Cuando aprendemos a hacer algo nuevo, nuestra tendencia natural es volver a hacerlo, y con rapidez. Se trata de un fenómeno que podríamos denominar «el reflejo del “¡Eh, mira qué bien lo hago!”». Esa tendencia a la velocidad es del todo lógica, pero también puede generar torpeza, sobre todo cuando lo que se practica son habilidades complejas (véase Consejo #8). Sacrificamos la precisión —y un buen resultado a largo plazo— a cambio de una emoción temporal. Así pues, conviene frenar, ir más despacio.
Las prácticas superlentas funcionan como las lupas: nos permiten apreciar nuestros errores con mayor claridad y, de ese modo, solucionarlos. En muchos semilleros de talento recurren a ellas para enseñar habilidades difíciles, desde el Club de Tenis Spartak (donde los alumnos se mueven tan despacio que parecen bailarines) hasta la Septien School of Contemporary Music (donde los intérpretes aprenden temas nuevos cantando muy despacio, nota por nota). Ben Hogan, del que se considera que cuenta, tal vez, con el swing técnicamente más sólido de toda la historia del golf, practicaba a menudo tan despacio que cuando finalmente tocaba la pelota esta se movía apenas dos dedos. Y es que, como suele decirse, lo que importa no es lo deprisa que puedes hacer algo, sino lo despacio que puedes hacerlo bien.