CAPÍTULO XXI

—¡Los oigo llegar! —dijo mamá Murch a las dos y cinco, antes de correr al coche a buscar el collarín.

Casi no había acabado de ajustárselo cuando los faros aparecieron por el extremo del estadio. El tractor y el banco atravesaron el terreno de football y se pararon sobre el hule protector. Herman, Víctor y May estaban preparados con todo el equipo. El estadio del instituto estaba abierto por un lado; era, pues, accesible y estaba vacío a esas horas de la noche. Las gradas, en tres de los lados, y el edificio del instituto más allá del lado abierto, los ponían a resguardo de las miradas curiosas de la vecindad.

Murch acababa de apagar el motor cuando Víctor instaló la escalera en la parte trasera de la caravana. Herman subió los peldaños, con el rodillo en una mano y el bote de pintura en la otra. Durante ese tiempo, May y mamá Murch se habían puesto a cubrir de periódicos y papeles las partes que no había que pintar: ventanas, cromados, manillas de puerta.

Otros rodillos, otras escaleras y otros botes de pintura fueron apareciendo. Mientras que Víctor y Murch ayudaban a las mujeres a proteger los laterales de la caravana, Kelp y Dortmunder empezaron a pintar. Utilizaban pintura al temple verde pálido. De esa que escoge la gente para pintar el salón y que se quita con agua. Era lo más rápido y lo más fácil de usar. Con una capa bastaría. Y secaba rápidamente. Sobre todo al aire libre.

En cinco minutos el banco dejó de serlo. Había desaparecido el “Vean cómo crecemos”, que se habría quedado en algún lugar del camino y ahora era de un bonito color verde en vez de azul y blanco. También llevaba una matrícula de Michigan especial-caravanas. Murch arrancó y quitó el hule que fue doblado y guardado en el camión de la empresa de pinturas robado aquella misma tarde. Las escaleras, rodillos y botes de pintura también se guardaron allí. Luego May y mamá Murch, con los brazos llenos de paquetes, subieron a la caravana en compañía de Herman y Dortmunder. Kelp se fue en el camión de pintura, seguido por Víctor en el Packard. Víctor había llevado hasta allí a las dos mujeres y llevaría a Kelp una vez que éste se hubiera desembarazado del camión.

Murch, ahora solo en la cabina, dio media vuelta y salió del terreno de football. Como ya no había urgencia y su mamá y otras personas estaban en la parte trasera, condujo más lentamente y con mayor prudencia.

En la caravana, May colgaba de las ventanas los visillos que había estado cosiendo toda la semana. Mamá Murch sostenía las linternas que eran su única iluminación. Dortmunder arreglaba un poco el desorden que había y Herman, agachado delante de la caja fuerte, la examinaba atentamente.

—Hummmmmmmm —dijo.

No parecía contento.