Capítulo 14

Durante el resto del día la nevada se fue calmando poco a poco, y al anochecer, cuando se detuvieron para acampar en un tupido bosquecillo de abetos, sólo caían unos copos solitarios en medio de la creciente penumbra. Sin embargo, la temperatura descendió durante la noche y a la mañana siguiente, cuando se levantaron, el aire era terriblemente frío.

—¿Cuánto falta para Prolgu? —preguntó Seda desde su lugar junto al fuego, con las manos temblorosas extendidas en busca de calor.

—Dos días más —respondió Belgarath.

—Supongo que no considerarías la posibilidad de hacer algo con el clima —sugirió esperanzado el hombrecillo.

—Preferiría no hacerlo, a no ser que fuera absolutamente necesario —dijo el anciano—, pues alteraría las cosas en una zona muy amplia. Además, al Gorim no le gusta que modifiquemos el clima en sus montañas. Los ulgos tienen grandes reservas en cuestiones como éstas.

—Temía que lo consideraras desde esa perspectiva.

Aquella mañana dieron tantas vueltas en el camino, que al mediodía Garion estaba completamente mareado. A pesar de la helada, el cielo estaba encapotado y tenía un color plomizo: parecía como si el frío hubiese desterrado todos los colores del mundo; el cielo estaba gris, la nieve tenía un color blanco sucio y sin brillo y los troncos de los árboles eran negros. Hasta las aguas turbulentas del arroyo que bordeaban corrían negras entre las orillas cubiertas de nieve. Belgarath avanzaba confiado y les indicaba la dirección a seguir cada vez que un valle se encontraba con otro.

—¿Estás seguro? —le preguntó Seda, temblando, en cierto punto del camino—. Llevamos todo el día cabalgando río arriba y ahora dices que tenemos que ir hacia abajo.

—Unos pocos kilómetros más allá nos encontraremos con otro valle. Créeme, Seda, he estado aquí antes.

Seda se arropó con su pesada capa.

—Lo que pasa es que cuando no conozco el terreno me pongo nervioso —protestó, mientras contemplaba el agua oscura.

Río arriba, a lo lejos, se oyó un extraño sonido, una especie de grito demencial similar a una carcajada. Tía Pol y Lobo intercambiaron una rápida mirada.

—¿Qué es eso? —preguntó Garion.

—Los lobos de las montañas —respondió Belgarath.

—No parecen lobos.

—No lo son. —El anciano miró a su alrededor con recelo—. Son principalmente carroñeros, y si sólo se trata de una jauría salvaje, es probable que no ataquen. Acaba de comenzar el invierno y es demasiado pronto para que estén tan desesperados. Sin embargo, si es una de las jaurías criadas por Eldrakyn, tendremos problemas. —Se incorporó un poco en su estribo para examinar el camino—. Apuremos un poco el paso —le dijo a Mandorallen—, y mantened los ojos bien abiertos.

El aullido penetrante, similar a una risa, se hizo más fuerte a sus espaldas.

—Nos siguen, padre —dijo tía Pol.

—Ya los oigo. —El viejo comenzó a rebuscar en los extremos del valle, con la cara crispada en un gesto de preocupación—. Será mejor que eches un vistazo, Pol, no quiero sorpresas.

Los ojos de tía Pol cobraron una expresión ausente mientras recorría con la mente los frondosos bosques del valle. Un momento después se quedó boquiabierta y se estremeció.

—Hay un eldrak, padre. Nos vigila y su mente es una cloaca.

—Siempre lo son —respondió el anciano—. ¿Has podido descubrir su nombre?

—Grul.

—Lo que me temía. Sabía que nos acercábamos a sus dominios. —Se llevó los dedos a los labios y silbó con fuerza.

Barak y Mandorallen se detuvieron y aguardaron a los demás.

—Tenemos problemas —dijo Belgarath muy serio—, junto con los lobos de las montañas hay un eldrak. Ahora mismo nos está vigilando y en cualquier momento puede atacar.

—¿Qué es un eldrak? —preguntó Seda.

—Los eldraks están emparentados con los algroths y los trolls, pero son más inteligentes... y mucho más grandes.

—¿Pero es sólo uno? —preguntó Mandorallen.

—Es suficiente. Yo lo conozco, se llama Grul y es rápido y peligroso como un cuchillo afilado. Es capaz de comerse cualquier criatura que se mueve, sin importarle si está viva o muerta antes de empezar.

Los estridentes aullidos de los lobos de las montañas se oyeron más cerca.

—Busquemos un sitio abierto y encendamos una fogata —dijo el viejo—. Los lobos de las montañas temen al fuego y no tiene sentido que luchemos con ellos además de con Grul, si no es estrictamente necesario.

—¿Allí? —sugirió Durnik, al tiempo que señalaba un gran banco de arena, cubierto por la nieve, que se alzaba entre las oscuras aguas del río. El banco estaba unido a la orilla más cercana por una estrecha zona de grava y arena.

—Es apropiado, Belgarath —aprobó Barak mientras observaba el lugar con atención—. El río los mantendrá lejos de nuestras espaldas y sólo podrán acercarse a nosotros a través de ese paso estrecho.

—Servirá —asintió con parquedad Belgarath—. ¡Vamos!

Cabalgaron hasta el banco cubierto de nieve y limpiaron con rapidez un trozo de terreno con los pies mientras Durnik se esforzaba por encender un fuego bajo un gran trozo de madera flotante que bloqueaba casi por completo el estrecho pasaje que conducía al banco. Unos instantes después, las llamas de color naranja comenzaron a asomarse a ambos lados del madero. Durnik alimentó el fuego con ramitas, hasta que la madera se encendió por completo.

—Echadme una mano —dijo el herrero, que apilaba ya trozos de madera para el fuego.

Barak y Mandorallen se acercaron a la pila de madera que había en la orilla superior del río y se pusieron a juntar ramas y leños. Un cuarto de hora más tarde habían conseguido encender una enorme fogata que se extendía a lo largo del pasaje y los separaba por completo de los oscuros árboles de la orilla.

—Es la primera vez que siento calor en todo el día —sonrió Seda, y se puso de espaldas al fuego.

—Se acercan —advirtió Garion tras divisar un movimiento furtivo entre los oscuros troncos de los árboles.

Barak espió a través de los árboles.

—Son unas bestias muy grandes, ¿verdad? —observó en tono lúgubre.

—Más o menos del tamaño de un burro —confirmó Belgarath.

—¿Estás seguro de que le tienen miedo al fuego? —preguntó Seda con nerviosismo.

—Casi siempre.

—¿Casi siempre?

—De vez en cuando se desesperan; además, Grul podría empujarlos hacia nosotros, pues aún le tendrán más miedo a él.

—Belgarath —protestó el hombrecillo con cara de hurón—, tienes la horrible costumbre de guardarte ciertas cosas para ti.

Uno de los lobos de las montañas apareció junto a la orilla, un poco más arriba del banco, y se detuvo a oler el aire mientras observaba inquieto el fuego. Sus patas delanteras eran mucho más largas que las traseras y eso hacía que caminara en una posición peculiar, casi erecto. Tenía una gran joroba musculosa, el hocico pequeño y una cara chata, casi como la de un gato. Su pelaje era veteado, blanco y negro, con un dibujo de manchas y rayas en forma de espiral. La bestia caminaba despacio hacia atrás y luego hacia delante mientras los miraba con espantosa intensidad y aullaba con su risa aguda y penetrante. Pronto se le unió otra, y luego otra más. Se alinearon a la orilla del río, y se movían y chillaban, pero siempre lejos del fuego.

—No parecen perros —dijo Durnik.

—No lo son —respondió Belgarath—. Los lobos y los perros están emparentados, pero los lobos de la montaña pertenecen a otra raza.

Para entonces, en la orilla ya había diez de aquellas horribles criaturas y sus gritos se elevaron hasta convertirse en un coro demencial.

De repente, Ce'Nedra, con una palidez mortal en el rostro y los ojos muy abiertos por el pánico, dejó escapar un grito.

El eldrak había salido de entre los árboles y estaba en medio de la feroz jauría. Medía alrededor de dos metros y medio y su cuerpo estaba cubierto por un enmarañado pelaje negro. Llevaba una armadura hecha de grandes trozos de cota de malla, atados entre sí con correas de cuero; y sobre la armadura, también sujeta con correas, tenía un peto oxidado que parecía haber sido estirado a golpes de roca hasta adquirir el tamaño necesario para cubrir el enorme pecho del monstruo. La cabeza de la bestia estaba cubierta con un casco de metal en forma de cono, abierto en la parte superior para albergar su gigantesca cabeza, y en sus manos llevaba una porra con púas de acero. Sin embargo, había sido la cara lo que había hecho gritar a Ce'Nedra, pues el eldrak casi no tenía nariz y su mandíbula inferior colgaba, dejando al descubierto dos enormes y puntiagudos colmillos. Sus ojos estaban hundidos en las cuencas bajo la gran protuberancia ósea que tenía por frente y brillaban con una espantosa voracidad.

—Ya es suficiente, Grul —le advirtió Belgarath con un tono ronco e implacable.

—¿Ha vuelto Grat a las montañas de Grul? —gruñó el monstruo con una voz aterradora, grave y profunda.

—¿Habla? —preguntó Seda incrédulo.

—¿Por qué nos sigues, Gruí? —lo increpó Belgarath.

—Tengo hambre, Grat —contestó el monstruo y les dirigió una mirada ardiente.

—Ve a cazar a algún otro animal —dijo el anciano.

—¿Por qué? Aquí tengo caballos y hombres; mucha comida.

—Pero no es comida fácil —respondió Belgarath.

—Primero pelea —dijo Grul con una sonrisa espeluznante—, luego comida. Ven, Grat, lucha otra vez.

—¿Grat? —preguntó Seda.

—Se refiere a mí; la forma de su boca le impide pronunciar bien mi nombre.

—¿Has luchado contra esta cosa? —preguntó Barak, atónito.

—Yo tenía un cuchillo en la manga —dijo Belgarath encogiéndose de hombros —, y cuando me agarró lo abrí en canal. La pelea no duró mucho.

—¡Lucha! —gruñó Grul y golpeó su peto con un enorme puño—. Hierro —dijo—. Ven, Grat, intenta cortar la barriga de Grul otra vez. Ahora Grul usa hierro, como los hombres. —Empezó a golpear el suelo helado con su porra de acero—. ¡Pelea! —gruñó—. ¡Venga, Grat, pelea!

—Tal vez si todos nos arrojamos contra él a la vez, uno de nosotros pueda darle un golpe certero —dijo Barak y miró al monstruo con ojo crítico.

—Vuestro plan tiene un defecto, señor —le dijo Mandorallen—. Podríamos perder a varios compañeros antes de llegar al alcance de esa porra.

Barak lo miró atónito.

—¿Prudencia, Mandorallen? ¿Tú prudente?

—Creo que sería mejor que yo solo me ocupara de este asunto —afirmó el caballero, muy serio—. Mi lanza es la única arma que puede acabar con la vida del monstruo sin riesgos.

—Tiene algo de razón —asintió Hettar.

—¡Ven a pelear! —gruñó Grul, que no cesaba de dar golpes con su porra contra el suelo.

—De acuerdo —asintió Barak, no demasiado convencido—. Nosotros lo distraeremos, y avanzaremos por ambos lados para llamar su atención. Entonces Mandorallen podrá atacar.

—¿Qué pasa con los lobos de la montaña? —preguntó Garion.

—Dejadme probar algo —dijo Durnik. Cogió una rama encendida y la arrojó, oscilante y luminosa, hacia la nerviosa jauría que rodeaba al monstruo. Los lobos aullaron y se apartaron con rapidez del tizón volador—. Le tienen miedo al fuego, no hay duda —agregó el herrero—. Creo que si todos tiramos ramas encendidas a la vez, se asustarán y huirán. —Todos se acercaron al fuego—. ¡Ahora! —gritó Durnik de repente.

Comenzaron a tirar los leños encendidos con toda la rapidez de que eran capaces. Los lobos de la montaña gruñeron y esquivaron las ramas, y algunos aullaron de dolor cuando los tizones los alcanzaron.

Grul rugió enfurecido mientras los miembros de la jauría esquivaban los leños y se escurrían entre sus piernas, intentando escapar del súbito diluvio de fuego. Una de las bestias quemadas, enloquecida por el miedo y el dolor, intentó subírsele encima. El eldrak saltó con sorprendente agilidad y aplastó al lobo con su enorme porra.

—Es más rápido de lo que pensaba —dijo Barak—. Tendremos que tener cuidado.

—¡Huyen! —exclamó Durnik y arrojó otra rama encendida.

La jauría se había dispersado bajo la lluvia de tizones y se perdía aullando entre los árboles. Grul se quedó solo en la orilla, golpeando contra el suelo su porra de púas.

—¡Ven a pelear! —bramó—. ¡Ven a pelear! —repitió y volvió a hundir su porra en la nieve.

—Será mejor que hagamos lo que sea ahora —dijo Seda, intranquilo—. Se está poniendo nervioso y dentro de un minuto o dos lo tendremos en el banco con nosotros.

Mandorallen asintió y se volvió hacia su caballo de guerra.

—Espera, primero lo distraeremos —dijo Barak.

Desenvainó su gruesa espada y saltó por encima del fuego. Los demás lo siguieron y formaron un semicírculo alrededor del gigantesco Grul.

Garion fue a buscar su espada.

—Tú no —le dijo tía Pol—. Tú te quedas aquí.

—Pero...

—Haz lo que te digo —concluyó Pol.

Una de las dagas de Seda, arrojada desde varios metros de distancia, se hundió en el hombro de Grul mientras la bestia avanzaba hacia Barak y Durnik. Grul aulló y se volvió hacia Seda y Hettar, blandiendo su enorme porra. Hettar se desvió y Seda retrocedió fuera de su alcance. Mientras tanto, Durnik comenzó a arrojar piedras del tamaño de un puño desde la orilla; entonces Grul se volvió, furioso, chorreando espuma por sus puntiagudos colmillos.

—¡Ahora, Mandorallen! —gritó Barak.

Mandorallen preparó su lanza y espoleó su caballo. El enorme animal, revolviendo la grava con las patas, saltó por encima del fuego y se abalanzó sobre el asombrado Grul. Por un instante pareció que el plan iba a funcionar; la mortífera lanza con punta de acero estaba a la altura del pecho de Grul y en apariencia nada podía impedir que se hundiera en su enorme cuerpo. Pero tuvieron ocasión de asombrarse una vez más ante la rapidez del monstruo, que saltó hacia un lado y golpeó con su porra la lanza de Mandorallen haciendo añicos la gruesa madera.

Sin embargo, era imposible frenar la fuerza de la embestida de Mandorallen, así que el caballero y su caballo chocaron contra la enorme bestia con un ruido ensordecedor. Grul se tambaleó hacia atrás, dejó caer su porra, tropezó, y por fin se desplomó con Mandorallen y el caballo encima.

—¡A él! —gruñó Barak, y todos avanzaron para atacar a Grul con espadas y hachas.

Pero el monstruo levantó las piernas y se quitó de encima el enorme caballo de Mandorallen; luego golpeó con su puño gigantesco al caballero y lo arrojó varios metros más allá. Durnik giró y se cayó alcanzado por un golpe indirecto en la cabeza, mientras Barak, Hettar y Seda trepaban por el cuerpo del monstruo caído.

—¡Padre! —gritó tía Pol con voz estridente.

De repente se oyó un nuevo sonido detrás de Garion. Primero fue un profundo gruñido, seguido de inmediato por un aullido aterrador. Garion se volvió con rapidez y se encontró frente al enorme lobo que había visto una vez en los bosques del norte de Arendia. El viejo lobo gris saltó por encima del fuego y se metió en la pelea, con sus enormes dientes resplandecientes y amenazadores.

—¡Garion, te necesito! —exclamó tía Pol, mientras intentaba tranquilizar a la asustada princesa y sacaba su amuleto del vestido—. ¡Saca tu medallón! ¡Deprisa!

Garion no entendía lo que se proponía, pero sacó su amuleto de abajo de la túnica. Tía Pol cogió su mano derecha y le hizo apoyar la marca de la palma sobre la figura del búho de su propio amuleto, al tiempo que sujetaba el medallón de Garion con su otra mano.

—Concéntrate en tu poder —le ordenó.

—¿En qué?

—En los amuletos. ¡Deprisa! —Garion se concentró en su poder y sintió que crecía en él con una fuerza tremenda, amplificado por el contacto con tía Pol y los dos amuletos. Polgara cerró los ojos y alzó la cara hacia el cielo encapotado—. ¡Madre! —gritó con voz tan alta que su eco resonó como el sonido de una trompeta en el pequeño valle.

El poder surgió de Garion con tal fuerza que el joven cayó al suelo, incapaz de mantenerse en pie. Tía Pol se agachó junto a él.

Ce'Nedra estaba boquiabierta.

Garion levantó débilmente la cabeza y vio que había dos lobos atacando al furioso Grul: el lobo gris, al que reconoció como su abuelo, y otro, un poco más pequeño, rodeado de una extraña luz vacilante y azul.

Grul había logrado ponerse en pie y daba manotazos con sus enormes puños mientras sus atacantes golpeaban inútilmente su cuerpo protegido por la armadura. Barak salió despedido de la pelea y cayó sobre sus manos y sus rodillas, sacudiendo la cabeza como si estuviera borracho. Grul apartó a Hettar de un manotazo, con los ojos llenos de malicioso regocijo, y se abalanzó sobre Barak con los brazos abiertos. Pero el lobo azul se arrojó sobre él con un gruñido; Grul le dio un puñetazo y se quedó boquiabierto al ver que atravesaba el cuerpo resplandeciente del animal. De repente, la bestia gimió de dolor y comenzó a tambalearse, pues Belgarath, atacando por detrás según la antigua táctica de lobo, lo paralizó con una dentellada brutal y desgarradora. El gigantesco Grul se desplomó aullando y retumbó sobre la tierra como un enorme árbol talado.

—¡No lo dejéis levantar! —gruñó Barak tras ponerse en pie, tambaleándose hacia delante.

Los lobos estaban desgarrando la cabeza de Grul, que se revolvía en un desesperado intento por alejarlos. Una y otra vez, sus manos atravesaban el cuerpo del extraño y resplandeciente lobo azul. Mandorallen, con las piernas abiertas y la espada cogida con ambas manos, asestaba firmes golpes con la enorme cuchilla en el cuerpo del monstruo, abriendo grandes brechas en su peto. Barak golpeaba con tuerza la cabeza de Grul y su espada sacaba chispas al rozar el oxidado casco de acero. Hettar se había acurrucado a un costado y aguardaba con la vista atenta y el sable pronto. Cuando Grul levantó su brazo para protegerse de los golpes de Barak, Hettar se arrojó sobre él y le hundió el sable en la axila hasta el pecho. El sable desgarró los pulmones de la bestia, haciendo brotar una espuma sanguinolenta de su boca. Grul logró incorporarse con mucho esfuerzo.

Entonces Seda, que se había mantenido casi al margen de la pelea, clavó la punta de su daga en la nuca de Grul y golpeó la empuñadura con una piedra grande. Con un ruido nauseabundo, la cuchilla le atravesó el cráneo y se hundió en su cerebro. Grul se retorció de forma convulsiva y luego se desplomó.

En el momento de silencio que siguió, los dos lobos se miraron por encima de la cabeza del monstruo muerto. El lobo azul pareció pestañear y habló con una voz bastante clara, la voz de una mujer.

—¡Qué extraordinario! —dijo, luego esbozó una ligera sonrisa y desapareció con un resplandor final.

El viejo lobo gris alzó su hocico y aulló, con un grito estridente, tan lleno de angustia y dolor que el corazón de Garion se encogió. Entonces, el cuerpo del viejo lobo se iluminó y Belgarath apareció arrodillado en su lugar. Luego se levantó despacio y caminó hacia el fuego, mientras las lágrimas caían a raudales por sus mejillas cubiertas de canas.