Capítulo 23

Cabalgaron a toda prisa durante el resto de la noche y casi todo el día siguiente. Al caer la tarde, sus caballos se tambaleaban de agotamiento y Garion se sentía tan entumecido por el cansancio como por el intenso frío.

—Tenemos que encontrar algún sitio donde refugiarnos —dijo Durnik mientras aminoraban la marcha para buscar un lugar donde pasar la noche. Habían salido de la serie de valles comunicados que flanqueaban la sinuosa Ruta de las caravanas del Sur para entrar al terreno escarpado y desierto de las montañas del centro de Cthol Murgos. A medida que ascendían hacia aquella vasta jungla de piedra y roca, el frío se hacía cada vez más intenso y el continuo viento rugía entre los peñascos desnudos. La cara de Durnik estaba crispada por la fatiga, y el polvo arenoso que arrastraba el viento se había depositado sobre sus arrugas, haciéndolas parecer más profundas—. Con este viento, no podemos pasar la noche a la intemperie —afirmó.

—Hacia allí —dijo Relg y señaló una depresión en la empinada cuesta por la que subían. Tenía los ojos entrecerrados, a pesar de que el cielo seguía encapotado y la luz de la tarde era muy pálida—. Hay un refugio, una cueva.

Desde el rescate de Seda, todos habían empezado a mirar a Relg con otros ojos. La comprobación de que, en caso necesario, podía jugar un papel decisivo, había hecho que empezaran a considerarlo como un compañero y no como un estorbo. Belgarath por fin había logrado convencerlo de que podía rezar montado a caballo tan bien como de rodillas, así que sus frecuentes ceremonias ya no interrumpían el viaje. De ese modo, sus plegarias habían dejado de ser una molestia para convertirse en una característica peculiar de su personalidad; algo así como el lenguaje arcaico de Mandorallen o los comentarios sarcásticos de Seda.

—¿Estás seguro de que hay una cueva? —preguntó Barak.

—Puedo sentirla —asintió Relg.

Se volvieron y cabalgaron hacia la hondonada. A medida que se acercaban, la ansiedad de Relg se hacía más evidente. Adelantó su cansado caballo a los de los demás y lo hizo correr al trote y luego al galope. Cuando llegó al final de la cuesta, se bajó del caballo y desapareció de repente detrás de una enorme roca.

—Parece que sabía de qué hablaba —observó Durnik—. Me alegraré de protegerme de este viento.

La entrada a la cueva era estrecha y tuvieron que empujar y apretujar a los caballos para hacerlos entrar; pero una vez dentro, la cueva se ensanchaba y se convertía en una estancia grande de techo bajo.

—Buen lugar —dijo Durnik mientras miraba a su alrededor con un gesto de aprobación. Desató el hacha de la parte posterior de su montura—. Necesitaremos leña.

—Te ayudo —dijo Garion.

—Yo también voy —se apresuró a ofrecer Seda.

El hombrecillo miraba las paredes y el techo de piedra con nerviosismo, y cuando los tres salieron de allí, su alivio fue evidente.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Durnik.

—Después de lo de anoche, los lugares cerrados me producen cierta inquietud —respondió Seda.

—¿Cómo fue? —le preguntó Garion con curiosidad—. Me refiero a pasar a través de la piedra.

—Fue espantoso —dijo Seda con un escalofrío—. Nos filtramos literalmente a través de la piedra, yo podía sentirla deslizándose junto a mí.

—Pero conseguiste salir —le recordó Durnik.

—Creo que hubiese preferido quedarme. —Seda volvió a temblar con un escalofrío—. ¿Es necesario que hablemos de esto?

Era difícil encontrar leña en aquellas montañas desiertas, y cortarla era más difícil aún. Los arbustos espinosos, duros y flexibles, se resistían con terquedad a los golpes de hacha de Durnik. Una hora más tarde, cuando comenzó a oscurecer, sólo habían recogido tres manojos escasos de leña.

—¿Habéis visto a alguien? —les preguntó Barak cuando volvieron a la cueva.

—No —respondió Seda.

—Taur Urgas debe de estar buscándote.

—Estoy seguro de que así es. —Seda miró a su alrededor—. ¿Dónde está Relg?

—Se ha ido al fondo de la cueva a descansar la vista —dijo Belgarath—. Ha encontrado agua..., en realidad, hielo. Tendremos que descongelarlo para poder dar de beber a los caballos.

Durnik encendió un pequeño fuego y lo alimentó con ramitas y pequeños trozos de madera para conservar sus escasas reservas de leña; así que pasaron una noche incómoda.

A la mañana siguiente, tía Pol miró a Relg con ojo crítico.

—Parece que ya no toses más —le dijo—. ¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien —respondió, evitando mirarla a los ojos.

Era obvio que Relg se sentía muy incómodo en la presencia de una mujer e intentaba rehuirla en la medida de lo posible.

—¿Qué ocurrió con el resfriado que tenías?

—Supongo que no habrá podido pasar a través de la piedra, pues cuando salí del foso con Seda, había desaparecido.

—Nunca lo habría creído —murmuró ella y lo miró muy seria—. Nunca nadie había podido curar un resfriado.

—Un resfriado no es nada serio, Polgara —le dijo Seda con una expresión de tristeza—. Puedo asegurarte que atravesar la piedra jamás se convertirá en un remedio popular.

Tardaron cuatro días en cruzar las montañas y alcanzar la gran depresión de terreno que Belgarath llamaba páramos de Murgos, y otro día y medio más para descender por la empinada cuesta de basalto hasta las arenas negras que había abajo.

—¿Cuál ha sido la causa de esta enorme depresión del terreno? —preguntó Mandorallen mientras echaba un vistazo a la tierra árida de rocas escamosas, arena negra y salitre gris.

—En el pasado, aquí había un mar interior —respondió Belgarath—. Cuando Torak agrietó la tierra, el cataclismo abrió la orilla este y el agua se escurrió por la grieta.

—Debe de haber sido un espectáculo increíble —dijo Barak.

—En ese momento no tuvimos tiempo de fijarnos en eso.

—¿Qué es eso? —preguntó alarmado Garion, y señaló algo que se asomaba entre la arena, justo delante de ellos.

La criatura tenía una cabeza enorme y un hocico largo y puntiagudo. Las cuencas de sus ojos eran grandes como cubos y parecían mirar de una forma tétrica.

—No creo que tenga nombre —respondió con serenidad Belgarath—. Vivían en el mar antes que se quedara sin agua; han estado muertos durante miles de años.

Al pasar junto al monstruo muerto, Garion pudo comprobar que sólo se trataba de un esqueleto. Sus costillas eran del tamaño de los maderos de un granero y su enorme y decolorado cráneo era más grande que un caballo. Las cuencas vacías de sus ojos los miraron pasar.

Mandorallen, vestido otra vez con su armadura completa, observó el cráneo con atención.

—Una bestia temible —murmuró.

—Mira el tamaño de sus dientes —dijo Barak con voz de sorpresa—. Podrían partir a un hombre en dos de un solo mordisco.

—Eso ha ocurrido unas cuantas veces —aseguró Belgarath—, al menos hasta que la gente aprendió a evitar este lugar.

Sólo habían avanzado unos pocos kilómetros hacia el oeste cuando el viento se enfureció, azotando las negras dunas bajo el cielo gris pizarra. La arena comenzó a agitarse, a revolverse, y luego, cuando la ventolera se hizo aún más intensa, comenzó a arrastrarla de las cumbres de las dunas y lastimó sus caras.

—Será mejor que busquemos refugio —gritó Belgarath por encima de los rugidos del viento—. La tormenta de arena empeorará a medida que nos internemos en las montañas.

—¿Hay alguna cueva alrededor? —le preguntó Durnik a Relg.

—Ninguna que nos sirva —respondió Relg—. Todas están llenas de arena.

—Allí —dijo Barak, y señaló una pila de rocas que se alzaba sobre el salitre—. Si vamos a sotavento, podremos resguardarnos.

—No —gritó Belgarath—. Tenemos que ir a barlovento, pues la sal se amontonará en la parte de atrás y podría enterrarnos vivos.

Llegaron a las rocas y desmontaron. El viento tiraba de sus ropas y la arena avanzaba por el desierto como una enorme nube negra.

—Este no es un refugio apropiado —rugió Barak con la barba golpeando sobre sus hombros—. ¿Cuánto tiempo durará la tormenta?

—Un día, dos, puede que hasta una semana.

Durnik se agachó, cogió un trozo de piedra escamada y la miró con atención, haciéndola girar en su mano.

—Está cortada en trozos cuadrangulares —dijo, y la alzó para que la vieran—. Se puede apilar sin dificultad, así que podríamos construir un refugio.

—Eso llevaría mucho tiempo —objetó Barak.

—¿Tienes alguna otra cosa que hacer?

Al caer la tarde ya habían construido una pared que les llegaba a la altura de los hombros. Sujetaron las tiendas entre la parte superior de la pared y la montaña de rocas y de ese modo lograron resguardarse bastante del viento. Estaban apretados, pues habían tenido que hacer entrar también a los caballos, pero al menos se habían librado de la tormenta.

Estuvieron apiñados en su estrecho refugio durante dos días, mientras el viento rugía enloquecido a su alrededor y la tensa tela de la tienda tamborileaba sobre sus cabezas. Luego, cuando por fin el viento se calmó y la arena poco a poco comenzó a asentarse, el silencio les pareció casi agobiante.

En cuanto salieron, Relg echó una breve mirada hacia el cielo, luego se cubrió la cara, se puso de hinojos y comenzó a rezar con desesperación. El cielo se había aclarado y tenía un color azul intenso y brillante. Garion se aproximó al fanático, que seguía rezando arrodillado.

—No pasa nada, Relg —le dijo, y extendió su mano de forma inconsciente.

—No me toques —le pidió Relg, y comenzó a rezar.

—¿Este tipo de tormentas son muy frecuentes? —preguntó Seda mientras sacudía la arena y el polvo de sus ropas.

—En esta época sí —respondió Belgarath.

—Estupendo —dijo con cinismo Seda.

En ese momento se oyó un enorme ruido sordo que parecía surgir del fondo de la tierra y el suelo tembló.

—¡Terremoto! —gritó Belgarath de forma abrupta—. ¡Sacad los caballos de ahí!

Durnik y Barak corrieron al interior del refugio y llevaron los caballos a la planicie de sal, detrás de la tambaleante pared. Unos instantes después, el temblor se detuvo.

—¿Esto es obra de Ctuchik? —preguntó Seda—. ¿Piensa luchar contra nosotros con terremotos y tormentas de arena?

—No —dijo Belgarath—. Nadie es lo bastante fuerte como para eso. Allí tienes la causa.

Señaló hacia el sur. Al final del páramo, podían divisar una cadena de oscuros picos y de uno de ellos surgía una espesa columna de humo que se alzaba en el aire y bullía en grandes oleadas negras.

—Un volcán —prosiguió el anciano—. Tal vez el mismo que hizo erupción el verano pasado en Sthiss Tor.

—¿Una montaña de fuego? —rugió Barak mientras contemplaba la enorme nube de humo que salía de la cima de la montaña—. Nunca había visto ninguna.

—Está a más de doscientos kilómetros, Belgarath —observó Seda—. ¿Puede hacer que la tierra tiemble incluso aquí?

El viejo hechicero asintió con un gesto.

—La tierra forma un todo, Seda, y la fuerza que causa esa erupción es enorme, así que puede provocar algunos temblores. Será mejor que sigamos viaje. Ahora que ha acabado la tormenta de arena, las patrullas de Taur Urgas nos seguirán buscando.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Durnik y echó un vistazo a su alrededor, como si intentara orientarse.

—Hacia allí —dijo Belgarath y señaló el volcán humeante.

—Temía que fueras a decir eso —gruñó Barak.

Cabalgaron todo el día al galope y sólo hicieron una pausa para que los caballos descansaran. Daba la impresión de que aquel monótono páramo no acabaría nunca. La arena negra se había desplazado y apilado en nuevas dunas durante la tormenta y el viento había limpiado los gruesos filones de sal dejándolos casi blancos. Pasaron junto a varios de aquellos enormes y descoloridos esqueletos de monstruos marinos que alguna vez habían habitado el mar interior. Las figuras de hueso parecían estar nadando sobre un océano de arena negra y las tétricas cuencas vacías de sus ojos los contemplaban con voracidad.

Se detuvieron a pasar la noche junto a otro desmoronado afloramiento de rocas escamadas. A pesar de que el viento se había calmado, aún hacía un frío intenso y la leña escaseaba.

A la mañana siguiente, cuando se preparaban para partir, Garion comenzó a percibir un olor extraño y hediondo.

—¿Qué es ese olor? —preguntó.

—El lago de Cthok —respondió Belgarath—. Es todo lo que queda del mar que había aquí. Si no fuera por que está alimentado por fuentes subterráneas, se habría secado hace siglos.

—Huele a huevo podrido —dijo Barak.

—El agua del lago tiene bastante azufre, así que no debéis beberla.

—No tenía intenciones de hacerlo —dijo Barak con la nariz fruncida.

La laguna de Cthok era una charca grande y baja, llena de agua de aspecto aceitoso que apestaba como si contuviera todos los peces muertos del mundo. Vahos de vapor manaban de su superficie y provocaban náuseas con su espantoso hedor. Cuando llegaron a la orilla sur del lago, Belgarath les hizo una señal de alto.

—El trecho que viene es peligroso —les dijo con seriedad—. No permitáis que vuestros caballos resbalen y aseguraos de que pisen sobre roca sólida, pues a menudo el terreno parecerá firme pero no lo será. Debéis estar atentos a algo más; mantened los ojos fijos en mí y haced lo que yo haga. Cuando me detenga, deteneos; cuando corra, corred.

Luego el anciano miró a Relg con aire pensativo. El ulgo se había cubierto los ojos con otro trapo, en parte para protegerse de la luz y al mismo tiempo para no ver el inmenso cielo sobre su cabeza.

—Yo llevaré su caballo, abuelo —ofreció Garion.

—Supongo que será la única forma de que pueda hacerlo —asintió Belgarath.

—Tarde o temprano tendrá que superarlo —dijo Barak.

—Tal vez, pero éste no es el lugar ni el momento para discutir eso. Vámonos.

El anciano comenzó a avanzar con paso cauteloso. Delante de ellos se levantaba una nube de humo y vapor. Pasaron sobre una gran charca de lodo gris que bullía y emitía gases, y más allá, una fuente burbujeante de agua clara que hervía y caía alegremente en cascada sobre el barro.

—Al menos está más caliente —observó Seda.

La cara de Mandorallen, bajo el pesado casco de metal, estaba empapada de sudor.

—Mucho más caliente —corrigió.

Un poco más adelante, un chorro de barro líquido surgió de repente a modo de geiser y se elevó a diez metros del suelo. Siguió manando durante unos minutos y descendió poco a poco.

—¡Ahora! —rugió Belgarath—. ¡Corred! —añadió, y hundió los talones en los flancos de su caballo.

Todos cruzaron al galope la superficie todavía burbujeante del pozo, y los cascos de sus caballos chapotearon en el barro caliente que había caído sobre el camino. Después de cruzar, el anciano aminoró el paso otra vez y cabalgó con la oreja inclinada hacia el suelo.

—¿Qué espera oír? —le preguntó Barak a Polgara.

—Los géiseres hacen un ruido determinado justo antes de hacer erupción.

—Yo no he oído nada.

—Porque no conoces el ruido.

A sus espaldas el géiser de lodo volvió a hacer erupción.

—Garion —dijo tía Pol cuando el joven se volvió a mirar el chorro que surgía del pozo—, mira por dónde caminas.

Garion giró la cabeza. Delante de él, no parecía haber nada fuera de lo normal.

—Retrocede — le ordenó ella—. Durnik, coge las riendas del caballo de Relg.

Durnik cogió las riendas del caballo de Relg y Garion comenzó a hacer girar el suyo.

—Te he dicho que retrocedieras —repitió ella.

El caballo de Garion apoyó una pata en el suelo al parecer firme que tenía delante y el casco desapareció de la vista. El caballo reculó y se quedó tembloroso mientras Garion lo sostenía con firmeza. Luego, con cuidado, paso a paso, Garion retrocedió hacia la roca sólida del camino.

—Arenas movedizas —dijo Seda con una profunda inspiración.

—Estamos rodeados por ellas —asintió tía Pol—. No os desviéis del camino.

Seda observó con repulsión la huella del caballo que se difuminaba en la superficie de las arenas movedizas.

—¿Qué profundidad tienen?

—La suficiente —respondió tía Pol.

Avanzaron con cautela; se desviaron de los pantanos y arenas movedizas y a menudo se detuvieron ante géiseres de barro o de agua espumosa y caliente, que se vaciaban de golpe con chorros de varios metros de altura. Al atardecer, cuando llegaron a un pequeño arrecife de roca sólida y dura al otro lado de la ciénaga humeante, todos estaban agotados por el esfuerzo de concentración que habían necesitado para atravesar aquel espantoso lugar.

—¿Tendremos que volver a pasar por otro sitio como éste? —preguntó Garion.

—No —respondió Belgarath—; el lago sólo es así en su extremo sur.

—Entonces, ¿no podríamos haber dado la vuelta? —preguntó Mandorallen.

—Habría resultado mucho más largo, y además el pantano ayuda a evitar las persecuciones.

—¿Qué es eso? —gritó Relg de repente.

—¿Qué es qué? —le preguntó Barak.

—He oído un ruido un poco más adelante, un golpecito, como si dos piedras chocaran entre sí.

Garion sintió una ligera brisa sobre su rostro, algo así como una ondulación invisible en el aire, y supo que Pol estaba indagando con su mente.

—¡Murgos! —dijo ella.

—¿Cuántos? —le preguntó Belgarath.

—Seis... y un grolim. Nos esperan detrás del promontorio.

—¿Sólo seis? —dijo Mandorallen con tono de desilusión.

—Escaso entretenimiento —observó Barak con una sonrisa tensa.

—Cada vez te pareces más a él —le dijo Seda al corpulento cherek.

—¿Creéis que debemos preparar un plan, señor? —le preguntó Mandorallen a Barak.

—En realidad, no —respondió Barak—, pues sólo son seis. Vamos a hacerles saltar la trampa.

Los dos guerreros se pusieron al frente y aflojaron las espadas en sus vainas.

—¿Ya se ha puesto el sol? —preguntó Relg.

—Está comenzando a ponerse.

Relg se quitó el velo negro que le cubría los ojos. Enseguida dio un respingo y entrecerró los ojos.

—Te va a hacer daño —le dijo Garion—. Debes tener los ojos tapados hasta que oscurezca.

—Es probable que los necesite —dijo Relg mientras cabalgaban en dirección a la emboscada.

Los murgos atacaron de improviso. Salieron de atrás de una montaña de rocas negras y galoparon directamente hacia Mandorallen y Barak, blandiendo sus espadas. Sin embargo, los dos guerreros los estaban esperando y reaccionaron sin el instante de sorpresa o indecisión capaz de convertir una emboscada en un éxito. Mandorallen desenvainó la espada mientras arremetía con su caballo de guerra contra el de uno de sus atacantes. Se incorporó en los estribos y asestó un poderoso golpe con su espada, abriendo la cabeza del murgo con su pesada cuchilla. El caballo se tambaleó por el impacto y se desplomó sobre el jinete moribundo. Barak, por otra parte, arrojó a otro murgo de su montura con tres descomunales golpes de espada, salpicando de sangre roja y brillante la arena y las rocas que los rodeaban.

Un tercer murgo evitó un golpe de Mandorallen y lo alcanzó en la espalda, pero su espada chocó, inofensiva, contra la armadura del caballero. El murgo levantó su espada con desesperación, dispuesto a atacar otra vez, pero Seda lanzó su daga con habilidad y se la clavó en el cuello, justo debajo de la oreja. El murgo se puso rígido y cayó con estrépito de su silla.

Un grolim vestido de negro y con una máscara de acero había salido de atrás de las rocas. Garion percibió con claridad cómo el regocijo del sacerdote se convertía en desazón a medida que Barak y Mandorallen cortaban a sus guerreros en trozos. El grolim se irguió y Garion supo que se preparaba para atacar con su poder mental. Pero ya era demasiado tarde: Relg ya estaba sobre él. Los hombros corpulentos del fanático temblaban mientras sostenía la túnica del grolim con sus manos nudosas. Sin el menor esfuerzo aparente, levantó al sacerdote y lo empujó contra la superficie plana de una piedra del tamaño de una casa.

Al principio, creyeron que Relg sólo intentaba sostener al grolim contra la piedra hasta que los demás vinieran a ayudarlo, pero no fue así. El movimiento de sus hombros indicaba que su acción no había acabado allí. El grolim le daba puñetazos en la cabeza y en los hombros, pero Relg lo empujaba de forma implacable. Entonces, se produjo un leve resplandor alrededor de la silueta del grolim, sobre la roca que tenía a su espalda.

—¡No, Relg! —exclamó Seda con un grito ahogado.

El grolim vestido de negro comenzó a hundirse en la superficie de piedra mientras Relg lo empujaba con macabra lentitud. Cuando se hubo hundido un poco más, la roca comenzó a cerrarse sobre él. Relg siguió empujando y deslizando sus manos entre las rocas a medida que hundía más y más al grolim. Las manos del sacerdote aún seguían fuera de la piedra, crispándose y retorciéndose, incluso después de que el resto del cuerpo se hubiera sumergido por completo. Entonces Relg soltó al grolim y sacó sus propios brazos de la piedra. Las dos manos del grolim se abrieron una vez más, en una especie de súplica muda y luego se convirtieron en las rígidas garras de un cadáver.

Garion oyó a sus espaldas el sonido ahogado de las arcadas de Seda.

Mientras tanto, Barak y Mandorallen luchaban contra los dos murgos restantes y el sonido metálico de las espadas retumbaba en el aire frío. El último murgo, con los ojos llenos de horror, hizo girar su caballo y huyó desesperado. Sin decir palabra, Durnik sacó el hacha de su montura y salió tras él a todo galope. Sin embargo, en lugar de atacar al murgo, Durnik se cruzó delante de él y lo obligó a volver. El aterrorizado murgo golpeó a su caballo con la parte roma de su espada, se volvió de espaldas al herrero de expresión tétrica y huyó a toda prisa hacia el otro lado del promontorio, con Durnik pegado a sus talones.

Mandollaren y Barak ya habían dado cuenta de los otros dos murgos y, con los ojos brillantes por la emoción de la batalla, miraban a su alrededor en busca de otros enemigos.

—¿Dónde está el último? —preguntó Barak.

—Durnik ha ido tras él —respondió Garion.

—No podemos dejarlo escapar o traerá a otros.

—Durnik se ocupará de él —dijo Belgarath.

—Durnik es un buen hombre —dijo Barak con inquietud—, pero no es un guerrero. Será mejor que vaya a ayudarle.

Desde atrás del promontorio llegó un súbito grito de terror, luego otro, un tercero que se ahogó de repente y por fin silencio.

Después de unos minutos, Durnik volvió solo, con una expresión sombría en el rostro.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Barak—. No se ha escapado, ¿verdad?

Durnik negó con la cabeza.

—Lo he perseguido hasta el pantano y se ha hundido en las arenas movedizas.

—¿Por qué no lo has matado con tu hacha?

—La verdad es que no me gusta atacar a la gente —respondió Durnik.

Seda, todavía con la cara cenicienta, contempló a Durnik con atención.

—Así que en lugar de eso lo has conducido hacia el pantano y te has quedado a mirar cómo se hundía. Durnik, ¡eso es monstruoso!

—La muerte es la muerte —dijo Durnik con una frialdad impropia de él—. Una vez que estás muerto, poco importa cómo sucedió, ¿verdad? —Se quedó pensativo—. Sin embargo, lo siento por el caballo.