CAPÍTULO V
Se sentaron los tres en el asiento delantero, Dortmunder a la derecha. Cuando volvía la cabeza ligeramente hacia la izquierda, veía a Víctor, que iba en medio, sonriéndole como un pescador que ha cobrado la mejor pieza de su vida. Eso ponía a Dortmunder muy nervioso. Después de todo, ese tipo había estado en el F.B.I..., Por lo tanto la mayor parte del tiempo miraba hacia la derecha y veía cómo desfilaban las casas. Barrios, barrios... Todos esos millones de dormitorios...
—Es una suerte que haga tan buen tiempo —dijo Víctor al cabo de un momento.
Dortmunder lo miró. Víctor sonrió.
—Sí.
Y volvió la cabeza hacia el otro lado.
—Dígame, señor Dortmunder —dijo Víctor— ¿lee usted muchos periódicos?
¿A qué venía esa pregunta?
—Algunos —farfulló Dortmunder sin moverse.
—¿Algún periódico en particular?
Pregunta hecha en tono anodino, como para hablar de algo. Extraña conversación.
—El “Times” a veces.
Dortmunder miró pasar un cruce.
—Es un periódico de tendencia liberal ¿verdad? ¿Concuerda con sus opiniones políticas? ¿Tendencia liberal?
Dortmunder no pudo dejar de volver la cabeza. Víctor seguía sonriendo. Dortmunder se apresuró a mirar a otra parte.
—También leo el “News”
—¡Ah, ya!, ¿y está más de acuerdo con uno o con otro?
—Déjalo ya, Víctor —dijo Kelp—. Ya dejaste ese trabajo, recuerda.
—¿Cómo?, sólo estoy charlando.
—Sabes de sobra lo que estás haciendo. Y se parece la hostia a un tercer grado.
—Lo siento mucho —respondió Víctor (y parecía sincero)—. Es una mala costumbre. No pueden imaginarse lo difícil que es perder esas costumbres.
Kelp y Dortmunder no hicieron ningún comentario.
—Señor Dortmunder, sinceramente, lo siento mucho. No quería ser indiscreto.
Dortmunder le echó una mirada furtiva; por una vez no sonreía. Por el contrario parecía preocupado y arrepentido. Dortmunder lo miró con algo más de tranquilidad.
—No importa, no hablemos más de ello.
Víctor volvió a sonreír.
—Le agradezco que no lo tome a mal, señor Dortmunder.
Dortmunder gruñó y siguió mirando desfilar las casas.
—Después de todo, si no quiere contarme sus opiniones políticas, está usted en su derecho.
—Víctor —advirtió Kelp.
—¿Qué?
—No empieces otra vez.
—Mierda, es verdad. ¡Eh!, es aquí donde hay que torcer.
Dortmunder vio que el cruce se alejaba y sintió que el coche disminuía la velocidad.
—Voy a dar media vuelta —dijo Kelp.
—Rodea la manzana —aconsejó Dortmunder.
—Es igual que dar media vuelta —dijo Kelp parando el coche.
Dortmunder volvió la cabeza y echó una mirada a Kelp por debajo de la sonrisa de Víctor.
—Da la vuelta a la manzana.
Víctor, que no parecía darse cuenta de la tensión existente, señaló con el índice hacia delante.
—No tenemos más que seguir y girar a la derecha. Viene a ser lo mismo.
—Claro —dijo Kelp encogiéndose de hombros como si no tuviera importancia.
El Toronado arrancó y Dortmunder dejó de fijar la mirada en la sonrisa de Víctor para enfocarla en las casa del barrio. Dejaron atrás dos o tres pequeños centros comerciales con su tienda de discos y su restaurante chino y acabaron deteniéndose delante de un banco.
—Aquí es —dijo Kelp.
Era un banco viejo, antiguo, construido en piedra que se había puesto gris oscuro con el tiempo. Como la mayor parte de los bancos de los años veinte, hacía todo lo posible por parecerse a un templo griego. En aquella época, los americanos idolatraban el dinero... Como casi todos los bancos de barrio, los motivos griegos no concordaban en absoluto con las dimensiones del edificio. Los cuatro pilares de piedra gris de la fachada estaban tan pegados los unos a los otros que apenas dejaban sitio para pasar a la puerta de entrada.
Dortmunder tuvo algunos segundos para examinar la puerta, los pilares, la acera y los escaparates de las tiendas. Luego se abrió la puerta y dos hombres con casco y mono salieron cargados con un gran mostrador de madera. Los lápices se bamboleaban al extremo de su cadena como flecos.
—Llegamos demasiado tarde —dijo Dortmunder.
—No es este banco —rectificó Kelp—. Es aquél.
Dortmunder volvió de nuevo la cabeza para mirar a Kelp por debajo de la sonrisa de Víctor. Kelp se dirigió a la otra acera. Dortmunder inclinó un poco la cabeza para ver el otro banco. Durante un espantoso segundo creyó que Víctor iba a besarlo en la mejilla. Pero fue una falsa alarma.
Al principio no vio nada de nada. Azul, blanco, metal, una cosa ancha y baja... eso fue todo lo que consiguió distinguir. Luego se fijó en una pancarta extendida sobre la fachada de aquella cosa.
CENTRO PROVISIONAL
Banco de Capitalistas e Inmigrantes.
¡Vean cómo CRECEMOS!
—Mierda, ¿qué es eso? —preguntó Dortmunder.
—Una caravana —respondió Kelp—. Es lo que llaman una casa móvil. ¿Nunca lo habías visto?
—Pero ésta... ¡Dios mío! ¿Qué es esto?
—Es el banco —dijo Kelp.
—Están tirando el antiguo banco, señor Dortmunder —explicó Víctor sonriendo—, y van a construir el nuevo en el mismo lugar. Entonces, entre tanto, han instalado el banco en esta casa móvil.
—En la caravana —dijo Dortmunder.
—A veces lo hacen —dijo Kelp—. ¿No te habías fijado nunca?
—Ver para creer. —Por entre las dos caras, y a través de la ventana, intentó adivinar qué era aquello de la acera de enfrente. Pero era difícil, sobre todo con Víctor sonriéndole en la oreja izquierda—. Desde aquí no veo nada. Esperadme, vuelvo ahora.
Bajó del Toronado, recorrió la manzana, torció a la izquierda en la esquina, esperó a que se abriera el semáforo y atravesó. Torció otra vez a la izquierda y siguió por la acera en dirección al banco.
Se encontraba al final de la calle, en el único espacio libre que quedaba. Dortmunder pocas veces había visto caravanas tan grandes como aquélla, muy bien podía medir quince metros de largo por cuatro de ancho.
Había dos entradas en la fachada, a las que se accedía por dos escalones de madera provisionales. El rótulo “Centro provisional” iba de una a otra. Bloques de hormigón formaban unos cimientos grises desde el suelo hasta el borde de la rejilla blanca y azul metalizada. Todas las ventanas tenían persianas interiores. En aquel momento el banco estaba cerrado pero la luz se filtraba a través de las rendijas de las persianas.
Dortmunder miró hacia arriba. Un grueso cable de hilos eléctricos unía la caravana con el teléfono y los postes eléctricos de la avenida principal y de la calle lateral. La caravana parecía un dirigible rectangular amarrado por todos aquellos hilos.
No quedaba nada más que ver y Dortmunder había llegado a la esquina de la calle. Esperó en el semáforo, atravesó la calle y volvió al Toronado moviendo la cabeza.
—No se puede decir gran cosa del exterior —dijo subiendo al coche— ¿Proyectáis un golpe de día o de noche?
—De noche —respondió Kelp.
—¿Dejan el dinero por la noche?
—Sólo los jueves —dijo Víctor.
De mala gana, Dortmunder miró a Víctor.
—¿Por qué el jueves?
—El jueves por la tarde las tiendas permanecen abiertas. El banco cierra a las tres pero vuelve a abrir de seis a ocho y media. A esa hora no hay modo de transportar el dinero a otro banco. Entonces traen a más vigilantes y el dinero pasa la noche en el banco.
—¿Cuántos vigilantes más?
—Siete en total.
—Siete. (Dortmunder movió la cabeza). ¿Qué caja fuerte?
—Una Mosler. Seguramente un nuevo modelo alquilado con la caravana. Nada importante.
—¿Fácil de abrir?
Víctor sonrió.
—Por Dios, el tiempo no plantea problemas.
Dortmunder inspeccionó la calle con el rabillo del ojo.
—Algunos de esos hilos son de la alarma. Supongo que estará conectada con la comisaría local.
La sonrisa de Víctor se ensanchó. Movió la cabeza como si Dortmunder hubiera dicho una genialidad.
—Exactamente. Después de la hora de cierre todo lo que pasa se registra en la comisaría.
—¿Que está...?
Víctor señaló con el dedo delante de él.
—Más abajo, a seiscientos o setecientos metros.
—Pero el tiempo no plantea problemas —dijo Dortmunder. Hay que enfrentarse con siete vigilantes, la comisaría está a setecientos metros, pero el tiempo no plantea problemas.
En aquel momento Kelp exhibía una sonrisa casi tan amplia como la de Víctor.
—¡Ahí está lo mejor del asunto, la genialidad de Víctor!
—Cuenta.
—Robamos el banco —dijo Víctor.
Dortmunder lo miró.
—¿No es magnífico? —se extasiaba Kelp—. No entramos en el banco, nos lo llevamos con nosotros. Cogemos un camión, enganchamos el banco y nos vamos.