CAPÍTULO XXIX

—¡Ya! ¡Ya se van! —gritó Víctor.

—Por fin —dijo mamá Murch y empezó inmediatamente a desatar los lazos del collarín.

Dortmunder, sentado cerca de May, había estado con las manos juntas, como si ya las tuviera esposadas. Miró a Víctor.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Se han ido. Han dado media vuelta delante del cartel y se han ido.

—Ya era hora —dijo May.

Alrededor de su silla, el suelo estaba tapizado de colillas.

Dortmunder suspiró y se levantó. Todos sus huesos chasquearon. Se sentía viejo, cansado, dolorido. Movió la cabeza, pensó contestar y luego decidió dejarlo.

Aquellas últimas cuatro horas habían sido infernales. Sin embargo, cuando Kelp y él habían descubierto el sitio, les había parecido una bendición del cielo. El gran cartel al borde de la carretera, el parking desierto, un espacio virgen destinado al snack. ¿Podían encontrar nada mejor? Habían regresado a toda prisa al camping Wonderlust donde Murch había enganchado el banco al furgón y se habían llevado todo el montaje, excepto la camioneta, que fue abandonada en el camino de una casa particular. Víctor y Kelp se habían ido antes, de avanzadilla, y Murch los había seguido con el furgón y el banco; su madre y May a su lado, en la cabina, y Dortmunder y Herman detrás, en el banco. Habían llegado a la colina sin problemas, aparcado el banco, colocado el furgón y el Packard detrás, ocultos, y habían vuelto a sus respectivos trabajos. Con la salvedad de que ahora Herman tenía que utilizar la batería para sus herramientas eléctricas y que la partida de cartas había recomenzado a la luz de las linternas. La lluvia que caía sobre la carrocería metálica del banco había enfriado rápidamente el interior y todos se sentían más o menos acatarrados. Pero, finalmente, habían tomado las cosas por el lado bueno y reinaba el buen humor. Incluso Herman había recuperado la confianza en sí mismo y se sentía capaz de abrir cualquier caja fuerte con tal de tener el tiempo necesario.

Y luego había llegado la poli. Kelp fue el que primero los vio por la ventana.

—¡Mirad! ¡La policía!

Los demás se habían precipitado a las ventanas y habían visto cómo el coche patrulla aparcaba al lado del cartel.

—¿Qué irán a hacer? —había preguntado May—. ¿Nos habrán descubierto?

—No —había contestado Víctor que se basaba siempre en sus experiencias del otro lado de las barricadas—. Es sólo una patrulla. Si estuvieran interesados por nosotros actuarían de otro modo.

—Habrían rodeado el lugar —había sugerido Dortmunder.

—Exactamente.

Luego un poli había venido a llamar a la puerta y habían constatado que su camuflaje colaba. Pero era difícil concentrarse con un jodido coche de policía eternamente aparcado delante de un banco que se acaba de robar. La partida de cartas acabó por languidecer y morir. Todos estaban irritables y nerviosos. Cada cinco minutos alguien preguntaba a Víctor: “¿Pero qué coño hacen?” o bien “¿Pero cuándo se van a largar?” y Víctor movía la cabeza abrumado y contestaba: “No sé. No entiendo nada”

Cuando habían llegado los otros coches patrullas, todos los miembros del equipo se habían puesto a dar vueltas por el banco como leones enjaulados.

—¿Pero qué está pasando? —preguntaron todos.

—No lo sé. No lo sé —respondía Víctor.

Más tarde, evidentemente, comprendieron que los otros coches habían ido a llevar café y pasteles.

—Lo que significa —había observado Dortmunder—, que pierden el tiempo igual que nosotros. Eso me tranquiliza.

Luego las horas habían transcurrido lentamente. El café y los pasteles de los polis los había reanimado un poco. Estaban muertos de frío y de hambre. Pero a medida que el tiempo pasaba, se veían condenados a morir de inanición, encerrados para siempre es aquel maldito banco por culpa de un grupo de polis que ignoraba la situación. Herman no podía trabajar mientras el coche de la policía estuviera allí aparcado, porque podía hacer cosas, como perforar, pero las explosiones tenían que esperar. Estaba nervioso y se dedicaba a pasear arriba y abajo, de un lado para otro, gruñendo a todo el mundo. Luego estaba lo del collarín: Murch se había puesto tan pesado que por fin mamá Murch decidió ponérselo mientras la policía estuviera allí.

Y, de repente, se habían ido. Sin razón aparente, sin explicación. Tan súbitamente, tan sin sentido como habían llegado. Entonces, como por arte de magia, todo el mundo recuperó la sonrisa, incluso mamá Murch, que mandó el collarín a hacer puñetas al otro extremo del banco.

—Por fin —dijo Herman— voy a poder probar la idea que tengo en mente desde hace horas. Incluso antes; desde bastante antes de las doce.

Dortmunder recorría la caravana describiendo ochos y movía los hombros y los brazos con la esperanza de relajarse.

—¿Qué idea? —preguntó.

—¿Ves esta muesca circular que hemos hecho? Me parece que ahora es bastante profunda. Si lo relleno de plástico, hay muchas posibilidades de que salte.

—Pues ¡venga!, ¡rápido!, antes de que la Comisión de higiene venga a inspeccionar la cocina y el panadero venga a traernos el pedido. ¡Venga, dale y larguémonos de aquí!

—La explosión será más fuerte que las otras —dijo Herman—. Os lo advierto.

Dortmunder se paró en medio de un ocho.

—¿Sobreviviremos? —preguntó con voz triste.

—Naturalmente. No es tan fuerte.

—Eso era lo que quería saber.

—Me faltan unos cinco minutos para instalar esto —dijo Herman.

Fue más rápido. Cuatro minutos después, Herman los agrupó a todos detrás del mostrador.

—Pueden salir disparados trozos de metal —explicó.

—Perfecto —replicó Dortmunder—, me gusta estar al corriente.

Esperaron todos en la parte principal del banco mientras Herman, fuera de su campo visual, terminaba la instalación. Al cabo de algunos segundos de silencio lo vieron salir, caminando lentamente hacia atrás, con un cable en cada mano del que tiraba suavemente. Miró a los otros por encima del hombro.

—¿Preparados?

—Hazlo explotar de una vez —respondió Dortmunder.

—Bueno.

Herman juntó los dos cables y un gran “¡BUUUMMMM!” sonó. El banco se bamboleó mucho más que con las anteriores explosiones y una pila de vasitos de plástico cayó de la mesa en la que May los había puesto.

—¡Lo he conseguido! —gritó Herman risueño.

Un hilo de humo gris subió por encima del mostrador. Todos se precipitaron hacia la caja fuerte que, gracias a Dios, tenía en un lateral un gran agujero redondo.

—Lo has conseguido —aulló Kelp.

—¡Hurraaaa! —dijo Herman muy contento de sí mismo recibiendo un montón de palmadas en la espalda.

—¿Por qué sale el humo de ahí? —preguntó Dortmunder.

Se hizo el silencio y todos se fijaron en la cinta de humo gris que salía del agujero.

—Esperad un minuto —dijo Herman —avanzó, echó una rápida mirada al suelo. Luego se volvió hacia Dortmunder todo escandalizado—. ¿Sabes lo que ha pasado?

—No.

—Ese jodido trozo de metal ha caído dentro.

Kelp había ido a mirar el agujero.

—¡Eh! —dijo—. ¡El dinero está ardiendo!

Pánico general. Dortmunder se abrió camino a través del follón para estimar los desperfectos. No era tan grave. El agujero hecho en un lateral de la caja fuerte era completamente redondo, de unos treinta centímetros de diámetro. En el interior, Dortmunder vio un círculo de metal negro del mismo tamaño. Una especie de tapa de alcantarilla en miniatura, pero muchísimo más gruesa. Y ese círculo reposaba sobre los fajos de billetes y les prendía fuego. No mucho, de momento. Se oscurecían y ondulaban en contacto con el círculo. Pero las pocas llamitas que había, podían propagarse y convertir el dinero en cenizas.

—Bueno —dijo Dortmunder un poco para calmar a los demás, un poco para conjurar la suerte.

Se quitó el zapato derecho, lo metió por el agujero y empezó a apagar las llamas.

—Si por lo menos tuviéramos agua —dijo Víctor.

—¡La cadena! —gritó mamá Murch—. No tiramos de la cadena desde que salimos del camping. El depósito debe de estar lleno.

Ése había sido otro problema. Cuatro horas sin ir al servicio. Pero ahora aquel inconveniente resultaba ser una bendición. Se reclutó una brigada de vasitos de plástico y pronto Dortmunder pudo recuperar su zapato y echar agua a los billetes en combustión. No hicieron falta más que cuatro vasitos para apagar las últimas brasas.

—Papel mojado —gruñó Dortmunder moviendo la cabeza—. Vale. ¿Dónde están las bolsas de plástico?

Se habían procurado un paquete de bolsas de plástico de basura para transportar el dinero. May cogió el paquete y sacó una bolsa. Dortmunder y Kelp amontonaron billetes ennegrecidos, billetes húmedos y billetes en buen estado, mientras May y Víctor mantenían la bolsa abierta.

—¡Nos movemos! —aulló de repente mamá Murch.

Dortmunder se levantó con las manos llenas de billetes.

—¿Cómo?

Murch salió de detrás del mostrador más agitado que nunca.

—¡Nos movemos! —dijo—. ¡Estamos bajando por esta puta cuesta y no hay ningún medio de parar la caravana!