Capítulo 13

A la mañana siguiente salieron rumbo al noroeste y cabalgaron hacia los picos fríos y blancos de las montañas de Ulgoland, brillantes bajo el sol de la mañana por encima de las fértiles praderas del valle.

—Allí arriba hay tormenta —observó Barak—. Puede resultar un viaje muy duro.

—Siempre lo es —dijo Hettar.

—¿Has estado antes en Prolgu? —le preguntó Durnik.

—Unas pocas veces. Mantenemos relaciones con los ulgos y nuestras visitas son sobre todo diplomáticas.

La princesa Ce'Nedra cabalgaba junto a tía Pol, con una expresión preocupada en su pequeño rostro.

—¿Cómo puedes soportarlo? —dijo al fin—. ¡Es tan feo!

—¿A quién te refieres, cariño?

—A ese horrible enano.

—¿El tío Beldin? —preguntó tía Pol con una ligera expresión de sorpresa—. Siempre ha sido así. Para apreciarlo tienes que conocerlo, eso es todo.

—¡Pero te dice unas cosas tan terribles!

—De ese modo esconde sus verdaderos sentimientos —explicó tía Pol—. En realidad, es una persona muy tierna, pero la gente no puede creerlo, debido a su fealdad. Cuando era pequeño, su familia lo echó porque era feo y deforme. Cuando por fin llegó al valle, nuestro Maestro vio más allá de su fealdad y descubrió la belleza de su espíritu.

—¿Pero es necesario que esté tan sucio?

—Odia su cuerpo deforme y, por consiguiente, lo ignora —dijo tía Pol y se encogió de hombros. Luego miró con serenidad a la princesa—. Lo más fácil del mundo es juzgar las cosas por sus apariencias, Ce'Nedra —dijo—, pero suele ser un mal sistema. El tío Beldin y yo nos queremos mucho y por eso nos tomamos el trabajo de imaginar insultos tan elaborados. Los elogios serían una hipocresía, pues después de todo es muy feo.

—No lo entiendo —dijo Ce'Nedra, perpleja.

—El amor puede demostrarse de formas muy diversas —dijo tía Pol.

Su tono fue casual, pero la mirada que dedicó a la pequeña princesa era significativa.

Ce'Nedra echó un rápido vistazo a Garion y luego desvió los ojos, un poco ruborizada.

Mientras cabalgaba, Garion reflexionó sobre la conversación entre su tía y la princesa. Era obvio que tía Pol le había dicho algo importante a la joven, pero fuera lo que fuese, él se lo había perdido.

Cabalgaron durante varios días por el valle hasta llegar a las colinas que se apiñaban delante de los picos escarpados que formaban la tierra de los ulgos. Una vez más, las estaciones cambiaron durante la travesía. Cuando llegaron a la primera hilera de colinas bajas, empezaba el otoño, y los valles resplandecían cubiertos de hojas carmesíes. Al llegar a la cumbre de una segunda colina, más alta, los árboles estaban desnudos y el viento que zumbaba desde los picos traía las primeras señales del invierno. El cielo se encapotó y las cadenas de nubes tormentosas se filtraban por el desfiladero de piedra que se alzaba encima de ellos, y mientras subían cada vez más arriba por las cuestas rocosas, chubascos intermitentes de nieve y lluvia los acosaban.

—Supongo que sería conveniente estar alerta por si viene Brill —dijo Seda, ansioso, una tarde de nieve—. Ya es hora de que reaparezca.

—No es muy probable —respondió Belgarath—. Los murgos evitan Ulgoland todavía más que el valle. A los ulgos no les gustan nada los angaraks.

—Ni tampoco a los alorns.

—Sin embargo, los ulgos pueden ver en la oscuridad —dijo el anciano—, así que los murgos que vienen a estas montañas no suelen despertarse después de su primera noche aquí. No creo que debamos preocuparnos por Brill.

—Es una pena —dijo Seda, un tanto desilusionado.

—Sin embargo, no nos vendrá mal mantener los ojos abiertos.

En las montañas de Ulgoland hay cosas peores que los murgos.

—¿No son exageradas las historias que cuentan? —se burló Seda.

—No, en realidad, no lo son.

—La región está llena de monstruos —le dijo Mandorallen al hombrecillo—. Hace unos años, una docena de insensatos caballeros amigos míos se internaron en estas montañas para probar su valor y destreza contra esas horribles bestias y ninguno regresó...

Cuando subieron a la sierra siguiente, el invierno los golpeó con toda su fuerza. La nieve, que se había vuelto más espesa a medida que ascendían, los azotaba incluso en dirección horizontal con el impulso del viento atronador.

—Tendremos que buscar refugio hasta que escampe, Belgarath —gritó Barak mientras intentaba sostener la capa de piel de oso que cubría su espalda.

—Bajemos al próximo valle —respondió Belgarath, luchando también por no perder la capa—. Los árboles de ahí abajo pararán el viento.

Cruzaron la colina y se dirigieron en ángulo hacia un grupo de pinos en el valle de abajo. Garion se arropó bien con su capa e inclinó la cabeza para contrarrestar la fuerza del viento.

El tupido follaje de los pinos los resguardaba del intenso viento, pero la nieve se arremolinaba en torno a ellos mientras se internaban entre los árboles.

—Hoy no llegaremos mucho más lejos, Belgarath —declaró Barak mientras intentaba quitarse la nieve de la barba—. Tal vez sería conveniente que nos refugiáramos aquí hasta la mañana.

—¿Qué es eso? —preguntó Durnik de repente e inclinó la cabeza hacia un lado.

—El viento —sugirió Barak.

—No, escucha.

Por encima del rugido del viento, les llegó el sonido penetrante de un gemido.

—¡Mirad allí! —exclamó Hettar.

Una docena de animales similares a caballos cruzaban el desfiladero detrás de ellos. Sus figuras se veían borrosas por la espesa nieve que caía, y, al moverse, sus siluetas parecían casi fantasmagóricas. En una elevación, justo encima de ellos, había un enorme caballo, con su crin y su cola agitándose al viento.

—¡Hrulgos! —exclamó de repente Belgarath.

—¿Podemos escapar? —preguntó ansioso Seda.

—Lo dudo —respondió Belgarath—. Además, ya nos han olido, así que si intentáramos escapar, seguirían nuestras huellas hasta Prolgu.

—Entonces, debemos enseñarles a temer y evitar nuestras huellas —declaró Mandorallen mientras apretaba las correas de su escudo con los ojos muy brillantes.

—Vuelves a caer en tus viejos hábitos, Mandorallen —observó Barak con malhumor.

La cara de Hettar había cobrado aquella característica expresión ausente que tenía cuando se comunicaba con los caballos. Por fin se estremeció, y sus ojos se llenaron de asco.

—¿Y bien? —preguntó tía Pol.

—No son caballos —comenzó él.

—Eso ya lo sabemos, Hettar —respondió ella—. ¿Puedes hacer algo con ellos? Asustarlos, por ejemplo.

—Tienen hambre, Polgara —dijo meneando la cabeza—, y ya nos han olido. El jefe de la manada parece tener mucho más control sobre ellos del que tendría si fueran caballos. Tal vez podría asustar a uno o dos de los más débiles..., si no fuera por él.

—Entonces, tendremos que pelear contra todos —dijo Barak con tono lúgubre mientras se abrochaba el escudo.

—No lo creo —respondió Hettar y entrecerró los ojos—. La clave parece estar en el jefe que domina a toda la manada. Creo que si lo matamos, los demás se asustarán y escaparán.

—Muy bien —dijo Barak—, entonces vayamos tras el jefe.

—Tendríamos que hacer algún ruido —sugirió Hettar—, uno que suene como un desafío. Eso hará que venga al frente a responderlo. De lo contrario, tendremos que luchar con toda la manada antes de llegar a él.

—Tal vez esto lo provoque —dijo Mandorallen; se llevó el cuerno a los labios y sopló una nota metálica de desafío que enseguida se llevó el viento.

El caballo respondió enseguida con un estridente relincho.

—Parece que funciona —observó Barak—. Sopla otra vez, Mandorallen. —Mandorallen volvió a soplar el cuerno y el caballo respondió por segunda vez. Luego, la enorme bestia se precipitó desde lo alto de la montaña y corrió con furia a través de la manada en dirección a ellos. Cuando alcanzó el frente, volvió a relinchar y se sostuvo en las patas traseras, blandiendo las delanteras en el aire helado—. ¡Lo logramos! —gruñó Barak—. ¡Adelante!

Hundió sus espuelas en los flancos del caballo y su enorme tordo salió disparado, levantando la nieve con sus patas. Hettar y Mandorallen se apresuraron a seguirlo y avanzaron a través de la espesa nieve hacia el hrulgo que relinchaba. Mandorallen preparó su lanza y corrió hacia el hrulgo. Entonces, el viento trajo consigo un ruido extraño: la risa del caballero.

Garion desenvainó su espada y acercó su caballo al de tía Pol y Ce'Nedra. Era consciente de que tal vez fuera un gesto inútil, pero de todos modos lo hizo.

Dos de los hrulgos, quizá bajo las mudas órdenes del jefe de la manada, se adelantaron para cortarles el paso a Barak y Mandorallen. Mientras tanto, el caballo padre se dirigió hacia Hettar, como si reconociera al algario como el mayor riesgo potencial para su manada. Cuando el primer hrulgo se encabritó, con las garras muy abiertas y un gruñido felino que dejaba sus colmillos al descubierto, Mandorallen bajó su lanza y atravesó el pecho del furioso monstruo. Una espuma sanguinolenta brotó de la boca del hrulgo, que se tambaleó hacia atrás y cayó, haciendo añicos la lanza de Mandorallen con sus garras.

Barak detuvo un golpe de garra con su escudo y le abrió la cabeza al segundo hrulgo con un fuerte batacazo de su pesada espada. La bestia se desplomó y se retorció en el suelo, revolviendo la nieve con sus convulsiones.

Hettar y el jefe de la manada se aproximaron el uno al otro con cautela a través de la tempestad de nieve. Avanzaron con cuidado, girando en círculo; cada uno de ellos con los ojos fijos en su contrincante con brutal intensidad. De repente, la bestia se encabritó y se abalanzó sobre Hettar, todo en un solo movimiento, con las patas delanteras levantadas y las garras abiertas. Pero el caballo de Hettar, obedeciendo las órdenes mentales de su amo, esquivó aquella brutal embestida. El hrulgo giró y volvió a arremeter, pero una vez más el caballo de Hettar se hizo a un lado. La furiosa bestia relinchó de furia y se abalanzó contra su enemigo, sacudiendo las patas. El caballo de Hettar lo esquivó, luego hizo un movimiento brusco y el algario saltó al lomo del hrulgo, enganchó sus piernas largas y fuertes en las costillas del animal y se aferró con la mano derecha a su crin.

El hrulgo, que por primera vez en su vida sentía el peso de un jinete sobre su lomo, enloqueció; corcoveó, alzó las patas y relinchó, intentando tirar a Hettar. El resto de la manada, que se aproximaba dispuesto a atacar, se detuvo y contempló con horror e incomprensión los feroces esfuerzos de su jefe por derribar al jinete. Mandorallen y Barak frenaron sus caballos, atónitos, mientras Hettar giraba en círculos sobre el furioso animal en medio de la tempestad. Entonces Hettar, con expresión tenebrosa, deslizó la mano izquierda por su pierna y sacó una daga larga y gruesa de su bota. Él conocía a los caballos y sabía dónde golpear.

Su primera cuchillada fue mortal, y la nieve revuelta se volvió roja mientras el animal se alzaba en dos patas por última vez, relinchando, con la sangre manando de su boca. Por fin, la bestia volvió a caer sobre sus dos patas temblorosas, sus rodillas se torcieron lentamente y se desplomó hacia un lado. Entonces Hettar saltó.

La manada de hrulgos dio media vuelta y se perdió en la tormenta con feroces chillidos.

Hettar, con expresión sombría, limpió su daga en la nieve y volvió a guardársela en la bota. Durante un breve instante apoyó una mano sobre el cuello del animal muerto y luego se volvió a buscar entre la nieve revuelta el sable que se le había caído en la brutal cabalgata sobre el lomo del hrulgo.

Una vez que los tres guerreros volvieron al refugio de la arboleda, Mandorallen y Barak se quedaron contemplando a Hettar con profundo respeto.

—Es una pena que estén locos —dijo el algario con una expresión ausente en su rostro—. Hubo un momento, sólo un momento, en que casi he llegado a comunicarme con él y nos movíamos en armonía. Pero luego la locura regresó a él y he tenido que matarlo. ¡Si pudieran domesticarlos...! —Se interrumpió y meneó la cabeza—. ¡Oh, qué más da! —añadió y se encogió de hombros con expresión de pena.

—Tú no cabalgarías sobre una criatura como ésa, ¿verdad? —dijo Durnik con un dejo de horror.

—Nunca había montado un animal así —murmuró Hettar— y nunca olvidaré lo que se siente.

El alto algario se giró, caminó unos pasos y se quedó mirando la tempestuosa nieve.

Esa noche acamparon entre los pinos. A la mañana siguiente el viento se había calmado, aunque aún nevaba copiosamente cuando se dispusieron a continuar el viaje. La nieve ya les llegaba a las rodillas y los caballos avanzaban con esfuerzo.

Cruzaron otra colina y comenzaron a descender en dirección al valle siguiente. Seda miró intranquilo hacia la nieve que se solidificaba en el aire silencioso.

—Si se hace más profundo, acabaremos hundiéndonos, Belgarath —dijo con tristeza—, sobre todo si seguimos subiendo.

—Estaremos bien —le aseguró el anciano—; a partir de ahora tendremos que cruzar una serie de valles que conducen directamente a Prolgu, de manera que podemos evitar los picos.

—Belgarath, aquí hay huellas recientes —dijo Barak, que iba a la cabeza, por encima de su hombro, y señaló una línea de pisadas marcadas en la nieve a lo largo del camino.

El anciano se adelantó y se detuvo a examinar las huellas.

—Algroths —dijo brevemente—, será mejor que mantengamos los ojos bien abiertos.

Bajaron con cautela hasta llegar al valle, donde Mandorallen se detuvo a cortar una nueva lanza.

—Yo no me sentiría seguro con una lanza que se rompe todo el tiempo —dijo Barak mientras el caballero volvía a montar.

—Siempre hay árboles alrededor, señor —respondió Mandorallen, y se encogió de hombros haciendo rechinar su armadura.

Entre los pinos que cubrían el suelo del valle, Garion oyó un gruñido familiar.

—¡Abuelo! —le advirtió.

—Lo he oído —respondió Belgarath.

—¿Cuántos crees que son? —preguntó Seda.

—Tal vez una docena —dijo Belgarath.

—Ocho —corrigió tía Pol con firmeza.

—¿Se atreverán a atacar siendo sólo ocho? —preguntó Mandorallen—. Los que encontramos en Arendia parecían sentirse seguros en grandes grupos.

—Creo que su guarida está en este valle —respondió el viejo—, y todos los animales protegen sus madrigueras. Casi seguro que atacarán.

—Entonces, debemos salir a buscarlos —declaró el caballero con confianza—. Mejor destruirlos ahora en el terreno que elijamos, a que nos sorprendan en una emboscada.

—No hay duda de que vuelve a ser el mismo —le dijo Barak a Hettar, con amargura.

—Pero esta vez es probable que tenga razón —respondió Hettar.

—¿Has estado bebiendo, Hettar? —le preguntó Barak con desconfianza.

—¡Adelante, señores! —exclamó Mandorallen con regocijo—. ¡Eliminemos a esas bestias para poder seguir nuestro camino sin que nos molesten! —y se internó entre la nieve en busca de los algroths que chillaban.

—¿Vienes, Barak? —invitó Hettar mientras desenvainaba su sable.

—Supongo que será mejor que lo haga —respondió Barak apesadumbrado y se volvió a Belgarath—. Esto no debería llevar mucho tiempo —le dijo—; intentaré que nuestros sanguinarios amigos no se metan en líos. —Hettar lanzó una carcajada—. Te estás volviendo tan terrible como él —lo acusó Barak mientras ambos seguían a Mandorallen al galope.

Garion y los demás aguardaron en tensión bajo la espesa nieve. De repente los ladridos del bosque se convirtieron en chillidos de sorpresa, y desde los árboles les llegó el sonido de golpes, aullidos de dolor y los gritos de los tres guerreros que se llamaban unos a otros. Después de un cuarto de hora, volvieron al galope, levantando la espesa nieve con las patas de sus caballos.

—Se nos escaparon dos —dijo Hettar con pesar.

—¡Qué lástima! —exclamó Seda.

—Mandorallen —dijo Barak con expresión de pena—, has cogido un mal hábito en algún lado. Luchar es un asunto serio y todas esas risitas y carcajadas tuyas rayan en la frivolidad.

—¿Acaso os he ofendido, señor?

—No es que me ofendas, Mandorallen; sino más bien me distraes, impides que me concentre.

—Entonces, en el futuro intentaré moderar mis carcajadas.

—Te lo agradeceré.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Seda.

—No ha sido una gran pelea —respondió Barak—, pues los hemos cogido totalmente desprevenidos. Odio admitirlo, pero por una vez nuestro risueño amigo tenía razón.

Mientras cabalgaban por el valle, Garion reflexionó sobre el cambio de conducta de Mandorallen. En la cueva donde había nacido el potrillo, Durnik le había dicho al caballero que podría vencer su temor si se reía de él, y aunque sin duda las sugerencias de Durnik no iban por ese lado, Mandorallen había interpretado sus palabras de forma literal. La risa que tanto irritaba a Barak no iba dirigida a. sus contrincantes en la lucha, sino al enemigo que habitaba en su interior. Cada vez que cabalgaba en dirección a una pelea, Mandorallen se reía de su propio miedo.

—Es natural —murmuró Barak a Seda—, eso es lo que me preocupa tanto. Y no sólo eso, sino también que va contra la etiqueta. Si alguna vez nos vemos comprometidos en una lucha seria, su actitud y sus risas van a resultar muy embarazosas. ¿Qué pensará la gente?

—Exageras, Barak —dijo Seda—, En realidad, a mí me parece bastante refrescante.

—¿Que te parece qué?

—Refrescante. Después de todo, un arendiano con sentido del humor es una verdadera novedad, algo así como un perro que habla.

—Es absolutamente inútil intentar hablar en serio contigo, Seda, ¿lo sabías? —dijo Barak y meneó la cabeza disgustado—. Esta manía que tienes de hacer comentarios ingeniosos hace que todo parezca un chiste.

—Todos tenemos nuestras limitaciones —admitió Seda de buena gana.