Capítulo 10

El clima, que era casi invernal en las montañas más altas, a medida que descendían de los picos y las lomas, comenzó a suavizarse hasta alcanzar temperaturas más propias del otoño. Los bosques de las colinas que se alzaban sobre Maragor eran tupidos, llenos de abetos y malezas. Del otro lado, sin embargo, el árbol más abundante era el pino y las malezas eran poco frecuentes. El aire parecía más seco y las colinas estaban cubiertas de hierba alta y amarilla.

Pasaron por una zona donde las hojas de los escasos arbustos eran de color rojo brillante; pero luego, a medida que bajaban, el follaje se volvió amarillo y más tarde otra vez verde. A Garion, estos cambios inversos de estaciones le resultaban extraños, pues parecían alterar todas sus percepciones sobre el orden natural de las cosas. Cuando alcanzaron las primeras colinas que se alzaban sobre el valle de Aldur, era verano otra vez y se encontraron con un paisaje dorado y algo polvoriento. A pesar de que se toparon con abundantes señales de las patrullas de murgos que rastrillaban la zona, no tuvieron ningún otro encuentro con ellos. Después de cruzar una frontera un tanto indefinida, no hubo más rastros de caballos murgos.

Cabalgaron junto a un arroyo turbulento que se precipitaba sobre las piedras lisas y redondeadas, espumante y ruidoso. Era uno de los tantos que formaban la cabecera del ancho río Aldur, que discurría a través de la amplia llanura de Algaria y desembocaba en el golfo de Cherek, cuatro mil kilómetros al noroeste.

El valle de Aldur yacía al pie de dos grandes cadenas montañosas, que formaban la columna vertebral del continente. Era fértil y verde, cubierto de altos pastos y salpicado aquí y allí de enormes árboles solitarios. En él pastaban ciervos y caballos salvajes, tan mansos como si fueran ganado. A medida que el grupo se internaba en el valle, Garion tuvo la impresión de que los pájaros se agrupaban en torno a tía Pol, y los más valientes se posaban en su hombro, y allí gorjeaban y trinaban.

—Ya me había olvidado de esto —le dijo el señor Lobo a Garion—. En los próximos días será difícil captar su atención.

—¿Por qué?

—Cada pájaro del valle vendrá a visitarla. Ocurre cada vez que venimos aquí, los pájaros enloquecen con sólo verla.

Entre la confusa algarabía del trinar de los pájaros, Garion tuvo la impresión de escuchar de forma vaga, casi como un murmullo, un coro de voces que repetía:

—Polgara, Polgara, Polgara.

—¿Son imaginaciones mías o hablan de verdad?

—Me sorprende que no los hayas oído antes —respondió Lobo—. Cada pájaro que nos cruzamos en los últimos cincuenta kilómetros canturreó su nombre.

—Mírame, Polgara, mírame —parecía decir una golondrina mientras le ofrecía un despliegue de su habilidad con una serie de piruetas sobre su cabeza.

Ella le sonrió con ternura y el pájaro redobló entonces sus esfuerzos.

—Nunca los había oído hablar —se maravilló Garion.

—Le hablan todo el tiempo —dijo Lobo—. A veces lo hacen durante horas, por eso a menudo parece abstraída, porque está escuchando a los pájaros. Tu tía se mueve en un mundo lleno de voces.

—No lo sabía.

—No mucha gente lo sabe.

El potrillo, que había venido a un trote bastante sereno desde que bajaran las colinas, se volvió loco de alegría cuando alcanzaron los pastos frescos del valle. De repente aumentó su velocidad y corrió hacia las praderas. Se internó entre la hierba, sacudiendo sus delgadas patas, y galopó dando largas vueltas circulares sobre las colinas bajas y ondulantes. Trotó después en dirección a los rebaños de ciervos que estaban paciendo, y cuando éstos huyeron asustados, fue tras ellos.

—¡Vuelve aquí! —le gritó Garion.

—No te oye —le dijo Hettar y sonrió ante las travesuras del caballito—, o al menos se hará el que no te oye, pues se lo está pasando muy bien.

—¡Vuelve aquí inmediatamente! —Garion proyectó su pensamiento con más firmeza de la que era su intención; las patas del potrillo se quedaron rígidas y el animal se detuvo. Luego se giró y trotó obedientemente hacia Garion, con los ojos llenos de culpa—. ¡Caballo malo! —lo regañó Garion.

El potrillo agachó la cabeza.

—No lo riñas —dijo Lobo—. Tú también has sido pequeño alguna vez.

Enseguida Garion se arrepintió de lo que había dicho y se acercó a palmear el lomo del animal.

—Está bien —se disculpó.

El potrillo lo miró agradecido y correteó por la hierba, aunque siempre muy cerca de su amo.

La princesa Ce'Nedra lo había estado observando. Por alguna razón, siempre parecía mirarlo. Lo contemplaba con los ojos llenos de especulaciones y un mechón de su cabello cobrizo enrollado en un dedo que se llevaba distraídamente a la boca. Garion tenía la impresión de que cada vez que la miraba, ella se mordisqueaba el pelo con los ojos fijos en él.

—Si fuera mío, yo no sería tan cruel con él —lo acusó tras quitarse el mechón de la boca.

Garion decidió no responderle.

Ya en el interior del valle, pasaron junto a tres torres en ruinas que parecían muy antiguas, separadas entre sí por bastante distancia. En su estado original debían de haber tenido unos veinte metros de altura, pero habían sufrido una importante erosión por el clima y el paso de los años. La última de las tres tenía aspecto de haber sido abrasada por un fuego devastador.

—¿Aquí hubo alguna guerra, abuelo? —preguntó Garion.

—No —respondió Lobo con tristeza—. Las torres pertenecían a mis hermanos. Aquélla era la de Belsambar y la que está al lado, la de Belmakor. Murieron hace tiempo.

—Pensé que los hechiceros no morían nunca.

—Se cansaron...., o tal vez perdieron la esperanza y eligieron dejar de existir.

—¿Se suicidaron?

—En cierto modo sí, aunque es algo bastante más complejo.

Garion no insistió, pues el viejo no parecía querer entrar en detalles.

—¿Y de quién es la otra?, me refiero a la torre que está quemada.

—Es la de Belzedar.

—¿La habéis quemado tú y los otros hechiceros cuando se fue con Torak?

—No, la quemó él mismo. Supongo que lo hizo para demostrarnos que ya no era un miembro de nuestra hermandad; a Belzedar siempre le gustaron los gestos dramáticos.

—¿Y dónde está tu torre?

—Más adelante, dentro del valle.

—¿Me la enseñarás?

—Si tú quieres...

—¿Tía Pol tiene su propia torre?

—No, cuando era pequeña vivió conmigo y después se fue a recorrer mundo. Nunca llegamos a construirle su propia torre.

Cabalgaron hasta el anochecer y se detuvieron a pasar la noche bajo un enorme árbol que se alzaba solitario en medio de una vasta pradera. El árbol literalmente daba sombra a acres enteros de terreno. Ce'Nedra saltó de su caballo y corrió hacia él con su roja cabellera agitándose tras ella.

—¡Es hermoso! —exclamó y rodeó el tronco con sus brazos en un gesto de afecto y reverencia.

—¡Dríadas! —dijo el señor Lobo meneando la cabeza—. Se vuelven locas ante la sola visión de un árbol.

—No lo reconozco —dijo Durnik, con el entrecejo fruncido—. No es un roble.

—Tal vez sea una especie característica del sur —sugirió Barak—. Yo nunca he visto otro igual.

—Es muy viejo —dijo Ce'Nedra y apoyó su mejilla con afecto sobre su tronco— y habla de una forma extraña, pero le gusto.

—¿Qué clase de árbol es? —preguntó Durnik, aún con el gesto ceñudo.

Su necesidad de definir y clasificar todo se veía frustrada ante aquel enorme árbol.

—Es único en su especie en todo el mundo —le dijo el señor Lobo—, ni siquiera le hemos puesto un nombre. Para nosotros es simplemente el árbol. A veces nos encontrábamos aquí.

—No parece que tuviera bayas, frutos o semillas de ningún tipo —observó Durnik mientras examinaba la tierra debajo de las amplias ramas.

—No las necesita —respondió Lobo—. Como ya te he dicho, es único en su especie. Siempre ha estado aquí y seguirá en su puesto para siempre. No tiene necesidad de propagarse.

—Nunca he oído hablar de un árbol sin semillas —observó Durnik con tono de preocupación.

—Es un árbol bastante especial, Durnik —dijo tía Pol—. Brotó el día de la creación del mundo y lo más probable es que siga aquí hasta que éste se acabe. Tiene un propósito distinto de la reproducción.

—¿Y qué propósito es ése?

—No lo sabemos —contestó Lobo—. Sólo sabemos que es el ser vivo más viejo del mundo. Tal vez su propósito sea justamente ése, el de demostrar la continuidad de la vida.

Ce'Nedra se había quitado los zapatos y trepaba a las gruesas ramas mientras dejaba escapar pequeñas exclamaciones de afecto y alegría.

—Por casualidad, ¿hay alguna leyenda que relacione a las dríadas con las ardillas? —preguntó Seda.

El señor Lobo sonrió.

—Si no os importa prescindir de nuestra presencia, Garion y yo tenemos cosas que hacer.

Tía Pol le dedicó una mirada inquisitiva.

—Es hora de que le dé una pequeña lección, Pol —explicó el viejo.

—Ya nos arreglaremos, padre —dijo ella—. ¿Volveréis a tiempo para cenar?

—Mantén la comida caliente. ¿Vamos, Garion?

Los dos cabalgaron en silencio a través de las verdes praderas, mientras la dorada luz de la tarde convertía al valle en un lugar cálido y acogedor. Garion estaba asombrado del súbito cambio de humor del señor Lobo. Antes, siempre parecía que el viejo actuaba por impulsos, que tomaba la vida como venía y seguía adelante confiando en el azar, el ingenio y, en caso necesario, incluso en su poder. Sin embargo, desde su llegada al valle parecía sereno e imperturbable ante los caóticos acontecimientos del mundo exterior.

A unos tres kilómetros del árbol, había otra torre. Era bastante baja y redondeada y estaba construida en tosca piedra. En la parte superior había ventanas en forma de arco que daban a las direcciones de los cuatro vientos, pero no parecía tener puerta.

—Has dicho que querías conocer mi torre —dijo Lobo—. Pues bien, aquí la tienes.

—No está en ruinas como las otras.

—De vez en cuando me ocupo de ella. ¿Subimos?

—¿Dónde está la puerta? —preguntó Garion mientras bajaba del caballo.

—Allí —dijo el señor Lobo y señaló una gran piedra sobre la pared circular. Garion lo miró con escepticismo, pero el señor Lobo se colocó frente a la roca y le habló—: Soy yo, ábrete.

El ruido que Garion oyó entonces le pareció algo normal y corriente, como algo que comenzaba a hacerse tan habitual que ya no le sorprendía. La roca obedeció y se movió dejando al descubierto una estrecha puerta de forma irregular. Lobo le hizo un gesto para que lo siguiera y se metió en la habitación oscura que había detrás de la puerta.

La torre, según pudo apreciar Garion, no era el cascarón vacío que él esperaba encontrar, sino un pedestal sólido, con la única abertura de una escalera que subía al piso superior.

—Adelante —le dijo Lobo y comenzó a trepar los desgastados peldaños—. Cuidado con ése —dijo a medio camino, señalando un escalón—, la piedra está floja.

—¿Por qué no lo arreglas? —preguntó Garion, al tiempo que evitaba pisarlo.

—Tendría que hacerlo, pero nunca me acuerdo. Ha estado así durante mucho tiempo y estoy tan acostumbrado a él que cuando vengo aquí ni siquiera se me ocurre arreglarlo.

La habitación de arriba era circular y estaba llena de trastos. Todo estaba cubierto por una espesa capa de polvo. En distintos lugares de la sala, había varias mesas donde descansaban rollos y hojas de pergamino, extraños objetos y modelos, trozos de piedra y cristal y un par de nidos de pájaros. Sobre uno de ellos había una curiosa rama tan retorcida e intrincada que la vista de Garion era incapaz de seguir sus circunvoluciones. La cogió y le dio vueltas entre sus manos, intentando entenderla.

—¿Qué es esto, abuelo?

—Uno de los juguetes de Polgara —dijo el viejo, con aire distraído, mientras echaba un vistazo a la habitación polvorienta.

—¿Y para qué sirve?

—La hacía callar cuando era un bebé. Sólo tiene un extremo. Se pasó cinco años tratando de descifrar cómo estaba doblada.

Garion levantó la vista del fascinante trozo de madera.

—Es muy cruel hacerle eso a una criatura.

—Tenía que hacer algo —respondió Lobo—. Cuando era pequeña tenía una voz muy estridente. Beldaran era una niña tranquila y alegre, pero tu tía nunca parecía satisfecha con nada.

—¿Beldaran?

—La hermana gemela de tu tía. —La voz del viejo se rompió y durante un instante miró con tristeza a través de una de las ventanas. Por fin suspiró y se volvió a contemplar la habitación circular—. Supongo que tendré que limpiar un poco todo esto —dijo, mirando la suciedad y el polvo que había a su alrededor.

—Deja que te ayude.

—Pero ten cuidado de no romper nada —le advirtió el viejo—. Me llevó siglos construir algunas de estas cosas.

Comenzó a moverse por la habitación, levantando cosas, poniéndolas otra vez en su sitio y soplándolas a menudo para quitarles el polvo. Sus esfuerzos no parecían servir de mucho.

Por fin se detuvo y fijó la vista en una pequeña silla de aspecto tosco, con una varilla en el respaldo, llena de marcas y arañazos como si hubiera sido cogida por unas fuertes garras. El anciano volvió a suspirar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Garion.

—La silla de Polendra —dijo Lobo—, mi esposa. Solía posarse allí para contemplarme, a veces durante años.

—¿Posarse?

—Le gustaba tomar la forma de un búho.

—¡Ah!

Garion nunca se había detenido a pensar en el anciano como en un hombre casado, aunque era obvio que debía de haberlo estado en algún momento, pues Polgara y su hermana gemela eran sus hijas. La simbólica preferencia de su esposa por los búhos explicaba el aprecio de tía Pol por esa misma figura. El joven advirtió que aquellas dos mujeres, Polendra y Beldaran, tenían una íntima relación con su vida, y, sin embargo, le producían un disgusto irracional, pues habían compartido una parte de la vida de su tía y de su abuelo que él nunca conocería.

El anciano levantó un pergamino y cogió un extraño objeto que tenía un tubo indicador en un extremo.

—Pensé que te había perdido —le dijo al objeto y lo tocó con afecto y familiaridad— y has estado todo el tiempo debajo de ese pergamino.

—¿Qué es? —le preguntó Garion.

—Algo que hice cuando intentaba descubrir la razón de que existieran las montañas.

—¿La razón?

—Todo tiene una razón. —Lobo levantó el instrumento—. Mira, lo que tienes que hacer es... —Se interrumpió y volvió a apoyar el objeto sobre la mesa—. Es demasiado complicado de explicar, ni siquiera estoy seguro de cómo lo usaba, pues no lo toqué desde que Belzedar vino al valle. Cuando él llegó, tuve que dejar mis estudios y dedicarme a entrenarlo. —Contempló el polvo y el desorden que había a su alrededor—. Es inútil —dijo—; de todos modos volverá a llenarse de polvo.

—Y antes de que Belzedar viniera, ¿estabas solo?

—Mi Maestro estaba conmigo. Esa de allí es su torre — dijo.

Lobo y señaló a través de la ventana del norte una estructura de piedra a un kilómetro y medio de distancia.

—¿De verdad estuvo aquí? —preguntó Garion—. ¿O sólo se trataba de su espíritu?

—No, estuvo aquí de verdad antes de que los dioses se marcharan.

—¿Siempre has vivido aquí?

—No, vine como un ladrón, buscando algo que robar..., bueno, supongo que no es verdad. Cuando llegué aquí, tenía más o menos tu edad y me estaba muriendo.

—¿Muriendo? —preguntó atónito Garion.

—Congelado. El año antes, después de la muerte de mi madre, había dejado la aldea donde nací y pasé el primer invierno en el campamento de los sin dios. Entonces ya eran muy viejos, pero...

—¿Los sin dios?

—Ulgos, o más bien aquellos que no quisieron acompañar a Gorim a Prolgu. Después de aquel suceso dejaron de tener hijos, así que se alegraron mucho de encontrarme. En esa época yo no podía comprender su lengua y todos sus mimos me ponían nervioso; por lo tanto, esa primavera me escapé. Al otoño siguiente volví, pero me sorprendió una temprana tormenta de nieve no muy lejos de allí. Me tiré a morir junto a la torre de mi Maestro, pues al principio no sabía que se trataba de una torre; con toda la nieve que tenía encima parecía una pila de rocas. Si no recuerdo mal, en aquel momento estaba compadeciéndome de mi suerte.

—Me lo imagino —observó Garion y se estremeció al pensar lo que significaría estar solo y a punto de morir.

—Gimoteaba un poco y el ruido molestó a mi Maestro, que me dejó entrar, tal vez más para hacerme callar que por ninguna otra razón. En cuanto estuve dentro, comencé a buscar algo para robar.

—Pero, en su lugar, él te convirtió en un hechicero.

—No. Me convirtió en un siervo, en un esclavo. Trabajé para él durante cinco años antes de descubrir quién era. A veces pensaba que lo odiaba, pero tenía que hacer lo que él decía, aunque no sabía bien por qué. La gota que colmó el vaso fue cuando me ordenó que apartara una gran roca de su camino. Yo lo intenté con todas mis fuerzas pero no pude hacerlo; por fin me enfadé lo suficiente para moverla con la mente en lugar de con la espalda. Por supuesto, eso es lo que él había estado esperando, y después de aquel incidente, comenzamos a llevarnos mejor. Él cambió mi nombre de Garath a Belgarath y me convirtió en su alumno.

—¿Y su discípulo?

—Eso llevó más tiempo. Tenía mucho que aprender. Cuando él me llamó discípulo por primera vez, yo estaba examinando la razón de que ciertas estrellas se cayeran y él trabajaba en una piedra gris y redonda que había recogido a la orilla del río.

—¿Llegaste a descubrir la razón por la cual las estrellas se caen?

—Sí, no es tan complicado, tiene que ver con el equilibrio. El mundo necesita un cierto peso para seguir girando, y cuando empieza a disminuir su velocidad, ciertas estrellas cercanas se caen. Su peso compensa la diferencia.

—Nunca había pensado en eso.

—Yo tampoco, al menos durante mucho tiempo.

—La piedra que has mencionado, ¿era...?

—El Orbe —confirmó Lobo—. Sólo era una piedra corriente hasta que mi Maestro la tocó. Bueno, así aprendí el secreto de la Voluntad y la Palabra, que después de todo no es tan secreto. Está en todos nosotros..., ¿ya lo dije antes?

—Creo que sí.

—Sí, quizá sí; me temo que tengo tendencia a repetirme. —El viejo cogió un rollo de pergamino y lo miró, luego lo dejó a un lado—. ¡Cuánto hace que he empezado y aún no he terminado! —suspiró.

—¿Abuelo?

—¿Sí, Garion?

—Este... poder nuestro, ¿qué nos permite hacer?

—Eso depende de tu mente, Garion, La complejidad del poder reside en la complejidad de la mente que lo pone en acción. Es evidente que no se podrá hacer algo que la mente que lo alberga no pueda imaginar. Ése es el propósito de nuestros estudios, expandir nuestras mentes para ser capaces de emplear el poder en todo su potencial.

—Sin embargo, todas las mentes son diferentes —dijo Garion, empeñado en descifrar una idea.

—Sí.

—¿Y eso significa que esta... habilidad —evitaba la palabra «poder»— es diferente en cada uno de nosotros? Me refiero a que a veces tú haces cosas y otras veces las hace tía Pol.

—Es distinta en cada uno de nosotros —asintió Lobo—. Hay ciertas cosas que todos podemos hacer; por ejemplo, todos podemos mover cosas.

—Tía Pol lo llamó trans... —Garion dudó, sin alcanzar a recordar la palabra.

—Translocación —lo ayudó Lobo—. Mover algo de un sitio a otro. Es lo más fácil de hacer y por lo general lo primero que haces..., y lo que hace más ruido.

—Eso dijo ella.

Garion recordó al esclavo que había sacado del río en Sthiss Tor y que luego había muerto.

—Polgara puede hacer cosas que yo no puedo hacer —continuó Lobo—. No porque ella sea más fuerte que yo, sino porque piensa de un modo diferente. Todavía no sabemos bien qué puedes hacer tú, porque no conocemos a ciencia cierta cómo funciona tu mente. Pareces capaz de hacer con bastante facilidad cosas que yo ni siquiera intentaría. Tal vez sea porque no te das cuenta de lo difíciles que son.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Quizá no me haya explicado bien —dijo el señor Lobo y se volvió a mirarlo—. ¿Recuerdas al monje loco que intentó atacarte en esa aldea del norte de Tolnedra, poco después de abandonar Arendia? —Garion asintió con un gesto—. Le curaste la locura. Eso no parece gran cosa, hasta que entiendes que para curarlo, primero has tenido que comprender la verdadera naturaleza de su enfermedad. Eso es algo muy difícil y lo has hecho sin tener que pensar en ello. Y luego, por supuesto, está el asunto del potrillo. —Garion miró hacia abajo por la ventana y vio al caballito que retozaba en el campo alrededor de la torre—. El potrillo estaba muerto y tú has hecho que volviera a respirar. Para hacerlo, has tenido que entender el sentido de la muerte.

—Sólo era una pared —explicó Garion—, y todo lo que hice fue atravesarla.

—Creo que hay mucho más que eso. Pareces capaz de visualizar ideas extremadamente difíciles en términos muy simples. Ése es un don poco común, pero hay algunos peligros que deberías conocer.

—¿Peligros? ¿Cuáles?

—No simplifiques demasiado. Si un hombre está muerto, por ejemplo, suele estarlo por una buena razón, como una espada que le atraviesa el pecho. Si lo traes otra vez a la vida, volverá a morir de inmediato. Como te dije antes, el hecho de que puedas hacer algo no significa que debas hacerlo.

—Me temo que esto va a llevar mucho tiempo, abuelo —suspiró Garion—. Tengo que aprender a controlarme y a distinguir lo que debo o no hacer para no acabar matándome intentando hacer algo imposible. ¡Ojalá esto nunca me hubiera sucedido!

—Todos lo deseamos en ocasiones. Algunas de las cosas que he tenido que hacer no me han gustado nada y tampoco a tu tía; pero lo que hacemos es más importante que lo que somos, así que no tenemos más remedio que cumplir con nuestra obligación, nos guste o no.

—¿Qué pasaría si te negaras y dijeras: "no, no lo haré"?

—Supongo que podrías hacerlo, pero no lo harás, ¿verdad?

—No —volvió a suspirar Garion—, creo que no.

—Sabía que verías las cosas de ese modo, Belgarion —dijo Lobo y puso su brazo sobre los hombros del joven—. Tu destino es éste, al igual que el nuestro.

Garion experimentó la extraña turbación que sentía siempre que escuchaba aquel nombre secreto.

—¿Por qué insistís en llamarme así? —preguntó.

—Belgarion —dijo Lobo con suavidad—. Piensa, chico, piensa en lo que significa. No te he contado todas estas historias de mi vida sólo porque me guste oír el sonido de mi propia voz.

Garion reflexionó sobre la idea.

—Tú eras Garath —murmuró pensativo—, pero el dios Aldur cambió tu nombre por el de Belgarath. A Zedar al principio lo llamaban Zedar y luego Belzedar, y más tarde volvió a su primer nombre.

—Y en mi antigua tribu, Polgara hubiera sido Gara. Pol es como Bel, la única diferencia es que ella es una mujer. Su nombre viene del mío, porque es mi hija, y tu nombre también procede del mío.

—Garion, Garath —dijo el chico—, Belgarion, Belgarath. Todo coincide, ¿verdad?

—Es natural —respondió el viejo—. Me alegro de que lo notaras.

Garion sonrió, pero de repente se le ocurrió una idea.

—Pero yo todavía no soy Belgarion, ¿no es cierto?

—No del todo. Todavía te queda bastante camino por recorrer.

—En tal caso, será mejor que empiece de una vez —dijo Garion con cierto pesar—, ya que no me queda más remedio.

—Siempre supe que acabarías por aceptarlo —dijo el señor Lobo.

—¿A veces no desearías que yo fuera sólo Garion y tú el viejo narrador de cuentos que venía a visitarnos a la hacienda de Faldor, mientras tía Pol preparaba la comida en la cocina, como en los viejos tiempos, y que nos escondiéramos en el granero con una botella que yo habría robado para ti? —preguntó Garion y sintió que la nostalgia por su hogar crecía en su interior.

—A veces, Garion, a veces —admitió el señor Lobo.

—Nunca podremos volver allí, ¿verdad?

—No del mismo modo.

—Yo seré Belgarion, y tú, Belgarath. Nunca volveremos a ser los mismos.

—Todo cambia, Garion —le dijo Belgarath.

—Enséñame la roca —dijo Garion de repente.

—¿Qué roca?

—La que te hizo mover Aldur el día que descubriste tu poder.

—¡Ah! —dijo Belgarath—, esa roca. Está allí, es la blanca. Aquella donde el potrillo se afila los cascos.

—Es una roca muy grande.

—Me alegro de que lo aprecies —respondió Belgarath con modestia—, yo también pensé lo mismo.

—¿Crees que yo podría moverla?

—No lo sabrás hasta que lo intentes —le dijo Belgarath.