Capítulo 25
Cuando los últimos rayos de sol desaparecieron del cielo, bajaron la colina con cautela y atravesaron la arena cubierta de ceniza en dirección a la torre de piedra que se alzaba ante ellos. Llegaron a la ladera cubierta de guijarros y piedras, desmontaron, dejaron los caballos con Durnik y comenzaron a ascender la empinada cuesta hacia el pico de basalto que ocultaba las estrellas. Apenas unos minutos antes, Relg había estado temblando y protegiéndose los ojos, pero ahora se movía casi con ansiedad. De repente se detuvo y apoyó las manos y la frente sobre la roca helada.
—¿Y bien? —preguntó Belgarath después de un momento, en voz muy baja aunque llena de preocupación—. ¿Era verdad? ¿Hay cuevas?
—Hay espacios huecos, pero están muy lejos.
—¿Puedes llegar a ellos?
—Sería inútil, pues no van a ningún sitio. Sólo son agujeros sin salida.
—¿Y ahora qué? —preguntó Seda.
—No lo sé —confesó Belgarath con un tono de profunda desilusión.
—Probemos un poco más allá —sugirió Relg—. Percibo algunos ecos, así que podría haber una cueva en aquella dirección —agregó y señaló hacia un costado.
—Yo quiero dejar algo bien claro aquí y ahora —anunció Seda y apoyó los pies con firmeza sobre el suelo—. No pienso atravesar la piedra; si eso es lo que vais a hacer, yo me quedo atrás.
—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Barak.
—¡No pasaré a través de las rocas! —insistió Seda y meneó la cabeza con terquedad.
Mientras tanto, Relg bordeaba la montaña con las manos apoyadas con suavidad sobre la superficie de basalto.
—Está más cerca —dijo—. Es grande y va hacia arriba. —Se movió unos cien metros y los demás lo siguieron, observándolo con atención—. Está justo aquí —anunció por fin y dio unos golpecitos sobre la superficie de piedra—. Es probable que sea la que buscamos. Esperad un momento —añadió, y hundió los brazos despacio en el basalto.
—No puedo soportarlo —dijo Seda y se apresuró a volverse de espaldas—. Avisadme cuando se haya ido. —Con asombrosa determinación, Relg avanzaba hacia el interior de la roca—. ¿Ya se ha ido? —preguntó Seda.
—Está en eso —respondió Barak con cinismo—, pero todavía tiene la mitad del cuerpo fuera.
—Por favor, Barak, no me lo cuentes.
—¿De verdad fue tan terrible? —preguntó el hombretón.
—No tienes idea, no tienes ni la más mínima idea —dijo el hombrecillo con cara de rata mientras temblaba de forma incontrolable.
Esperaron más de media hora en medio del frío y la oscuridad. Alguien gritó en lo alto de la montaña.
—¿Qué ha sido ese grito? —preguntó Mandorallen.
—Los grolims están ocupados —respondió Belgarath con tono sombrío—. Es la estación de las heridas, cuando el Orbe quemó la mano y la cara de Torak. En esta época del año se practican muchos sacrificios, sobre todo de esclavos. A Torak no parece importarle que no sea sangre angarak; para satisfacerlo basta con que sea humana.
Se oyeron unas suaves pisadas en algún lugar del peñasco y unos minutos después Relg se reunía con ellos.
—La he encontrado —les dijo—. La entrada está a unos ochocientos metros de aquí. Está casi tapada.
—¿La cueva llega hasta arriba? —preguntó Belgarath.
—Va hacia arriba —dijo Relg, y se encogió de hombros—, pero no podría precisar hasta dónde. La única forma de saberlo es entrar. Sin embargo, se trata de una serie de cuevas comunicadas y son bastante grandes.
—¿Tenemos alguna otra opción, padre? —preguntó tía Pol.
—No, supongo que no.
—Voy a buscar a Durnik —dijo Seda, y desapareció en la oscuridad.
Los demás siguieron a Relg hasta llegar a un pequeño agujero en la piedra, justo encima de los montículos de piedras de la base.
—Si queremos hacer entrar a los caballos, tendremos que sacar estos escombros —dijo Relg.
Barak se agachó y levantó un enorme bloque de piedra. Se tambaleó por el peso y lo arrojó a un lado con gran estrépito.
—¡En silencio! —lo riñó Belgarath.
—Lo siento —musitó Barak.
En general, las rocas no eran demasiado grandes, pero había muchas. Una vez que Seda y Durnik se sumaron al grupo, todos se dedicaron a retirar los escombros de la puerta de la cueva y tardaron casi una hora en sacar las piedras suficientes para que pudieran pasar los caballos.
—Ojalá Hettar estuviera aquí —gruñó Barak mientras empujaba la grupa de un corpulento caballo de carga.
—Háblale, Barak —sugirió Seda.
—Le estoy hablando.
—Inténtalo sin las maldiciones.
—Vamos a tener que escalar un poco —les dijo Relg ya en medio de la total oscuridad de la cueva, una vez que todos los caballos estuvieron dentro—. Si no me equivoco, las galerías ascienden en vertical, así que tendremos que trepar de un nivel a otro.
Mandorallen se apoyó sobre uno de los muros y su armadura produjo un ruido metálico.
—No puedes ir así —dijo Belgarath—. De todos modos, no podrías escalar con esa armadura, así que déjala aquí con los caballos, Mandorallen.
El caballero suspiró y comenzó a quitarse la armadura. Relg sacó varios polvos que llevaba en la cota de malla y los mezcló en un cuenco de madera. De inmediato, la cueva se iluminó con un tenue resplandor.
—Eso está mejor —dijo Barak—. ¿Pero no daría más luz una antorcha?
—Mucha más luz —asintió Relg—, y entonces yo no podría ver nada. Esto alumbrará lo suficiente como para que veáis por dónde camináis.
—Empecemos ya —dijo Belgarath.
Relg le pasó el cuenco brillante a Barak y se giró para guiarlos por la oscura galería.
Unos metros más adentro, se toparon con una empinada cuesta de piedras que se perdía en la oscuridad.
—Echaré un vistazo —dijo Relg, y desapareció de la vista. Un momento después, oyeron un extraño chasquido y pequeños fragmentos de piedra cayeron sobre los escombros—. Podéis subir —dijo Relg desde arriba.
Todos ascendieron por los cascotes hasta que se toparon con una pared abrupta.
—A la derecha —dijo Relg, aún más arriba que ellos—. Encontraréis unos huecos en las rocas que os ayudarán a subir.
Encontraron los huecos con facilidad; eran redondos y de unos quince centímetros de profundidad.
—¿Cómo los has hecho? —preguntó Durnik mientras examinaba uno de los agujeros.
—Es algo difícil de explicar —respondió Relg—. Aquí arriba hay una cornisa que conduce a otra galería.
Uno por uno, escalaron la cuesta de piedra hasta llegar a la cornisa, que, tal como había dicho Relg, conducía a una galería que subía de forma abrupta. Subieron por ella hasta el centro de la montaña, pasando junto a numerosos pasajes que se abrían a ambos lados del camino.
—¿No deberíamos mirar adonde conducen? —preguntó Barak después de pasar el tercero o cuarto pasaje.
—No conducen a ningún sitio —respondió Relg.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Una galería que conduce a algún sitio produce otra sensación. La que acabamos de pasar termina en una pared a unos tres metros de aquí.
Barak dejó escapar un gruñido de desconfianza. De repente, se toparon con otra superficie abrupta y Relg se detuvo a escudriñar en la oscuridad.
—¿Qué altura tiene? —preguntó Durnik.
—Unos diez metros. Haré algunos agujeros para que podáis subir. —Relg se arrodilló y hundió una mano despacio en la superficie de piedra; luego tensó el hombro y giró un poco el brazo.
La roca se abrió con una pequeña detonación, y cuando Relg sacó la mano, cayó una lluvia de fragmentos de piedra. Luego limpió los escombros del agujero que acababa de hacer, se puso de pie y hundió su otra mano en la roca a unos dos metros del primer agujero.
—Muy listo —lo alabó Seda.
—Es un viejo truco —respondió Relg.
Escalaron el muro detrás de Relg y salieron a través de una estrecha abertura. Barak maldecía mientras pasaba con esfuerzo por la rendija, dejándose la piel en el intento.
—¿A qué altura estamos? —preguntó Seda, con cierta aprensión en la voz, mientras contemplaba con nerviosismo las rocas que parecían cerrarse sobre ellos de forma opresiva.
—Estamos a unos ochocientos metros de la base del pico —respondió Relg—. Ahora debemos ir por allí —agregó y señaló un pasadizo ascendente.
—¿No estamos volviendo por donde vinimos? —preguntó Durnik.
—La cueva avanza en zigzag —le dijo Relg—, Tenemos que seguir las galerías que conducen arriba.
—¿Llegan hasta arriba de todo?
—En algún momento se abren. Eso es todo lo que puedo decir, por el momento.
—¿Qué es eso? —gritó Seda de repente.
En algún lugar de los oscuros pasadizos alguien cantaba. La canción parecía expresar una profunda tristeza, aunque los ecos hacían que fuera imposible descifrar la letra. Sólo podían estar seguros de que se trataba de una voz femenina.
Después de un instante, Belgarath dejó escapar una exclamación de asombro.
—¿Qué ocurre? —preguntó tía Pol.
—¡Marag! —dijo el anciano.
—Eso es imposible.
—Conozco la canción, Pol. Es una canción fúnebre marag. Sea quien sea, está a punto de morir.
Los ecos de las sinuosas cuevas no permitían determinar la ubicación exacta de la mujer que cantaba; pero a medida que se movían, el sonido parecía más cercano.
—Aquí abajo —dijo Seda por fin y se detuvo con la cabeza inclinada hacia un lado, frente a una abertura.
El canto se detuvo de forma súbita.
—No os acerquéis —les advirtió la voz de la mujer con brusquedad—. Tengo un cuchillo.
—Somos amigos —le dijo Durnik.
—Yo no tengo amigos —respondió ella con una risa amarga—. No vais a llevarme de nuevo; mi cuchillo es lo suficientemente largo como para alcanzar mi corazón.
—Cree que somos murgos —murmuró Seda.
Belgarath se dirigió a ella en un idioma que Garion nunca había oído, y, un momento después, la mujer contestó titubeante, como si intentara recordar una lengua que no había hablado durante años.
—Cree que es un truco —les dijo el anciano en voz baja—. Dice que tiene un cuchillo apoyado sobre su pecho, así que tendremos que ir con cuidado. —Belgarath dijo algo y la mujer le contestó. Hablaban en un idioma suave y musical—. Dice que sólo permitirá que entre uno de nosotros —les informó Belgarath por fin—. Todavía no se fía de nosotros.
—Yo iré —dijo tía Pol.
—Ten cuidado, Pol. Podría intentar usar el cuchillo contra ti en lugar de contra sí misma.
—Puedo arreglármelas, padre.
Cogió la luz que tenía Barak y avanzó despacio por el pasadizo, mientras hablaba con voz serena. Los demás se quedaron en la oscuridad y escucharon con atención los murmullos procedentes del pasadizo, mientras tía Pol hablaba en voz baja con la mujer marag.
—Ya podéis venir —les dijo por fin y todos entraron al pasadizo siguiendo el sonido de su voz.
La mujer estaba echada junto a un pequeño pozo de agua. Llevaba sólo unos pocos harapos y estaba muy sucia. Su enmarañado cabello tenía un brillante color negro y su rostro reflejaba resignación y desesperanza. Tenía unos pómulos prominentes, labios gruesos y enormes ojos violetas enmarcados por unas pestañas negras como el carbón. Sus escasas y harapientas ropas dejaban al descubierto gran parte de su piel pálida. Relg hizo una profunda inspiración y de inmediato se volvió de espaldas.
—Su nombre es Taiba — dijo tía Pol en voz baja—. Se escapó de las mazmorras de los esclavos de Rak Cthol hace vanos días.
Belgarath se arrodilló junto a la exhausta mujer.
—Eres marag, ¿verdad? —le preguntó sin rodeos.
—Mi madre me dijo que lo era —confirmó—. Ella me enseñó el lenguaje antiguo.
Su cabello oscuro caía sobre una de sus pálidas mejillas en una oscura maraña.
—¿Hay algún otro marag en las mazmorras?
—Creo que hay varios. Es difícil saberlo con seguridad, pues a casi todos los demás esclavos les han cortado la lengua.
—Necesita comida —dijo tía Pol—. ¿A alguien se le ocurrió traer algo?
Durnik desató una pequeña bolsa de su cinturón y se la ofreció.
—Un poco de queso —dijo— y algo de carne seca.
Tía Pol abrió la bolsa.
—¿Tienes alguna idea de cómo llegó aquí la gente de tu pueblo? —le preguntó Belgarath a la esclava—. Piénsalo bien; podría ser muy importante.
—Siempre hemos estado aquí —dijo Taiba y se encogió de hombros.
Luego cogió la comida que le ofrecía tía Pol y comenzó a comer con voracidad.
—No tan aprisa —le advirtió tía Pol.
—¿Nunca te han contado por qué los maragos acabaron en las mazmorras de los murgos? —insistió Belgarath.
—Una vez mi madre me dijo que miles de años atrás vivíamos bajo el cielo descubierto y que entonces no éramos esclavos —respondió Taiba—. Pero yo no le creí; es la clase de historia que se cuenta a los niños.
—Hay algunas leyendas sobre la campaña tolnedrana a Maragor, Belgarath —señaló Seda—. Durante años se han corrido rumores de que algunos comandantes de las legiones vendían sus prisioneros a los esclavistas nyissanos en lugar de matarlos. Es el tipo de cosa que un tolnedrano podría llegar a hacer.
—Supongo que es posible —respondió Belgarath con el entrecejo fruncido.
—¿Tenemos que quedarnos? —preguntó Relg con brusquedad.
Todavía estaba de espaldas y la rigidez de sus hombros era una muestra clara de su ira.
—¿Por qué está enfadado conmigo? —preguntó Taiba, con tal agotamiento que las palabras brotaban de sus labios como un susurro.
—Cubre tu desnudez, mujer —le dijo Relg—. Eres una afrenta para los ojos de los hombres decentes.
—¿Es sólo eso? —rió ella, con un sonido grave y profundo—. Éstas son todas las ropas que tengo. —Bajó la vista hacia su figura sensual—. Además, no hay nada de malo en mi cuerpo; no es horrible ni está deformado, ¿por qué debería esconderlo?
—¡Qué mujer lujuriosa! —acusó Relg.
—Si te molesta tanto, no mires —sugirió ella.
—Relg tiene un problema religioso —dijo Seda con sequedad.
—No menciones la religión —dijo ella con un sobresalto.
—Ya veis —gruñó Relg—, es una verdadera depravada.
—No es eso —le explicó Belgarath—. En Rak Cthol, la palabra religión significa el altar de sacrificios y el cuchillo.
—Garion —dijo tía Pol—. Dame tu capa.
El joven se desabrochó su pesada capa de lana y se la tendió. Tía Pol comenzó a cubrir a la mujer con la capa, pero de repente se detuvo y la miró con atención.
—¿Dónde están tus niños? —le preguntó.
—Los murgos se los llevaron —respondió Taiba con voz inexpresiva—. Eran dos niñas muy hermosas, pero ahora se han ido.
—Te las traeremos de vuelta —prometió Garion, movido por un impulso.
—No lo creo —respondió ella con amargura—. Los murgos las entregaron a los grolims y éstos las sacrificaron en el altar de Torak. El propio Ctuchik sostenía el cuchillo.
Garion sintió que se le helaba la sangre.
—Esta capa es abrigada —dijo Taiba con tono de gratitud mientras sus manos acariciaban la tela áspera—. ¡He pasado frío durante tanto tiempo! —suspiró con una mezcla de cansancio y alegría.
Belgarath y tía Pol intercambiaron una mirada por encima del cuerpo de Taiba.
—Debo de estar haciendo las cosas bien —afirmó el anciano un momento después con tono enigmático—. ¡Tropezarme así con ella después de buscarla durante tanto tiempo!
—¿Estás seguro de que es ella, padre?
—Tiene que serlo. Todo encaja demasiado bien, hasta el último detalle. —Hizo una profunda inspiración y después dejó escapar el aire de forma explosiva—. Esto me ha preocupado durante los últimos mil años. —De repente parecía muy satisfecho consigo mismo—. ¿Cómo has escapado de las mazmorras de los esclavos, Taiba? —preguntó con suavidad.
—Uno de los murgos olvidó cerrar la puerta —respondió ella con voz soñolienta—. Cuando salí, encontré este cuchillo. Quería encontrar a Ctuchik para matarlo, pero me perdí. Hay tantas cuevas aquí abajo... ¡Tantas! Ojalá pueda matarlo antes de morir, aunque no lo creo. —Suspiró con pesar—. Ahora me gustaría dormir, ¡estoy tan cansada!
—¿Estarás bien aquí? —preguntó tía Pol—. Tenemos que irnos, pero volveremos. ¿Necesitas algo?
—Tal vez un poco de luz —suspiró Taiba—. He vivido en la oscuridad toda mi vida y me gustaría morir con un poco de luz.
—Relg —dijo tía Pol—, déjale una luz.
—Podríamos necesitarla nosotros —respondió él muy ofendido.
—Ella la necesita aún más.
—Hazlo, Relg —le dijo Belgarath al fanático ulgo, con voz firme.
La expresión de Relg se endureció, pero mezcló parte del contenido de sus dos bolsas sobre una piedra lisa y agregó un poco de agua. La sustancia pastosa comenzó a brillar.
—Gracias —se limitó a decir Taiba.
Relg se negó a responder e incluso a mirarla. Regresaron por el pasadizo y dejaron a la mujer junto al pozo con su pequeña y tenue luz. Taiba volvió a cantar, esta vez en voz más baja, a punto de dormirse.
Relg los guió a través de oscuras galerías, girando y cambiando de dirección con frecuencia, siempre escalando. Pasaron horas, aunque era difícil precisar el tiempo en aquella perpetua oscuridad. Subieron por muros abruptos y atravesaron pasadizos que ascendían sinuosos por el enorme peñasco de roca. Garion perdió el sentido de orientación y se preguntó a sí mismo si Relg sabría hacia dónde se dirigían. Al volver la esquina redondeada de una nueva galería, una brisa suave les dio en la cara, trayendo consigo un horrible hedor.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Seda y arrugó su naricilla puntiaguda.
—Sin duda, las mazmorras de los esclavos —respondió Belgarath—. Los murgos no se preocupan mucho por la higiene.
—Las mazmorras están debajo de Rak Cthol, ¿verdad? —preguntó Barak. Belgarath asintió con un gesto—. ¿Y salen a la misma ciudad?
—Si no recuerdo mal, así es.
—¡Lo has conseguido, Relg! —exclamó Barak y le dio una palmada en el hombro al ulgo.
—No me toques —dijo Relg.
—Lo siento, Relg.
—Las mazmorras estarán vigiladas —dijo Belgarath—. Ahora tendremos que seguir en silencio.
Avanzaron con cautela por el pasadizo, observando con atención dónde ponían los pies. Garion no supo con seguridad en qué punto del camino la galería había comenzado a mostrar señales de construcción humana. Por fin llegaron a una puerta de hierro que estaba entreabierta.
—¿Hay alguien ahí? —le preguntó Garion a Seda en un susurro.
El hombrecillo se acercó a la puerta con la daga en la mano y espió adentro, girando la cabeza hacia ambos lados con rapidez.
—Sólo algunos huesos —informó con tono sombrío.
Belgarath hizo una señal de alto.
—Es probable que estas galerías inferiores estén abandonadas —les dijo en voz muy baja—. Una vez terminado el camino de cornisa, los murgos dejaron de necesitar tantos esclavos. Seguiremos subiendo, pero no hagáis ruido y mantened los ojos bien abiertos.
Ascendieron muy despacio y en silencio la cuesta gradual de la galería y pasaron junto a otras puertas de hierro, todas entreabiertas. Al final de la cuesta, la galería giraba de forma abrupta hacia atrás, todavía en pendiente. Sobre el muro había unas palabras garabateadas de forma grosera en unos caracteres que Garion no pudo descifrar.
—Abuelo —murmuró, y señaló las palabras.
Belgarath miró la escritura y gruñó:
—Noveno nivel —dijo—, aún estamos bastante lejos de la ciudad.
—¿Cuánto falta todavía para que empecemos a encontrarnos con murgos? —rugió Barak mientras miraba a su alrededor con la mano en la empuñadura de su espada.
—Es difícil de prever —respondió Belgarath y se encogió de hombros—, supongo que sólo los dos o tres últimos niveles estarán ocupados.
Siguieron subiendo por la galería hasta que volvieron a encontrar una curva cerrada hacia atrás y una vez más vieron unos caracteres extraños escritos en la pared.
—Octavo nivel —tradujo Belgarath—. Adelante.
A medida que ascendían, el hedor de las mazmorras de los esclavos se hacía más fuerte.
—Allí hay luz —advirtió Durnik de repente, justo antes de entrar al cuarto nivel.
—Esperad aquí —murmuró Seda, y luego se perdió del otro lado de la esquina con la daga apretada contra la pierna.
La luz era débil y vacilante, pero se hacía cada vez más intensa.
—Se acerca alguien con una antorcha —murmuró Barak.
De repente la luz de la antorcha comenzó a oscilar y las sombras que proyectaba se movieron en círculos. Luego dejó de vacilar y se mantuvo firme. Unos instantes después, Seda regresó limpiando la daga.
—Un murgo —les dijo—. Creo que sólo venía a buscar algo, pues las celdas de este nivel están vacías.
—¿Qué has hecho con él? —preguntó Barak.
—Lo he arrastrado hasta una de las celdas. No lo encontrarán, a menos que vengan a buscarlo expresamente.
Relg se cubrió los ojos con cuidado.
—¿También te molesta esta luz tan débil? —le preguntó Durnik.
—Es su color —respondió Relg.
Giraron hacia el cuarto nivel y comenzaron a ascender otra vez. Unos cien metros más arriba, una antorcha sujeta en una grieta del muro ardía irradiando una luz uniforme. Cuando se acercaron, pudieron ver el largo hilo de sangre fresca sobre el suelo sucio e irregular.
Belgarath se detuvo frente a la puerta de la celda y se rascó la barba.
—¿Qué tenía puesto? —le preguntó a Seda.
—Una de esas túnicas con capucha —respondió Seda —. ¿Por qué?
—Ve a buscarla.
Seda lo miró un instante y luego asintió con un gesto. Entró a la celda y un instante después salió con la túnica negra del murgo.
Belgarath alzó la túnica y examinó con expresión crítica la enorme rasgadura que tenía en la espalda.
—La próxima vez, intenta no hacer agujeros tan grandes —le dijo al hombrecillo.
—Lo siento —sonrió Seda—. Supongo que me he dejado llevar por mi entusiasmo, pero de ahora en adelante tendré más cuidado. —Se dirigió a Barak—. ¿Vienes? —invitó.
—Por supuesto. ¿Y tú, Mandorallen?
El caballero asintió con un gesto grave y aflojó su espada en la vaina.
—Nosotros esperaremos aquí —dijo Belgarath—. Tened cuidado, pero no os demoréis más de lo imprescindible.
Los tres subieron con cautela por la galería hacia el tercer nivel.
—¿Tienes idea de la hora, padre? —preguntó tía Pol en voz baja después de que los tres hombres hubieron marchado.
—Es más de medianoche, algunas horas más.
—¿Tendremos tiempo de llegar arriba antes de que amanezca?
—Si nos damos prisa...
—Tal vez deberíamos quedarnos aquí durante el día y subir cuando vuelva a anochecer.
—No lo creo, Polgara —respondió él con el entrecejo fruncido—. Ctuchik está tramando algo. Sabe que venimos, lo he percibido en esta última semana; pero aún no ha hecho ningún movimiento. No le demos más tiempo del imprescindible.
—Va a enfrentarse a ti, padre.
—Hacía tiempo que debía haberlo hecho —respondió él—. Ctuchik y yo hemos estado a punto de enfrentarnos durante miles de años, pero nunca era el momento adecuado. Ahora, por fin ha llegado ese momento. —El anciano dejó la vista perdida en la oscuridad con expresión melancólica—. Cuando empiece la lucha, quiero que te mantengas al margen, Pol.
Ella miró la cara sombría del anciano y asintió.
—Lo que tú digas, padre.