Capítulo 16

Hettar necesitó todo su poder de persuasión para convencer a los caballos de que bajaran por el estrecho pasadizo que conducía a las oscuras cuevas de Ulgoland. Los ojos de los animales se movían con nerviosismo mientras descendían por el inclinado corredor y todos ellos se sobresaltaron de forma notable cuando la roca se cerró tras ellos con un crujido. El potrillo caminaba tan pegado a Garion que con frecuencia tropezaba con él y el joven podía percibir el temblor del animalito a cada paso.

Al final del pasillo, los aguardaban dos personas con las caras cubiertas por un delgado velo. Eran unos hombres bajitos, aún más bajos que Seda, pero sus hombros se adivinaban corpulentos bajo las túnicas oscuras. Justo detrás de ellos, había una habitación de forma irregular, apenas iluminada por un suave resplandor rojizo.

Belgarath se aproximó a los hombres y éstos lo saludaron con una respetuosa reverencia. Les dijo unas pocas palabras y los hombres volvieron a saludar y señalaron otro corredor en el extremo de la habitación. Garion, intranquilo, buscó la fuente de aquella luz rojiza; pero ésta parecía perderse entre las extrañas y puntiagudas piedras que sobresalían del techo.

—Por aquí —les dijo Belgarath en voz baja y cruzó la habitación en dirección al corredor que le habían indicado los dos hombres.

—¿Por qué se tapan la cara? —murmuró Durnik.

—Para proteger sus ojos de la luz al abrir la puerta.

—Pero el edificio de arriba estaba casi oscuro —objetó Durnik.

—No para un ulgo —respondió el anciano.

—¿No hablan nuestro idioma?

—Algunos lo hacen, pero no muchos, pues no tienen casi contacto con el exterior. Será mejor que nos demos prisa, el Gorim espera.

El corredor por donde habían entrado era corto y conducía a una caverna tan grande que Garion ni siquiera podía ver el otro extremo bajo aquel tenue resplandor.

—¿Qué superficie tienen las cavernas, Belgarath? —preguntó Mandorallen, asombrado por la inmensidad del lugar.

—Nadie lo sabe con seguridad. Los ulgos han estado explorándolas desde que llegaron aquí y todavía encuentran algunas nuevas.

El pasadizo que los había traído desde la habitación de la entrada acababa en una abertura en lo alto del muro de la caverna, cerca del techo abovedado, y desde allí descendía hacia el suelo por una amplia y abrupta rampa. Garion miró por encima del borde y divisó el suelo de la caverna, perdido en la penumbra; entonces sintió un escalofrío y resolvió mantenerse pegado a la pared.

Mientras bajaban, descubrieron que la enorme caverna no era silenciosa. Desde lo que parecía una distancia infinita, se oían las oraciones de un coro de graves voces masculinas; pero el significado de sus palabras se confundía por el eco que resonaba en los muros de piedra, repitiéndose sin cesar. Luego, cuando se desvanecieron los últimos ecos de los rezos, el coro comenzó a cantar algo poco melodioso y melancólico. Por extraño que pareciera, las primeras frases discordantes se unieron a las siguientes y concluyeron en una resolución armónica tan impresionante que Garion se sintió conmovido hasta lo más profundo de su ser.

El coro acabó su canción y los distintos ecos se mezclaron, de modo que las cuevas de Ulgoland siguieron cantando solas, repitiendo el último acorde una y otra vez.

—Nunca había oído nada semejante —murmuró Ce'Nedra a tía Pol.

—Muy poca gente lo ha hecho —respondió Polgara—. En algunas de estas galerías el sonido permanece durante días.

—¿Qué cantaban?

—Un himno a UL. Lo repiten cada hora y el eco hace que no termine nunca. Estas cuevas llevan cinco mil años cantando el mismo himno.

Pero también se oían otros sonidos: el ruido de metal contra metal, trozos de conversación en el idioma gutural de los ulgos y un constante martilleo que parecía proceder de una docena de lugares distintos a la vez.

—Debe de haber muchos allí abajo —dijo Barak tras espiar por encima del borde.

—No creas —le dijo Belgarath—, el sonido permanece en las cuevas y los ecos se repiten una y otra vez.

—¿De dónde viene la luz? —preguntó Durnik, con expresión de perplejidad—. No veo ninguna antorcha.

—Los ulgos muelen dos tipos diferentes de rocas que, cuando se mezclan, producen un suave resplandor —contestó Belgarath.

—Es una luz muy poco potente —observó Durnik tras echar un vistazo al suelo de la caverna.

—Los ulgos no necesitan mucha luz.

Tardaron al menos media hora en llegar al suelo de la caverna. Los muros de las cuevas tenían aberturas a intervalos regulares que conducían a corredores y galerías en el interior de la sólida roca de la montaña. Al pasar junto a una de estas aberturas, Garion echó un vistazo a la galería. Era muy larga y estaba poco iluminada, tenía también aberturas en las paredes, y varios ulgos caminaban de aquí para allí junto al muro del fondo.

En el centro de la caverna había un gran lago de aguas quietas. Todos lo bordearon siguiendo a Belgarath, que se movía con seguridad, como si supiera con exactitud adonde iba. Garion oyó un suave chapoteo desde algún lugar del oscuro lago, tal vez fuera un pez o el sonido de un guijarro que caía al agua. Los ecos del canto que habían oído al entrar seguían allí, curiosamente altos en algunos sitios y apenas audibles en otros.

En la entrada de las galerías los esperaban dos ulgos que, después de una breve reverencia, intercambiaron unas pocas palabras con Belgarath. Al igual que los hombres que los habían esperado en la habitación de entrada, ambos eran bajos y de hombros corpulentos, tenían el pelo muy claro y los ojos grandes y casi negros.

—Dejaremos los caballos aquí —dijo Belgarath—, pues tenemos que bajar escaleras. Estos hombres cuidarán de ellos.

Garion tuvo que insistir para que el potrillo, todavía temblando de miedo, aceptara quedarse con su madre; pero por fin pareció comprender. Luego el joven corrió para alcanzar a los demás, que ya se habían internado en una de las galerías.

En las paredes de la galería había puertas que conducían a pequeños cubículos. Era obvio que algunos se usaban como talleres de distinto tipo y otros servían para uso doméstico. Los ulgos que había en estos cubículos siguieron con sus tareas, sin prestar la menor atención al grupo que pasaba por la galería.

Algunos de aquellos hombres de cabellos claros trabajaban el metal, otros la piedra y otros la madera o la tela. Una mujer amamantaba a un pequeño bebé.

Detrás de ellos, en la caverna donde habían estado unos minutos antes, el sonido del canto comenzó otra vez. Luego pasaron junto a un cubículo donde siete ulgos rezaban al unísono.

—Dedican mucho tiempo a sus obligaciones religiosas —señaló Belgarath al pasar por allí—. La religión es lo más importante en la vida de los ulgos.

—Parece aburrido —gruñó Barak.

Al final de la galería había unas desgastadas y abruptas escaleras y todos bajaron con las manos apoyadas en la pared para no caerse.

—En un lugar como éste te pierdes con facilidad —comentó Seda—. No tengo la menor idea de en qué dirección vamos.

—Hacia abajo —le dijo Hettar.

—Muchas gracias —respondió Seda con sequedad.

Al pie de las escaleras había otra caverna, también cavada en lo alto del muro, pero esta vez comunicada con el otro lado por un estrecho puente en forma de arco.

—Cruzaremos por ahí —les dijo Belgarath, y los guió por el puente arqueado en medio de la penumbra.

Garion echó un vistazo abajo y divisó un montón de pequeñas aberturas distribuidas por los muros de la caverna sin un patrón regular, como si hubiesen sido hechas al azar.

—Aquí debe de vivir mucha gente —le dijo a su abuelo.

El viejo asintió con un gesto.

—Es la cueva de una de las mayores tribus de Ulgoland —respondió.

Los primeros y poco armónicos compases de la canción de los ulgos se hacían más fuertes a medida que se acercaban al otro extremo del puente.

—Ojalá cambiaran de melodía —murmuró Barak con amargura—. Esta ya empieza a ponerme nervioso.

—Se lo diré al primer ulgo que vea —dijo Seda con simpatía—. No me cabe duda de que estarán encantados de cambiar la canción para ti.

—Muy gracioso —dijo Barak.

—Es probable que no se les haya ocurrido que su canción no es admirada por todo el mundo.

—¿Quieres parar de una vez? —dijo Barak con acritud.

—Sólo llevan cantándola cinco mil años.

—Ya es suficiente, Seda —le dijo tía Pol al hombrecillo.

—Lo que tú digas, gran dama —respondió Seda, sonriendo con sorna.

Al llegar al otro lado de la caverna se internaron en una nueva galería y la siguieron hasta que se abrió en dos. Belgarath los condujo hacia la izquierda sin dudar un solo instante.

—¿Estás seguro de que es por aquí? —preguntó Seda—. Puedo equivocarme, pero tengo la sensación de que caminamos en círculos.

—Así es.

—Supongo que no te molestarás en explicarme por qué.

—Quería evitar pasar por una caverna determinada, así que tuvimos que dar un rodeo.

—¿Y por qué teníamos que evitarla?

—Es poco estable y el menor ruido puede hacer que el techo se desplome.

—¡Ah!

—Ése es uno de los peligros que hay aquí abajo.

—No es necesario que entres en detalles, amigo —dijo Seda mientras miraba con nerviosismo hacia el techo.

El hombrecillo hablaba más de lo normal, y eso, unido a la sensación de sofoco que experimentaba el propio Garion al verse rodeado de rocas, hizo que el joven comprendiera con rapidez lo que pasaba por la mente de Seda. A algunos hombres la sensación de encierro les resultaba insoportable y por lo visto Seda era uno de ellos. Garion también miró hacia el techo y le pareció sentir todo el opresivo peso de la montaña sobre él. Tuvo que admitir que Seda no era el único que se preocupaba por aquella tremenda masa de piedra que se cernía sobre ellos.

La galería que seguían los condujo a una pequeña caverna con un lago cristalino y poco profundo cuyo fondo estaba cubierto de grava. En el centro del lago se alzaba una isla con una casa piramidal, construida al estilo de los edificios de la ruinosa ciudad de Prolgu. La casa estaba rodeada por un círculo de columnas y por vanos bancos tallados en piedra blanca. Brillantes globos de cristal colgaban de cadenas desde el alto techo, a unos nueve metros de altura; y la luz, aunque tenue, era mucho más potente que la de las demás galerías por donde habían pasado. Una calzada elevada de mármol blanco conducía a la isla, donde un hombre muy viejo aguardaba y los miraba con curiosidad por encima de las aguas tranquilas del lago.

—Yad ho, Belgarath —saludó el anciano—. Groja UL.

—Gorim —respondió Belgarath con una formal reverencia—. Yad ho, Groja UL.

Los condujo a través de la calzada de mármol hacia la isla del lago, y una vez allí, tras estrechar la mano del viejo con afecto, se dirigió a él en la lengua gutural de los ulgos.

El Gorim de Ulgoland aparentaba ser muy anciano; tenía el cabello y la barba largos y plateados y su túnica era de un blanco inmaculado. Irradiaba una especie de piadosa serenidad que Garion percibió enseguida. También intuyó, sin saber bien por qué, que se acercaba a un hombre sagrado, quizás el más sagrado del mundo.

El Gorim extendió los brazos a tía Pol en actitud afectuosa y ella lo abrazó con cariño mientras intercambiaban el saludo ritual.

—Yad ho, groja UL.

—Nuestros compañeros no hablan tu idioma, viejo amigo —le dijo Belgarath al Gorim—. ¿Te ofendes si hablamos en el lenguaje de afuera?

—Por supuesto que no, Belgarath —respondió el Gorim—. UL nos ha enseñado que es importante que los hombres se comprendan entre sí. Entrad todos, tengo comida y bebida preparada para vosotros.

Mientras el anciano miraba a cada uno de ellos, Garion notó que sus ojos, a diferencia de los de los otros ulgos que habían visto, eran de un profundo color azul, casi violáceo. Luego el Gorim se volvió y los condujo por un sendero hacia el umbral de la casa con forma de pirámide.

—¿Ya ha llegado el niño? —le preguntó Belgarath al Gorim mientras pasaban por la enorme entrada de piedra.

—No, Belgarath —suspiró el Gorim—, aún no; y yo estoy muy cansado. Espero cada nacimiento con esperanza, pero después de unos días los ojos del recién nacido se oscurecen. Parece que UL aún no ha acabado conmigo.

—No pierdas la esperanza —dijo Belgarath—, el niño llegará cuando UL lo decida.

—Eso dicen. —El Gorim volvió a suspirar—. Sin embargo, las tribus están cada vez más intranquilas y hay discusiones, o incluso cosas peores, en algunas de las galerías alejadas. Los fanáticos son cada vez más duros en sus denuncias y han comenzado a aparecer nuevos cultos y extrañas aberraciones. Ulgoland necesita un nuevo Gorim; yo ya me he pasado trescientos años del tiempo señalado.

—UL aún tiene trabajo para ti —respondió Belgarath—. Sus métodos no son iguales a los nuestros y él ve el tiempo de otro modo.

Entraron a una habitación cuadrada que, sin embargo, tenía las paredes oblicuas características de la arquitectura de Ulgoland. En el centro de la estancia había una mesa baja de piedra rodeada de bancos y encima de ella encontraron varios platos con fruta. Entre los platos había unas cuantas jarras y copas de cristal.

—Dicen que el invierno ha llegado muy temprano a nuestras montañas —dijo el Gorim—. La bebida os hará entrar en calor.

—Afuera hace frío —admitió Belgarath.

Se sentaron en los bancos y comenzaron a comer.

—Perdonad si nuestras costumbres os parecen extrañas —dijo el Gorim al notar que Barak y Hettar cogían la fruta con una evidente falta de entusiasmo—. Somos un pueblo muy dado a las ceremonias y siempre comenzamos nuestras comidas con fruta en conmemoración a los años que anduvimos en busca de UL. La carne llegará en su momento.

—¿Dónde obtenéis este tipo de comida en estas cuevas, venerable Gorim? —preguntó Seda con cortesía.

—Nuestros recolectores salen de las cavernas por la noche —respondió Gorim—. Dicen que las frutas y granos que nos traen crecen naturalmente en las montañas, pero sospecho que hace tiempo que se dedican al cultivo de los valles fértiles. Además, aseguran que la carne procede de la caza de ganado salvaje, pero también tengo mis dudas al respecto. —Sonrió con dulzura—. Yo les permito esos pequeños engaños.

Acaso alentado por la cordialidad del Gorim, Durnik se atrevió a hacer una pregunta que le rondaba por la cabeza desde que entraran a la ciudad de la montaña.

—Perdóname, excelencia —comenzó—, pero ¿por qué los constructores lo hacen todo torcido? Me refiero a que no hay nada recto, todo está inclinado.

—Tengo entendido que tiene que ver con el peso y el equilibrio —respondió el Gorim—. En realidad, todos los muros se están cayendo, pero como caen los unos sobre los otros, ninguno puede moverse más que un dedo y, por supuesto, la forma de los edificios nos recuerda a las tiendas donde dormíamos en las épocas de peregrinación. —Durnik frunció el entrecejo con aire pensativo e intentó asimilar aquella curiosa idea—. ¿Ya has recobrado el Orbe, Belgarath? —preguntó el Gorim. Su expresión se volvió seria.

—Aún no —respondió Belgarath—. Perseguimos a Zedar hasta Nyissa, pero Ctuchik lo aguardaba en Cthol Murgos y le arrebató el Orbe. Por lo tanto, ahora está en poder de Ctuchik, en Rak Cthol.

—¿Y Zedar?

—Escapó de la emboscada y se llevó a Torak a Cthol Mishrak, en Mallorea, para que Ctuchik no pudiera despertarlo con el Orbe.

—Entonces, tendréis que ir a Rak Cthol.

Belgarath asintió. Un criado ulgo trajo un enorme asado humeante, lo depositó sobre la mesa y se retiró tras hacer una respetuosa reverencia.

—¿Alguien ha descubierto cómo hizo Zedar para tocar el Orbe sin que éste lo destruyera? —preguntó el Gorim.

—Se valió de un niño —respondió tía Pol—, un inocente.

—¡Ah! —dijo el Gorim mientras se mesaba la barba con aire pensativo—. ¿Y no dice la profecía que «el niño le devolverá el derecho de nacimiento al elegido»?

—Sí —respondió Belgarath.

—¿Dónde está el niño ahora?

—Por lo que sabemos, lo tiene Ctuchik en Rak Cthol.

—Entonces, ¿asaltaréis Rak Cthol?

—Para eso necesitaría un ejército, y aun así, conquistar el fuerte podría llevar años. Creo que hay otro sistema mejor. Cierto pasaje del Códice de Darine habla de cuevas debajo de Rak Cthol.

—Conozco ese pasaje, Belgarath, y es muy oscuro. Supongo que podría significar eso, pero ¿y si no fuera así?

—Está confirmado en el Códice de Mrin —dijo Belgarath, un poco a la defensiva.

—El Códice de Mrin es todavía peor, viejo amigo; es tan poco claro que resulta incomprensible.

—Por alguna razón tengo la sensación de que cuando todo haya acabado y miremos hacia atrás, descubriremos que el Códice de Mrin era la versión más exacta de todas. Sin embargo, tengo otra razón para estar seguro: hace mucho tiempo, cuando los murgos estaban construyendo Rak Cthol, un esclavo sendario escapó y volvió al Oeste. Cuando lo encontraron, deliraba, pero antes de morir no paró de hablar de cuevas debajo de la montaña. Y eso no es todo; Anheg de Cherek encontró una copia del Libro de Torak que contiene un fragmento de una antigua profecía grolim: «Guardad bien el templo, arriba y abajo, pues Cthrag Yaska convocará a los enemigos del aire o de las entrañas de la tierra para destruirlo otra vez».

—Eso es aún más confuso —objetó el Gorim.

—Las profecías de los grolims suelen serlo, pero es lo único en que puedo basarme. Si desecho la idea de las cuevas debajo de Rak Cthol, tendré que sitiar la zona y para ello necesitaría todos los ejércitos del Oeste. Además, Ctuchik convocaría a las tropas angaraks para defender la ciudad. Todo indica que habrá una batalla final, pero yo preferiría elegir el lugar y el momento; y, sin lugar a dudas, nunca elegiría los páramos de Murgos.

—Con todo esto intentas decirme algo, ¿verdad?

Belgarath asintió con un gesto.

—Necesito un adivino que me ayude a encontrar las cuevas de Rak Cthol y que me guíe por ellas hasta la ciudad.

—Me pides lo imposible, Belgarath —dijo el Grolim meneando la cabeza—. Los adivinos son todos fanáticos, místicos, y nunca los convencerás de que dejen las cavernas de Prolgu, sobre todo ahora. Ulgoland está esperando la llegada del niño y cada uno de los fanáticos está convencido de que será él quien lo descubra y haga su revelación ante las tribus. Ni siquiera podría ordenarles que te acompañaran, pues los adivinos son seres sagrados y yo no tengo autoridad sobre ellos.

—Es probable que no sea tan difícil como parece —dijo Belgarath mientras apartaba su plato y cogía su copa—. El adivino que necesito se llama Relg.

—¿Relg? Es el peor de todos. Se ha hecho de un grupo de fieles y reza con ellos una vez por hora en una de las galerías más lejanas. Se cree el hombre más importante de Ulgoland y nunca lo convencerás de que abandone la cueva.

—No creo que tenga que hacerlo, Gorim; no soy yo quien ha elegido a Relg. Esa decisión fue tomada por mí mucho antes de que naciera. Ordena que lo llamen.

—Lo haré si así lo deseas —dijo el Gorim, no muy convencido—, pero no creo que venga.

—Vendrá —dijo tía Pol con seguridad—; no sabrá por qué, pero lo hará e irá con nosotros, Gorim. El mismo poder que nos reunió a todos lo atraerá también a él, pues no tiene más poder de elección en este asunto que cualquiera de nosotros.