CAPÍTULO XXVI

—Francamente —dijo May— parece que este café está hecho con agua de fregar —y echó un siete de corazones sobre el ocho de diamantes que había puesto Dortmunder sobre la mesa.

—He traído lo que había —dijo Murch— Era lo único que había abierto —y cuidadosamente puso en la mesa un cinco de diamantes.

—No te echo la culpa —dijo May—, sólo era un comentario.

La mamá de Murch dejó la taza encima de la mesa, lanzó un suspiro y dijo:

—Bien —y echó la sota de diamantes.

—Ten cuidado —dijo Murch—, mamá está jugando fuerte.

Su madre le dirigió una mirada fulminante y replicó:

—Mamá está jugando fuerte, mamá está jugando fuerte. Te pasas de listo. Tenía que echar esa carta.

Poco después May estaba sentada cerca de la puerta entreabierta de la caravana y vigilaba la carretera que llevaba a la entrada del camping. Eran las siete de la mañana y ya era completamente de día. Cinco o seis coches asmáticos habían llevado a los residentes a su trabajo durante la última media hora, pero nadie habían venido a sorprenderse de la presencia de la nueva caravana, ni el dueño del camping ni la policía.

Luego, May y mamá Murch iniciaron otra animada partida de cartas en el seudo-rincón comedor que habían instalado cerca de la parte delantera, lo más lejos posible de la caja. En la otra esquina, disimulado por un nuevo tabique mural construido con trozos de mostrador, Herman trabajaba concienzudamente en la caja, ayudado por los hombres que se relevaban de dos en dos. En aquel momento Kelp y Víctor estaban con él, y Dortmunder y Murch miraban la partida de cartas mientras esperaban su turno, a las ocho.

Hasta el momento, se había oído dos ligeros “¡Bummm!” procedentes de detrás del mostrador, pero las cargas explosivas de Herman habían resultado ineficaces. De vez en cuando se oía la vibración de una herramienta eléctrica o el zumbido de una sierra alternando con el ruido de la perforadora, pero de momento no había grandes progresos.

Diez minutos antes, cuando Dortmunder y Murch habían acabado su turno de seis a siete, May les había preguntado cómo iban las cosas.

—No se puede decir que no haya hecho ni un abollón —dijo Dortmunder—. Ha hecho un abollón.

El banco, sin embargo, resultaba más confortable y acogedor. La electricidad y el cuarto de baño funcionaban, el suelo había sido barrido, los muebles corridos y los visillos colocados. Las hamburguesas y las rosquillas que Murch había traído del snack abierto toda la noche eran casi comestibles, pero el café no respetaba, sin lugar a dudas, las leyes antipolución.

—¿Qué pasa? —preguntó Dortmunder.

May miraba la carretera: veía desfilar cocinas, comida, café... Miró para Dortmunder.

—Nada. Soñaba despierta.

—Estás cansada —le dijo mamá Murch—. Todos estamos cansados. ¡No dormir por la noche! Ya no tengo veinte años.

Se había quitado el collarín a pesar de las recriminaciones de su hijo y estaba inclinada sobre las cartas.

—Alguien viene —anunció May.

—¿La poli?

—No, el encargado, supongo.

Una furgoneta azul y blanca acababa de dar la curva de entrada del camping y se paró delante de la cabaña de madera que hacía de oficina. Un hombre de traje oscuro bajó del coche y abrió la puerta de la oficina. May dejó sus cartas.

—Es él. Vengo ahora.

—Mami, ponte el collarín —dijo Murch.

—Ni hablar.

La caravana seguía sin tener escalerilla. May bajó con dificultad, escupió el cigarrillo que llevaba en la boca y encendió otro mientras se dirigía a la cabaña.

El hombre que se había instalado en la destartalada oficina tenía la cara delgada, nerviosa y deshidratada de un ex-alcohólico. Ese tipo de hombres que pueden dejarlo todo de un momento a otro para volver a la botella y al vagabundeo. Dirigió a May una mirada aterrorizada.

—¿Sí, señorita? ¿Sí?

—Nos vamos a quedar una semana. Vengo a pagarle.

—¿Una semana? ¿Una caravana?

Parecía completamente desconcertado. Lo temprano de la hora, quizá...

—Eso es —dijo May— ¿Cuánto es una semana?

—Veintisiete dólares cincuenta. ¿Dónde está la... ehhh... dónde está su caravana?

—Allí, a la derecha— respondió May señalando la pared.

Él frunció el ceño, asombrado.

—No les he oído llegar.

—Hemos llegado esta noche.

—¡Esta noche!

Dio un salto y tiró una pila de formularios que se derramaron por el suelo. Mientras May lo observaba con sorpresa, salió afuera. May movió la cabeza y se agachó para recoger los papeles.

Volvió un minuto después.

—Tiene usted razón, ni me había fijado al... Deje, deje, no se moleste.

—Ya está.

Se irguió y volvió a poner los formularios encima de la mesa, lo que provocó una especie de sacudida sísmica y la caída de otro montón de papeles por el otro lado.

—Deje, deje —dijo el hombre nervioso.

—Sí, ya lo dejo.

May se apartó para dejarlo volver a su sitio de detrás de la mesa, luego se sentó en la silla que había enfrente de él.

—En todo caso —prosiguió—, queremos quedarnos una semana.

—Hay que rellenar unos formularios.

Se puso a abrir y cerrar cajones, demasiado rápidamente como para poder saber qué tenían dentro.

—Entre tanto —dijo mientras seguía abriendo y cerrando cajones—, voy a conectar los sanitarios.

—Ya está hecho.

Se paró, con un cajón abierto, y la miró guiñando los ojos.

—Pero si hay un candado —dijo.

May sacó el candado del bolsillo de su vestido. Había deformado la tela todavía más que su eterno paquete de tabaco.

—Lo encontramos en el suelo —dijo tendiendo el brazo para dejar el candado en una pila de papeles—. Pensamos que sería suyo.

—¿No estaba cerrado?

Miró el candado con una expresión horrorizada, como si fuera una cabeza reducida.

—No.

—Si el dueño...

Se pasó la lengua por los labios y dirigió a May una muda súplica.

—No diré nada —prometió ella.

El nerviosismo de aquel hombre la contagiaba y quería acabar lo antes posible y marcharse de allí.

—Puede ser muy... —movió la cabeza, bajó los ojos, pareció sorprenderse de ver el cajón abierto, frunció el ceño y sacó algunos papeles—. Aquí está.

May pasó los siguientes diez minutos rellenando formularios. Puso que la caravana tenía cuatro ocupantes: la sra. Hortense Davenport (ella), su hermana la sra. Winifred Loomis (mamá Murch) y los dos hijos de la sra. Loomis, Stan (Murch) y Víctor (Víctor). En cuanto a Dortmunder, Kelp y Herman, los omitió sin más.

El encargado se iba tranquilizando entre tanto, como si se fuera acostumbrando a la presencia de May. Incluso esbozó algunas temblorosas sonrisas cuando May le tendió el último formulario y los veintisiete dólares cincuenta.

—Espero que su estancia en Wonderlust sea agradable dijo.

—Estoy segura, gracias.

En el momento en el que May se levantaba, el encargado recuperó su expresión aterrorizada y se puso a gesticular en todas direcciones, provocando no poca confusión en su mesa. May, estupefacta, miró por encima del hombro: la habitación se estaba llenando de policías. Reprimió un estremecimiento nervioso, pero no importaba: las contorsiones del encargado habían acaparado ya toda la atención de los polis.

—Bueno, adiós —dijo ella abriéndose camino a través de la multitud de policías.

En realidad no eran más que dos.

Recorrió a toda prisa el camino que llevaba al banco. Cuando se acercaba vio que el banco se estremecía ligeramente y luego se quedaba quieto de nuevo. “Otra explosión de Herman” pensó. Y unos segundos más tarde salió una bocanada de humo por uno de los extractores del techo: “tenemos Papa”, pensó.

Dortmunder la estaba esperando en la puerta para ayudarla a subir.

—Gracias —dijo—. La poli está aquí.

—Ya los he visto. Entremos.

—De acuerdo.

—No mezclemos las cartas —dijo mamá Murch—. Que cada uno conserve las suyas.

—Mami, por favor ¿serías tan amable de ponerte el collarín?

—No. Y es mi última palabra.

—Pero se puede ir todo al carajo.

Su madre lo miró fijamente.

—Escucha, estoy en un banco robado. Lo que supone, por lo menos, nueve delitos. Y tú te preocupas por lo que pueda pasar con la compañía de seguros.

—Si nos pillan, necesitaremos todo el dinero posible para pagar al abogado.

—Es un comentario muy tranquilizador —observó May.

Estaba cerca de la puerta y vigilaba la oficina.

Dortmunder había ido con Herman y Kelp detrás del mostrador. Bruscamente cesaron todos los ruidos y Víctor salió con una ancha sonrisa en la cara.

—Entonces están ahí ¿eh?

—Acaban de salir de la oficina —dijo May.

Cerró la puerta y fue a colocarse al lado de una ventana.

—No olvidéis que no pueden entrar sin una orden —dijo Víctor.

—Ya sé, ya sé.

Pero los policías ni intentaron entrar. Bajaron por el camino, entre las hileras de caravanas, mirando a derecha e izquierda y sólo dirigieron una distraída mirada al banco pintado de verde.

Víctor vigilaba por otra ventana.

—Está empezando a llover —dijo—. Seguramente volverán al coche.

Llovía, en efecto, y volvieron al coche. Una lluvia fina y densa había empezado a caer y los policías apuraron el paso. May miró hacia arriba. Grandes nubes procedentes del oeste se dirigían hacia ellos.

—La que se avecina —dijo.

—¿Qué importa? —respondió Víctor—. Aquí estamos resguardados —contempló el interior de la caravana, manteniendo su amplia sonrisa—. ¡Hay incluso calefacción eléctrica!

—¿Se han ido ya? —preguntó mamá Murch.

—Están subiendo al coche— informó May—. Ya está, se van —se volvió. También ella sonreía—. Ahora me doy cuenta de que estaba muy nerviosa —se quitó la colilla de la boca y la miró—. Acabo de encenderlo.

—Reanudemos la partida— propuso mamá Murch—. ¡Dortmunder!, ¡ven a jugar a las cartas!

Dortmunder llegó y Víctor fue con Herman y Kelp; los otros cuatro se sentaron y volvieron a jugar a las cartas.

Diez minutos más tarde llamaron a la puerta. Todos se inmovilizaron. May se levantó y fue a la ventana más cercana.

—Es alguien bajo un paraguas —anunció.

Llovía a cántaros. El suelo estaba lleno de charcos.

—Líbrate de él —dijo Dortmunder—. Vuelvo a la parte de atrás.

—De acuerdo.

May esperó a que Dortmunder desapareciera y luego abrió la puerta y se encontró con el nervioso encargado, más nervioso que nunca, con cara de pena, bajo el paraguas negro.

—Hum —dijo May.

¿Cómo podía hacer para no invitarlo a entrar con aquel chaparrón?

Él dijo algo pero el sonido de la lluvia sobre el banco y sobre el paraguas cubría sus palabras.

—¿Cómo? —preguntó May.

Con voz estridente, gritó.

—No quiero problemas.

—¡Estupendo! ¡Yo tampoco!

—¡Mire!

Señalaba el suelo con el dedo. May se inclinó hacia adelante mojándose el pelo y miró. Al lado de la caravana el suelo era verde pálido.

—¡Dios mío! —exclamó mirando a derecha e izquierda. El banco había vuelto a ser azul y blanco—. ¡Dios mío! —repitió.

—¡No quiero problemas! —aulló de nuevo el encargado.

May metió la cabeza.

—Entre —le invitó.

Él retrocedió un paso negando con la cabeza y con la mano que tenía libre.

—No. No. No quiero problemas.

—¿Qué va a hacer usted? —le gritó May.

—No quiero que estén aquí. El dueño me pondría de patitas en la calle. ¡No quiero problemas! ¡No quiero problemas!

—¿No llamará a la policía?

—Váyanse. Váyanse y no diré nada. No he visto nada, nada.

May intentó negociar.

—Denos una hora.

—Es demasiado!

—Tenemos que encontrar un camión.

La situación lo ponía tan nervioso que saltaba con un pie y con otro como si tuviera unas ganas incontenibles de ir al servicio. Quizás también era el caso, con toda aquella lluvia.

—De acuerdo —acabó por gritar—. Pero no más de una hora.

—¡Prometido!

—Tengo que desconectar el agua y la electricidad.

—De acuerdo, de acuerdo.

Se quedó saltando en el sitio. Ella comprendió por fin que esperaba que cerrara la puerta. ¿Debía darle las gracias? No, no quería que le dieran las gracias, quería que lo tranquilizaran.

—No tendrá usted ningún problema —lo tranquilizó antes de cerrar la puerta.

Dortmunder estaba al lado de ella.

—Lo he oído todo —dijo.

—Tenemos que irnos.

—O dejarlo.

Herman y Kelp habían salido de detrás del mostrador.

—¿Dejarlo? —dijo Herman—. Pero si acabo de empezar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kelp—. ¿Cómo nos ha localizado?

—La pintura al temple —explicó May—. La lluvia se la llevó.

—No podemos dejarlo —dijo Herman—. Sólo tenemos que mudarnos.

—Eso es —replicó Dortmunder—. Con toda la poli de Long Island tras nosotros. Sin pintura verde y ni idea de a dónde ir.

—Y sin camión para remolcarlo —añadió Murch.

—Eso no es ningún problema, Stan —dijo Kelp—. Los camiones nunca son problema, confía en mí.

Murch le dirigió una mirada enfermiza.

—La lluvia retrasará la búsqueda —insinuó Víctor.

—Cuando se busca algo de quince metros de largo por cuatro de ancho pintado de azul y blanco no se necesita mucha visibilidad —observó Dortmunder.

May había guardado silencio durante la discusión. Pensaba. Personalmente no tenía ansias de dinero y el contenido de la caja le era relativamente indiferente. Pero Dortmunder era pesimista por naturaleza. Si este atraco se iba al carajo, la vida con él sería tan alegre como un melodrama...

—Escucha —dijo—. He conseguido que nos dejara una hora.

Las luces se apagaron. El resplandor gris de un día lluvioso se filtró por las ventanas y los deprimió a todos un poco más.

—Una hora... —dijo Dortmunder—. Es lo justo para poder llegar a nuestras casas, meternos en la cama y olvidar esta historia.

—Tenemos dos coches —se obstinó May—. Siempre podemos pasar esa hora buscando otro lugar. Si no lo encontramos, lo dejamos.

—Estupendo —aprobó Herman—. Y yo sigo trabajando con la caja.

Se precipitó tras el mostrador.

—Empieza a hacer frío aquí —dijo mamá Murch.

—Tendrías más calor con el collarín —señaló su hijo.

Ella lo miró torvamente.

Dortmunder suspiró.

—Lo que me horroriza es que con toda seguridad vamos a encontrar otro escondite.