Capítulo 21

La Ruta de las caravanas del Sur era un camino sinuoso que bordeaba una serie de valles altos y áridos, por lo general en dirección este-oeste. Los picos que la flanqueaban eran elevados, tal vez más altos que las montañas del oeste, pero sus cimas apenas estaban salpicadas por la nieve. Las nubes daban al cielo un color gris pizarra, pero si llevaban lluvia no caería sobre aquel árido desierto de arena, roca y arbustos enanos y espinosos. A pesar de que no nevaba, el frío era intenso y el viento soplaba sin cesar con una fuerza implacable.

Cabalgaban hacia el este y avanzaban con bastante rapidez.

—Belgarath —dijo Barak por encima de su hombro—, mira hacia aquel cerro, al sur del camino.

—Ya lo veo.

—¿Qué hace?

—Nos vigila, pero no hará nada si no salimos del camino,

—Siempre vigilan así —afirmó Seda—. A los murgos les gusta tener un buen control sobre todos los que pisan su territorio.

—Ese tolnedrano..., Kalvor —dijo Barak—, ¿crees que exageraba?

—No —respondió Belgarath—. Creo que Taur Urgas está buscando una excusa para cerrar la Ruta de las Caravanas y expulsar de Cthol Murgos a todos los occidentales.

—¿Por qué? —preguntó Durnik.

—Pronto habrá guerra —dijo Belgarath con un encogimiento de hombros—, y Taur Urgas sabe que muchos de los supuestos mercaderes que vienen por esta ruta son espías. Pronto reunirá a los ejércitos del sur y querrá mantener en secreto el número de fuerzas y sus movimientos.

—¿Qué clase de ejército puede reunir en un reino tan desolado y despoblado? —preguntó Mandorallen.

Belgarath contempló el alto y árido desierto.

—Ésta es la única región de Cthol Murgos que nos permiten ver, pero el reino se extiende a más de cinco mil kilómetros al sur y hay allí ciudades en las que nunca ha entrado un extranjero; ni siquiera sabemos sus nombres. Aquí, en el norte, los murgos ponen en práctica un elaborado plan para ocultar el verdadero Cthol Murgos.

—¿Estáis convencido de que pronto habrá guerra?

—Tal vez el próximo verano —respondió Belgarath—. Sí, el próximo verano.

—¿Estaremos preparados? —preguntó Barak.

—Intentaremos estarlo.

Tía Pol dejó escapar un suspiro de disgusto.

—¿Qué ocurre? —se apresuró a preguntar Garion.

—Buitres —dijo ella—, asquerosos buitres.

Una docena de pájaros corpulentos batían sus alas y graznaban a un lado del camino, alrededor de algo tirado en el suelo.

—¿Qué están comiendo? —preguntó Durnik—. No he visto ningún tipo de animal desde que bajamos del acantilado.

—Tal vez un caballo... o un hombre —dijo Seda—. Aquí arriba no hay otra cosa.

—¿Abandonarían a un hombre sin enterrarlo? —preguntó el herrero.

—Sólo en parte —dijo Seda—. Algunos bandidos creen que robar en la Ruta de las Caravanas es fácil, y los murgos les conceden mucho tiempo para enterarse de su equivocación. —Durnik lo miró sin comprender—. Los murgos los atrapan —explicó Seda—, los entierran hasta el cuello y los abandonan. Los buitres ya han aprendido que en esa situación un hombre está indefenso; así que a menudo se impacientan y no esperan a que muera para empezar a comer.

—Es un buen sistema para acabar con los ladrones —dijo Barak con tono de aprobación—. Hasta los murgos pueden tener buenas ideas de vez en cuando.

—Por desgracia, cuando los murgos encuentran a alguien fuera del camino, automáticamente suponen que se trata de un bandido.

Los buitres siguieron comiendo con descaro y ni siquiera hicieron una pausa en su festín cuando el grupo pasó a unos veinte metros de ellos. Sus alas y sus cuerpos ocultaban a la víctima, cosa que Garion agradeció mucho. Fuera lo que fuese, no era demasiado grande.

—En consecuencia, cuando paremos para acampar, debemos hacerlo muy cerca del camino —dijo Durnik, y desvió la mirada de los pájaros, con un escalofrío.

—Muy buena idea, Durnik —asintió Seda.

La información que les había dado el mercader tolnedrano con respecto a la feria provisional en medio del camino resultó exacta. La tarde del tercer día ascendieron una pequeña colina y desde allí divisaron un grupo de tiendas alrededor de un edificio de piedra construido a un lado del camino. Las tiendas se veían pequeñas a la distancia; se abultaban y se agitaban con el viento que asolaba el valle.

—¿Qué opinas? —le preguntó Seda a Belgarath.

—Es tarde —respondió el anciano—, pronto tendremos que parar para pasar la noche y resultaría extraño que no lo hiciéramos. —Seda asintió—. Sin embargo, debemos evitar que vean a Relg —continuó Belgarath—, pues nadie creerá que somos simples mercaderes si nos acompaña un ulgo.

Seda reflexionó un momento.

—Lo envolveremos en una manta —sugirió— y diremos que está enfermo. La gente no se acerca a los enfermos.

Belgarath asintió con un gesto.

—¿Puedes hacerte pasar por enfermo? —le preguntó a Relg.

—Estoy enfermo —dijo el ulgo, sin el menor asomo de ironía—. ¿Aquí hace siempre tanto frío? —añadió antes de estornudar.

Tía Pol acercó su caballo al de él y extendió el brazo para tocarle la frente.

—No me toques —dijo Relg, y se hizo a un lado.

—Para ya —lo riñó ella; luego le rozó apenas la cara y lo miró con atención—. Se ha resfriado, padre —anunció—. En cuanto paremos, le prepararé una medicina. ¿Por qué no me has avisado? —le preguntó al fanático.

—Soportaré todo lo que UL decida imponerme —afirmó Relg—. Es un castigo por mis pecados.

—No —dijo ella con firmeza—, no tiene nada que ver con pecados o castigos. Es un simple resfriado, nada más.

—¿Voy a morir? —preguntó Relg con serenidad.

—Por supuesto que no. ¿Nunca has tenido un catarro?

—No, no he estado enfermo en mi vida.

—Ya no podrás volver a decir eso —dijo Seda con tono burlón mientras sacaba una manta de uno de los bolsos y se la pasaba—. Póntela encima de los hombros y tápate la cabeza. Intenta simular que estás sufriendo.

—Lo estoy —respondió Relg y comenzó a toser.

—Pero tienes que aparentarlo —explicó Seda—. Piensa en el pecado, eso te dará aspecto de infeliz.

—Pienso en el pecado todo el tiempo —respondió Relg y volvió a toser.

—Ya lo sé —dijo Seda—, pero intenta concentrarte un poco más.

Descendieron la montaña en dirección al grupo de tiendas mientras el viento seco y helado les calaba los huesos. Sólo unos pocos mercaderes estaban fuera de las tiendas y éstos cumplían rápidamente con sus tareas en medio de aquel intenso frío.

—Creo que primero deberíamos pasar por el almacén de abastecimiento —dijo Seda y señaló el cuadrangular edificio de piedra que se alzaba en medio de las tiendas—; sería lo más lógico. Dejad que yo me encargue de todo.

—¡Seda, asqueroso ladrón drasniano! —rugió una voz ronca desde una tienda cercana.

Seda miró asombrado en torno y luego sonrió.

—Creo reconocer los alaridos de cierto cerdo nadrak —dijo en una voz lo bastante alta como para que lo oyera el hombre de la tienda.

Un nadrak alto y delgado salió de una de las tiendas. Estaba vestido con un abrigo negro de felpa, largo hasta los tobillos, con cinturón, y una holgada gorra de piel. Tenía el cabello negro y grueso y una barba rala. Sus ojos tenían la inclinación típica de los ojos de los angaraks, pero a diferencia de la mirada de los murgos, la de este nadrak reflejaba una prudente amabilidad.

—¿Todavía no te han cogido, Seda? —le preguntó con voz estridente—. Estaba convencido de que a esta altura ya te habrían sacado el pellejo.

—Veo que estás borracho, como siempre —sonrió con maldad Seda—. ¿Cuántos días te ha durado esta vez, Yarblek?

—¿Quién los cuenta? —rió el nadrak mientras se tambaleaba un poco—. ¿Qué haces en Cthol Murgos, Seda? Creí que el gordinflón de tu rey te necesitaba en Gar og Nadrak.

—Me había hecho demasiado famoso en las calles de Yar Nadrak —respondió Seda— y la gente empezaba a rehuirme.

—Me pregunto por qué —replicó Yarblek con evidente sarcasmo—. Haces trampa en los negocios y en los dados, te tomas libertades con las esposas de otros hombres y eres un espía; pero ésa no es razón para que la gente no admire tus virtudes, si es que las tienes.

—Tu sentido del humor sigue tan brillante como siempre, Yarblek.

—Es mi único defecto —admitió el nadrak, algo borracho—. Bájate del caballo. Seda; entra a mi tienda y nos emborracharemos juntos. Puedes traer a tus amigos —añadió antes de meterse de nuevo en la tienda.

—Un viejo amigo —explicó Seda mientras desmontaba.

—¿Podemos fiarnos de él? —preguntó con desconfianza Barak.

—No del todo, pero no es malo. A pesar de ser un nadrak, es un buen tipo. Estará al tanto de todo lo que ocurre, y si está lo suficientemente borracho, podremos sonsacarle información útil.

—Entra, Seda —gruñó Yarblek desde el interior de su tienda de paño gris.

—Veamos qué puede decirnos —dijo Belgarath.

Todos desmontaron, ataron sus caballos junto a la tienda del nadrak y entraron. La estancia era grande y el suelo y las paredes estaban cubiertos con gruesas alfombras rojas. Una lámpara de aceite colgaba del techo y un brasero de hierro irradiaba oleadas de calor.

Yarblek estaba sentado sobre la alfombra con las piernas cruzadas, junto a un pequeño barril.

—Entrad, entrad —dijo con brusquedad— y cerrad la puerta, estáis dejando escapar todo el calor.

—Éste es Yarblek —dijo Seda a modo de presentación—, honesto mercader y famoso borracho. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—Mi tienda está a vuestra disposición —hipó Yarblek con indiferencia—, no es una gran tienda, pero de todos modos está a vuestra disposición. Sobre aquella pila de cosas, encima de mi montura, hay vasos y algunos incluso están limpios. Bebamos algo.

—Esta es la señora Pol, Yarblek —presentó Seda.

—Una mujer atractiva —observó Yarblek, y la miró con descaro—. Perdona que no me levante, señora, pero me siento un poco mareado... Creo que la comida me ha sentado mal.

—Por supuesto —asintió ella con una sonrisita fría—. Hay que tener mucho cuidado con lo que se come.

—He llegado a esa misma conclusión miles de veces. —La miró con fijeza mientras ella se bajaba la capucha y desabrochaba la capa—. Es una mujer muy hermosa, Seda —declaró—; supongo que no querrás venderla.

—No podrías pagarme, Yarblek —dijo ella sin aparentar la más mínima ofensa.

Yarblek la miró con atención y luego se echó a reír a carcajadas.

—¡Por las barbas del tuerto!, apuesto a que no podría. Y sin duda tendrás una daga escondida entre la ropa; así que si tratara de robarte me abrirías las tripas, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¡Qué mujer! —rió Yarblek—. ¿También sabes bailar?

—Mucho mejor que las bailarinas que hayas podido ver en tu vida —respondió ella—. Te quedarías helado.

—Entonces, después de que nos emborrachemos, bailarás para nosotros —dijo Yarblek con los ojos brillantes.

—Ya lo veremos —dijo ella con tono prometedor.

Garion estaba asombrado del inusual descaro de su tía. Era obvio que su conducta era la que Yarblek esperaba de una mujer, pero Garion se preguntó cuándo habría aprendido tan bien las costumbres de los nadraks para actuar con tal desvergüenza.

—Éste es el señor Lobo —dijo Seda y señaló a Belgarath.

—No importan los nombres —replicó Yarblek al tiempo que agitaba la mano—; de todos modos, los olvidaría. —Sin embargo, paseó la vista por cada uno de ellos con una expresión astuta—. Además —continuó, como si de repente no estuviera tan borracho como aparentaba—, tal vez sería mejor que no supiera sus nombres. Un hombre no puede revelar lo que no sabe, y formáis un grupo demasiado heterogéneo como para estar en Cthol Murgos por asuntos honestos. Coged unos vasos; el barril está casi lleno y tengo otro enfriándose afuera.

Seda hizo un gesto y todos cogieron un vaso de la pila de vajilla que había junto a una gastada montura. Luego se sentaron sobre la alfombra junto a Yarblek y su barril.

—Os serviría tal como corresponde a un buen anfitrión —les dijo Yarblek—, pero sin duda derramaría la cerveza, así que será mejor que lo hagáis vosotros mismos.

La cerveza tenía un color marrón oscuro y un sabor fuerte, casi afrutado.

—Sabe bien —dijo Barak con cortesía.

—Mi cervecero echa manzana troceada en las cubas —respondió el nadrak—, de ese modo la cerveza pierde parte de su sabor amargo. —Se volvió hacia Seda—: Creí que los murgos no te gustaban.

—Y no me gustan.

—Entonces, ¿qué haces en Cthol Murgos?

—Negocios —dijo Seda, y se encogió de hombros.

—¿De quién? ¿Tuyos o de Rhodar? —Seda le hizo un guiño—. Ya me lo imaginaba. Te deseo suerte, incluso te ofrecería mi ayuda, pero supongo que será mejor que no me meta. Los murgos desconfían de nosotros aun más que de los alorns, y no los culpo, pues cualquier nadrak que se precie se desviaría cincuenta kilómetros de su camino sólo para degollar a un murgo.

—El afecto que dispensáis a vuestros primos es conmovedor —sonrió Seda.

—¡Primos! —gruñó disgustado Yarblek —. Si no fuera por los grolims, habríamos exterminado esta raza sanguinaria hace años. —Se sirvió otra jarra de cerveza, la levantó y dijo— : Por la destrucción de los murgos.

—Creo que has encontrado algo por lo que todos podemos brindar —dijo Barak con una gran sonrisa—. Por la destrucción de los murgos.

—Y porque a Taur Urgas le salgan granos en el trasero —añadió Yarblek. Bebió con ansiedad, se sirvió otra jarra del barril y volvió a beber—. Estoy un poco borracho —confesó.

—No nos habíamos dado cuenta —dijo tía Pol.

—Me gustas, nena —sonrió Yarblek—. Ojalá pudiera pagarte. ¿No considerarías la posibilidad de escapar conmigo?

—No —dijo ella con un pequeño suspiro burlón—, me temo que no. Las mujeres que hacen esas cosas se crean una mala reputación, ya sabes.

—Tienes mucha razón —afirmó con picardía Yarblek y meneó con tristeza la cabeza—. Como os decía —continuó—, creo que estoy un poco borracho, y tal vez no debiera deciros esto, pero no es un buen momento para visitar Cthol Murgos, sobre todo para los alorns. Desde Rak Cthol llegan rumores de que quieren expulsar a todos los extranjeros. Taur Urgas lleva la corona y juega a ser el rey en Rak Goska, pero el viejo grolim de Rak Cthol tiene el corazón de Taur Urgas en un puño y el rey sabe que un pequeño apretón de Ctuchik dejaría el trono vacío.

—A unos pocos kilómetros de aquí nos cruzamos con un tolnedrano que nos comentó algo así —le informó Seda con seriedad—. Dijo que en Rak Goska arrestaban a los mercaderes con cargos falsos.

Yarblek asintió con un gesto.

—Ese es sólo el primer paso. Es fácil predecir lo que harán los murgos, pues tienen muy poca imaginación. Taur Urgas aún no está preparado para enfrentarse abiertamente a Ran Borune asestando a cada mercader que entra en su remo, pero pronto lo hará. Lo más probable es que Rak Goska ya sea una ciudad cerrada, de ese modo Taur Urgas puede dedicarse a vigilar las regiones más lejanas. Me imagino que por eso viene hacia aquí.

—¿Qué? —preguntó Seda, ya pálido.

—Creí que lo sabrías —dijo Yarblek—. Taur Urgas se dirige a la frontera con su ejército. Supongo que pretende cerrarla.

—¿A qué distancia está de aquí?

—Me han dicho que esta mañana lo han visto a menos de veinticinco kilómetros de aquí —respondió Yarblek—. ¿Qué ocurre?

—Taur Urgas y yo hemos tenido serias desavenencias —se apresuró a responder Seda con expresión de horror—. No puedo estar aquí cuando llegue —añadió y se puso en pie de un salto.

—¿Adonde vas? —preguntó Belgarath con rapidez.

—A algún lugar seguro —respondió Seda—, os alcanzaré más adelante.

El hombrecillo dio media vuelta y salió de la tienda a toda prisa. Un instante después, oyeron los cascos de su caballo que partía al galope.

—¿Quieres que vaya con él? —le preguntó Barak a Belgarath.

—Nunca lo alcanzarías.

—Me pregunto qué le habrá hecho a Taur Urgas —murmuró Yarblek, y dejó escapar una risita tonta—. Debe de haber sido algo muy malo, a juzgar por la forma en que se marchó.

—¿No es peligroso que salga de la Ruta de las Caravanas? —preguntó Garion al recordar a los buitres y su espeluznante festín junto al camino.

—No te preocupes por Seda —respondió Yarblek con confianza.

De repente se oyó un sonido rítmico en la distancia y los ojos de Yarblek se llenaron de odio.

—Parece que Seda se marchó justo a tiempo —gruñó.

El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta convertirse en un ruido hueco y estruendoso, y a lo lejos se oía el vago canto de cientos de voces graves y profundas.

—¿Qué es eso? —preguntó Durnik.

—Taur Urgas —respondió Yarblek y escupió—. Es la canción de guerra del rey de los murgos.

—¿De guerra? —preguntó Mandorallen de forma abrupta.

—Taur Urgas siempre está en guerra —respondió Yarblek con profundo disgusto—, hasta cuando no tiene con quién pelear. Duerme con armadura, incluso en su propia casa. Eso hace que huela mal, pero todos los murgos apestan, así que nadie se extraña. Tal vez debería salir a ver qué pasa. —Se incorporó con esfuerzo—. Esperad aquí —les dijo—, ésta es una tienda nadrak y entre angaraks nos dispensamos ciertas cortesías. Sus soldados no entrarán aquí, así que si os quedáis adentro, estaréis a salvo —añadió, y se dirigió a la puerta de la tienda con una expresión de odio en el rostro.

El canto y los golpes rítmicos de tambor se hicieron más fuertes. Unos pífanos estridentes proporcionaban un acompañamiento discordante, casi inquietante y luego se oyó el súbito e intenso estruendo de los cuernos.

—¿Tú que piensas, Belgarath? —rugió Barak—. Yarblek parece un buen tipo, pero al fin y al cabo es un angarak. Una palabra suya y nos encontraremos rodeados de murgos.

—Tiene razón, padre —asintió tía Pol—. Conozco bien a los nadraks como para saber que Yarblek no estaba tan borracho como quería hacernos creer.

—Quizá no debamos fiarnos del desprecio de los nadraks hacia los murgos —admitió Belgarath con una mueca—. Es probable que seamos injustos con Yarblek, pero creo que será mejor huir antes de que Taur Urgas llene el lugar de guardias. No podemos adivinar cuánto tiempo piensa quedarse aquí, y una vez que se instale, va a resultarnos difícil salir.

Durnik levantó la alfombra roja que cubría la pared posterior de la tienda, se agachó y sacó varias estacas. Luego levantó la lona.

—Podemos escabullimos por aquí.

—Vamos —decidió Belgarath.

Salieron uno tras otro de la tienda al frío viento del exterior.

—Coged los caballos —murmuró Belgarath y miró alrededor con el entrecejo fruncido—. Aquel barranco —dijo y señaló una hondonada que había detrás de la última hilera de tiendas—. Si pasamos entre las tiendas y el camino principal, podremos volver a la ruta sin que nos vean. Lo más probable es que todo el mundo esté contemplando la llegada de Taur Urgas.

—¿El rey murgo os reconocería, Belgarath? —pregunto Mandorallen.

—Es posible. Nunca nos hemos visto, pero mi descripción va de boca en boca por todo Cthol Murgos desde hace años. Es mejor no correr riesgos.

Guiaron a los caballos por atrás de las tiendas y llegaron al barranco sin problemas.

—Este barranco comienza en la parte de atrás de esa colina —señaló Barak—. Si lo seguimos, quedaremos fuera del alcance de su vista, y, una vez detrás de la colina, podremos escapar sin que nos descubran.

—Ya cae la tarde —dijo Belgarath, y miró el cielo encapotado—. Subamos un poco y esperemos a que oscurezca.

Subieron por el barranco hasta el otro lado de la colina.

—Será mejor que averigüemos lo que ocurre —dijo Belgarath.

Barak y Garion salieron del barranco y treparon a la cima de la colina. Una vez allí, se escondieron detrás de un pequeño arbusto.

—Aquí vienen —murmuró Barak.

Un grupo compacto de murgos de aspecto tenebroso marchaba en líneas de ocho hacia el campamento al ritmo del estridente son de los tambores. En el centro cabalgaba Taur Urgas, montado a horcajadas sobre un caballo negro y debajo de un estandarte también negro que se agitaba al viento. Era un hombre alto, de grandes hombros y una cara angulosa de expresión cruel. Los gruesos eslabones de su cota de malla habían sido enchapados en oro rojo fundido, y eso le daba el aspecto de estar cubierta de sangre. Un grueso cinturón de metal ceñía su cintura y la vaina de la espada que llevaba sujeta a la cadera izquierda tenía incrustadas piedras preciosas. Llevaba un puntiagudo casco de acero, colocado casi a la altura de sus negras cejas y grabado con el escudo de la corona de Cthol Murgos. Una especie de capucha metálica cubría la parte posterior y los costados del cuello del rey y se extendía hacia sus hombros.

Al llegar a la explanada que había enfrente del almacén de piedra, Taur Urgas detuvo su caballo.

—¡Vino! —ordenó.

Su voz, arrastrada por el viento helado, parecía extrañamente cercana, y Garion se encogió un poco más detrás del arbusto.

El murgo que atendía el almacén de abastecimiento corrió adentro y salió enseguida con una jarra y una copa de metal. Taur Urgas bebió y luego cerró muy despacio su enorme puño sobre la copa, aplastándola. Barak gruñó disgustado.

—¿Por qué hizo eso? —murmuró Garion.

—Nadie puede beber de una copa que ha usado Taur Urgas —respondió el cherek de barba pelirroja—. Si Anheg se comportara así, sus guerreros lo arrojarían a la bahía de Val Alorn.

—¿Tienes los nombres de todos los extranjeros que acampan aquí? —preguntó el rey al encargado del almacén.

El viento llevó su voz con claridad hasta los oídos de Garion.

—Tal como lo ordenaste, poderoso rey —respondió el encargado con una florida reverencia.

Entonces sacó un pergamino de la manga y se lo ofreció a su rey. Taur Urgas lo desenrolló y le echó un vistazo.

—Llamad a Yarblek, el nadrak.

—Que se acerque Yarblek de Gar og Nadrak —gritó uno de los oficiales que estaban a su lado.

Yarblek, con su abrigo de felpa agitándose al viento, dio un paso al frente.

—Nuestro primo del norte —saludó con frialdad Taur Urgas.

—Majestad —respondió Yarblek con una breve inclinación de cabeza.

—Sería conveniente que te marcharas, Yarblek —dijo el rey—. Mis soldados tienen ciertas órdenes y es probable que, ansiosos por cumplirlas, no reconozcan a nuestros paisanos angaraks. Si te quedas, no puedo garantizar tu seguridad y me daría mucha tristeza que te ocurriera algo desagradable.

—Mis criados y yo nos iremos de inmediato, majestad —dijo Yarblek con otra reverencia.

—Si son nadraks, tienen permiso para irse, pero todos los demás extranjeros deben permanecer aquí. Puedes irte, Yarblek.

—Creo que salimos de la tienda justo a tiempo —murmuró Barak.

En ese momento salió del almacén un hombretón con una cota de malla cubierta de óxido y una roñosa chaqueta marrón. Su cara necesitaba un afeitado y uno de sus ojos tenía un brillo extraño.

—¡Brill! —exclamó Garion.

Los ojos de Barak no reflejaban ninguna emoción.

Brill saludó a Taur Urgas con una elegancia impropia de él.

—Salud, poderoso rey —dijo con un tono neutral que no demostraba ni respeto ni miedo.

—¿Qué haces aquí, Kordoch? —preguntó Taur Urgas con frialdad.

—Cumplo órdenes de mi amo, poderoso rey —respondió Brill.

—¿Qué asuntos tiene Ctuchik en un sitio como éste?

—Es algo personal, gran rey —respondió evasivo Brill.

—Me gusta tener un control sobre ti y los demás dagashi, Kordoch. ¿Cuándo has regresado a Cthol Murgos?

—Hace unos meses, poderoso brazo de Torak. Si hubiese conocido tu interés, te habría avisado de mi regreso. Las personas que mi amo me ha ordenado perseguir saben que voy tras ellos; por lo tanto, mis movimientos no son ningún secreto.

—Te estás haciendo viejo, Kordoch. Cualquier otro dagashi ya habría acabado con esto —dijo Taur Urgas y soltó una breve carcajada, un sonido sin la menor simpatía.

—Son personas muy especiales —dijo Brill con un encogimiento de hombros—. Sin embargo, no me llevará mucho tiempo más, el juego está a punto de acabar. A propósito, gran rey, tengo un regalo para ti. —Chasqueó los dedos con firmeza y enseguida dos de sus secuaces salieron del almacén, arrastrando a un hombre. La túnica del prisionero estaba manchada de sangre y su cabeza caía hacia delante como si estuviera semiinconsciente. Barak dejó escapar un silbido.

—Pensé que te gustaría hacer un poco de deporte —sugirió Brill.

—Soy el rey de Cthol Murgos, Kordoch —respondió Taur Urgas con frialdad—. Tu actitud no me divierte y no acostumbro realizar los trabajos de los dagashi; así que si quieres matarlo, hazlo tú mismo.

—Esto no sería un trabajo, majestad —dijo Brill con una sonrisa perversa—, pues se trata de un viejo amigo tuyo —añadió.

Cogió de los pelos al prisionero y le levantó la cabeza con brusquedad para que el rey lo viera. Era Seda. Tenía la cara pálida y un profundo corte a un costado de la frente de donde caía un hilo de sangre.

—Es Kheldar, el espía drasniano —sonrió Brill—, un regalo para ti, majestad.

—¡Espléndido! —exclamó Taur Urgas con una gran sonrisa y un brillo de placer en los ojos—. Tienes toda la gratitud de tu rey, Kordoch, pues tu regalo no tiene precio. —Su sonrisa se hizo más amplia—, Bienvenido, príncipe Kheldar —dijo con voz sibilina—. He estado esperando la oportunidad de volverte a ver durante mucho tiempo. Tenemos muchas cosas que arreglar, ¿verdad? —Seda parecía tener la vista fija en el rey murgo, pero Garion no estaba seguro de si estaba lo bastante consciente como para comprender lo que ocurría—. Quédate aquí un poco, príncipe de Drasnia —dijo Taur Urgas con un placer malicioso—. Quiero darte algo en qué pensar en tus últimos momentos y me gustaría estar seguro de que estarás despierto para disfrutarlo. Mereces algo exquisito, prolongado, así que no quiero desilusionarte precipitándome.