Todos conocemos esa sensación. Empiezas a desarrollar una nueva habilidad, progresas rápidamente durante un tiempo y entonces, de repente… se produce un parón. A esos períodos se los conoce como «mesetas». Yo llegué a una recientemente; de hecho, poco después de que mi familia y yo compráramos una mesa de ping-pong. Durante algunos meses mejoraba cada vez que jugaba. Entonces, de pronto, el progreso se detuvo. Aquello era un problema, porque mi hijo adolescente, que no había llegado a la misma meseta, empezó a darme palizas cuando jugábamos. Al principio nuestros resultados habían sido bastante ajustados, pero pronto comencé a perder 21 a 10, o 21 a 8. ¿Qué me estaba ocurriendo?
Las mesetas se producen cuando nuestro cerebro alcanza un nivel de automatismo, dicho de otro modo, cuando somos capaces de poner en práctica una habilidad con piloto automático, sin que intervenga el pensamiento consciente. A nuestro cerebro le encantan los pilotos automáticos, porque en la mayoría de las situaciones resultan bastante prácticos. Nos permiten mascar chicle, caminar y montar en bicicleta sin tener que pensar en lo que hacemos, liberando nuestra mente y dejándola libre para tareas más importantes. Sin embargo, cuando de lo que se trata es de talento, el piloto automático se convierte en un enemigo, porque genera mesetas.
Las investigaciones realizadas por el doctor K. Anders Ericsson, profesor de psicología de la Universidad Estatal de Florida y coeditor de The Cambridge Handbook of Expertise and Expert Performance, demuestran que la mejor manera de dejar atrás una meseta es salir uno mismo de ella; modificar los métodos de práctica para quitar el piloto automático y reconstruir una red más rápida y mejor. Una manera de conseguirlo es acelerar las cosas, obligarte a ti mismo a hacer la misma tarea más deprisa de lo que la harías normalmente. También puedes optar por lo contrario: ir tan despacio que se pongan de manifiesto errores que previamente te habían pasado desapercibidos. O puedes repetir la tarea en orden inverso, de arriba abajo, o de dentro afuera… No importa qué técnica uses, siempre y cuando encuentres la manera de desactivar tu piloto automático y alcanzar el punto óptimo.
En mi caso concreto, resultó que nuestra mesa de ping-pong podía doblarse por la mitad y colocarse en vertical, creando una especie de pared de frontón, ideal para practicar, así que empecé a jugar solo varios minutos cada día. Al principio me notaba raro y jugaba muy mal: la pelota, que rebotaba un poco más cerca de mí de lo que acostumbraba, volvía tan deprisa que apenas tenía tiempo de devolverla. Pero acabé acostumbrándome y adaptándome a aquel ritmo más rápido. Las partidas contra mi hijo se volvieron mucho más competitivas. E incluso empecé a ganarle de vez en cuando.