CAPÍTULO XV

A las cuatro veinte horas de un domingo por la mañana todavía envuelto en las brumas de un sábado por la noche, un coche patrulla circulaba lentamente por delante del centro provisional de la sucursal local del Banco de Capitalistas e Inmigrantes. Los dos agentes de uniforme echaron una simple mirada a la caravana que albergaba el banco. La luz quedaba encendida toda la noche; se la veía a través de las láminas móviles de las persianas que tapaban todas las ventanas. Pero los agentes sabían que no había dinero en el banco, ni un céntimo. También sabían que si un atracador que creyera lo contrario trataba de entrar en el banco, por no importa qué procedimiento, pondría en marcha la alarma con toda certeza. La alarma sonaría también en la comisaría y el policía de la central los avisaría por radio. Pero la central estaba muda. Nada que decirles. Pasaron, pues, mirando al banco distraídamente. Su confianza era fundada, toda la caravana estaba llena de alarmas antirrobo. Si a un aficionado se le ocurría abrir una puerta o romper una ventana, la alarma empezaría a sonar. Pero incluso un experto tendría problemas para entrar: el suelo de la caravana estaba lleno de cables conectados a la alarma, por tanto si hicieran un agujero para entrar ésta se conectaría; lo mismo sucedía con el techo y las cuatro paredes. Ni un gorrión podría entrar en aquella casa móvil sin alertar a la comisaría.

El coche patrulla al pasar por allí prestó más atención al edificio del antiguo banco; ya había habido robos de material de construcción y casos de vandalismo. Aunque no comprendían muy bien por qué alguien podía querer causar daños en un edificio en demolición. De todos modos ellos no tenían por qué comprender, así que enfocaron su proyector a la fachada del viejo banco y, no viendo nada sospechoso o fuera de lo normal, siguieron su ronda.

Murch les dejó recorrer quinientos metros y luego bajó de la cabina del camión aparcado justo en la esquina de la calle lateral, cerca de un lado de la caravana. El camión de esa noche, “Olé Olé — Prêt à porter”, había sido inspeccionado por Kelp mucho más cuidadosamente antes de llevarlo. Le habían explicado a Murch el enigma de la víspera y esa noche todo el mundo estaba de mucho mejor humor. Además Murch, que lamentaba haberles hecho padecer el transporte tan tumultuoso del día anterior, no sabía qué hacer para ser agradable y servicial.

En la parte trasera del camión, además de Dortmunder, Kelp, Herman y Víctor, estaban los dos chasis considerablemente rectificados. Se habían pasado el sábado por la tarde en la antigua fábrica de ordenadores poniendo neumáticos nuevos en las ruedas y reforzando los chasis con un contrachapado para conseguir la altura idónea. El trasto pesaba ahora más del doble y ocupaba casi todo el interior del camión. Murch abrió las puertas traseras y anunció:

—Los polis acaban de pasar. Tenéis media hora larga antes de que vuelvan.

—Espléndido.

Tuvieron que ayudar los cinco para sacar las ruedas del camión y arrastrarlas hasta la caravana. Dortmunder y Murch desengancharon los cierres de madera que cerraban una de las extremidades del banco y los empujaron a un lado. Luego los cinco hombres levantaron los dos chasis y los instalaron uno detrás, por el lado de la tienda Krege, y el otro delante. Seguidamente Murch volvió a poner él solo el cierre en su sitio, sin engancharlo, y volvió a sentarse en la cabina del camión para vigilar la zona.

Bajo la caravana, los cuatro hombres habían sacado sus linternas y buscaban los gatos. Los encontraron. En cada esquina había un gato plegado contra los bajos de la caravana y, a cada gato, un hombre. Los gatos estaban sujetos por pinzas atornilladas pero, como se habían provisto de destornilladores, no necesitaron mucho tiempo para desatornillar las pinzas, desplegar los gatos y girar la manivela para que la base (que parecía la aleta de un pato) reposase firmemente sobre el suelo de grava. Todo ello realizado en el espacio de menos de un metro. Habrían preferido desplazarse de rodillas, pero por culpa de la grava se veían obligados a bambolearse como patos. Decididamente aquello era la fiesta de los palmípedos.

Una vez que susurraron todos “listo”, Dortmunder se puso a contar lentamente, con ritmo, dando una vuelta a la manivela cada vez que pronunciaba una cifra. “Uno...Dos...Tres...Cuatro...” Todos debían girar la manivela al mismo tiempo para evitar una inclinación que podría conectar inopinadamente la alarma. Durante un buen rato, la caravana no se movió ni un milímetro. La base de los gatos se limitaba a aplastar la grava cada vez más.

Luego, de repente, los bajos de la caravana emitieron un gran “¡bumm!”. Algo parecido al ruido de un metal al rojo que se enfría bruscamente. Todos dejaron de dar vueltas a la manivela. Dortmunder y Víctor se quedaron inmóviles mientras que Herman y Kelp perdían el equilibrio del susto y caían sobre la grava.

—¡Ayyy! —susurró Kelp.

—¡Maldita sea! —dijo Herman.

Esperaron unos segundos. Como no pasaba nada, Dortmunder resopló:

—Bueno, sigamos. Veintidós... Veintitrés... Veinticuatro...

—Ya va —susurró Víctor excitado.

Tenía razón. Bruscamente la luz de las farolas se filtró por un delgado espacio entre el bajo de la caravana y el cimiento de hormigón por delante.

—Veinticinco...—prosiguió Dortmunder—. Veintiséis... Veintisiete.

Se pararon en cuarenta y dos. En ese momento había un espacio de cinco centímetros entre el bajo de la caravana y el hormigón.

—Vamos a poner primero las ruedas de atrás —dijo Dortmunder.

No fue fácil. Poco espacio. Ruedas pesadas... Con mucha dificultad consiguieron instalar las ruedas. Los hombres volvieron a los gatos. A una señal de Dortmunder, que empezó por uno y no por cuarenta y dos, volvieron a dar vueltas a la manivela.

Les llevó una hora realizar esta operación. Durante ese tiempo, el coche patrulla pasó dos veces pero, como estaban demasiado ocupados para darse cuenta y no utilizaban las linternas, la policía no notó nada extraño.

Esta vez no los interrumpió ningún “Bumm” y la cuenta se paró en treinta y tres. Volvieron a poner los gatos en su sitio y atornillaron de nuevo las pinzas. Dortmunder salió a gatas para comprobar la convexidad del suelo de la caravana y de los cimientos de hormigón. Habían hinchado los neumáticos a tope para poder luego soltar un poco de aire y bajar la caravana en caso de necesidad, pero no fue necesario.

Dortmunder comprobó el otro lado y luego volvió sobre sus pasos.

—Vale —susurró—, podéis salir.

Y eso hicieron. Herman, con el maletín negro en la mano rodeó el banco en compañía de Kelp para acabar el trabajo mientras Dortmunder y Víctor enganchaban el cierre. Herman sacó un tubo de goma para calafatear, ese caucho blando que nunca endurece del todo en contacto con el aire, y llenó con él el espacio entre la caravana y el hormigón. Realizaron la misma operación por el otro lado y luego volvieron junto a los otros, ya instalados en el camión. Murch cerró las puertas detrás de ellos, fue a la cabina rápidamente y arrancó.

—Sí señor —dijo Dortmunder en el momento en el que encendían sus linternas para verse—, hemos hecho un buen trabajo esta noche.

—¡Y tanto! —respondió Víctor sobreexcitado (sus ojos resplandecían)—, me va a costar trabajo aguantar hasta el jueves.