CAPÍTULO XXII
—Un banco no desaparece así como así —dijo el capitán Deemer.
—No, señor —respondió el teniente Hepplewhite.
El capitán abrió los brazos y agitó las manos.
—¡No se evapora solo!
—No, señor —dijo el teniente Hepplewhite.
—Entonces, tenemos que ser capaces de encontrarlo, teniente.
—Sí, señor.
Estaban solos en el despacho del capitán. Ya se había puesto en marcha una operación de gran envergadura de busca y captura del banco, con todos los coches y hombres disponibles de la policía de Nassau y de Suffolk. Se había alertado también a la policía de Queens y Brooklyn, incluso de Nueva York. Cada calle, cada carretera y cada autopista en veinte kilómetros a la redonda de la ciudad estaban vigilados. No había ninguna salida de Long Island excepto por la ciudad de Nueva York. Ningún puente, ningún túnel, nada. Los ferris de Port Jefferson y de Orient Point con destino a Connecticut no funcionaban por la noche y estarían vigilados desde su hora de apertura la mañana siguiente. La policía local y las autoridades de todos los puertos de la isla suficientemente grandes como para albergar un barco que contuviera una caravana también habían sido prevenidos y estaban en estado de alerta. También el aeropuerto MacArhur estaba vigilado.
—Están acorralados —anunció el capitán Deemer en tono amenazador juntando lentamente las dos manos como para estrangular a alguien.
—Sí, señor —dijo el teniente Hepplewhite.
—Ahora sólo tenemos que estrechar el cerco.
El capitán apretó una mano contra otra y las torció como para retorcerle el pescuezo a un pollo. El teniente Hepplewhite se estremeció.
—Sí, señor.
—Y atrapar a esos cabrones que me despertaron en plena noche —prosiguió el capitán Deemer moviendo la cabeza.
—Sí, señor —susurró el teniente Hepplewhite con una pálida sonrisa, pues había sido él el que había sacado al capitán de la cama.
No pudo hacer de otro modo y el teniente sabía que el capitán no lo culparía. De todas formas, el teniente se había puesto muy nervioso al tener que despertar al capitán y todavía no se había calmado.
El teniente y el capitán eran distintos casi en todo. El teniente era joven, delgado, indeciso, tranquilo y amante de la lectura. El capitán andaba por los cincuenta años, corpulento, cabeza de toro, vociferante e inculto. Pero tenían algo en común: a ninguno de ellos les gustaban los problemas. Era para lo único que utilizaban el mismo lenguaje.
—Quiero que todo esté tranquilo, señores —decía el capitán a sus hombres cuando los reunía por las mañanas.
—Esperemos que todo esté tranquilo para que no tengamos que despertar al capitán —decía el teniente por la noche.
Ambos estaban en contra de la corrupción policial porque podía contribuir a poner en peligro la tranquilidad. Si hubieran querido movimiento y acción, Nueva York estaba ahí cerca y siempre andaban faltos de personal.
Pero aquella noche iban a tener acción y movimiento, les gustase o no.
El capitán se volvió y fue hasta un plano de la isla murmurando:
—Por suerte estaba en casa.
—¿Señor?
—Nada de importancia, teniente.
—Sí, señor.
El teléfono sonó.
—Responda, teniente.
—Sí, señor.
De pie al lado de la mesa (no se atrevía a sentarse en presencia del capitán) Hepplewhite habló brevemente por el aparato, luego se volvió hacia Deemer.
—Capitán, la gente del banco está aquí.
—Que entren.
El capitán seguía mirando para el plano. Movía los labios silenciosamente. Parecía decir “estrechar el cerco”
Los tres hombres que entraron en el despacho formaban un grupo heterogéneo como si hubieran sido escogidos estadísticamente para representar tres tipos de la sociedad americana. Resultaba difícil imaginarlos en relación unos con otros.
El primero era corpulento, distinguido, canoso. Llevaba un traje negro, una corbata estrecha muy clásica y una cartera de documentos negra. Del bolsillo superior de su americana sobresalían gruesos puros. Cincuenta y cinco años, aspecto próspero, acostumbrado a mandar.
El segundo, bajito y rechoncho, llevaba una chaqueta de sport beige, pantalón marrón oscuro y pajarita. Tenía el pelo rubio cortado a cepillo, gafas de montura de hueso, coderas de cuero y un maletín marrón. Unos cuarenta años y el aspecto pensativo y competente de un técnico.
El tercero, muy alto y delgado, llevaba el pelo por los hombros, anchas patillas, bigote de sheriff y tenía poco más de veinticinco años. Estaba vestido con un polo amarillo, vaqueros desteñidos y zapatos de tenis blancos. Agitaba una bolsa de tela gris, del tipo de las que usan los fontaneros, que repiqueteó cuando la dejó encima de una silla. Sonreía sin parar y no dejaba de moverse, como llevado por una música interior.
El hombre corpulento miró a su alrededor con una sonrisa titubeante.
—¿Capitán Deemer?
El capitán se quedó al lado del mapa pero levantó los ojos.
—Soy yo.
—Soy George Gelding, del B.C.I.
—El capitán frunció el ceño como enfadado.
—¿Del B. qué?
—Del Banco de Capitalistas e Inmigrantes. El banco que han perdido ustedes.
Como alcanzado por una flecha en medio del corazón, el capitán emitió un gruñido y bajó la cabeza como un toro a punto de embestir.
Gelding señaló al hombre de la pajarita y las coderas.
—Éste el Sr. Albert Docent, de la compañía que nos ha proporcionado la caja fuerte para la sucursal en cuestión.
Deemer y Docent intercambiaron un breve saludo, preñado de amargura por parte del capitán, y acompañado de una sonrisa soñadora por parte del experto en cajas fuertes.
—Y éste —dijo Gelding señalando el joven de pelo largo—, es el sr. Gary Wallah, de la sociedad Roamérica, la empresa que nos ha alquilado la caravana donde hemos instalado provisionalmente los despachos de la agencia.
—La casa móvil —rectificó Wallah.
Sonrió y movió la cabeza comprensivamente.
—Móvil es lo menos que se pueda decir —dijo Gelding volviéndose hacia el capitán—. Hemos venido para proporcionarles todas las informaciones o detalles técnicos que puedan serles útiles.
—Gracias.
—Y para preguntarles si hay alguna novedad.
—Están acorralados —dijo el capitán con tono siniestro.
—¿De verdad? —dijo Gelding cuya sonrisa se ensanchó (dio un paso hacia adelante)—. ¿Dónde?
—Aquí —dijo el capitán golpeando el mapa con el dorso de su mano carnosa—. Es una simple cuestión de tiempo.
—¿Entonces no sabe con exactitud dónde se encuentran?
—Están en la isla.
—¿Pero ignora dónde?
—¡No es más que una cuestión de tiempo!
—Hay aproximadamente ciento sesenta kilómetros —dijo Gelding sin molestarse por moderar el tono de voz—, entre Nueva York y Montauk Point pasando por Long Island. La isla tiene treinta y cinco kilómetros de ancho. Es mayor que Rhode Island. ¿Es ése el lugar en el que pretende tenerlos acorralados?
Por efecto de la tensión el ojo izquierdo del capitán tenía tendencia a cerrarse, luego a abrirse, para volverse a cerrar lentamente, abrirse de nuevo y así sucesivamente. Parecía que hacía guiños y, en su juventud, había ligado con más de una chica por ello. Incluso ahora le seguía dando resultado, pero no había nenas entre la concurrencia.
—Lo que ocurre —dijo el capitán al banquero—, es que no pueden salir de la isla. Es grande, vale, pero tarde o temprano cubriremos todo el territorio.
—¿Qué ha hecho hasta el momento?
—Hasta mañana por la mañana no podemos hacer más que patrullar las carreteras y tratar de encontrarlos antes de que camuflen la caravana.
—Son casi las tres de la mañana y hace más de una hora que han robado el banco. Sin duda ya lo han camuflado.
—Es posible. En cuanto amanezca intensificaremos la búsqueda. Iremos a todos los garajes viejos, a todas las fábricas abandonadas y a todos los edificios vacíos de la isla. Registraremos todos los callejones sin salida, peinaremos todos los bosques.
—Capitán, me está hablando usted de una operación que tardará un mes en realizarse.
—No, señor Gelding, nada de eso. Por la mañana contaremos con la ayuda de los scouts, de los bomberos y de otras organizaciones locales de toda la isla. Utilizaremos la misma gente y la misma técnica que para encontrar un niño desaparecido.
—De todas formas el banco es más llamativo que un niño —replicó Gelding con tono glacial.
—Más a nuestro favor. También contaremos con la ayuda de la aviación civil para sobrevolar la zona.
—¿Para sobrevolar la zona?
Gelding parecía desconcertado.
—Le estoy diciendo que están acorralados —dijo el capitán (elevaba el tono de voz a medida que su párpado izquierdo se cerraba) —¡Y le estoy diciendo que no es más que una cuestión de tiempo estrechar el cerco!
Volvió a repetir el gesto de retorcerle el pescuezo a un pollo y el teniente Hepplewhite, que permanecía en su rincón sin decir nada, se estremeció de nuevo.
—Perfecto —soltó Gelding con los labios apretados—. Vistas las circunstancias, debo admitir que parece que está usted haciendo todo lo posible.
—Todo —aprobó el capitán (dirigió la atención hacia Gary Wallah, el joven de la empresa de las caravanas. El esfuerzo de tener que tratar como un igual a un individuo del aspecto de Gary Wallah hizo que el capitán hundiera la cabeza entre los hombros y que su párpado izquierdo se agitara como una bandera ondeando al viento)—. Hábleme de ese remolque —dijo.
Y, a pesar de sus buenos propósitos, las palabras le salieron como un gruñido, como si hubiera ordenado “¡Manos arriba, muchacho!”. Nunca se mostraba descortés cuando iba de uniforme.
—Casa móvil —corrigió Wallah—. No remolque. Un remolque es un artefacto provisto de ruedas que se alquila cuando se quiere trasladar una nevera. Pero aquí se trata de una casa móvil.
—Llámelo Boeing 747 si quiere, muchacho —dijo el capitán sin preocuparse por disimular la irritación que dejaba traslucir su voz—. Me da lo mismo. Lo que quiero es que me lo describa.
Wallah guardó silencio unos segundos, luego miró alrededor esbozando una sonrisa. Por fin asintió con la cabeza.
—De acuerdo. He venido para cooperar, cooperemos.
El capitán Deemer se tragó con firmeza las réplicas que se le vinieron a la boca. Recordó que no tenía ninguna gana de pelearse con todo el mundo. Y esperó, conteniendo la impaciencia, que aquel maldito hippy, inútil, drogadicto, cabrón, bastardo, rojo, irrespetuoso, dijera lo que tenía que decir.
—Lo que Roamérica ha alquilado al banco es una versión modificada de nuestro modelo Remuda —empezó Wallah con tono neutro—. Mide quince metros de largo y cuatro de ancho y está concebido como casa de dos o tres habitaciones, de estilos diferentes, pero generalmente western o colonial. En este caso particular, el modelo ha sido entregado sin tabiques interiores y sin el equipamiento habitual de cocina. El cuarto de baño sí ha sido instalado. Pero sólo los sanitarios, sin revestimiento mural ni decoración. Las modificaciones efectuadas en la fábrica han consistido en la instalación de un sistema de alarma antirrobo en las paredes, el suelo y el techo. También se ha reforzado el suelo en la parte posterior. ¿Es esto lo que quiere saber, Capi?
En lugar de contestar directamente, el capitán Deemer miró al teniente para ver si estaba tomando nota de todo, tal como se suponía que debía hacer. Estaba tomando nota pero no como debía hacer. En vez de estar sentado en la mesa como una persona normal, estaba escribiendo de pie, doblado, allí a su lado.
—Maldita sea, teniente —dijo el capitán—, siéntese antes de que le salga joroba.
—Sí, señor.
El teniente se sentó en la silla y miró atentamente a Wallah.
—¿Lo ha anotado todo? —dijo el capitán.
—Sí, señor.
—Bien, sigamos.
Wallah enarcó una ceja y un lado de su bigote.
—Siga —dijo el capitán en tono malhumorado.
—No hay mucho más que decir. Nuestro modelo está provisto de instalación eléctrica que debe ser conectada a la red comercial regular. Hay calefacción eléctrica. Los sanitarios son adaptables a todos los sistemas de fontanería locales. Roamérica ha entregado el modelo en plaza, conectado la electricidad, el agua, los desagües, el sistema de alarma, ha quitado las ruedas, ha dejado colocado el...
—¿Quitado las ruedas?
El ojo izquierdo del capitán estaba ahora cerrado del todo, quizá de verdad.
—Claro —dijo Wallah—. Es lo que se hace siempre cuando...
—¿Me quiere decir que esa maldita caravana no tiene ruedas?
—Casa móvil. Y naturalmente...
—¡Caravana! —chilló el capitán—. ¡Caravana! ¡Caravana de mierda! ¿Y cómo coño han hecho para llevársela si no tenía las malditas ruedas?
Nadie respondió. En medio de la habitación, con la cabeza hundida entre los hombros, el capitán jadeaba como un toro cuando la cuadrilla del torero ha acabado con él, el ojo izquierdo seguía cerrado, quizá para siempre, y el párpado derecho empezaba a moverse.
El teniente Hepplewhite carraspeó. Todos se sobresaltaron como si hubiera explotado una granada y todas las miradas se dirigieron a él.
—¿Helicóptero? —sugirió con un hilo de voz.
Siguieron mirándolo. Lentamente pasaron algunos segundos.
—Repita eso, Hepplewhite —dijo finalmente el capitán.
—Helicóptero, señor—repitió Hepplewhite con el mismo hilo de voz. Luego, titubeando, pero decidido a todo, añadió—: Se me acaba de ocurrir que pudieron coger un helicóptero, bajaron, pasaron cuerdas alrededor del banco y....
El ojo válido del capitán centelleó.
—Y lo sacaron de la isla —remató.
—Demasiado pesado —dijo Wallah (abrió su bolsa de fontanero de tela gris y sacó un modelo reducido de caravana)—. Éste es nuestro modelo Remuda a escala reducida. No olvide que mide quince metros de largo. Éste es rosa y blanco mientras que el banco robado es azul y blanco.
—Ya veo los colores —graznó el capitán—. ¿Está seguro que pesa demasiado?
—No tengo ninguna duda.
—La duda la tengo yo —insistió el capitán, que había cogido el juguete y lo pasaba irritado de una mano a otra—. Teniente, telefonee a la base militar y pregunte qué piensan de la posibilidad de un helicóptero.
—Sí, señor.
—Y póngase en contacto con los hombres que han ido al lugar del robo. Que despierten al vecindario para saber si oyeron pasar un helicóptero por la noche.
—Demasiado pesado, sin la menor duda —dijo Wallah—. Demasiado largo y difícil de manejar. Imposible.
—Ahora lo sabremos —respondió el capitán—. Tenga, coja este maldito chisme.
Wallah recuperó el modelo reducido.
—Pensé que le interesaría.
—El que me interesa es el de verdad.
—Justamente —dijo Gelding el banquero.
El teniente Hepplewhite murmuraba por teléfono.
—Bueno, si no se lo han llevado en helicóptero —siguió diciendo el capitán—, ¿cómo se lo han llevado? ¿Dónde están las ruedas que le han quitado ustedes?
—En el depósito, en la fábrica de Brooklyn.
—¿Está seguro de que siguen allí?
—No.
El capitán le dirigió todo el voltaje de su ojo bueno.
—¿No está seguro de que sigan allí?
—No he ido a comprobarlo. Pero no son las únicas del mundo. Ruedas pueden encontrarse en cualquier lugar.
—Perdone, señor Wallah —dijo el teniente Hepplewhite.
Wallah lo miró sorprendido y divertido. Probablemente porque lo llamaba señor.
—El sargento quiere hablar con usted.
—Claro. —cogió el aparato de la mano de Hepplewhite y se lo llevó a la oreja. Todos lo miraban—. ¿Qué pasa, colega?
El capitán se desentendió visiblemente de la conversación y, mientras el teniente contestaba otro teléfono que se había puesto a sonar bruscamente, se dirigió a Gelding:
—No se preocupe. No importa los métodos que hayan empleado. Los cogeremos. No se puede robar un banco entero y esperar salir con bien.
—Espero que no.
—¿Señor?
El capitán dirigió una mirada recelosa hacia el teniente.
—¿Qué pasa ahora?
—Señor, el banco estaba sobre una base de bloques de cemento. Nuestros hombres han encontrado goma encima.
—Goma encima.
—Sí, señor.
—Y han considerado importante señalarlo.
El teniente parpadeó. Seguía con el teléfono en la mano. Gary Wallah seguía hablando con el sargento por el otro teléfono.
—Sí, señor.
El capitán movió la cabeza e hizo una profunda inspiración.
—Deles las gracias.
Luego se volvió hacia Albert Docent, el representante de la fábrica de cajas fuertes que todavía no había abierto la boca.
—¿Y qué buenas nuevas nos trae usted?
—Van a tener dificultades con esa caja fuerte —dijo Docent.
Por encima de la pajarita su expresión era franca, amable e inteligente.
El ojo izquierdo del capitán hizo un ligero guiño, como queriendo abrirse. Casi estuvo a punto de sonreír.
—¿De verdad?
—El sargento quiere hablar con uno de vosotros, muchachos —dijo Wallah tendiendo el aparato a Deemer y Hepplewhite sin hacer preferencias.
—Cójalo, teniente.
—Sí, señor.
Una vez más todos se pusieron a escuchar y a observar a Hepplewhite hablando con el sargento. Por su parte la conversación se limitaba a “¡Humm!” y “Correcto” pero el auditorio seguía no obstante pendiente de sus labios. Por fin colgó.
—Es imposible con un helicóptero —anunció.
—¿Están seguros? ¿Completamente seguros?
—Sí, señor.
—Bueno, entonces están todavía en la isla como había dicho yo. —se volvió hacia Docent—: ¿Decía algo?
—Decía que esa caja fuerte es un hueso duro de roer. Es una de nuestras cajas fuertes más modernas, fabricada con metales resistentes al calor y a los golpes. Utilizamos los últimos descubrimientos de la guerra de Vietnam. Es una de las ventajas que las ironías de la historia nos ha proporcionado de esta desgraciada...
—Escupe ya —dijo Gary Wallah.
Docent se volvió hacia él, enérgico pero educado.
—Digo simplemente que esta investigación ha sido estimulada por...
—Escupe, hombre, escupe.
—Conozco sus posiciones y, además, no estoy en completo desacuerdo con...
—Escupe, amigo.
—En estos momentos —dijo Gelding atrayendo la atención de todos y con la cara muy roja —en que personas o personas desconocidas han robado una sucursal del banco de Capitalistas e Inmigrantes y nuestros valientes muchachos están haciendo todo lo posible para proteger los derechos....
—Escupe.
—Hay mucho que decir por ambas partes, pero la cuestión es: Veo aquellos ataúdes envueltos en banderas, oigo....
—Escupe.
El capitán Deemer los miraba por la rendija que quedaba en su ojo derecho. Un enérgico ¡silencio! podría llamar su atención, ya que estaban hablando al mismo tiempo. Pero ¿quería realmente que se callaran? Si dejaban de discutir entre ellos, se pondrían a hablar con él de nuevo y no estaba seguro de desearlo.
En medio de la discusión el teléfono empezó a sonar. El capitán Deemer se fijó en que el teniente Hepplewhite contestaba pero no prestó ninguna atención. Más goma o algo así, supuso, esta vez en las orejas de sus hombres.
Pero Hepplewhite se puso a gritar:
—¡Alguien lo ha visto!
Y la discusión cesó de repente como si alguien hubiera pulsado el interruptor de una radio. Todos, incluso el capitán, miraron para Hepplewhite, sentado en la mesa, el teléfono en la mano, que sonreía animado y con cara de felicidad.
—¿Qué más? ¿Qué más? —inquirió Gelding.
—Un camarero que estaba cerrando —dijo Hepplewhite—. Lo vio pasar hacia las dos menos cuarto. Parece ser que iba a toda pastilla. Iba remolcado por un gran tractor.
—¿Las dos menos cuarto? —repitió el capitán—. ¿Por qué no nos han avisado antes?
—No pensó en ello. Vive en Queens y lo paró una de las barreras de carretera. Fue allí donde se dio cuenta e informó.
—¿Dónde fue eso?
—En Unión Turnpike. Pusieron allí una barrera y...
—No —dijo el capitán conteniendo su impaciencia—. ¿Dónde ha visto el banco?
—¡Ah!, en Cold Spring.
Cold Spring. Cold Spring —el capitán se precipitó hacia el mapa y encontró Cold Spring—. Justo en el límite de la región. No quieren salir de la isla. Se dirigen hacia el otro lado, hacia Huntington (giró sobre sus talones).
—Teniente, transmita inmediatamente a todas las patrullas: visto por última vez a la una cuarenta y cinco en las cercanías de Cold Spring.
—Sí, señor.
Hepplewhite habló brevemente por teléfono, luego marcó el número de la sala de transmisiones.
—Parece usted contento, capitán —dijo Gelding—. Es buena señal ¿verdad?
—La mejor por el momento. Si pudiéramos echarles el guante antes de que hayan abierto la caja fuerte y abandonado el banco...
—En mi opinión, no tiene que preocuparse demasiado por eso, capitán —dijo Albert Docent.
Al calor de la discusión su pajarita se había desviado un poco pero, ahora que había recuperado la calma, la había puesto de nuevo en su lugar.
El capitán Deemer lo miró.
—¿Por qué?
—Estaba hablándole de los progresos que hemos hecho en la construcción de las cajas fuertes —echó una mirada a Wallah que no abrió la boca. Teniendo en cuenta los procedimientos capaces de abrir la caja sin destruir su contenido (nitroglicerina, ácido, láser, perforadora o cualquier otro equipo del arsenal de los atracadores) necesitarán al menos veinticuatro horas para forzarla.
Una amplia sonrisa apareció en la cara del capitán Deemer.
—Capitán —llamó el teniente con voz excitada.
El capitán dirigió su resplandeciente mirada hacia él.
—¿Sí, Hepplewhite?
—Han encontrado a los siete vigilantes.
—¿Ah sí? ¿Dónde?
—Dormidos, en Woodbury Road.
El capitán inició el gesto de dirigirse hacia el mapa, pero se interrumpió y frunció el ceño.
—¿Dormidos?
—Sí, señor. En Woodbury Road. En una zanja al lado de la carretera.
El capitán Deemer miró a Albert Docent.
—¿Sabe?, vamos a necesitar esas veinticuatro horas.