CAPÍTULO XI

En el cine, Dortmunder reaccionaba como una roca en la playa. La historia lo cubría ola tras ola, pero no le hacía mella. Aquella película, “El madrigal de Murphy”, era una tragicomedia y daba al público la ocasión de pasar por todo tipo de emociones. Caídas de culo, niños tullidos, nazis, amantes despechados... no se sabía nunca qué era lo que iba a pasar.

Dortmunder se contentaba con estar allí. A su lado May estallaba en carcajadas, sollozaba, gruñía de rabia, le agarraba el brazo y decía “¡Ohh!”. Pero Dortmunder ni se inmutaba.

Salieron del cine a las ocho menos diez. Tenían tiempo de ir a comer algo. Entraron en un snack y May pidió. Cuando estuvieron sentados con sus sándwiches bajo las luces de neón, May dijo:

—No te gustó la película.

—Claro que sí.

Empujó el pan con la mano y se lo embutió en la boca.

—No te has emocionado.

—Me ha gustado.

Era May la que había querido ir a ver esa película. En la oscuridad había pasado casi todo el rato pensando en el banco móvil de Long Island y en el modo de llevárselo.

—Dime qué fue lo que más te gustó.

Reflexionó tratando de recordar algo.

—El color.

—No. Algo de la película.

Ella estaba empezando a enfadarse y él quería evitarlo. Con mucho esfuerzo consiguió recordar algo.

—La escena del ascensor —dijo.

El realizador había atado una solida cinta elástica alrededor de una cámara y la había colgado en la cabina, espléndidamente iluminada, de un ascensor. La cámara había rebotado un momento contra el fondo antes de inmovilizarse. La secuencia duraba cuarenta y tres segundos y generalmente la gente salía a vomitar en tropel. Todo el mundo estaba de acuerdo en que la escena era sublime. Arte con mayúsculas.

—Estaba bien, ¿verdad?

—Muy bien.

Consultó el reloj.

—¿Tienes tiempo? son las ocho y media.

—Sí.

—¿Qué piensas?

Él se encogió de hombros.

—Es posible. Es una locura pero es posible. (Luego, para que no volviera a hablar de la película y le hiciera más preguntas, siguió) Nos quedan todavía un montón de detalles. Pero es posible que tengamos alguien que sepa abrir la caja fuerte.

—Eso está bien.

—Seguimos sin saber dónde lo vamos a llevar.

—Ya encontraréis.

—Es muy grande.

—El mundo también.

Miró para ella no muy seguro de lo acertado de la reflexión, pero no le dijo nada.

—Y además está lo de la financiación.

—¿Es eso problema?

—No creo. Kelp ha ido a ver a alguien hoy.

No conocía a May desde hacía mucho tiempo. Era la primera vez que asistía a la organización de un golpe, pero notaba que ella comprendía instintivamente la situación. Nunca le había dado demasiadas explicaciones pero no parecía necesitarlas. Era tranquilizador.

Curiosamente, May le recordaba a su ex-mujer. No porque se pareciesen, sino porque eran completamente diferentes. Era ese contraste lo que le había gustado. Hasta que no había empezado a vivir con May, Dortmunder no se había acordado de su anterior mujer. Actuaba en espectáculos musicales, con el nombre artístico de Honeybum Bazoom. Se habían casado en San Diego en 1952, cuando Dortmunder iba a Corea, y se habían divorciado en Reno en 1954, al dejar Dortmunder el ejército. Honeybum se había interesado fundamentalmente siempre por Honeybum, pero si en alguna ocasión algo diferente de sí misma la había atraído, inmediatamente se había puesto a hacer un montón de preguntas. Podía hacer más preguntas que un niño en el zoo. Dortmunder había contestado los primeros miles hasta que se había dado cuenta de que ninguna respuesta se le quedaba mucho tiempo en la cabeza. May no podía ser más distinta. Nunca preguntaba y siempre se quedaba con las respuestas.

Acabaron sus sándwiches y salieron del snack. Una vez en la calle, May dijo:

—Voy a coger el metro.

—Coge un taxi.

May se había puesto otro cigarrillo entre los labios.

—No. Después de un sándwich me da ardor de estómago.

—¿Quieres venir conmigo al “O.J.”?

—No. Vete solo.

—La otra vez Murch llevó a su madre.

—Prefiero volver a casa.

Dortmunder se encogió de hombros.

—Como quieras. Hasta luego.

—Hasta luego.

Ella bajó la calle y Dortmunder caminó en la otra dirección. Como tenía tiempo de sobra, decidió ir andando por Central Park.

Caminaba por un sendero de tierra iluminado por las farolas, cuando un tipo bizco salió repentinamente de alguna parte y le dijo:

—Perdone...

Dortmunder se paró.

—¿Sí?

—Estoy haciendo una encuesta.

Sus ojos bailaron un poco y parecía estar sonriendo aunque no sonreía. Era la misma expresión de la gente que había estado viendo la película.

—Usted es un ciudadano —dijo— que camina de noche por el parque. ¿Qué haría si apareciese alguien y le atracase?

Dortmunder lo miró y dijo:

—Le rompería la cabeza.

El tipo parpadeó y la casi sonrisa desapareció. Miró para Dortmunder ligeramente confundido y dijo:

—¿Y qué pasaría si tuviera...? —luego movió la cabeza, hizo un gesto de desesperación con las manos y dio la vuelta diciendo:

—No importa, olvídelo.

—Vale —dijo Dortmunder. Salió del parque, subió la Avenida Ámsterdam y llegó al “O.J.”

Cuando entró, Rollo estaba discutiendo con los dos únicos clientes, unos viajantes obesos, sobre si las relaciones sexuales después de una comida pesada eran médicamente buenas o malas. Apoyaban sus opiniones con anécdotas personales y Rollo tenía claras dificultades para dejar la conversación. Dortmunder esperaba en el otro extremo del bar.

—Bueno, esperadme —acabó por decir Rollo—. Esperad un segundo antes de seguir. No empecéis sin mí. Vuelvo ahora.

Recorrió el bar, dio a Dortmunder la botella de bourbon de las “bodegas de Ámsterdam” y dos vasos.

—De momento no está más que la caña con sal. Su mamá lo dejó salir solo esta noche.

—Van a venir más, no sé cuántos.

—Cuantos más seamos, mejor lo pasaremos —dijo Rollo con tono siniestro antes de volver a su conversación.

En la trastienda, Murch estaba salando su cerveza para restituir la espuma. Levantó la mirada cuando entró Dortmunder.

—¿Qué tal?

—Bien.

Dortmunder dejó la botella y los vasos en la mesa y se sentó.

—Lo hice más rápido hoy, probé un nuevo camino.

—¿Sí?

Dortmunder abrió la botella.

—Bajé Flatlands y subí Remsen. Rockaway Parkay, no, ¿te das cuenta? Luego cogí Empire Boulevard, Bedford Avenue, Queens y Williamsbourg Bridge en dirección Manhattan.

Dortmunder se sirvió.

—¿Sí?

Esperaba que Murch dejara de hablar pues quería decirle algo.

—Luego atravesé Delancey, Allen, la Primera Avenida y la calle 79. Fue sobre ruedas.

—¿Sí?

Bebió un poco de bourbon.

—¿Sabes? Rollo no está muy contento contigo.

Murch pareció sorprendido, pero deseoso de ser agradable.

—¿Por qué? ¿Porque aparqué delante de la entrada?

—No. Un cliente que estira una cerveza toda la noche no le da demasiado beneficio.

Murch miró la cerveza con aspecto sinceramente preocupado.

—No se me había ocurrido.

—Creí que sería mejor que te lo dijera.

—¿Comprendes el quid de la cuestión?, es que no me gusta beber si luego tengo que conducir, por eso lo estiro.

Dortmunder no tenía nada que decir a aquel argumento. Murch reflexionó y luego acabó diciendo, con esperanza.

—Y si le pagara una copa a él ¿qué tal?

—Puede ser.

—Déjame intentarlo.

Se levantó. En ese mismo momento se abrió la puerta y entraron Víctor y Kelp. Murch esperó a salir para no originar un embotellamiento.

Dortmunder pensaba que Víctor se estaba metiendo demasiado en el grupo y no le gustaba. Pero no sabía cómo evitarlo.

—Veo que Herman no ha llegado todavía —dijo Kelp.

—¿Has hablado con él?

—Está interesado.

Víctor sonreía. Dortmunder seguía cavilando. Kelp era un buen tipo pero tenía tendencia a rodearse de gente un poco sospechosa. Víctor, por ejemplo. Y ahora un tipo llamado Herman X. ¡Herman X! ¿Qué se podía esperar de un tipo al que le han puesto semejante nombre? ¿Tendría algo de experiencia? Si éste también tenía la manía de sonreír, Dortmunder abandonaría. Ya tenía suficientes sonrisas.

Kelp se sentó cerca de Dortmunder y cogió la botella de bourbon.

—La parte financiera está arreglada —dijo.

Víctor se había sentado justo enfrente de Dortmunder. Sonreía. Dortmunder se puso una mano delante de los ojos y bajó un poco la cabeza.

—¿Tienes los cuatro mil dólares? —le preguntó a Kelp.

—Hasta el último céntimo. ¿Te molesta la luz?

—Es que he ido al cine.

—¡Ah, bueno! ¿Qué has visto?

Dortmunder había olvidado el título.

—Era en colores.

—Eso limita las posibilidades. Seguramente era una película reciente.

—Sí.

—Esta noche voy a beber —anunció Víctor con tono de estar encantado.

Dortmunder inclinó un poco más la cabeza y miró a Víctor por entre los dedos. Sonreía, naturalmente, y blandía un gran vaso lleno de un líquido rosa.

—¿Ah sí? —dijo Dortmunder.

—¡Un gin-fizz!

—¿De verdad?

Dortmunder reajustó su cabeza y los dedos (una auténtica persiana) y se volvió claramente hacia Kelp.

—Así que tienes los cuatro mil dólares.

—Sí, además tiene gracia...

La puerta se abrió y apareció Murch.

—Ya está todo arreglado —dijo. (También sonreía pero era más soportable)—. Gracias por haberme avisado.

—Me alegro de que lo hayas arreglado —dijo Dortmunder.

Murch se sentó delante de su cerveza y la saló cuidadosamente.

—Rollo es un gran tipo cuando se lo conoce.

—Claro.

—Tiene un Saab.

Dortmunder conocía a Rollo desde hacía años pero ignoraba la existencia del Saab.

—¿Ah sí?

—Antes tenía un Borg-Ward. Debió venderlo. Ya no se fabrica. No encontraba piezas de recambio.

—¿Qué tipo de coche es ése? —preguntó Kelp.

—Borg-Ward. Alemán. La misma compañía que las neveras Norge.

—Son americanas.

—Las neveras sí. Los coches eran alemanes.

Dortmunder acabó el vaso y cogió la botella. En ese mismo momento Rollo abrió la puerta y asomó la cabeza en la habitación.

—Hay un Old Crow “con hielo” que pregunta por Kelp.

—Es él —dijo Kelp.

—Un negro.

—Sí, es él. Dile que entre.

—De acuerdo —como buen barman, Rollo echó una ojeada a la mesa—. ¿Todo el mundo está servido?

Asentimiento general.

Rollo le guiño el ojo a Murch.

—Stan ¿tienes bastante sal?

—Sí, muchas gracias, Rollo.

—No hay de qué, Stan.

Rollo se fue. Dortmunder lanzó una rápida mirada a Murch pero no dijo nada. Un minuto después, un tipo alto y delgado de piel marrón oscuro y con un modesto peinado afro entró en la habitación. Parecía un oficial del ejército de permiso. Movía suavemente la cabeza y sonreía ligeramente cuando cerró la puerta. Dortmunder se preguntó si no estaría colocado. Luego se dio cuenta de que era justamente la actitud de autodefensa que se adopta cuando se encuentra uno con un grupo de desconocidos por vez primera.

—Salud, Herman —dijo Kelp.

—Salud —respondió tranquilamente Herman. (Meneaba los cubitos de hielo en el vaso como un invitado que llega antes de tiempo a un cocktail).

Kelp se encargó de las presentaciones.

—Herman X, éstos son Dortmunder, Stan Murch y mi sobrino Víctor.

—Hola.

—¿Qué tal?

—Hola, señor X.

Dortmunder vio que Herman miraba para Víctor y luego dirigió la mirada a Kelp. Pero Kelp estaba ejerciendo de maestro de ceremonias.

—Toma asiento, Herman. Estamos hablando de la situación.

—Eso es lo que me interesa —dijo Herman, y se sentó a la derecha de Dortmunder—. La situación.

—Me sorprende que no nos conozcamos —dijo Dortmunder.

Herman sonrió.

—Debemos frecuentar ambientes diferentes.

—Me pregunto qué tipo de experiencia tiene usted.

La sonrisa de Herman se hizo mayor.

—Por Dios, no me gusta hablar de mi experiencia en una habitación llena de testigos.

—Aquí todos estamos en el ajo —dijo Kelp—. Pero, ¿sabes Dortmunder?, Herman es un experto.

Dortmunder siguió marcando a Herman torvamente. Le parecía que aquel tipo tenía algo de amateur. Un atracador cualquiera puede ser un amateur, pero para abrir cajas fuertes hay que ser un especialista competente.

Herman recorrió la mesa con la mirada sonriendo irónicamente, luego se encogió de hombros y bebió un trago.

—Bueno —dijo—. Ayer por la noche participé en el robo de la recaudación de “Justicia”

—¿De la Oficina? —preguntó Víctor sobresaltado.

—¿De la oficina? La pasta estaba encima de la mesa. Lo estaban contando.

—¿Has sido tú? —dijo Kelp—. Lo he leído en el periódico.

Dortmunder también lo había leído.

—¿Qué tipo de cerraduras ha abierto usted? —le preguntó.

—Ninguna. No era un trabajo de ese tipo.

—¿Está usted hablando de Foley Square? —dijo Víctor que seguía tratando de entender.

Esta vez Herman lo miró claramente de mala manera y con algo de hostilidad.

—Pero si ésa es la dirección del F.B.I....

—De la Oficina —rectificó Víctor.

—Déjalo para luego, Víctor —intervino Kelp—. Estás creando una confusión.

—No hay ninguna recaudación en la Oficina. Lo sé de sobra. Trabajé allí durante veintiún meses.

Herman se había puesto de pie y había tirado su silla.

—¿Qué pasa aquí?

—No hay problema —dijo Kelp con presteza en tono tranquilizador. (Movía las manos con gesto apaciguador) —No hay problema. Lo echaron.

Herman, con desconfianza, trataba de mirar en todas direcciones a la vez. Sus ojos casi se cruzaban.

—Si es una trampa... —empezó a decir.

—Lo echaron —insistió Kelp— ¿Verdad Víctor?

—Pues bueno —dijo Víctor— nos pusimos más o menos de acuerdo por no estar de acuerdo. No me echaron exactamente. No fue así precisamente.

Herman dirigía la mirada de nuevo hacia Víctor.

—¿Quiere decir que fue un problema político?

—Algo así —dijo Kelp antes de que Víctor pudiera decir nada—. Sí, era un problema político ¿verdad Víctor?

—Ehhh, buenooo, sí. Algo así.. Sí, supongo que se puede definir así.

Herman se encogió de hombros para acomodar la chaqueta. Luego se volvió a sentar con una sonrisa de alivio.

—Pasé miedo por un momento —dijo.

Los nervios de Dortmunder estaban pasando una ruda prueba. Ahora todos sonreían. Murch salaba de nuevo su cerveza.

—Lo que necesitamos para este trabajo —dijo—, es alguien que abra la caja fuerte.

—Es mi especialidad —respondió Herman—. Ayer por la noche fui a ayudar, a echar una mano, vaya, pero lo mío son las cajas fuertes.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo el Supermercado Popular de Sutter Avenue hace unas tres semanas. La agencia matrimonial de Sutter Avenue dos semanas antes. La caja fuerte de “Smilin Sam Tahachapee”, detrás del bar del Cinco de Noviembre en Linden Boulevard, dos días antes. La caja fuerte del hotel “Balmy Breeze” en Atlantic City durante la asamblea de los Congresistas jubilados la semana antes. El...

—Tú no necesitas trabajo —dijo Kelp con respeto—. Tienes más del que necesitas.

—Sin hablar de la pasta —añadió Murch.

Herman negó con la cabeza e hizo un gesto de amargura.

—La verdad es que estoy sin un céntimo. Necesito urgentemente dar un golpe.

—Debe ser usted muy gastizo —dijo Dortmunder.

—Todo lo que les he contado fueron atracos para el Movimiento. Yo no me quedo con nada.

Esta vez Víctor fue el único que lo entendió.

—¡Ah! —dijo—. Usted los ayuda a financiar sus campañas.

—Como las del programa “desayuno gratis”, ya —respondió Herman.

—Espera un segundo —dijo Kelp—. Son trabajos para el Movimiento y tú no te quedas con dinero. ¿Qué quiere decir exactamente eso de trabajos para el movimiento? ¿Ejercicios? ¿Devuelven luego la pasta?

—Da el dinero a la organización —explicó Víctor —¿A qué movimiento pertenece usted? —preguntó dulcemente a Herman.

—A uno de ellos —se volvió hacia Kelp—. No soy yo quien organiza los golpes. Esa gente en quién creo... (echó una ojeada a Víctor) y que a tu sobrino le gustaría tanto conocer, los preparan y designan al grupo que realizará el trabajo. Es lo que nosotros llamamos “liberar” dinero.

—Para mí es todo lo contrario —dijo Kelp—, yo llamo a eso “capturar” dinero.

—¿Hace cuanto tiempo que no da un golpe por su cuenta?

—Poco más o menos un año. El último fue un banco de Saint-Louis.

—¿Con qué equipo?

—Stan Devers y Mort Kobler. De chófer iba George Cathcart.

—Conozco a George —dijo Kelp.

Dortmunder conocía a Kobler.

—Perfecto.

—Y ahora —dijo Herman—, hablemos un poco de vosotros, chicos. No de lo que habéis hecho, para eso me fío de Kelp, sino de lo que queréis hacer.

Dortmunder inspiró profundamente. Estaba temiendo este momento.

—Vamos a robar un banco —soltó.

Herman pareció sorprendido.

—¿Atracar un banco?

—Robar un banco —se volvió hacia Kelp—. Explícaselo tú.

Y Kelp se lo contó. Al principio Herman esbozó una sonrisa como cuando se empieza a escuchar una historia que ya se sabe cómo acaba. Luego, durante unos momentos, se preguntó si no habría aterrizado en un manicomio. Y finalmente pareció interesado, incluso seducido por la idea.

—Entonces no tendré que preocuparme por el tiempo —señaló finalmente—. Incluso podré trabajar a pleno día si quiero.

—Claro —dijo Kelp.

Herman asintió con la cabeza y miró a Dortmunder.

—¿Por qué todavía no es un proyecto decidido?

—Porque todavía no hemos encontrado un lugar para esconderlo. Y también hay que conseguir las ruedas.

—Yo me ocuparé de ello —dijo Murch (estaba radiante)—. ¡Vamos a liberar un banco entero!

—Vamos a capturar un banco entero —corrigió Kelp.

—Viene a ser lo mismo —le contestó Herman—. Créeme, viene a ser lo mismo.