El último de los bogatyrí

Sala domótica de curación de Siberia

Iberia (área euroafricana norte, sector ártico sur)

Julio del 2054

Había descendido sigilosamente desde los conductos de ventilación hasta un cuarto contiguo a la sala en la que se encontraban sus presas. La luz que se filtraba a través del cristal iluminaba lo suficiente para saber que estaba rodeado de estanterías repletas de pequeñas cajas entongadas, bien ordenadas. Aquello no le distrajo de su objetivo. La idea era actuar con premura y destreza para aniquilar a la hembra que vestía de negro y utilizar a la de la bata blanca y pelo pajizo, maniatada y con gesto compungido, para que le indicara la forma de salir del complejo.

Desde su posición, Samuel calculó que si se movía con velocidad podría sorprender a su víctima y, antes de que esta pudiera girarse, clavarle el largo punzón que ya había usado para atravesar el corazón de Yevgueni Khashimov. Esta vez el cuello era el lugar elegido.

Notó cierta agitación interna, pero él se sabía un diestro cazador.

Un depredador infalible.

Con el brazo que tenía dañado empujó lentamente la puerta y de forma progresiva hasta que se abrió lo suficiente para poder intervenir.

Máximo sigilo.

Determinación absoluta.

A unos centímetros de hundir el punzón en la carne de la hembra, esta flexionó las rodillas y en un fugaz movimiento contorsionó su tronco y extendió el brazo hacia atrás.

El sonido de sus cuchillas cortando el aire fue lo penúltimo que pudo escuchar aquel duende de proporciones desproporcionadas. Lo último fue la voz de la que iba a ser su primera presa al tiempo que trataba inútilmente de evitar que la sangre se escapara a borbotones por aquellos profundos y letales tajos.

—Duendes, siempre tan torpes y escandalosos —juzgó Bào.

Sala acristalada del puesto de mando de Siberia

El cansancio estaba haciendo mella en la capacidad verbal de Erika. Había relatado que, como bogatyr, ella respondía solo a las órdenes de Anatoliy Sokolov, Tolya, y que fue activada al empezar a sospechar que se estaba manejando información importante dentro de casa que quedaba fuera del alcance de Khimera. Cuando le preguntaron sobre el destino que había seguido el tercero y último de los bogatyrí, les hizo entender que era una información que no podía facilitarles, pero que estaba fuera de servicio desde que perdieron la pista de Koschéi.

Alcanzado el punto donde tocaba evaluar la situación y dar los siguientes pasos, Rusalka se vio en la necesidad de tomar asiento.

«Relevo» era la palabra que con más fuerza revoloteaba en la cabeza de Erika Lopategui, aunque todavía seguía tratando de vislumbrar la forma de abordar un asunto más comprometido aún. Antes de retomar el discurso, Erika empeñó unos instantes en examinar aquel aforo. Durante aquellas casi dos horas, había notado cómo se resquebrajaba el armazón de desconfianza que envolvía al científico noruego, que la expresión reticente de la líder revolucionaria se transformaba en fascinación y que la periodista sonreía satisfecha repasando mentalmente el reportaje que la llevaría en volandas a alcanzar el prestigio de la comunidad periodística.

Aquellas buenas sensaciones se veían reflejadas en el laxo semblante de Mantas Kleiza.

—Señores, ahora procede escucharles a ustedes. Ya conocen los hechos tal y como ocurrieron, y ha llegado el momento de que decidan si quieren o no ser partícipes del futuro de nuestra organización.

—Por favor, sea más concreta con cada uno de nosotros —pidió Petra Toivonen.

Erika asintió. Empezó por quien tenía más claro cuál iba a ser su postura: Patricia Jones.

—Usted será nuestro altavoz y nuestra linterna. Uno de nuestros errores fue operar desde la sombra de la clandestinidad o, dicho de otra forma, dando la espalda al mundo que pretendíamos rescatar. En adelante tenemos que mostrarnos como somos y ser accesibles. Tiene que contar nuestra historia bien alto e iluminar todos nuestros rincones.

La periodista no se lo pensó:

—Pueden contar con esta galesa. Le aseguro que no voy a dejar a nadie indiferente con mi reportaje.

Erika se lo agradeció con una mueca de complicidad.

—Señora Toivonen, este cuerpo necesita descansar. Llevo años buscando a la persona que pueda retomar nuestra misión. Usted lucha por los mismos principios por los que nació Khimera, pero con menos recursos y con valores distintos, más nobles, más puros. No tengo duda alguna: usted es esa persona. Fusionemos los principios de su organización con nuestros recursos. Lidere el Movimiento de Oposición Civil desde la seguridad de Siberia mientras siga siendo necesario y yo le aseguro que, no tardando mucho, cambiará las armas por las herramientas de construcción. Además, podrá contar como hasta ahora con la inestimable ayuda de Frederik. Solo le pido que confíe en mí.

Petra Toivonen no supo qué decir porque no era del todo necesario.

Erika supo leer la respuesta en la relajada composición de sus rasgos faciales y se sintió ciertamente aliviada, descargada. Luego se concedió unos segundos antes de proseguir.

—Doctor Dahl, precisamos que alguien dé la orientación correcta a nuestra razón de ser: la ciencia. No pretendo que comulgue con mis ideas, pero si de algo estoy segura es de que sus propósitos no tienen nada que ver con los de aquellos que dirigen las grandes corporaciones.

—¿Me está pidiendo que trabaje para ustedes?

—Para la humanidad —corrigió—. Aquí encontrará todo lo que precisa para continuar con su tarea, puede disponer de los recursos que le rodean para alcanzar nuestros objetivos.

—No lo dudo, pero mi deformación técnica y mi idiosincrasia septentrional me exigen conocerlos minuciosamente. Dicho de otra forma, ¿qué se espera de mí? Si esperan que averigüe la fórmula de Perseo debo decirles que no es mi especialidad —se adelantó Ake Dahl.

—Somos conscientes, pero, si todo sale como esperamos, tendremos su composición exacta; además, con su ayuda, yo misma podré ordenar a la Asamblea que lo administre a toda la población.

El noruego arrugó la cara.

—Doctor, la razón por la que le hemos arrastrado hasta aquí no tiene solo que ver con el antídoto de Perséfone.

—Le escucho.

—Necesitamos que complete para nosotros sus investigaciones en transferencia mental.

Nadie se esperaba esa propuesta.

—¿Cree que podría interesarle? —preguntó al noruego.

—Podría —respondió tras escapársele una sonrisa delatora—. Muy bien, ha llegado la hora de que conozcan el plan.

Corredores anexos al puesto de mando de Siberia

Caminaba siguiendo las indicaciones que le proporcionó la doctora Sidorovskaya. Y sin saber muy bien el motivo por el cual decidió respetar su vida, la puso bajo la tutela de Bào, que terminó aceptando el encargo con reticencia y resignación a partes iguales.

Cuando el pasillo se bifurcó, cogió el que desembocaba en el puesto de mando del complejo. Mientras avanzaba con la mirada fija en el fondo tuvo la impresión de que estaba a punto de concluir una etapa de su existencia.

Kai-Xi evitaba dejarse guiar por las emociones; sin embargo, no podía obviar que desde el momento en el que consiguió entrar en Lukomorie algo difícil de etiquetar había ido creciendo dentro de él. Una sensación contradictoria, impropia por novedosa, pero que podía percibir muy alejada del odio. La compasión era una de los cuatro brahmaviharas que llevaban a alcanzar el nirvana, pero Kai-Xi jamás había estrechado la mano a ese amigo desconocido. Definitivamente, un ente extraño que crecía en su interior se había apoderado de su voluntad y le estaba transformando. Era un hecho que se encontraba en plena evolución y estaba empeñado en identificar los porqués.

Casi sin percatarse de que había alcanzado su destino, se asomó con cautela para inspeccionar su entorno. La luz había ganado en intensidad y algo que le resultó familiar le llamó poderosamente la atención. Dejándose aconsejar por su intuición, se encaminó hacia allí.

Se trataba de una sala de reuniones parecida a una gran pecera, como la que había visto en Lukomorie.

Sala acristalada del puesto de mando de Siberia

El plan había caído inicialmente como una losa. Sin embargo, Erika logró ser convincente en un argumento que se cimentaba en luchar contra la Asamblea horadando su poder de forma paulatina. Para lograrlo tenían que atacarla desde fuera y controlarla desde dentro.

¿Y qué mejor forma de hacerlo que ocupando el cargo de presidente?

La operación no era sencilla, pero el premio merecía la pena.

Un ruido repentino y estridente que provenía del exterior originó un crispante silencio en la sala.

Mantas Kleiza desenfundó la Grom-21 y, sin pedir autorización a Rusalka, activó el código para salir a inspeccionar. Recibió la descarga apenas puso un pie fuera de la pecera.

Lo siguiente que vieron fue al doctor Shèng entrando con un arma corta en cada mano.

Todos reaccionaron con estupor excepto Erika, incapaz de salir del bloqueo mental transitorio que le provocó volver a encontrarse con él.

Tras comprobar que el único hombre armado de la sala estaba fuera de combate, el Señor de Asia se mojó la garganta para hablar.

—Lamento tener que interrumpirles, pero no me han dejado opción. Mi nombre es Kai-Xi —dijo muy despacio, remarcando cada palabra, cada sílaba, cada fonema—. He recorrido una larga distancia en busca de respuestas y les aseguro —hizo una pausa para apuntarles a todos con la pistola— que no me marcharé de aquí hasta que alguien satisfaga esta necesidad.

—Entonces dirígete a mí —intervino Erika Lopategui.

—¿Y usted es…?

—Esa no es la pregunta correcta.

El Señor de Asia dio tres pasos hacia ella sin perder de vista al resto de los asistentes. Aquella voz le resultaba cercana, como si nunca la hubiera oído pero siempre la hubiera escuchado.

—Lo que le ha traído hasta aquí no es esa pregunta. Usted ha venido a averiguar quién es.

Kai-Xi ladeó la cabeza.

—¿Y quién soy?

—El último bogatyr —reveló Erika.

El comando de voz cumplió su cometido: activación del sujeto.