CAPÍTULO XIV

Durante todo el fin de semana había coches por la noche en el aparcamiento de la estación de ferrocarril. Víctor y Herman llegaron en el Packard de Víctor, aparcaron y entraron en la sala de espera. Era la estación del ferrocarril de Long Island, el mejor del mundo desde 1969. La sala de espera era abierta y clara (los viernes por la noche paraban allí los trenes provenientes de la ciudad) pero la taquilla estaba cerrada. Víctor y Herman pasearon por la sala desierta leyendo los carteles hasta que vieron unos faros. Salieron.

Era el Javelin, que ronroneaba de gusto como si acabara de comerse un pirulí. Murch iba al volante y Dortmunder a su lado. Murch aparcó el Javelin en un lugar vacío con la misma ceremonia que un samurai envaina su sable. Dortmunder y él salieron y fueron al encuentro de los otros dos.

—¿Todavía no llegó Kelp? —preguntó Dortmunder.

—¿Crees que pudo haber tenido problemas? —dijo Víctor.

—Ahí está —cortó Herman.

—Me pregunto qué habrá conseguido —dijo Murch mientras los faros del camión daban vueltas por el aparcamiento.

La ciudad estaba bastante iluminada pero casi vacía, como un escenario de película. Pasaban pocos coches de vuelta a sus casas después de la noche del viernes y, de vez en cuando, un coche patrulla de Nassau que controlaba a los conductores borrachos para evitar accidentes de tráfico y a los posibles ladrones. Ningún vehículo entraba o salía del aparcamiento de la estación.

Kelp se paró delante del grupo.

Su manera de conducir era completamente diferente a la de Murch, al que parecía que no le costaba ningún esfuerzo físico, como si llevara los coches por control mental. Kelp, por el contrario, incluso después de que el camión estaba parado, seguía girando el volante, enderezando el eje, tirando, empujando y se paraba gradualmente, como una radio que continúa sonando algunos segundos después de apagada, mientras se enfrían las válvulas.

—Pues bien... —dijo Murch con el tono de un tipo que se reserva su opinión pero que la tiene muy clara.

Era un camión bastante grande, un Dodge de por lo menos cinco metros de largo. Las puertas y los laterales llevaban el nombre de la empresa: “Fábrica de papel Laurentian”. Además, en las puertas estaban escritos los nombres de dos ciudades “Toronto, Ontario — Siracusa, Nueva York ”. La cabina era verde, la parte de atrás marrón oscuro y la matrícula de Nueva York. Kelp había dejado el motor encendido. Gorgoteaba como cualquier otro camión.

Kelp abrió la puerta y bajó con una bolsa marrón en la mano.

—¿Qué fue lo que te ha gustado de este camión? —dijo Murch—. Bueno, lo que más te ha gustado.

—Que estuviera vacío. No hay que descargar papel.

Murch movió la cabeza.

—Bueno —dijo—. Valdrá.

—También había un Internacional Harvester. Muy mono pero lleno de coches a tamaño reducido.

—Éste nos valdrá —dijo Murch.

—Si quieres, vuelvo a por el otro.

—No —dijo Murch sensatamente—. Ya nos arreglaremos con éste.

Kelp miró a Dortmunder.

—Nunca en la vida conocí a nadie más ingrato —se quejó.

—Vamos —dijo Dortmunder.

Dortmunder, Kelp, Víctor y Herman subieron a la parte de atrás del camión. Murch cerró la puerta tras ellos. Estaba oscuro allí dentro. Dortmunder palpó las paredes y se sentó. Los demás hicieron otro tanto. Un segundo más tarde, el camión saltó hacia adelante.

La sacudida más dura se produjo a la salida del aparcamiento. Pero luego Murch fue más suave.

En la oscuridad, Dortmunder arrugó las narices y resopló.

—Alguien ha bebido —dijo.

No hubo respuesta.

—Lo huelo —prosiguió Dortmunder—. Alguien ha bebido.

—Yo también lo huelo —dijo Kelp.

Por el sonido de la voz parecía que estaba sentado justo enfrente.

—¿Cómo es? —preguntó Víctor —¿Un olor extraño, un poco dulzón?

—Parece whisky —dijo Herman—, pero no escocés.

—Tampoco es bourbon —observó Kelp.

—Lo que quiero saber —dijo Dortmunder— es quién ha bebido. Porque no se debe beber cuando se trabaja.

—Yo no —dijo Kelp.

—No es mi estilo —dijo Herman.

Corto silencio.

—¿Yo? —dijo Víctor bruscamente—. ¡Puaff! ¡Claro que no!

—Y sin embargo, alguien ha bebido —insistió Dortmunder.

—¿Quieres olernos el aliento o qué? —dijo Herman.

—Lo huelo desde aquí.

—El ambiente esta saturado —dijo Kelp.

—Esperad un segundo —dijo de repente Herman—. Esperad un segundo. Creo que lo tengo... Esperad.

Por el ruido se podía adivinar que se levantaba, luego caminaba a lo largo de la pared. Dortmunder esperó, forzó los ojos en la oscuridad pero siguió sin distinguir nada.

Ruido de golpes. Luego la voz de Herman:

—¡Ayyy!

Víctor:

—¡Ayyy!

Herman:

—Perdón.

Víctor (como si se hubiera metido los dedos en la boca): —No es nadaaa.

Luego se oyó una especie de martilleo sordo, luego la risa de Herman.

—¡Claro! —gritó visiblemente satisfecho —¿Sabéis lo que es?

—No —dijo Dortmunder.

Que el borracho no hubiera confesado le cabreaba. Empezaba a preguntarse si el culpable no sería Herman, que ahora trataba de distraer la atención.

—¡Es canadiense! —dijo Herman.

Kelp resopló ruidosamente.

—¡Hostia!, creo que tienes razón. Es whisky canadiense.

Más martilleo sordo.

—Es una pared falsa. Este jodido camión hace contrabando.

—¿Qué? —dijo Dortmunder.

—Es de ahí de donde viene el olor. De atrás. Debieron romper una botella.

—¿Contrabando? —repitió Dortmunder. —Pero hace mucho tiempo que no hay prohibición.

—Dios mío, Herman —dijo Víctor excitadísimo y más F.B.I. que nunca—. Has hecho un descubrimiento importantísimo.

—Ya no hay prohibición —insistió Dortmunder.

—Derechos de aduana —explicó Víctor—. No depende directamente de la Oficina sino más bien del ministerio de Hacienda, pero de todas formas sé un rato largo de eso. Trucan las paredes e introducen de contrabando whisky canadiense en Estados Unidos y cigarrillos americanos en Canadá. Sacan una pasta.

—Tío, ¿dónde has cogido exactamente este camión?

—Ya no curras para la Oficina, Víctor— dijo Kelp.

—¡Oh! —Víctor parecía un poco turbado.

—Claro que no. Preguntaba por preguntar.

—En Greenpoint.

—Claro —dijo Víctor con voz soñadora—. En los muelles...

Se oyó otro ruido sordo.

—¡Ayyy! —gritó Herman—. ¡El muy cabrón!

—¿Qué pasa? —preguntó Dortmunder.

—Me he machacado el dedo. Pero encontré la manera de abrir.

—¿Hay whisky? —preguntó Kelp.

—¡Suave, suave..., tranquilos! —advirtió Dortmunder.

—Para luego —lo tranquilizó Kelp.

Se oyó el sonido de una cerilla contra el rascador. Herman había metido la cabeza por la estrecha abertura de una entrada de la pared de delante y sostenía la cerilla ante sí, de modo que los otros no podían distinguir más que su silueta.

—Cigarrillos —anunció Herman—. Medio lleno de cigarrillos.

—¿De verdad?

—Te lo juro.

—¿De qué marca?

—L.M.

—No —dijo Kelp—. No estoy suficientemente maduro como para fumar eso.

—Espera, hay más. Ehhh... Salem.

—No. Cada vez que intento fumar un Salem de esos mentolados me parece que soy un viejo verde. El verano, las chicas y todo eso.

—Virginia Slims.

—Es lo que fuma May —dijo Dortmunder—. Cogeré algunos paquetes.

—Creía que May los tenía gratis de la tienda —dijo Kelp.

—Sí, ¿y qué?

—¡Ayy! —gritó Herman (la cerilla se apagó)—. Me he quemado los dedos.

—Mejor sería que te sentaras —le dijo Dortmunder—. Te estás haciendo polvo los dedos y tienes que abrir cerraduras.

—Es verdad.

Guardaron silencio durante unos instantes.

—Verdaderamente aquí dentro apesta —acabó diciendo Herman.

—Definitivamente, tengo mala pata —rezongó Kelp—. En el camión decía “papel” y pensé que estaría limpio.

—Huele muy mal —insistió Herman.

—Si Murch no nos agitara tanto —dijo Víctor con voz lejana.

—¿Por qué? —preguntó Dortmunder.

—Creo que voy a vomitar.

—Espera —lo animó Dortmunder—. Vamos a llegar enseguida.

—Es este olor —explicó Víctor—. Y el traqueteo.

—Yo tampoco me encuentro demasiado bien —dijo Kelp con voz insegura.

Ahora que habían hablado de ello, también Dortmunder sentía que tenía el estómago revuelto.

—Herman —dijo—, yo creo que deberías golpear en la pared de delante y decirle a Murch que pare un poco.

—No creo que pueda levantarme —respondió Herman, aparentemente mal, también.

Dortmunder tragó saliva, luego volvió a tragar saliva.

—Llegamos enseguida —dijo con voz estrangulada antes de tragar saliva una vez más.

Delante, en la cabina, Murch conducía ignorante de todo. Era él el que había encontrado el lugar y escogido el itinerario más rápido y mejor para llegar. Por fin vio delante de él la empalizada verde que rodeaba el terreno con el cartel “Caravanas Lafferty —Nuevas y usadas— reparaciones.” Frenó en la oscuridad y se paró justo delante de la puerta principal. Salió del camión, fue a la parte de atrás, abrió las puertas y todos los ocupantes salieron al exterior como almas que lleva el diablo.

—¿Que pas...? —empezó a decir Murch.

Pero ya no quedaba nadie para contestarle. Todos se habían precipitado hacia el campo, al otro lado de la carretera. Murch no los veía, pero oía como estertores.

Intrigado, metió la cabeza en el interior del camión pero estaba demasiado oscuro para ver algo.

—¿Qué es todo este circo?

Era una constatación más que una pregunta, teniendo en cuenta que no había nadie que pudiera contestar. Murch volvió a la cabina. Registrando —ya era un hábito— el contenido de la guantera, había encontrado una linterna; la cogió y volvió a la parte trasera del camión. Cuando llegó Dortmunder, titubeante, Murch barría el interior desierto con el haz de luz.

—No entiendo ni jota —le dijo a Dortmunder—, me rindo.

—Yo también—respondió Dortmunder (parecía asqueado)—. Nunca, nunca más me asociaré con Kelp. Lo juro.

Los otros volvían también.

—Muy bien, colega —decía Herman—, la próxima vez que mangues un camión escoge mejor, ¿vale?

—¿Acaso es culpa mía? ¿Cómo iba a saberlo? Léelo tú mismo.

—No quiero leer nada. No quiero volver a ver este camión.

—Léelo, te digo que lo leas. —Kelp golpeaba el lateral del camión— ¡Papel!, ¡dice papel!

—Vas a despertar a todo el personal —respondió Herman.

—¡Dice papel! —gritó en voz baja Kelp.

—Supongo que te dignarás explicarme lo que ha pasado— dijo tranquilamente Murch a Dortmunder.

—Sí. Pero mañana.

Víctor volvió el último secándose la boca y la cara con un pañuelo.

—¡Puaff! —dijo—. Era peor que los gases lacrimógenos (no sonreía nada).

Murch iluminó el interior del camión una vez más, luego movió la cabeza.

—No tiene importancia. No quiero saberlo.

Los otros cuatro sacaron su material del camión. Sólo habían llevado lo estrictamente necesario. Herman llevaba un maletín negro parecido a los que llevaban antes los médicos de cabecera. Dortmunder cogió su cazadora de cuero y Kelp su bolsa.

Se encontraron todos junto a la empalizada. Kelp, como enfadado, sacó de su bolsa seis filetes baratos y los lanzó uno por uno por encima de la puerta. Los otros se habían dado la vuelta. Kelp arrugó la nariz ante el olor de la carne, pero no se quejó ni nada. Casi inmediatamente oyeron a los Doberman en el otro lado que se ponían a comer los filetes gruñendo. Murch había contado cuatro, los dos filetes de más eran por si había contado mal.

Herman transportó su maletín negro hasta la ancha puerta de madera practicada en la empalizada, se agachó ante las tres o cuatro cerraduras diferentes, abrió el maletín y se puso a trabajar. Durante un momento no se oyó más que el ligero ruido de las herramientas de Herman en la oscuridad.

Esta operación tenía que ser discreta. Los empleados de Lafferty no podían enterarse al día siguiente de que habían entrado allí por la noche. Dortmunder y los otros no podían limitarse a forzar las cerraduras sino que tenían que abrirlas de modo que luego pudieran cerrarlas.

—Ya está —dijo Herman tranquilamente.

Dortmunder recorrió la empalizada con la mirada. La puerta estaba entreabierta y Herman guardaba las herramientas en el maletín.

—Bien —dijo Dortmunder.

Entraron y empujaron la puerta tras ellos.

En el interior, Lafferty parecía una ciudad lunar abandonada. Había focos, encima de altos postes, pero tan alejados unos de otros que el lugar estaba casi enteramente sumido en la oscuridad. Apenas se distinguían los caminos. Pero Dortmunder había ido la víspera con Murch y sabía dónde tenían que dirigirse. Se metieron por el camino principal, cubierto de una grava que crujía bajo sus pisadas, llegaron a una pila de marcos de ventana de cromo, torcieron a la derecha y luego caminaron hacia la montaña de ruedas. De pronto, Víctor dijo:

—¿Sabéis cómo veo esto?

Al no obtener respuesta de nadie, contestó a su propia pregunta:

—Es como en aquellos cuentos en los que la gente empieza a menguar y a hacerse pequeñita. Y nosotros estamos aquí como en una fábrica de juguetes.

Chasis de caravanas. Docenas de chasis de caravanas difuntos, apilados hasta más arriba de sus cabezas, se extendían ante sus ojos. A no ser por los neumáticos, que faltaban, los chasis estaban completos: las dos ruedas, el eje y el armazón metálico para sujetarlo todo a una caravana.

Dortmunder, que se había puesto la cazadora de cuero, sacó del bolsillo una cinta métrica metálica. Murch le había indicado las medidas máximas y mínimas, a lo ancho y a lo largo y Dortmunder se puso a medir el chasis más accesible del montón.

La mayoría de los chasis resultaron ser demasiado pequeños, estrechos sobre todo. Dortmunder acabó encontrando uno adecuado entre los que andaban por el suelo. Herman y Kelp lo apartaron para no confundirlo con los otros y luego los cuatro hombres se pusieron a desmantelar la pila de chasis de caravana. Dortmunder los medía según los sacaban. Aquellos jodidos chasis todos metálicos pesaban un montón y hacían mucho ruido.

Finalmente encontraron otro chasis que podía servir, lo apartaron también y reconstruyeron el montón —además de ser pesados y de hacer ruido, estaban sucios y mugrientos, de modo que los cuatro hombres estaban hechos un asco—. Una vez hecho esto, Dortmunder se alejó del montón jadeando e inspeccionó el trabajo. La apariencia era la misma, no se notaba que hubieran sacado dos chasis del montón. No les quedaba más que sacar los chasis a la carretera. Dortmunder y Kelp empujaron por un lado y Víctor y Herman por el otro. Los chismes aquellos chocaban entre sí y hacían un estrépito infernal. Los perros, incordiados en su sueño, gruñeron y se agitaron pero no se despertaron del todo.

Murch tenía la puerta del camión abierta cuando salieron. Al verlos llegar metió la linterna en un bolso de la chaqueta.

—Os he oído venir —dijo.

Los otros seguían arrastrando los chasis hacia el camión.

—¿Qué? —gritó Dortmunder por encima del tumulto.

—Nada —respondió Murch.

—¿Qué?

—¡Nada!

Dortmunder asintió con la cabeza.

Metieron los chasis en la parte de atrás del camión.

—Subo contigo delante —le dijo Dortmunder a Murch.

—Yo también —dijo rápidamente Herman.

—Y yo —reclamó Kelp.

—Iremos todos —vociferó Víctor.

Murch los miró.

—No podéis subir los cuatro.

—Sin embargo es lo que vamos a hacer —replicó Dortmunder.

—No te preocupes —dijo Kelp.

—Ya nos arreglaremos —insistió Herman.

—Está prohibido —dijo Murch—. No más de dos personas en el asiento delantero de un vehículo con cambio de marchas en el suelo. Es la ley. ¿Y si nos para la poli?

—No te preocupes —dijo Dortmunder.

Se dirigieron todos hacia la cabina mientras Murch cerraba las puertas de atrás. Murch se dirigió a la parte izquierda de la cabina y encontró a los otros cuatro amontonados en el asiento de al lado como estudiantes en una cabina telefónica. Hizo un gesto con la cabeza sin comentarios, se sentó al volante y puso el camión en marcha. El mayor problema era cuando quería meter la cuarta. Parecía que había seis o siete rodillas allí mismo.

—Tengo que meter la cuarta —dijo con la paciencia de alguien que ha decidido no inmutarse por nada, pase lo que pase.

Y se oyó un crujido proveniente de la aglomeración que tenía a su lado, al encoger todos las rodillas el espacio justo para que cambiara la marcha. Afortunadamente no había muchos semáforos en el camino así que no tenía que cambiar de marcha muy a menudo, pero del revoltijo que llevaba a la derecha salía un gemido a cuatro voces cada vez que cogía un bache.

—Me gustaría comprender —dijo Murch en tono normal y mirando por el parabrisas con aspecto de estar enfadado —cómo podéis encontraros mejor en esta lata de sardinas que en la parte de atrás.

No le sorprendió no obtener ninguna respuesta y siguió conduciendo en silencio.

La fábrica de accesorios para ordenadores abandonada por quiebra que Dortmunder y Kelp habían encontrado apareció por fin a la izquierda. Murch torció, se paró delante de la plataforma de carga y bajaron todos. Herman sacó su maletín de herramientas del camión y abrió la puerta. Iluminados por la linterna de Murch, despejaron el terreno lo suficiente como para instalar los dos chasis. Luego, Herman volvió a cerrar la puerta.

En el momento de salir vieron a Murch que recorría la parte de atrás del camión iluminando los rincones con su haz de luz.

—Ya estamos —le dijo Kelp.

Murch se volvió con el ceño fruncido hacia los cuatro hombres que lo miraban.

—¿Qué es este extraño olor? —preguntó.

—Whisky —respondió Kelp.

—Whisky canadiense —precisó Herman.

Murch los contempló largamente.

—Ya —dijo en tono glacial.

Apagó la linterna, bajó y cerró las puertas. Se volvieron a meter todos en la cabina; Murch a la izquierda y los otros a la derecha y volvieron al lugar donde habían dejado sus coches. Kelp dejaría el camión donde lo había cogido.

Durante diez minutos reinó el silencio, luego Murch dijo:

—Gracias por haberme ofrecido.

—¿El qué? —dijeron al unísono los cuerpos amontonados a su lado.

—Nada, nada. No tiene importancia —respondió Murch viendo un bache.