Solo se sabe que es dolor cuando duele

Sede de Planet Construction Bank

Distrito corporativo. Cinturón metropolitano principal de Chicago

Cherokee (área americana norte, sector ártico sur)

Julio del 2054

En la estancia gobernaba un silencio sepulcral y a pesar de tener los ojos muy abiertos bajo el agua no veía más que oscuridad. Sumergido íntegramente en su bañera tampoco percibía olor alguno y la temperatura era la que tenía que ser: treinta y siete grados.

Nada le complacía más a Ben Harding que reproducir la atmósfera de un feto en el vientre de la madre para saborear la vida. Inmerso en su propio líquido amniótico encontraba la paz absoluta y su espíritu llevaba tiempo reclamándole a gritos una buena dosis de calma.

Precisaba recuperarse anímicamente del impacto que le había causado la visita virtual que había realizado a las instalaciones principales de NovoGen Bioprinting Corporation en São Paulo. Contra todo pronóstico, las primeras pruebas de la migración habían resultado un éxito y las unidades de memoria externa se habían migrado con una pérdida estimada de menos del cinco por ciento. Sin embargo, lo que más le impresionó fue tenerlo delante, a pesar de que los técnicos y la propia señora Hofmann se lo habían desaconsejado con insistencia.

Él quería verlo.

Necesitaba verlo.

Y allí estaba su recipiente, su nuevo cerebro. Reposaba mayestático en una urna transparente de grafeno T9, flotando en un líquido rosáceo a base de glucosa y proteína que lo alimentaba al tiempo que lo protegía. Creado a partir de sus células madre, hecho a medida, a la espera de ser estrenado. El presidente de la Asamblea permaneció obnubilado ante aquella maravilla de la ingeniería genética y, aunque no podía tocarlo, casi podía sentir la energía vital que manaba del cultivo. Solo formuló una pregunta:

—¿Cuándo?

La responsable del equipo de investigación, la doctora Amanda Lewis, evitó ser condescendiente:

—Muy pronto podremos fijar la fecha para realizar el escaneado completo de su matriz sináptica. En los siguientes simulacros esperamos bajar del cinco por ciento de pérdida durante el trasvase de datos. Somos optimistas, pero aún tenemos que resolver varios procesos importantes, como la conexión de la corteza motora con la médula espinal del huésped. En este punto, he de decirle que no hemos concluido con éxito ninguna de las pruebas realizadas, por lo que no vamos a ser capaces de establecer un plazo preciso y concreto —argumentó.

Benjamin Harding ni siquiera hizo el intento de objetar o presionar a la doctora. Se limitó a asentir con la cabeza mientras escudriñaba, aún arrobado, cada centímetro cuadrado de la superficie de aquel cerebro. Su cerebro.

Recordando con emoción las palabras de Amanda Lewis, notó esa presión en los pulmones consecuencia de la falta de oxígeno, pero se propuso aguantar unos cuantos segundos más. Porque la vida se alimenta del dolor.

«Solo se sabe que es dolor cuando duele».

Ya nadie lo apreciaba. El ser humano no era más que una especie colonizadora con fecha de caducidad cuyo proceso evolutivo se había estancado hacía millones de años. Únicamente una nueva selección natural podría evitar la extinción y conseguir que se produjera el milagro.

Renacer.

Y para ello, alguien debía establecer el rasero, revisar el filtro y ejecutar el proceso. Esa era la tarea que se había encomendado, esa y no otra era su razón de existir y por ello tenía que mantenerse firme. No era una cuestión cuantitativa sino cualitativa, conceptual; y la clave para entenderlo residía en romper con esa falacia aceptada universalmente con el paso de los siglos. Un burdo error que había determinado el declive del Homo sapiens sapiens: el derecho a la vida.

«Nacer no da derecho a vivir; la vida hay que merecerla —verbalizó—. Ni siquiera os percatáis de que ya habéis muerto y os han regalado una segunda vida que no merecéis en este reino de los cielos que es la tierra. Y en mi cielo las normas las pongo yo, miserables».

Benjamin Harding estaba llamado a cambiar la historia de la humanidad y con tal convencimiento se integró en la Congregación de los Hombres Puros. Sin embargo, a pesar de su casi ilimitado poder en las esferas políticas y financieras del globo, la institución era débil. Sus raíces estaban podridas por su propia corrupción, su savia infectada por la ambición desmesurada, por la codicia de lo material. Durante décadas, sus enemigos solo habían sido capaces de cortar algunas de las ramas del árbol, pero él sabía que acabarían talando el tronco. Solo era cuestión de tiempo. Por eso supo anticiparse y durante los años que duró la Guerra de Desvastación Global, preparó el terreno para plantar su propio árbol con la semilla de lo que quedó de la Congregación. Él era el jardinero perfecto y gracias a su experiencia conocía de primera mano los nutrientes que iba a necesitar para que las nuevas raíces arraigaran fuertes y sanas.

Y lo logró.

Con lo que no había contado Benjamin Harding era con la plaga de pulgones que seguía al acecho, una amenaza invisible contra la que no había sido capaz de luchar. Primero Khimera, luego el MOC. Tenía que aplastarlos a todos, exterminarlos, acabar con quienes se habían erigido en defensa de las ideas del pasado, protectores de un sueño imposible. Y para ello necesitaba ampliar el plazo.

Pero ya estaba cerca, muy cerca de comprar tiempo de forma infinita.

El nonagenario sacó la cabeza del agua aspirando con la boca muy abierta. Como en un parto doloroso.

Repitió el proceso siete veces antes de avisar a sus enfermeros para que le ayudaran a salir de la bañera, a secarse y a vestirse con su atuendo de diario: traje de color marrón bellota de corte clásico confeccionado en tweed, chaleco y pajarita a juego, camisa en blanco hueso y zapato de cordón tipo Oxford en piel marrón chocolate. Clásico. Elegante. Ilustre.

En cuanto enfiló el amplio pasillo que desembocaba en su despacho, su UAT le avisó de que tenía una visita no programada. Se trataba de Jonathan Jason Boozer. Benjamin Harding odiaba a aquel tipo de pelo grasiento oriundo de alguna cloaca de Oregón; aunque en realidad siempre había sentido cierta aversión hacia los de la costa oeste. Maldijo amargamente que la familia entera de J. J. Boozer no se hubiera desintegrado como tantas otras durante la lluvia de misiles rusos Bulava-51 que arrasó Portland en el 2038. De momento era útil para alcanzar sus propósitos, pero cuando todo terminara lo pisotearía como la cucaracha insignificante que era.

—Le traigo noticias de nuestros asuntos, presidente —le dijo en cuanto cruzó la puerta.

Escuchar ese «nuestros» provocó que su estómago se contrajera violentamente.

—Las noticias no justifican su presencia en mi casa, señor Boozer.

—Estas sí.

Ben Harding tomó asiento tratando de ocultar la enorme expectación que le suscitó la respuesta de la cucaracha.

—El UAT de nuestro hombre ha dejado de emitir señal. Está dentro.

La emoción apenas le permitió pronunciar las siguientes palabras que salieron de su boca:

—Daré la orden.

13 km al sureste de Lukomorie (Ubangui)

La pareja de libélulas activó los sensores de ondas radioeléctricas, cuyo rango de acción alcanzaba cinco kilómetros. Volaban a una altura de ocho metros sobre el suelo, tejiendo conjuntamente amplios ochos imaginarios para cubrir todo el terreno seleccionado por el operador. Siguiendo las órdenes del guardián de Lukomorie, Olek Opieczonek las había programado para examinar los cuadrantes sur y sureste desde el complejo hasta la sierra de Tochllire, donde se había producido la escaramuza entre moradores.

Kai-Xi y Bào empezaban a notar el cansancio en sus piernas. Habían recorrido a pie unos diez kilómetros en dirección norte siguiendo lo que fue el cauce del río Benue, ahora seco tras la destrucción de la presa. Apenas les quedaba agua y, a pesar de que el día se había extinguido, el calor africano seguía mellando sus reservas energéticas. Cuando dejaron de escuchar la música de las armas, supieron que el concierto se había terminado para los vietnamitas, pero, aun así, Bào quiso corroborarlo conectándose a sus aplicaciones de diagnóstico vital. Ninguna registraba actividad alguna. Calculó que Chong-Duy Liu y Xuan Nguyen habían resistido unos noventa minutos y, al margen de las bajas que hubieran ocasionado en sus perseguidores, estos no parecían haberse percatado de la maniobra de distracción.

A unos trescientos metros a su izquierda, dos solitarios árboles ofrecían un raquítico albergue imposible de rechazar. Ambos dirigieron sus consumidos pasos hacia allí sin intercambiar gestos ni palabras.

Tras humedecerse la garganta absorbiendo por el tubo de alimentación de su chaleco las últimas reservas de líquido, Kai-Xi se sentó apoyándose en aquel tronco de enclenque apariencia. Bào terminó de hidratarse de la misma forma y tras secarse el sudor que le brotaba de la frente dejó caer un suspiro cargado de extenuación.

—Nos hemos enfrentado a mayores distancias solo para calentarnos —comentó él con voz apagada.

—Éramos más jóvenes.

—Bajábamos al valle con una sonrisa y volvíamos cargados con tanta leña que apenas podíamos regresar. Menos de una hora para bajar y más de tres para subir.

La añoranza se posó sobre el rostro de Bào, pero inmediatamente se ocultó bajo las arenas del agotamiento.

—Madre nos aguardaba siempre en la puerta de aquella casa cochambrosa, casi sin fuerzas para salir a recibirnos. La recuerdo ocultando su pesadumbre tras aquellas muestras de fingida felicidad.

—Raro era el día que al despertar no me la encontrara tirada a los pies de mi camastro, dormida —comentó él.

—Vigilaba tus sueños. Tú no eras consciente, pero por las noches gritabas cosas terribles.

Kai-Xi frunció el ceño e inclinó ligeramente la cabeza para que Bào continuara hablando.

—Acusaciones contra padre. Le culpabas de nuestras desgracias, de ocasionar la destrucción de nuestro pueblo, de traidor a la patria. ¡Le odiabas!

—¡Ya es suficiente! —exclamó—. Yo no pensaba así de él. El odio no es más que el reflejo proyectado en otra persona de eso que nos negamos a mirar en nuestro interior. ¡¡Padre fue un héroe!! Un héroe engañado, traicionado, pero muy pronto vamos a saber por qué.

Bào huyó del enfrentamiento desviando su mirada hacia ningún lugar y en el recorrido se topó con algo que le llamó la atención. Cuando Kai-Xi se giró pudo ver un insecto manteniendo un artificial vuelo sobre sus cabezas.

—Ya saben que estamos aquí —avisó él—, pero no temas, nos allanará el camino.

Kai-Xi estudió la composición de los rasgos faciales de Bào.

—Solo se puede temer a quien le has otorgado poderes sobre ti. No les concedas ese privilegio.

—Entonces, únicamente temo a mi señor.

Puesto de mando de Lukomorie

—Avisa a Anatoliy, la hembra ha detectado algo —anunció Olek Opieczonek a Mantas Kleiza desde el puesto de control sin levantar la vista del monitor que recogía las imágenes captadas por una de las libélulas.

Esas unidades microrrobóticas de sabotaje, desarrolladas en los primeros años de la Guerra de Devastación, no solo eran capaces de descubrir emplazamientos del enemigo. Su función principal era servir de enlace con una estación primaria desde la cual fuera posible intervenir los dispositivos electrónicos sin ser detectados. Y si algo le hacía disfrutar a Olek Opieczonek era la interceptación y descodificación de las comunicaciones ajenas.

En este caso, la libélula no pasó desapercibida, pero ya había captado y leído la señal de los UAT detectados durante el vuelo.

—Doctor Shèng y doctora Wu, de Incorporeal Solutions, con sede en Shanghái. La empresa pertenece a la corporación TKS Processes, que preside la señora Qí, miembro de la Asamblea —leyó en alto.

—¿Localización exacta? —quiso conocer Mantas.

Su compañero amplió el mapa con dos dedos.

—A doce kilómetros y ochocientos metros al sur, cerca del antiguo cauce del Benue.

—Yo diría que lo están siguiendo para llegar hasta aquí.

—Coincido. No me gusta. Avisa a Tolya —insistió Olek.

—Te he oído antes, pero ha subido al exterior a recibir a nuestros ilustres invitados y debe de estar en la cámara estanca. Allí no hay forma de contactar con ningún ser viviente. ¿Qué hacen aquí dos ratas de laboratorio de la Asamblea? —se preguntó el operador principal de sistemas.

—No sé, pero me juego tu ración de esta noche a que son los que han conseguido huir de los moradores.

—Antes me vuelvo a acostar con tu hermana que dejar que te comas mi cena.

—Trato hecho. Tienen una licencia de orden universal para entrar en el área de exclusión y su histórico recoge que han estado recientemente en la amarilla.

»¿Y esto qué coño es? ¡Joder! Mira lo que está enviando el macho —advirtió alterado Mantas Kleiza—. Es del sector norte. Lo ha debido de captar el macho en su regreso a la base. ¿Esa es…? Joder, Olek, dime que no es ella…

Pero Olek no pudo decir nada, porque ya había desaparecido del puesto de mando.

Cámara estanca de tránsito

Anatoliy Sokolov fue el último en acceder al interior de Lukomorie.

Abajo ya le estaban esperando los recién llegados, excepto Souleymane Sonko, que había pedido permiso para ir al aseo a refrescarse tras sobrevenirle un mareo durante el descenso en el batiscafo. Sentados en unas sillas fabricadas en un material ajeno al paso del tiempo y a la comodidad, conversaban entre ellos en tono distendido mientras eran custodiados por la teniente Aleksandra Karpova y el capitán Piotr Serkin. Ellos conformaban la única pareja del complejo, además de ser los dos últimos miembros que quedaban en Lukomorie de los doce que originariamente componían la dotación militar de élite asignada a la estación. Tres habían fallecido por distintas causas a lo largo de los trece años que habían transcurrido desde que se pusiera en marcha la última de las sedes operativas del Khimera Proyeckta. Los siete restantes fueron abandonando sus puestos tras someterse voluntariamente a reimplantes corticales de memoria y habían sido reinsertados en distintos puntos del planeta estrenando identidades y cargados de renovados recuerdos. Era como volver a nacer a edad avanzada continuando una vida ficticia de forma aséptica y natural.

Aleksandra Karpova no dejaba de mirar con descaro al hombre de melena rubia y tupida barba, su sosegada actitud le resultaba chocante. Piotr Serkin, que estaba revisando los resultados del análisis realizado durante el descenso del batiscafo, llamó la atención de su superior con un inequívoco gesto de preocupación.

—¿Teniente? —se interesó Anatoliy Sokolov.

El militar introdujo la mano en la imagen que permanecía suspendida en el aire y amplió la anomalía que estaba marcada en rojo.

—Ya veo.

—El que ve más de lo que tendría que ver es el ilustre doctor Dahl. No deberíamos permitirle el acceso con un implante ocular conectado a un circuito emisor de alta frecuencia. No sabemos quién o quiénes estarán mirando a través de esos ojos.

—¿Alternativas? —preguntó Tolya.

—Anularlo o devolverlo al exterior —susurró Piotr.

—Hablaré con él y si no accede yo mismo lo sacaré del complejo. Acompañad a los demás a sus habitaciones, que descansen un par de horas.

—Entendido.

—Por cierto, ¿dónde está Sonko?

—Una urgencia intestinal, señor.

En ese instante, se escuchó en el interior de la cámara estanca la alarmada voz de Olek.

—¡Señor! ¡Tiene que subir ahora mismo al puesto de mando! —gritó exaltado por el intercomunicador al otro lado de la puerta.

Tolya se chupó el índice para que el sistema validara su ADN.

—¡Ahora no puedo! —respondió, malhumorado.

—¡Se trata de Liya!

Segundos después Tolya corría hacia los elevadores con gesto atribulado.

—¡Mierda! —gritó Aleksandra al ver salir a Souleymane Sonko del aseo tambaleándose, con la tez desteñida y dejando escapar una viscosa sustancia por la comisura de la boca.

El abanico de reacciones entre sus compañeros de viaje fue muy dispar: Patricia Jones se encogió en sí misma, agarrándose las piernas y apretándoselas contra el pecho; Ake Dahl permaneció inmóvil, timorato, como si aquello estuviera pasando en un universo paralelo al suyo o respondiera a un suceso esperado; Petra Toivonen se incorporó gritando algo en su idioma materno; y Frederik se abalanzó para asistir al senegalés logrando sujetarlo de las axilas justo antes de que se desplomara como un árbol talado. El peso del mercenario le arrastró con él haciéndole perder el equilibrio.

—¡¿Qué demonios le pasa?! —gritó Piotr sin dejar de apuntar al bulto.

—¡Hay que hacer algo! —reclamó la líder del MOC.

—¡Reaccione, maldita sea! —le conminó la periodista al científico noruego, que seguía absolutamente desconectado de la realidad.

Tratando sin éxito de reanimar al senegalés, Frederik Keergaard extendió la pierna violentamente para impactar en la pata de la silla en la que se sentaba el doctor Dahl. Aquello le trajo de nuevo al mundo en el que se hallaba su cuerpo.

—Parece algún tipo de ataque nervioso —diagnosticó el científico a vuela pluma.

Souleymane Sonko se había quedado tendido en el frío suelo, dibujando una rara posición antinatural, con los ojos muy abiertos y la mirada descargada en el vacío.

—¿Está muerto? —preguntó Piotr empleando un inquietante tono anodino.

Ake Dahl resopló levantando las cejas como respuesta.

Puesto de mando de Lukomorie

Arina Kúzina, Mantas Kleiza, Olek Opieczonek y Anatoliy Sokolov intercambiaban aspavientos de ofuscación con ademanes de desconcierto sin dejar de mirar a la pantalla. Mediante señas, un duende de desproporcionadas proporciones había conseguido transmitir con claridad meridiana sus amenazas: o le permitían entrar en las instalaciones o ejecutaría a la prisionera.

—Te he preguntado cuál es el control de acceso más cercano, Arina —repitió Tolya en un tono que llevaba implícita su autoridad.

—Señor, no podemos dejarles entrar en el complejo —respondió ella.

—No voy a permitirles entrar, saldré yo.

—Señor, podemos intentar… —sugirió Olek.

—No. No pondré en juego la vida de mi hija.

—Control de acceso A2.

—Muy bien. Voy a su…

El sonido de la alarma no le dejó terminar.

—¡Son las balizas de presión! Aquí —señaló Arina Kúzina.

—¡Moradores! No hemos tenido ocasión de decírselo, señor —se disculpó Olek—. Una de las libélulas localizó en este punto a dos extraños identificados como doctores chinos que son los que perseguían… y persiguen —añadió—. Están demasiado cerca del perímetro embrionario.

El rostro de Tolya se crispó por completo.

—Arina: tú en el control de batalla. Mantas: saca el TR-91 y vete a buscar a esos dos, que te acompañe Aleksandra.

—Señor, no sabemos quiénes son ni qué demonios les ha traído hasta aquí. ¿Por qué arriesgarse? —protestó el lituano.

—Porque en Khimera tomamos partido, no nos limitamos a observar cómo se desencadenan los acontecimientos —sentenció.

—A la orden, señor.

—Olek, tú nos guiarás desde aquí.

—En cuarenta y dos minutos se iniciará la recodificación de los enlaces primarios de la Lupa.

—Entonces ya sabemos el tiempo del que disponemos para solucionar toda esta mierda. En marcha.

Cámara de examen fisiológico

—Tiene las constantes muy débiles —comentó Ake Dahl mirando el panel de la cámara de examen fisiológico al que habían logrado trasladar al mercenario a pesar de la oposición inicial de Aleksandra Karpova—. Si no permiten el uso médico de sus instalaciones, morirá.

—Para eso tendríamos que conectar su UAT a nuestro circuito —valoró reticente Piotr Serkin.

—Sé perfectamente cómo mierda funciona una unidad domótica de curación y el primer paso es acceder al historial del paciente. Actívelo y seguidamente vuelva a desconectarlo. ¡Será cuestión de minutos! —insistió el doctor Dahl con vehemencia—. Este hombre va a morir si no se interviene de inmediato.

—Me reclaman arriba —informó Aleksandra a su compañero—. Parece que también tenemos importantes problemas fuera, tengo que salir con el TR-91.

—¿Al exterior? ¿Tú sola?

—No, con Mantas.

—¿Con el lituano? De ninguna manera, ese jodido loco no sabe pilotar nada que tenga contacto con el suelo. Iré contigo. Espérame en la plataforma de transporte, llego de inmediato.

—Pero… —trató de objetar ella.

—Aleksandra, haz lo que te pido. Solo esta vez, por favor.

Piotr Serkin se movió apresurado en cuanto vio salir a su pareja. Abrió la caja de seguridad en la que habían depositado los UAT de los visitantes y buscó el del senegalés, que seguía inmóvil postrado sobre la camilla de la unidad domótica de curación. Lo depositó sobre la placa identificadora y tras unos interminables segundos se iluminó la pantalla.

«Paciente en diagnóstico: Souleymane Sonko», dijo una voz masculina, fría y grave.

—Le hago a usted responsable de lo que suceda —amenazó el militar al noruego señalándole repetidas veces con el índice—. Si se detecta alguna amenaza vírica o bacteriológica deben aislarle hasta que podamos cuantificar el nivel de amenaza. Fuera está el panel de control.

Ake Dahl asintió tímidamente antes de pulsar el comando.

«Iniciando chequeo completo del paciente».

Control de acceso del sector norte de Lukomorie

Anatoliy Sokolov casi no recordaba cómo tenía que ajustarse un sudario. Una mezcla de rabia y culpabilidad circulaba de forma incontrolada por su torrente sanguíneo. Durante el ascenso del batiscafo trató de elucubrar acerca de las abyectas razones que habrían traído hasta las puertas de Lukomorie a aquella partida de duendes. ¿Qué pretendían obtener? Lo mismo solo querían algo de comida o herramientas o…

—Enlaces comprobados, señor. Veo y escucho —informó Olek desde el puesto de mando.

Tolya no contestó.

—¿Cuál es el plan? —quiso saber el operador.

—Traer conmigo a Liya. ¿Tiempo?

—Treinta y cuatro minutos.

—Me vas contando. Anula el camuflaje exterior del sector norte e ilumina el perímetro.

—Anulado. Ya lo han visto —anunció poco después—. Se mueven hacia allá.

—Muy bien. Cierra en cuanto haya salido. Y pase lo que pase no abras si yo no te lo indico. ¿Has entendido?

—Afirmativo, señor.

La luz artificial le molestó unos instantes en los ojos hasta que la visera de la máscara protectora se adaptó al medio exterior. Parado frente a él a menos de diez metros le esperaba Samuel, con los brazos cruzados a la altura del pecho y un machete colgando del cinturón.

Como si estuviera disfrutando del recorrido, una gota de sudor frío descendió lentamente por la arrugada frente de Anatoliy Sokolov.

Exterior de Lukomorie (sector este)

—Contacto en tres minutos —informó Olek a Piotr y Aleksandra, que se dirigían a bordo del TR-91 en dirección al último punto de contacto fijado en el navegador—. Los objetivos se desplazan a pie en dirección norte siguiendo el cauce seco del Benue. La libélula registra elevados niveles de fatiga según los UAT de ambos.

—¿Distancia de los moradores?

—Ocho kilómetros trescientos metros y recortando. Dispondréis de menos de un minuto para recogerlos y regresar. Desde allí hasta el rango de alcance de los cañones de riel os separan menos de cuatro kilómetros.

—No nos falles, Arina —le rogó Aleksandra.

—Tranquilos. Hace tiempo que no hago cantar al coro. Tengo ganas de ver si están afinados.

—Me mantengo a la espera —comunicó el operador.

Cámara de examen fisiológico

—Parece que ya vuelve en sí —observó Ake Dahl mirando la pantalla de su UAT, que había conectado al panel de control en cuanto se marchó Piotr—. Vivirá.

—Menudo susto que nos has dado, grandullón —comentó Patricia Jones, cariñosa.

Souleymane Sonko trataba de abrir los ojos y de recuperar el control de su sistema nervioso. Entretanto, Frederik agarró del brazo a Petra Toivonen y la arrastró a unos metros de distancia.

—¡¿Se puede saber qué pasa?! —protestó ella.

—Aquí hay algo que no encaja. El diagnóstico ha sido muy claro: «Intoxicación por ingesta de agentes neurolépticos». No tengo ni idea de lo que significa eso de neuroléptico ni tampoco la mierda que le ha suministrado el doctor Dahl para reanimarlo, pero me pregunto cómo ha podido intoxicarse o, mejor dicho, quién lo ha intoxicado.

La líder del MOC mudó el semblante.

—No es esa la pregunta que debemos hacernos —se confesó a sí misma.

Frederik Keergaard inclinó la cabeza como si fuera a encontrar la respuesta en ese lado del cerebro.

—Lo que nos deberíamos cuestionar es… por qué —desveló ella fijando su atención en el UAT del doctor Dahl conectado a los sistemas de Lukomorie.

Exterior de Lukomorie (sector norte)

Anatoliy Sokolov adoptó una pose rígida, circunspecta, y esperó a que el duende se dirigiera a él.

—He de advertirle que la vida de su hija está ligada a la mía. Si me sucediera algo… —completó la frase simulando un degüello con el dedo pulgar—. Quiero ofrecerle un trato.

Samuel hablaba despacio en un francés primitivo, tratando de pronunciar correctamente cada palabra, pero sus deformaciones en el paladar y sobre todo las imperfecciones dentales hacían que cada sílaba se acompañara de un silbido agudo y un sorbido salival harto desagradable.

Tolya dominaba el idioma, pero no quiso interrumpirle.

—No queremos hacer daño a su hijita —continuó—. La hemos tratado bien, pero no ha sabido adaptarse a la vida salvaje. Ustedes cuentan con todas las comodidades ahí dentro y nosotros tenemos que protegernos del sol, de la lluvia y la furia del vien…

—Dime de una vez qué habéis venido a buscar —atajó con firmeza.

Samuel inspiró profundamente como si estuviera armándose de paciencia y se pasó la lengua por sus agrietados labios.

—Quiero eso —reveló señalando el arma del guardián de Lukomorie que descansaba en la funda lateral.

—Señor, el escáner térmico muestra dos grupos de duendes —escuchó informar a Olek por los nanófonos—. Uno a sesenta metros, tras esos arbustos, a sus diez; y otro a ochenta y cuatro, tumbados detrás de aquel cañaveral, a sus tres. No podemos distinguir en cuál de ellos retienen a Liya.

—Muy bien —confirmó Tolya sin quitar los ojos del duende—. Será tuya, pero primero quiero ver a mi hija.

Samuel negó lentamente con la cabeza.

—Tíremelo.

Exterior de Lukomorie (sector este)

—¡Vamos! ¡Subid de una puta vez! —les gritó Aleksandra a los doctores chinos—. ¡Están demasiado cerca!

La última advertencia fue del todo innecesaria. El rugido de decenas de motores de toda clase y condición sumado a la polvareda que empezaba a envolverlos era un indicativo más que suficiente. Kai-Xi subió primero y tendió el brazo para ayudar a Bào. En cuanto se cerró la puerta lateral, Piotr Serkin maniobró con el TR-91 haciéndolo girar ciento ochenta grados antes de transferir toda la potencia a los propulsores de cola. El tirón provocó que los nuevos pasajeros rodaran por el habitáculo golpeándose contra las paredes de aquel vehículo no armado, diseñado para la prospección y el transporte terrestre.

—Si salimos de esta te juro amor eterno —le prometió Piotr a Aleksandra, que no pudo evitar la carcajada, más fruto de la tensión que de la mordacidad—. Arina, cuéntame qué ves.

La directora de seguridad tenía las manos sobre el panel de control de batalla esperando a que el enemigo entrara en su rango de disparo.

—A esa velocidad entraréis en zona embrionaria en dos minutos ocho segundos, pero hay varias unidades enemigas que se desplazan más rápido. Estaréis bajo fuego enemigo en menos de un minuto.

Bào consiguió incorporarse para ver con estupor cómo tres rudimentarios pero veloces vehículos se aproximaban peligrosamente. Su hermano supo leer la gravedad de la situación en su sobrecogido semblante, pero, lejos de dejarse llevar por el pánico, se sentó adoptando una postura cómoda.

—Si este es el final, intuirlo solo genera angustia; si no lo es, aguardemos. El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional. Siéntate, hermana —la invitó en tono suave.

El primer misil estalló a varios metros de distancia, pero aun así la onda expansiva hizo que el TR-91 se desestabilizara bruscamente.

Bào se sentó junto a su hermano asumiendo que era cuestión de tiempo que acertaran en el blanco.

Exterior de Lukomorie (sector norte)

La detonación se escuchó justo en el instante en el que Samuel se agachaba a recoger la Grom-21 que Tolya había arrojado a sus pies. El momento de confusión produjo un fugaz cruce de miradas en el que intercambiaron dudas. El duende fue el primero en tomar la iniciativa y agarró con decisión el objeto con el que tenía previsto hacerse con el control del clan a su regreso. Las había visto antes, pero nunca había sujetado una entre las manos y, desde luego, no parecía tan grande ni tan pesada como se había imaginado.

Samuel no se lo pensó y la pasividad de aquel humano no le impidió apuntar a dos manos con cierta tranquilidad antes de apretar el gatillo.

Cámara de examen fisiológico

—¡Claro! De ahí su interés en que conectaran su UAT a la unidad domótica de curación, para entrar en el sistema del complejo —dedujo Petra Toivonen—. Mierda, Frederik, nos han colado al científico desde el principio para que lo trajéramos hasta aquí. ¡Les acabas de abrir las puertas de par en par! —prosiguió la líder del MOC acusando al doctor Dahl.

—¿Cómo dice? —repuso el noruego, descolocado.

—Dice que eres un puto traidor —tradujo Frederik agarrándole por el cuello.

Patricia Jones, que estaba tratando de que Souleymane Sonko espabilara, se volvió, perpleja.

—Un momento, un momento…, ¿alguien puede explicarme qué mierda está pasando aquí?

—Pasa que esta maldita rata ha envenenado de alguna forma a Sonko para conseguir que conectaran su UAT. Pasa que en el MOC sabemos muy bien que para sabotear una red invulnerable hay que hacerlo desde el interior, es decir…, ¡accediendo de alguna forma a sus sistemas!

—¡Vas a matarlo! —chilló Patricia Jones.

—¡Suéltalo, Frederik, vas a romperle el cuello! Lo necesitamos vivo —le ordenó Petra Toivonen.

El danés tardó unos segundos en obedecer antes de arrojarlo contra la pared. Ake Dahl se quedó inconsciente tras el golpe.

Al cerrarse, el sonido mecánico de la puerta hizo que los tres se giraran para ver cómo Souleymane Sonko salía de la cámara de examen fisiológico y accionaba el comando de aislamiento.

—Por Dios…, nos hemos equivocado de hombre —concluyó la líder del MOC.

Exterior de Lukomorie (sector norte)

Cuando Samuel recibió la descarga eléctrica que recorrió el brazo derecho, Tolya corrió hacia el duende. Al accionar el gatillo de la Grom-21, el lector de ADN de la culata reaccionó como estaba programado tras registrar el uso no autorizado del arma. Samuel todavía se retorcía en el suelo cuando Tolya llegó hasta él y le propinó una fuerte patada en la cabeza que lo dejó inconsciente. Inmediatamente después recogió la pistola y se dejó guiar por su intuición para dirigirse al trote hacia el grupo más próximo, que estaba escondido tras los arbustos de su derecha. Treinta metros antes de alcanzar su destino, el grito desesperado de Liya confirmó su sospecha. Seleccionó el modo de disparo único para no herir a su hija.

Mientras era testigo de todo aquello desde el puesto de mando de Lukomorie, Olek no podía dar crédito al mensaje que parpadeaba en el panel de diagnóstico y había hecho saltar las alarmas:

«Violación del sistema de encriptado madre».

Anatoliy Sokolov, ajeno a ello, solo pensaba en abrazar a su pequeña.

—¡Marchaos y no os pasará nada! —vociferó sin dejar de avanzar con el arma levantada.

Cuando estaba a menos de veinte metros efectuó dos disparos al aire con afán intimidatorio y surtió efecto. Tras la vegetación pudo distinguir a varios de aquellos duendes abandonando sus posiciones de forma desorganizada.

—¡Liya! —gritó desesperado al llegar al punto donde creía que había gritado pidiendo auxilio—. ¡¡Liya!!

Allí no quedaba nadie. Los duendes se estaban dispersando a la misma velocidad a la que se incrementaba su angustia. Esta vez su instinto le forzó a bajar la mirada. Se topó con un diminuto cuerpo tumbado sobre una gran mancha de sangre reciente que la arena no había sido capaz de absorber. Había quedado boca abajo y no conseguía verle la cara. La parálisis duró el tiempo que requería su cerebro para procesar las altas probabilidades que existían de que aquella fuera su hija. Temblando, hincó la rodilla en tierra, la agarró del hombro y la giró.

Liya tenía la tez apagada y las facciones a punto de llegar a la relajación total. Apenas podía mantener los ojos abiertos, pero aún pudo conectar con los de su padre, anegados por completo de lágrimas. Un leve movimiento de los labios que no llegaron a constituir una sonrisa fue el último gesto de Liya, un intento de reconciliación que precedió al último latido. Tolya apretó aquel cuerpecillo inerte contra el suyo y descargó un lamento roto que apenas logró escucharse.

Puesto de mando de Lukomorie

—No, no, no, no… ¡Para, para, para! —repetía Olek tratando de comprender qué había provocado aquel inaudito fallo en la seguridad—. Esto no puede ser, joder. ¡Ahora no! Señor, aquí tenemos un problema muy gordo. Señor, ¿me escucha?

Mantas Kleiza se acercó al panel que se había convertido en el foco principal de preocupación de su compañero. A medida que fue comprendiendo lo que significaba aquello se le fue abriendo la boca y cerrando los ojos.

—Atención —solicitó al mismo tiempo Arina Kúzina desde el panel de control de batalla—. Pido autorización para abrir fuego. Aleksandra y Piotr necesitan que les proporcionemos fuego de cobertura inminente. Señor, ¿me recibe?

Anatoliy Sokolov oía, pero no escuchaba.

—¡Arina! ¡¡Dispara de una puta vez!! Dispara ahora o nos volarán en pedazos —se escuchó exigir a Piotr Serkin tratando de esquivar la inminente descarga mientras comprobaba en su radar que, a esa distancia, eran un objetivo imposible de errar. Por el rabillo del ojo percibió que Aleksandra Karpova apretaba los párpados y murmuraba algo.

El resplandor los dejó ciegos milésimas antes de que el ruido los dejara sordos.