CAPÍTULO XXVII
—Supongo que sería injusto echarte la culpa de este follón —dijo Dortmunder.
—En efecto —dijo Kelp.
Era él el que conducía y Dortmunder estaba sentado a su lado.
—Sin embargo te la echo.
Kelp lo miró lastimosamente y luego volvió a mirar la carretera.
—No es justo —dijo.
—Lo siento.
Tenían hasta las nueve y media para volver al banco y eran poco más de las nueve y cuarto. Kelp, Dortmunder y Murch habían salido juntos en la furgoneta hasta que Kelp encontró un camión suficientemente potente para poder remolcar la caravana. La mención “CABALLOS” constaba en los laterales y había un ligero olor a cuadra pero estaba vacío. Kelp lo había puesto en marcha y le había pasado el volante a Murch que lo había llevado al camping. En aquel momento Kelp y Dortmunder recorrían la región en busca de un nuevo lugar para ocultar el banco. Víctor y mamá Murch hacían otro tanto en el Packard de Víctor.
—Es mejor que volvamos —dijo Dortmunder—. No encontraremos nada.
—Nunca se sabe. ¿Por qué eres tan pesimista?
—Porque ya recorrimos toda esta zona la semana pasada y no había nada. ¿Por qué razón íbamos a encontrar algo hoy?
—Cinco minutos más y volvemos.
—Además, con esta lluvia no se ve nada.
—Nunca se sabe. Una casualidad...
Dortmunder miró para él pero Kelp estaba concentrado conduciendo. Pensó varias respuestas posibles, pero como ninguna le pareció apropiada, volvió la cabeza y contempló cómo chorreaba la lluvia por el parabrisas y escuchó el ruido de los limpiaparabrisas.
—Llueve a cántaros —dijo Kelp.
—Ya veo.
—Generalmente no llueve así los viernes.
Dortmunder lo miró de nuevo.
—No, no es broma. Generalmente llueve así los domingos.
—¿Ya pasaron los cinco minutos? —preguntó Dortmunder.
—Falta un minuto. Sigue mirando.
—Bueno, veamos —dijo Dortmunder que volvió a escrutar por el parabrisas.
Lo único favorable era la ausencia de polis. Se habían cruzado con dos o tres coches patrulla. Ni más ni menos que otros días. La búsqueda estaba retrasada por la lluvia. Dortmunder pensaba, sentado allí en la furgoneta mientras el optimista de Kelp lo llevaba de un lado a otro bajo la lluvia a la caza de patos salvajes, que aquello era como la historia de su vida: nunca había tenido mucha suerte, pero no todo había sido malo. Era un equilibrio tan exacto que lo bueno y lo malo se compensaban. Igual que pasaba ahora: la lluvia había quitado la pintura verde pero también había paralizado la búsqueda; habían robado el banco pero no podían abrir la caja. Y así siempre. Dortmunder suspiró y consultó el reloj.
—Tu minuto ya ha pasado —dijo.
—De acuerdo —respondió Kelp de mala gana—. Voy a dar la vuelta y volver por otro camino.
—Vuelve por el mismo.
—No quiero pasar por los mismos sitios. ¿A qué viene eso ahora?
—¿A qué viene todo? ¿Eh?
—Estás deprimido, eso es. Voy a torcer a la derecha un poco más allá y volver por ahí.
Dortmunder iba a mandarle que diera media vuelta pero le afloraron ciertos recuerdos y cambió de opinión.
—Con tal de que estemos de vuelta a las nueve y media —dijo sabiendo que no estarían.
—Claro —dijo Kelp—. Eso está hecho.
Dortmunder se acurrucó en su rincón y se puso a pensar en el regreso a la caravana donde May lo recibiría en la puerta diciendo: “Herman ya la ha abierto”. Entonces saldría Herman, todo sonrisas, con las manos llenas de billetes. “Lo he conseguido” diría. Mamá Murch tiraría el collarín a la lluvia y exclamaría “Ya no necesitamos el dinero del seguro” y Víctor, un poco apartado, sonreiría y esperaría su vez para declamar: “el día de gloria ha llegado”
Kelp pisó el freno de la furgoneta e hizo un peligroso giro a la derecha. Dortmunder volvió de golpe a la realidad al ser, por decirlo de alguna manera, proyectado a la guantera.
—¡Cuidado! —gritó.
Miró hacia adelante. Nada. Nada más que la cima de la colina que habían subido. Una larga cuesta poco inclinada sin nada al final. ¿Por qué Kelp había frenado en seco?
—Mira eso —dijo Kelp señalando con el dedo hacia el vacío.
Pero Dortmunder se volvió hacia el cristal trasero.
—¿Quieres volver a chocar? ¿Acaso te gusta? ¿Qué coño estás haciendo?
—Vale, voy a salir de la carrera. Pero, ¿quieres mirar eso? ¿Sí o no?
Kelp paró la camioneta en el arcén y Dortmunder por fin miró lo que le enseñaba con tanta insistencia.
—Ya veo ¿Y qué?
—¿No te das cuenta?
—No.
Kelp señaló de nuevo con el dedo.
—Instalamos aquí mismo la caravana. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Los ojos de Dortmunder se desorbitaron.
—¡Dios mío! —dijo.
—Saldrá bien —dijo Kelp.
Dortmunder no pudo impedirlo; a su pesar sonrió.
—¡Cabrón!
—Tienes razón —dijo Kelp—, toda la razón.