Capítulo 20

A pesar de que aquel año el verano se había alargado mucho en las tierras bajas y en las llanuras de Algaria, el otoño fue breve. Las tormentas de nieve y los chubascos que habían soportado en las montañas que rodeaban Maragor y luego en los picos de Ulgoland, vaticinaban que el invierno llegaría temprano y que sería duro; y mientras cabalgaban día tras día a través de la llanura en dirección al acantilado del este, comenzó a hacer frío.

Belgarath ya había olvidado el disgusto que le había producido la conducta de Garion ante el ataque de culpa de Relg; pero, de todos modos, depositó una enorme carga sobre los hombros del joven.

—Por alguna razón confía en ti —observó el anciano—, así que lo dejaré en tus manos. Haz lo que quieras, pero no permitas que vuelva a escapar.

Al principio, Relg no respondió a los intentos de acercamiento de Garion, pero después de un tiempo, en uno de los momentos de pánico motivado por su temor al cielo, el fanático volvió a hablar; primero con reticencia y por fin con gran ansiedad. Tal como temía Garion, el tema favorito de conversación de Relg era el pecado y el joven se asombró de la cantidad de cosas que el fanático consideraba pecaminosas. Olvidarse de rezar antes de una comida, por ejemplo, era una falta grave. Mientras Relg recitaba la tétrica e interminable lista de fallos, Garion descubrió que casi todos sus pecados eran de pensamiento y no de obra. Uno de los asuntos que Relg traía a colación una y otra vez era el de los pensamientos lujuriosos sobre las mujeres, y, a pesar de la vergüenza del muchacho, el fanático se regodeaba en la minuciosa descripción de estos pensamientos.

—Las mujeres no son iguales a nosotros, por supuesto —le confió una tarde mientras cabalgaban—. Sus mentes y sus corazones no son tan puros como los nuestros y usan sus cuerpos con premeditación para tentarnos y hacernos caer en el pecado.

—¿Por qué crees que es así? —preguntó Garion con cautela.

—Sus corazones están llenos de lujuria —declaró Relg con terquedad—, y encuentran un placer especial en tentar a los hombres de bien. Es verdad, Belgarion, la astucia de estas criaturas es increíble. He descubierto pruebas de su ruindad incluso en las señoras serias, las esposas de algunos de mis más devotos seguidores. Siempre te están tocando, rozándote como si fuera un accidente; se arremangan sus túnicas con descaro para mostrar sus brazos redondeados o las levantan dejando al descubierto sus tobillos.

—Si eso te molesta, no las mires —propuso Garion.

Relg ignoró su sugerencia.

—He pensado en prohibirles que se acercaran a mí, pero luego comprendí que mi deber era vigilarlas para prevenir a mis seguidores de su conducta corrupta. Hubo un tiempo en que creí que debía prohibir el matrimonio entre mis fieles, pero los ancianos me dijeron que de ese modo perdería a los más jóvenes. Aun así, todavía creo que podría ser una buena idea.

—¿Pero eso no acabaría con tus fieles, al cabo del tiempo? —preguntó Garion—. Si no hay matrimonio, no hay descendencia, ¿entiendes adonde quiero llegar?

—No había pensado en eso —admitió Relg.

—¿Y qué pasa con el niño, el nuevo Gorim? Si dos personas van a casarse para tener un hijo, ese niño en particular, y tú no les permites hacerlo, ¿no sería una forma de interferir en algo que UL desea que ocurra?

Relg dejó escapar un gran suspiro. Era obvio que tampoco había pensado en eso.

—¿Lo ves? —gimió—. Por más que intente enmendarme, siempre acabo cayendo en pecado. Estoy maldito, Belgarion, maldito. ¿Por qué UL me eligió para revelar al niño si soy tan corrupto?

Garion enseguida cambió de tema para evitar ese tipo de pensamientos.

Durante nueve días cabalgaron sobre aquel infinito mar de hierba en dirección al acantilado del este, y durante todo ese tiempo, los demás, con una insensibilidad que hería a Garion, lo dejaron solo en compañía del delirante fanático. El joven les dedicaba frecuentes miradas de reproche, pero ellos lo ignoraban.

Cerca del límite este de la llanura, subieron a una alta colina y divisaron por primera vez el inmenso muro del acantilado del este, un empinado peñasco de basalto de más de mil quinientos metros de altura y una longitud incalculable, pues se perdía en la distancia hacia ambas direcciones.

—Es imposible —dijo Barak sin dudarlo—. Nunca podremos subir.

—No tendremos que hacerlo —dijo Seda—. Conozco un camino.

—Supongo que te refieres a un camino secreto, ¿verdad?

—No del todo —respondió Seda—. No creo que mucha gente lo conozca, pero está a la vista..., si sabes dónde mirar. En una ocasión, tuve que salir con urgencia de Mishrak ac Thull y entonces lo descubrí.

—Tengo la impresión de que has tenido que salir con urgencia de casi todos los lugares que has visitado.

—Saber cuándo escapar es uno de los secretos más importantes de mi profesión —dijo Seda y se encogió de hombros.

—¿Y el río no será un obstáculo? —preguntó Mandorallen mientras contemplaba la brillante superficie del río Aldur, que se interponía entre ellos y el tétrico y oscuro peñasco.

El caballero se palpaba con suavidad las costillas para comprobar si aún le dolían.

—Para ya, Mandorallen —le dijo tía Pol—. Si sigues tocándolas, nunca cicatrizarán.

—Yo creo, señora, que mis costillas ya están bien —respondió el caballero—. Sólo una de ellas me produce un pequeño malestar.

—Pues entonces déjala en paz.

—Hay un vado varios kilómetros más arriba —dijo Belgarath en respuesta a la pregunta de Mandorallen—. A esta altura del año el río está bajo, así que no tendremos dificultades para cruzar.

El anciano reanudó la marcha y comenzó a bajar la colina en dirección al río Aldur. Aquella misma tarde cruzaron el vado y por la noche acamparon del otro lado del río. A la mañana siguiente, se dirigieron hacia el pie del acantilado.

—El camino está sólo a unos pocos kilómetros al sur —les dijo Seda y los guió a lo largo del oscuro y amenazante acantilado.

—¿Tendremos que subir por la ladera? —preguntó Garion con aprensión mientras estiraba el cuello para mirar hacia el enorme peñasco.

Seda meneó la cabeza.

—El camino sigue el cauce de un arroyo y atraviesa el peñasco. Es un poco empinado y estrecho, pero nos llevará sin riesgos a la cima.

Garion se sintió más animado.

El camino parecía una pequeña grieta en el magnífico peñasco y un fino hilo de agua salía por la abertura y se perdía en la montaña de escombros que había al pie del acantilado.

—¿Estás seguro de que llega hasta arriba? —preguntó Barak y miró la estrecha abertura con desconfianza.

—Confía en mí —dijo Seda.

—No debería hacerlo.

El camino era horrible, empinado y cubierto de rocas, y en ocasiones se hacía tan estrecho que tenían que descargar a los caballos antes de seguir para luego ayudarlos a pasar con gran esfuerzo entre las rocas cuadrangulares que semejaban enormes peldaños. El hilo de agua que caía por la abertura hacía que el camino estuviera embarrado y resbaladizo. Para colmo, unas nubes altas y delgadas se acercaban amenazadoras desde el oeste, y por la abertura se colaba un terrible viento frío procedente de las áridas planicies de Mishrak, unos kilómetros más arriba.

Tardaron dos días en llegar a la cumbre, a unos mil quinientos metros de la base del acantilado, y cuando por fin lo hicieron, todos estaban exhaustos.

—Me siento como si me hubieran dado una paliza con un palo —gruñó Barak, y se dejó caer al suelo en la hondonada llena de arbustos que había al final del camino—, un maldito y enorme palo.

Todos se sentaron en el suelo, entre los arbustos espinosos, para recuperarse de la accidentada subida.

—Echaré un vistazo —dijo Seda después de unos minutos.

El hombrecillo tenía cuerpo de acróbata, ágil, fuerte y de rápida recuperación. Comenzó a subir a gatas hacia lo alto del barranco, escondiéndose entre los arbustos y arrastrándose sobre su estómago en el último trecho, y, cuando llegó arriba, se asomó con cuidado para espiar. Después de unos minutos, dejó escapar un débil silbido y les hizo señas para que subieran.

Barak volvió a gruñir y se puso de pie. Durnik, Mandorallen y Garion también se incorporaron con esfuerzo.

—Id a ver qué quiere —dijo Belgarath—, yo aún no estoy en condiciones de moverme.

Los cuatro comenzaron a subir la cuesta cubierta de grava hacia el sitio donde estaba Seda y se arrastraron el último trecho tal como lo había hecho él.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Barak al hombrecillo cuando llegó a su lado.

—Tenemos compañía —respondió brevemente Seda y señaló más allá de la meseta árida y rocosa que se extendía oscura y tenebrosa bajo el opaco cielo azul.

Una nube de polvo amarillo, arrastrada por el viento frío e implacable, delataba la presencia de jinetes.

—¿Una patrulla? —preguntó Durnik en voz baja.

—No lo creo —respondió Seda—. A los thulls no les gustan los caballos y acostumbran patrullar a pie.

Garion paseó la vista por el árido desierto.

—¿Están persiguiendo a alguien? —preguntó y señaló una figura diminuta que se veía a unos setecientos metros delante de los jinetes.

—¡Ah! —exclamó Seda con un dejo de tristeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó Barak—. No te hagas el misterioso, Seda, no estoy de humor para eso.

—Son grolims —explicó Seda— y persiguen a un thull que no quiere ser sacrificado. Ocurre con bastante frecuencia.

—Deberíamos avisar a Belgarath —sugirió Mandorallen.

—No creo que sea necesario —respondió Seda—. Los grolims de por aquí suelen pertenecer a las clases más bajas. Dudo de que tengan alguna idea de hechicería.

—De todos modos, se lo diré —dijo Durnik y se deslizó hacia abajo, alejándose del borde del barranco; luego se incorporó y volvió al lugar donde descansaban el anciano, Relg y tía Pol.

—Mientras no nos vean, todo irá bien —le decía Seda a los demás—. Parece que sólo hay tres y están muy ocupados con el thull.

El fugitivo corría con la cabeza gacha, agitando los brazos, y se aproximaba cada vez más.

—¿Qué pasaría si intentara esconderse aquí? —preguntó Barak.

—Que los grolims lo seguirían.

—Entonces, tendríamos que tomar medidas, ¿verdad?

Seda asintió con una pequeña risita burlona.

—Supongo que podríamos llamarlo —sugirió Barak y aflojó la espada en su funda.

—Acababa de ocurrírseme lo mismo.

Durnik volvió a subir la cuesta haciendo crujir los guijarros a su paso.

—Dice Lobo que los vigilemos —informó—, pero que no hagamos nada a no ser que entren en el barranco.

—¡Qué lástima! —exclamó Barak con pesar.

Ahora podían ver al thull con claridad. Era un hombre corpulento y llevaba una túnica vasta, atada a la cintura. Su cabello era gris y de aspecto desgreñado y su cara tenía una expresión de terrible pánico. Pasó muy cerca del lugar donde se escondían, quizás a unos treinta pasos, y Garion pudo oír con claridad el silbido de su respiración. Mientras corría, dejaba escapar gemidos de desesperación, con un sonido casi animal.

—Casi nunca intentan esconderse —dijo Seda con voz compasiva—. Se limitan a correr —añadió, y meneó la cabeza.

—Lo alcanzarán pronto —observó Mandorallen.

Los grolims que perseguían al thull llevaban túnicas negras con capucha y máscaras de acero bruñido.

—Será mejor que nos agachemos —propuso Barak.

Todos se escondieron detrás del borde del barranco. Unos momentos más tarde, los tres caballos pasaron al galope y sus cascos resonaron sobre la tierra firme.

—Lo alcanzarán en unos pocos minutos —dijo Garion—. Está corriendo hacia el borde, quedará atrapado.

—No lo creo —respondió Seda con tono sombrío.

Un momento después, oyeron un grito largo y desesperado, que se perdía de forma espeluznante en la profundidad del abismo.

—Esperaba algo así —dijo Seda.

Garion pensó en la impresionante altura del acantilado y se le hizo un nudo en el estómago.

—Vuelven —advirtió Barak —. Agachaos.

Los tres grolims volvían cabalgando junto al borde del barranco. Uno de ellos dijo algo que Garion no pudo oír, y los otros dos rieron.

—El mundo sería un lugar mejor con tres grolims menos —susurró Mandorallen con tono tétrico.

—Es una idea muy tentadora —asintió Seda—, pero Belgarath no la aprobaría. Creo que es mejor dejarlos marchar; de lo contrario, vendrían a buscarlos y eso no nos conviene.

Barak miró a los tres grolims con añoranza y luego dejó escapar un profundo suspiro de pena.

—Volvamos —dijo Seda.

Todos se volvieron y se arrastraron hasta el barranco lleno de arbustos. Al oírlos llegar, Belgarath levantó la vista.

—¿Se han ido?

—Se alejan —respondió Seda.

—¿Qué fue ese grito? —preguntó Relg.

—Tres grolims persiguieron a un thull hasta el borde del acantilado —respondió Seda.

—¿Por qué?

—Lo habían elegido para participar en cierta ceremonia religiosa y él no quería hacerlo.

—¿Se negó? —Relg estaba horrorizado—. Entonces, merecía su destino.

—No creo que comprendas la naturaleza de las celebraciones de los grolims, Relg —dijo Seda.

—Uno debe someterse a la voluntad de su dios —insistió Relg, con un dejo de beatitud en la voz—. Las obligaciones religiosas son inquebrantables.

Seda contempló al fanático ulgo con un extraño brillo en los ojos.

—¿Qué sabes tú de la religión angarak, Relg? —le preguntó.

—Yo sólo me preocupo por la religión de Ulgoland.

—Debes saber de qué hablas antes de emitir juicios.

—Será mejor que lo dejemos así, Seda —dijo tía Pol.

—No lo creo, Polgara. Esta vez no. A nuestro devoto amigo le convendría informarse un poco, pues parece incapaz de ver las cosas con objetividad. —Seda se volvió de nuevo hacia Relg—. El ritual más importante de la religión angarak es considerado repugnante por la mayoría de los hombres. El principal objetivo de los thulls es evitarlo y su vida entera se ve condicionada por este hecho.

—¡Un pueblo abominable! —exclamó Relg con crudeza.

—No; los thulls son estúpidos, incluso salvajes, pero no son abominables. Lo que ocurre, Relg, es que el ritual del que hablamos incluye sacrificios humanos. —Relg se quitó el trapo de los ojos y miró con incredulidad la cara de rata del hombrecillo—. Cada año se sacrifican dos mil thulls en honor a Torak —continuó el hombrecillo mientras taladraba con los ojos la cara asombrada de Relg—. Los grolims permiten que sus víctimas sean sustituidas por esclavos; por lo tanto, los thulls trabajan toda su vida para comprar un esclavo que los sustituya en el altar si tienen la desgracia de ser elegidos. Pero los esclavos a veces se mueren o escapan, y cuando eligen a un thull sin esclavos, éste casi siempre intenta huir. Luego los grolims lo persiguen, y como tienen mucha práctica, son muy buenos cazadores. Nunca supe de ningún thull que lograra escapar.

—Su deber es someterse —insistió Relg con obstinación, aunque un poco menos convencido que al principio.

—¿Cómo los sacrifican? —preguntó Durnik con cierta tristeza en la voz.

Era evidente que el hecho de que el thull se arrojara al precipicio lo había conmovido.

—Es un procedimiento muy simple —respondió Seda, con la vista fija en Relg—. Dos grolims obligan al thull a acostarse sobre el altar y un tercero le arranca el corazón; luego queman este órgano en un pequeño fuego. A Torak no le interesa el thull entero, sólo quiere su corazón. —Relg dio un respingo—. También sacrifican mujeres —insistió Seda—, aunque ellas tienen una forma más fácil de escapar. Los grolims no sacrifican a las mujeres embarazadas, pues eso alteraría sus cuentas; así que las mujeres thulls intentan estar siempre embarazadas. Eso explica la magnitud de su población y el motivo de que las mujeres thulls tengan un apetito sexual tan indiscriminado.

—Es repulsivo —dijo Relg, boquiabierto—. La muerte es preferible a esa vil corrupción.

—La muerte dura mucho tiempo, Relg —dijo Seda con una sonrisa fría—; mientras que una pequeña corrupción puede olvidarse si uno se lo propone, sobre todo cuando tu vida depende de ello.

Relg, confundido, intentaba asimilar aquella brutal descripción de la espantosa vida de los thulls.

—Eres un hombre malvado —acusó a Seda, aunque a su voz le faltaba convicción.

—Lo sé —admitió Seda.

Relg se volvió hacia Belgarath.

—¿Es cierto lo que dice?

—No parece que se haya olvidado de nada —respondió el hechicero mientras se rascaba la barba con aire pensativo—. La palabra religión significa cosas distintas para cada pueblo, Relg, y depende de la naturaleza del dios que se honra. Debes intentar convencerte de eso, pues te ayudará a hacer algunas cosas.

—Creo que ya hemos agotado este tema de conversación, padre —sugirió tía Pol—, y tenemos un largo camino por delante.

—De acuerdo —dijo el anciano y se puso de pie.

Cabalgaron sobre el árido terreno cubierto de rocas y pequeños arbustos que se extendía al otro lado de la frontera oeste del país de los thulls. El viento constante que asolaba el acantilado era terriblemente frío, aunque sólo se divisaban unas pocas señales de nieve bajo el lúgubre cielo gris.

Los ojos de Relg se acostumbraron a aquella luz mortecina y las nubes contribuyeron a mitigar el pánico que le producía el cielo. Pero era evidente que estaba pasando un momento difícil; el mundo exterior era extraño para él y todo lo que encontraba hacía tambalear sus creencias. Al mismo tiempo, experimentaba una crisis personal y religiosa que lo hacía caer en constantes contradicciones de palabra y obra. De repente denunciaba las acciones corruptas de los demás con una mueca de beatitud, y un instante después se debatía en una agonía autodestructiva y confesaba sus culpas y pecados en una interminable y reiterativa letanía ante cualquiera que quisiera escucharlos. Su rostro pálido y sus enormes ojos oscuros, enmarcados por la capucha de su cota de malla, se contraían reflejando la confusión de sus emociones. Por segunda vez los demás, incluso el paciente y bondadoso Durnik, se apartaron de él y lo dejaron solo con Garion. Relg se detenía a menudo para rezar o ejecutar pequeños y tétricos rituales que siempre parecían acabar con el fanático arrastrarse por el suelo.

—A este ritmo, tardaremos un año en llegar a Rak Cthol —gruñó con amargura Barak en una de esas ocasiones, mientras observaba con evidente disgusto al delirante fanático arrodillado en la arena a un lado del camino.

—Lo necesitamos —respondió con calma Belgarath— y esto le va a venir bien. No hay otra opción, así que tendremos que acostumbrarnos.

—Nos acercamos a la frontera norte de Cthol Murgos —dijo Seda, y señaló una cadena de montañas bajas—, y una vez que la crucemos, no podremos detenernos. Debemos cabalgar lo más rápido posible hasta llegar a la Ruta de las caravanas del Sur. Los murgos tienen muchas patrullas y no les gustan los viajeros clandestinos. Una vez que estemos allí, no habrá problemas, pero no es conveniente que nos detengan antes de llegar.

—¿No nos interrogarán en la Ruta de las Caravanas, príncipe Kheldar? —preguntó Mandorallen—. Formamos un grupo muy peculiar y los murgos son muy desconfiados.

—Nos vigilarán —admitió Seda—, pero si no salimos del camino, no nos detendrán. El tratado entre Taur Urgas y Ran Borune garantiza la libertad de tránsito a través de la Ruta de Caravanas, y ningún murgo sería tan idiota como para violarlo y disgustar a su rey. Taur Urgas es muy severo con la gente que lo disgusta.

Cruzaron la frontera de Cthol Murgos poco después del mediodía de un día frío y lóbrego. Luego de unos cinco kilómetros, Relg hizo ademán de detener su caballo.

—Ahora no, Relg —le dijo Belgarath con firmeza—. Más tarde.

—Pero...

—UL es un dios muy paciente y puede esperar. Sigue adelante.

Galoparon a través de la alta y árida llanura en dirección a la Ruta de las Caravanas, con las capas agitándose tras ellos en el viento feroz. A media tarde, por fin llegaron al camino. La Ruta de las caravanas del Sur no era exactamente un camino, pero, después de muchos siglos, los viajeros habían marcado su curso. Seda miró a su alrededor con satisfacción.

—Lo conseguimos —dijo—, ahora volvemos a ser honestos mercaderes y ningún murgo podrá detenernos.

Hizo girar su caballo hacia el este y marchó a la cabeza con gran seguridad. Irguió los hombros, como si se diera aires de importancia, y Garion comprendió enseguida que se estaba preparando mentalmente para interpretar un nuevo personaje. Cuando se cruzaron con la recua bien protegida de un comerciante tolnedrano, Seda ya había conseguido su transformación y saludó al mercader con la desenvoltura y la camaradería de un hombre de negocios.

—Buenos días, distinguido mercader —le dijo al tolnedrano tras reparar en las señales de su alto rango—. Si puedes concederme un minuto, podríamos intercambiar información sobre el camino. Tú vienes del este y yo acabo de salir de la ruta del oeste, así que un intercambio de opiniones podría resultar beneficioso para ambos.

—Excelente idea —asintió el tolnedrano.

El augusto mercader era un hombre regordete, de frente amplia, que llevaba una capa forrada de piel, ceñida sobre sus hombros para protegerse del viento helado.

—Mi nombre es Ámbar —dijo Seda—, de Kotu.

El tolnedrano saludó con un gesto cortés.

—Kalvor —dijo a modo de presentación—, de Tol Horb. Has elegido una estación dura para viajar, Ámbar.

—Me he visto obligado —respondió Seda—. Mis fondos son limitados y el pago de habitaciones en invierno en Tol Honeth se habría llevado lo poco que tengo.

—Los ciudadanos de Tol Honeth son muy ambiciosos —observó Kalvor—. ¿Ran Borune todavía está vivo?

—Lo estaba cuando lo dejé.

Kalvor hizo una mueca.

—Entonces, ¿continúan las luchas en torno a la sucesión?

—¡Oh, sí! —rió Seda.

—¿Y ese cerdo de Kador sigue siendo el más fuerte?

—Creo que Kador pasa un mal momento. He oído decir que intentó asesinar a la princesa Ce'Nedra y supongo que el emperador tomará medidas para hacerlo desaparecer de este mundo.

—¡Estupendas noticias! —exclamó Kalvor, con la cara más alegre.

—¿Cómo está el camino hacia el este? —preguntó Seda.

—No hay mucha nieve —respondió Kalvor—, claro que nunca la hay en Cthol Murgos. Es un reino muy seco, aunque frío, sobre todo en los caminos. ¿Y qué tal las montañas al este de Tolnedra?

—Nevaba cuando las cruzamos.

—Temía que así fuera —dijo Kalvor, con una mirada de tristeza.

—Tal vez deberías haber esperado a que llegara la primavera, Kalvor. Te queda la peor parte del viaje.

—Tuve que salir de Rak Goska. —Kalvor echó un vistazo a su alrededor como si temiera que alguien lo escuchara—. Más adelante te encontrarás con problemas —dijo con seriedad.

—¿Sí?

—No es un buen momento para ir a Rak Goska. Los murgos se han vuelto locos.

—¿Locos? —preguntó alarmado Seda.

—No hay otra explicación. Se dedican a arrestar a los mercaderes honestos con los cargos más ridículos y vigilan a todos los que vienen del oeste. No es el momento más apropiado para llevar allí a una dama.

—Mi hermana —respondió Seda, mirando a tía Pol—. Ha invertido dinero en mi negocio, pero no se fía de mí, así que insistió en venir para asegurarse de que no la engaño.

—Yo en tu lugar no me acercaría a Rak Goska —le advirtió Kalvor.

—Ya me he comprometido —dijo Seda con expresión de impotencia—, y no tengo alternativa, ¿verdad?

—Te lo digo con franqueza, Ámbar, si vas a Rak Goska ahora, te juegas la vida. Un buen mercader que conozco fue acusado de entrar en las habitaciones de las mujeres de una casa de murgos.

—Bueno, supongo que esas cosas pueden suceder. Las mujeres de Cthol Murgos tienen fama de ser muy atractivas.

—Ámbar —dijo Kalvor con una expresión de pena en el rostro—, el hombre tenía setenta y tres años.

—En tal caso, sus hijos pueden estar orgullosos de su vitalidad —rió Seda—. ¿Qué le ocurrió?

—Lo condenaron y lo empalaron —dijo Kalvor, estremeciéndose—. Los soldados nos hicieron formar en círculo y nos obligaron a mirar; fue horrible.

—¿No hay ninguna posibilidad de que los cargos fueran ciertos?

—Setenta y tres años, Ámbar —repitió Kalvor—. Es evidente que los cargos eran falsos. Si no fuera ridículo, yo diría que Taur Urgas intenta echar a todos los mercaderes del oeste fuera de Cthol Murgos. Rak Goska ya no es un lugar seguro para nosotros.

—¿Quién puede adivinar lo que piensa Taur Urgas? —dijo Seda con una mueca.

—Obtiene beneficios de todas las transacciones comerciales que se realizan en Rak Goska, así que tendría que estar loco para echarnos de forma deliberada.

—Conozco a Taur Urgas —dijo Seda con expresión sombría—, y la locura no es uno de sus peores defectos. —Miró a su alrededor con desesperación—. Kalvor, he invertido todo lo que tenía y lo que he podido conseguir prestado en este negocio. Si ahora vuelvo atrás, me arruinaré.

—Podrías girar hacia el norte después de pasar las montañas —sugirió Kalvor—. Cruza el río en dirección a Mishrak ac Thull y ve a Thull Mardu.

—Odio comerciar con los thulls —dijo Seda con una mueca de disgusto.

—Tienes otra posibilidad —afirmó el tolnedrano—. ¿Conoces el camino de Tol Honeth a Rak Goska? —Seda asintió con un gesto—. Allí siempre ha habido una estación de abastecimiento de los murgos, para comida, caballos y otras necesidades. Pues bien, desde que empezaron los problemas en Rak Goska, unos pocos murgos con iniciativa se reúnen allí y compran toda la carga de las caravanas, incluso los caballos. Los precios no son tan buenos como en Rak Goska, pero al menos sacarás algo y no tendrás que correr ningún riesgo.

—Pero de ese modo me quedaría sin mercancía para el viaje de regreso —objetó Seda—, y si volviera a Tol Honeth sin nada que vender, perdería la mitad de las ganancias.

—Pero no perderás la vida, Ámbar —dijo con sarcasmo Kalvor y luego volvió a mirar en torno con nerviosismo, como si esperara que lo arrestaran—. Nunca volveré a Cthol Murgos —declaró con voz firme—. Como cualquier hombre, no me importa arriesgarme a cambio de un buen beneficio, pero no volvería a Rak Goska ni por todo el oro del mundo.

—¿Qué distancia hay para llegar al almacén? —preguntó Seda, al parecer, turbado.

—He salido de allí hace tres días —respondió Kalvor—. Buena suerte, Ámbar, decidas lo que decidas. —Volvió a coger las riendas—. Quiero alejarme unos kilómetros más antes de parar a dormir. Es probable que haya nieve en las montañas tolnedranas, pero al menos estaré fuera de Cthol Murgos y del alcance de Taur Urgas.

Hizo un breve saludo con la cabeza y se alejo hacia el oeste a todo galope, seguido por sus guardias y su recua.