sendaria, donde él se había educado, eran abiertas y nada exclusivistas. Un buen sendario rezaba con imparcialidad y adoraba a todos los dioses, incluso a Torak. Sin embargo, Garion sentía una especial afinidad y reverencia hacia Aldur y el ajuste de sus ideas teológicas requería una cierta dosis de reflexión.
Una ramita cayó sobre su cabeza desde el árbol y el joven alzó la vista molesto.
Ce'Nedra estaba justo encima de su cabeza y sonreía con picardía.
—Chico —le dijo con un tono insultante y presuntuoso—, los platos del desayuno se enfrían y te costará quitarles la grasa si dejas que se endurezca.
—Yo no soy tu pinche —le dijo él.
—Lava los platos, Garion —le ordenó ella, mientras mordisqueaba las puntas de un mechón de pelo.
—Lávalos tú. —Ella lo miró y mordió con furia el inocente mechón—. ¿Por qué estás siempre chupándote el pelo de ese modo? —preguntó él ofuscado.
—¿De qué hablas? —dijo ella tras sacarse el pelo de la boca.
—Cada vez que te miro, tienes el pelo metido en la boca.
—No es cierto —respondió ella con indignación—. ¿Vas a lavar los platos?
—No —le dijo con tono terminante. La corta túnica dríada que llevaba la joven dejaba al descubierto gran parte de su pierna—. ¿Por qué no te vistes? —le sugirió él—. A algunos de nosotros no nos gusta que vayas siempre medio desnuda.
Después de esas palabras, la pelea estaba servida. Garion hizo todo lo posible para decir la última palabra y por fin se marchó disgustado.
—¡Garion! —gritó ella—. ¡No te atrevas a irte y dejarme con todos estos platos sucios!
El la ignoró y siguió su camino.
Después de un rato, sintió el familiar roce de un hocico en su hombro y con aire distraído acarició las orejas del potrillo. El pequeño animal tembló de placer y se frotó afectuoso contra él. Luego, incapaz de contenerse más, el potrillo corrió a ahuyentar a una familia de conejos que pastaba tranquilamente en la pradera. Garion se sorprendió a sí mismo sonriendo. La mañana era demasiado hermosa como para permitir que su pelea con la princesa la estropeara.
Tenía la impresión de que el valle era un lugar especial. El mundo exterior se hacía más frío con la llegada del invierno y los amenazaba con tormentas y peligros, pero aquí parecía como si la mano protectora de Aldur se extendiera sobre ellos y llenara ese extraño lugar de paz, de calor, de una especie de mágica y eterna serenidad. En ese momento decisivo de su vida, Garion necesitaba todo el calor y para ello era imprescindible que durante una temporada, aunque fuera breve, no tuviese que enfrentarse con tormentas o peligros.
Cuando estaba a mitad de camino de la torre de Belgarath, se dio cuenta de que se dirigía hacia allí de forma inconsciente. Las altas hierbas estaban húmedas de rocío y pronto sus botas quedaron empapadas, pero eso tampoco le arruinaría el día.
Caminó alrededor de la torre varias veces mirando hacia arriba. A pesar de que encontró con bastante facilidad la roca que señalaba la entrada, decidió no moverla. No era correcto entrar en la torre del viejo sin que lo invitaran, y, además, no estaba muy seguro de que la piedra respondiera a otra voz que no fuera la de Belgarath.
Se detuvo de repente en este pensamiento y comenzó a rebuscar en su memoria, intentando recordar el instante exacto en que había dejado de pensar en su abuelo como el señor Lobo y había aceptado por fin la identidad de Belgarath. El momento en que se había producido aquel cambio era significativo, una especie de punto crítico.
Todavía absorto en sus pensamientos, se volvió y caminó por el prado hacia la piedra grande y blanca que el viejo le había señalado desde la ventana de la torre. Como por descuido, apoyó una mano sobre ella y empujó. La roca no se movió.
Garion puso las dos manos sobre la roca y volvió a empujar, pero la roca permaneció inmóvil. Dio un paso atrás y la miró con ojo crítico; en realidad, no era tan enorme. Era blanca, redondeada y le llegaba a la cintura. Sin duda, parecía pesada, pero no inamovible. Se agachó para mirar la base y entonces comprendió: la parte inferior de la roca era plana, por lo tanto nunca rodaría y para moverla había que levantarla por un extremo y después empujarla. Caminó alrededor de la roca, la miró desde todos los ángulos y decidió que se podía mover desde un costado y que si empleaba todas sus fuerzas, sería capaz de hacerlo. Se sentó a mirarla, y como solía hacer algunas veces, comenzó a hablar para sí:
—Lo primero que tengo que hacer es intentar moverla —decidió—. En realidad, no parece imposible. Luego, si eso no funciona, lo haré del otro modo. —Se puso de pie, caminó resuelto hacia la roca, metió los dedos bajo los bordes e intentó alzarla. No pasó nada—. Tendré que tratar de hacerlo con más fuerza —se dijo. Abrió las piernas y se puso firme. Comenzó a levantarla otra vez, y se puso tan tenso que los tendones se le marcaron en el cuello. Durante el tiempo equivalente a unas diez pulsaciones del corazón, intentó alzar la obstinada roca con todas sus fuerzas; no para hacerla rodar, sino sólo para moverla, como si quisiera que aquel objeto respondiera de algún modo a su presencia. Pese a que el suelo no era demasiado blando, mientras se empeñaba en mover la roca, sus pies se hundieron unos centímetros en la tierra.
La cabeza le daba vueltas, y cuando por fin dejó caer la piedra y se echó jadeando sobre ella, unos pequeños puntos negros giraron ante sus ojos. Se quedó unos minutos apoyado sobre la superficie fría y áspera de la roca para recobrarse.
—Muy bien —se dijo por fin—, ahora sabemos que eso no funcionará.
Se alejó unos pasos y se sentó. Hasta entonces, siempre que había hecho algo con el poder de la mente había sido por impulso, en respuesta a una especie de crisis. Nunca se había sentado y se había propuesto hacer algo de forma deliberada, y ahora se daba cuenta de que las circunstancias eran muy diferentes. De repente, el mundo entero parecía lleno de distracciones; los pájaros cantaban, el viento soplaba en su cara, una hormiga caminaba sobre su mano. Cada vez que empezaba a concentrarse en su voluntad, algo venía a dispersar su atención.
Sabía que este acto lo sumía en un estado especial; experimentaba una especie de tensión en la nuca y la sensación de que la frente se proyectaba hacia fuera. Cerró los ojos y eso pareció ayudar. Ya llegaba; venía muy despacio, pero Garion supo que su voluntad comenzaba a cobrar fuerza dentro de él. Recordó algo, metió la mano por el cuello de la túnica y apoyó la marca de su palma en el amuleto. Su fuerza interior, amplificada por aquel contacto, creció con un enorme rugido.
—Te moverás —murmuró. Mantuvo la mano derecha sobre el amuleto y extendió la mano izquierda con la palma hacia fuera—. ¡Ahora! —dijo con firmeza y comenzó a alzar la mano izquierda para levantar la piedra.
La fuerza se agitó en su interior y el ruido se volvió ensordecedor. El borde de la piedra se levantó de la hierba lentamente. Los gusanos y escarabajos que habían vivido toda la vida en la confortable oscuridad que había debajo de la roca se sobresaltaron ante la súbita luz de la mañana. La piedra, obediente a la mano de Garion, que seguía alzándose de forma inexorable, se movió con pesadez, vaciló un poco sobre el borde y luego se tambaleó y cayó despacio.
El agotamiento que había sentido después de su primer intento de elevar la roca con la espalda no era nada comparado con el terrible cansancio que lo asaltó al dejar escapar su voluntad. Cruzó los brazos sobre el césped y hundió su cabeza en ellos.
Sólo un momento más tarde comprendió el significado de aquel extraño gesto: aún estaba de pie, pero tenía los brazos cómodamente cruzados frente a él sobre el césped. Levantó la cabeza y miró a su alrededor, confundido. No había duda de que había movido la roca, pues ésta estaba apoyada sobre su cara redondeada, con la base húmeda vuelta hacia arriba. Sin embargo, había ocurrido algo más. A pesar de que no había tocado la roca, su peso había estado sobre él mientras la levantaba y su esfuerzo no se había dirigido por entero a la piedra.
Garion comprendió con desazón que estaba hundido hasta las axilas en la tierra firme de la pradera.
—Y ahora ¿qué hago? —se preguntó con impotencia.
Sintió escalofríos ante la idea de volver a emplear su poder para salir de allí; estaba tan cansado, que ni siquiera se atrevía a pensar en ello. Intentó arrastrarse como una serpiente, con la idea de ablandar la tierra a su alrededor poco a poco, pero ni siquiera podía moverse.
—Mira lo que has hecho —acusó a la roca.
La piedra lo ignoró. Entonces se le ocurrió una idea.
—¿Estás ahí? —le preguntó a la conciencia que habitaba en su interior.
El silencio en su mente era absoluto.
—¡Socorro! —gritó.
Un pájaro, atraído por los bichos y gusanos que había debajo de la roca, levantó la vista y luego volvió a su desayuno.
Garion oyó unas suaves pisadas tras él y giró la cabeza, intentando ver algo. El potrillo lo miraba atónito. Por fin se acercó vacilante y le restregó el hocico contra la nariz.
—Buen caballo —dijo Garion, contento de no estar solo, y entonces se le ocurrió una idea— Tendrás que ir a ver a Hettar —agregó. El potrillo hizo unas cuantas cabriolas y volvió a pasarle el hocico por la cara—. Para ya —le ordenó Garion. Con sumo cuidado, intentó introducir sus pensamientos en la mente del animal. Probó una docena de formas diferentes, y al final dio con la apropiada por pura casualidad. La mente del potrillo saltaba de una cosa a otra sin propósito o sistema; era como la mente de un bebé, desprovista de pensamientos, y sólo recibía sensaciones sensoriales. Garion captó algunas ideas imprecisas sobre hierba verde, carreras, nubes en el cielo y leche templada. También percibió la sensación de asombro de la pequeña mente y el amor arrollador que sentía hacia él.
Despacio y con mucho esfuerzo, Garion comenzó a dibujar un cuadro de Hettar en los versátiles pensamientos del potrillo. Tuvo la sensación de que no acabaría nunca.
—Hettar —decía Garion una y otra vez—. Ve a buscar a Hettar y dile que tengo problemas. —El caballo correteaba a su alrededor y volvía a posarle suavemente el hocico en la oreja—. ¡Por favor! ¡Presta atención! ¡Por favor! —Por fin, después de un tiempo que a Garion se le hizo interminable, el caballo pareció comprender. Se alejó varios pasos y luego volvió a frotar su hocico contra la cara de Garion—. Ve a buscar a Hettar —ordenó Garion, poniendo especial énfasis sobre cada palabra.
El caballo golpeó los cascos sobre la tierra, luego dio media vuelta y galopó... en la dirección equivocada. Garion comenzó a maldecir. Durante casi un año había estado expuesto a lo más pintoresco del lenguaje de Barak, y ahora, una vez que hubo repetido las frases que recordaba seis u ocho veces, comenzó a improvisar.
De repente tuvo una visión fugaz de los pensamientos del potrillo; la pequeña bestia estaba cazando mariposas. Garion golpeó los puños contra el suelo y sintió deseos de chillar de rabia.
El sol comenzó a brillar con más fuerza y empezó a hacer calor.
A primera hora de la tarde, Hettar y Seda llegaron hasta él, siguiendo al potrillo.
—¿Cómo diablos te has ingeniado para hacer esto? —preguntó Seda con curiosidad.
—No quiero hablar de ello —murmuró Garion, que sentía una mezcla de alivio y vergüenza.
—Es evidente que puede hacer muchas cosas que nosotros no podemos —observó Hettar mientras bajaba de su caballo y desataba la pala de Durnik de la montura—, lo que no puedo entender es por qué quiere hacerlas.
—Sin duda habrá tenido una buena razón —aseguró Seda.
—¿Crees que deberíamos preguntárselo?
—Es probable que sea demasiado complicado —respondió Seda—. Estoy seguro de que hombres simples como tú o yo no seríamos capaces de entenderlo.
—¿Crees que habrá terminado con lo que fuera que estaba haciendo?
—Supongo que podríamos preguntárselo.
—No quisiera molestarlo —dijo Hettar—, podría ser muy importante.
—Seguro que lo es —asintió Seda.
—¿Podríais sacarme de aquí, por favor? —suplicó Garion.
—¿Estás seguro de que has acabado? —preguntó Seda con cortesía—, porque si no, podemos esperarte.
—¡Por favor! —suplicó Garion, a punto de llorar.