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Larga es la noche para el que yace despierto
Cilindro 148. Vivienda unipersonal 7665, asignada a Ake Dahl
Cinturón metropolitano 2 de Estocolmo
Germania (área euroafricana, sector ártico norte)
Junio del 2054
El DOM se activó en cuanto reconoció y validó el UAT personal del doctor Dahl.
El M2 de Estocolmo se había levantado en Norrmalm, uno de los antiguos distritos de la ciudad, siguiendo el plan urbanístico establecido por la Asamblea.
A pesar de llevar viviendo allí casi trece años, el noruego todavía no se había acostumbrado a compartir tan poco espacio con tantos semejantes. En cada cilindro podían cohabitar entre ocho y doce mil ciudadanos, dependiendo de las distintas alturas que tuviera. La propiedad de las viviendas pertenecía a la junta gestora sectorial y se cedían en usufructo vitalicio, siempre que el usuario mantuviera intactos sus privilegios de ciudadano. Se construían cuarenta y ocho viviendas por planta de entre cuarenta y sesenta metros cuadrados de superficie, conforme al número de miembros de la familia —con un máximo de cuatro—. Todas compartimentadas de la misma forma y gobernadas por la inteligencia artificial de un sistema domotizado conocido como DOM. Este podría considerarse un asistente personal doméstico, aunque era del dominio público que su función principal era alimentar a la Lupa con la información que registraba sobre la actividad cotidiana de cada ciudadano. Se decía que la vida de una familia completa cabía en un exabyte, que era justo la capacidad que tenía la unidad de memoria del DOM.
Y como no había vivienda sin DOM ni urbanita sin UAT, no existía un ser humano dentro de la urbe, ya fuera ciudadano o poblador, que no estuviera aportando su visión personal a la Lupa. Los UAT personales estaban permanentemente sincronizados con el DOM de la vivienda al que estaban asignados y todos estos datos se volcaban en un único recipiente que se encargaba de procesarlos con el fin de detectar anomalías en el comportamiento, violación de las normas o éxitos profesionales que podían restar o sumar puntos de mérito en la escala de valía.
La Lupa era los ojos y los oídos de la omnisciente Asamblea.
Todavía no se había cerrado el acceso de la vivienda cuando en el panel de comunicación principal apareció la comunicación entrante de su compañero.
—Aceptar —pronunció el titular del sistema.
La cara de Mathias Lundgren llenaba el espacio destinado al emisor.
—Joder, Ake. Te pedí…; no, te rogué que me llamaras nada más terminar la reunión con los cuervos. Llevo mirando una pantalla en negro desde las siete de la tarde.
—Activar protocolo de confidencialidad —ordenó Ake Dahl al DOM. La orden del científico ponía en marcha una encriptación que impedía que aquella conversación pudiera ser intervenida por terceros, lo cual no implicaba que no fuera debidamente recogida por el DOM.
—Joder. ¿Tan grave es?
—Casi puedo sentir en tu aliento esa mierda con sabor agridulce de la que te alimentas. ¿Puedes alejarte de tu emisor?
—Es la tensión. ¡Venga, hermano, suéltalo todo!
Ake Dahl transfirió la llamada al monitor auxiliar del compartimento secundario en el que se localizaban las estancias para el descanso nocturno, aseo personal y biocheck.
—No sé qué decirte. Estoy algo desconcertado —admitió el doctor Dahl.
—Joder, Ake, no me vengas con misterios, que ya estoy suscrito a ese canal. Resume. Empieza por el principio o, mejor aún, por el final. ¿Seguimos en la plantilla de Active Biotech AB? ¿Nos cesan o nos premian?
—Si cierras la boca unos segundos, te lo cuento. ¿Serás capaz?
—Lo intento, hermano, lo intento.
—Gracias. Les he presentado el hallazgo y he demostrado que no hay posibilidad de error. Se han mostrado algo alterados, pero…, no sé, la reacción de la comisión no ha sido…, ¿cómo decirlo?, natural. Eso es, no han reaccionado con naturalidad. Al doctor Bergström le he notado más enfadado que preocupado. Hay algo que no encaja, Mathias, pero no logro dar con ello. En ningún momento han planteado ninguna duda sobre mi exposición. Doy por hecho que mi palabra tiene peso en la corporación, pero lo único que realmente les interesaba era conocer el alcance de la noticia. Es decir, a quién se lo había contado. Me han recordado en varias ocasiones el compromiso permanente de seguridad de la información que aceptamos con la firma del contrato, pero, sobre todo, han recalcado las nefastas consecuencias que tendría incumplirlo sobre mis privilegios de ciudadanía. ¡Malditos burócratas! Vivo en un unipersonal de dos compartimentos en el M2, a un paso de la jodida colmena. Mi póliza no me cubre más que la atención primaria y mi AVM todavía es de deslizamiento magnético. ¿De qué malditos privilegios me hablan?
—Vivimos como nos corresponde. Te lo podrían quitar todo, Ake, y lo sabes. En realidad, deberíamos estar agradecidos. He oído que en logística y transporte las máquinas ya ocupan más de la mitad de los puestos de trabajo y en algunas fábricas han alcanzado lo que llaman la excelencia.
—Sí, yo también veo las noticias, Mathias —repuso Ake Dahl, aburrido.
—Cien por cien de actividad no humana, eso es la maldita excelencia. Los jodidos robots, hermano. Demos gracias a que desarrollamos una actividad no manual; mira cómo están los cirujanos: hace años que no tocan un bisturí. ¿Hace cuánto sobrepasamos el dichoso punto de no retorno ese? ¿Cómo lo llaman?
—Singularidad tecnológica.
—¡Eso! La jodida singularidad. No podían haber elegido un nombre mejor, porque al final solo va a quedar el que programe y ordene la inteligencia artificial, uno solo, que es muy singular.
—Hoy me emborracharía si pudiera…
—Ya, pero no podemos. Somos científicos, ¿lo recuerdas, hermano? —apuntó el doctor Lundgren, irritado.
—Lo tengo muy presente.
—Bueno, entonces, ¿qué? ¿Van a llamarme? ¿Te han dicho algo al respecto?
—Solo que hablarían contigo. Seguramente ya tengas la citación en tu servicio de mensajería del trabajo.
—No, lo acabo de comprobar por acceso remoto y no. ¡Mierda!
—¿Qué pasa?
—Acaba de saltar la alarma. Fallo de seguridad. Me va a tocar llamar a los ladrones de Domotics TC para que me revisen todo el maldito DOM. La última vez me costó arreglarlo doscientos cuarenta y cinco culos, hermano, y ni siquiera me lo cubría mi póliza. Y luego te quejas tú de…
Un resplandor tan breve como intenso se adueñó de la pantalla de Ake Dahl. Unos instantes después, cuando se restauró la imagen, distinguió con claridad meridiana el cuerpo sin vida de su compañero. El pelo quemado y el humo que desprendía eran signos inequívocos de haber recibido una descarga electrostática letal.
Atónito, sin poder despegar la mirada del monitor auxiliar del DOM, trató de incorporarse, pero su sistema nervioso estaba aún bloqueado.
Lo logró en cuanto saltó la alarma de la vivienda: fallo de seguridad.
Distrito 12. Cinturón metropolitano 1 de Nuevo Londres
El AVM que le envió Graham Andrews la dejó en el punto de inspección del distrito 12, donde se concentraban los mejores locales de esparcimiento de Nuevo Londres. De camino le llamó la atención la velocidad a la que cambiaba el entorno. No hacía tanto tiempo que había cruzado esos mismos distritos, pero habría jurado que aquella era otra urbe.
La temperatura era algo más fresca de lo normal en el mes de junio, pero Patricia Jones eligió su mejor vestido para la ocasión, diseñado por Markus Markus, el gurú del universo de la moda esa última temporada. Era un modelo ajustado sin llegar a ser atrevido, liso, de un rosa palo salpicado sutilmente por motivos geométricos en vivos colores. Llevaba el pelo recogido para lucir su estilizado cuello, pero, sobre todo, para alardear del collar de zafiros verdes rematado en un medallón de perla negra que le había regalado John las pasadas navidades a juego con los pendientes y los zapatos. Frente al siempre incómodo equipo de inteligencia artificial del acceso principal, buscó la invitación en su UAT. Se notaba algo rígida y trató sin resultado de relajarse. La luz verde le ayudó a reafirmarse en sus convicciones y con paso decidido se encaminó hacia el lugar de la cita: el Shake Galactic.
Las cuarenta y seis horas que habían transcurrido desde que Graham Andrews le expuso la propuesta habían resultado caóticas. El primer trago amargo tuvo que bebérselo cuando le explicó la situación a su recién llegada pareja. La indiferencia con la que John lo afrontó le hizo concluir que quizá no mantuvieran una relación tan estrecha como ella pensaba. Esa noche no hubo cena romántica de bienvenida ni reencuentro apasionado en la cama, tan solo un escueto y aséptico resumen del periplo de John que ella aguantó con estoicismo y fingido interés.
El siguiente bache fue aún peor. Consistía en hacerle entender a su padre, de posición más que acomodada, que su única hija iba a adentrarse en un área de exclusión recién abierta en busca de un tipo del que poco se sabía aparte de su nombre en clave y mil leyendas sin contrastar. Colwyn Jones —que había integrado la Comisión de los Cincuenta, a quienes se encomendó la tarea de reconstruir Europa tras la Guerra de Devastación Global— se había retirado de la vida pública y vivía con su nueva esposa en el distrito más exclusivo del M1 de Nuevo Londres. Habiendo superado los sesenta y cinco años, se jactaba de ser un hombre con suerte. Durante la contienda luchó en la Royal Navy, siendo uno de los treinta afortunados que pudieron salvar la vida tras el hundimiento del portaaviones Prince of Wales en aguas australianas. Dado que fue el único galés de la dotación con el grado de oficial, el único galés que sobrevivió al naufragio y el único galés que formó parte de los Cincuenta, se hacía llamar a sí mismo «el príncipe de Gales». Colwyn Jones sostenía ante sus círculos más cercanos que era el hijo de Gales más importante de la historia, por delante incluso de su tío abuelo, Tom Jones, un cantante que se hacía llamar «el Tigre de Gales» y del que su hija no había oído hablar a nadie que no fuera su padre.
Cuando Patricia acudió a visitarle para comunicarle su firme e irrevocable decisión de emprender una aventura que podría cambiar su vida, su ensayado discurso no pasó de los barrotes de las cuerdas vocales. No encontró la forma de hacerlo hasta bien entrada la tarde, pero Pat era una chica resuelta y supo disociar la difícil coyuntura para encontrar el enfoque preciso. Así, mantuvo la boca cerrada y se marchó como había llegado: con el gesto torcido.
La tercera prueba consistía en preparar el equipaje. Esta fue la más complicada de todas y la que más la desgastó, a pesar de que todavía no había una fecha establecida para la partida y del destino solo sabía que estaría en algún territorio cercano a la frontera natural del Mundo Impoluto con el área de exclusión negra.
Territorio inhóspito.
Territorio de duendes.
Sin tiempo para más, se subió en el vehículo no tripulado que le envió Graham Andrews y este la trasladó hasta el distrito 12.
Enseguida divisó los rótulos del Shake Galactic y trató de borrar de su cabeza las imágenes de un vídeo que circulaba en Follow en el que se mostraba cómo cazaba y se alimentaba una partida de duendes grabado en algún sucio rincón del Mundo Manchado.
No lo logró.
Cilindro 148. Vivienda unipersonal 7665, asignada a Ake Dahl
Ake Dahl diseñó un plan de huida en su cabeza.
La única opción que vislumbró pasaba por llegar hasta el tubo de succión que conectaba con la central de avituallamiento del cilindro y permanecer escondido hasta que subieran los de seguridad. Desde un punto de vista científico era una auténtica estupidez, pero cuando la vida está en juego lo instintivo se convierte en preferente. Se tiró al suelo y aguzó el oído, pero no percibió nada aparte del zumbido de la alarma.
Decisión o cautela; prudencia o determinación.
—Levántese, doctor Dahl —escuchó.
Cuando alzó la vista se encontró con un hombre fornido de inquietante expresión inerte, larga melena rubia sobre los hombros y tupida barba. Iba bien armado y vestía atuendo de combate de los pies a la cabeza.
—No tenemos mucho tiempo. Debemos irnos ya.
Ake Dahl seguía inmóvil, sin poder reaccionar.
—¡Levántese de una puta vez! —insistió sin modificar el semblante.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Soy su maldito ángel de la guarda y estoy tratando de salvarle el pellejo.
Pero sus rígidos rasgos nórdicos, su voz cavernosa y las muchas cicatrices que le surcaban la cara le proferían un aspecto poco angelical.
—Si sigue mis instrucciones, tendremos una oportunidad. Póngase esto, es autoajustable —le dijo entregándole una prenda elástica que le tapaba el tórax y la cabeza—. Le protegerá parcialmente si la cosa se pone fea. Sígame.
Ese matiz no pasó desapercibido para el noruego. «Parcialmente» no era la palabra que habría deseado escuchar en ese contexto, pero evitó hacer comentario alguno. El ángel de la guarda acarició el cañón de la escupidora con el pulgar de la mano izquierda y unas luces rojas recorrieron la empuñadura. Acto seguido se encaminó hacia la salida.
—Abra.
—Abrir acceso principal —ordenó el titular de la vivienda.
«Protocolo de seguridad primario activado. El acceso a la vivienda 7665 está bloqueado. Permanezca a la espera de la llegada de la seguridad del cilindro», informó la voz femenina de su DOM.
—¿Dónde está? —preguntó casi sin mover los labios.
Ake Dahl indicó con el brazo el lugar en el que estaba instalado el núcleo del DOM. Los indicadores balísticos de la escupidora se tornaron de color amarillo como preludio a la descarga electromagnética que lo anuló definitivamente. Una luz cerosa se hizo dueña de la atmósfera justo después de que se desbloqueara.
—Protocolo de seguridad primario desactivado —comentó el ángel de la guarda—. Nos vamos.
El científico tragó saliva y lo siguió.
—¿Cuántos elevadores operativos tiene el cilindro?
Ake Dahl balbuceó algo parecido a «veinte».
—¿Y cuántos de esos bajan hasta el muelle de tránsito terrestre?
—Todos —respondió.
—¡Mierda! —protestó—. ¿Y al de tránsito aéreo?
—Solo cuatro, pero son de acceso restringido. Aquí nadie tiene un alígero.
—Casi nadie.
—Salimos por arriba —informó el ángel de la guarda.
—En tres minutos, Frederik —confirmó su interlocutor.
El pitido del elevador número 17 sonó a su derecha.
—Ya vienen, póngase detrás de mí.
En cuanto se abrió la puerta, Frederik accionó el gatillo secundario de la escupidora. Los ciento ocho proyectiles detonaron unos centímetros antes de impactar contra sus objetivos liberando una onda acústica de alta frecuencia que neutralizó en el acto a los dos agentes de seguridad del cilindro.
—Muévase —le ordenó metiéndole de un empujón en el elevador.
A Ake Dahl el ascenso desde el nivel B76 hasta el muelle de tránsito aéreo se le hizo eterno.
—Frederik, tienes compañía —le informaron a través de los nanófonos.
—¿Cuántos? Todavía no hemos salido del cilindro.
—Cuatro, pero no son de seguridad, son de la Milicia de la Urbe. ¿Cómo coño han llegado tan rápido?
—Porque ya estaban aquí —conjeturó Frederik.
—Ten mucho cuidado. Uno porta un rifle disruptor, si te alcanza te inutilizará el sudario y estarás muy expuesto. Aguanta treinta segundos.
—¿Qué lleváis?
—Fotones y plasma.
—Suelta la esmeralda.
—Copiado.
—Salimos en diez.
—Que sean quince.
—Gírese —conminó Frederik al doctor clavándole sus ojos azules de mirada fría y taimada.
Inmediatamente, una intensa luz de color aceitunado se filtró a través de las placas de grafeno que recubrían la estructura cilíndrica del bloque de viviendas. Frederik terminó de contar y agarró del brazo a Ake Dahl.
—No levante la vista del suelo. ¡Vamos!
Arrastrado por su ángel de la guarda, se movieron con celeridad hasta el lugar en el que se había posado el alígero. Poco después vio cómo se elevaban hasta perder de vista el cilindro de viviendas.
—Buen trabajo, Frederik —escuchó decir a su espalda. La voz sonaba ronca y quebradiza, pero correspondía indiscutiblemente a una mujer.
El doctor Dahl se giró espoleado por su instinto.
—Mi nombre es Petra Toivonen. Bienvenido al Movimiento de Oposición Civil.
Ake Dahl no exteriorizó su miedo, pero en aquel preciso instante supo que su vida, en caso de conservarla, ya no volvería a ser la misma.
Shake Galactic. Distrito 12
Un tipo de seguridad de Shake Galactic la llevó hasta la mesa en la que ya la esperaba Graham Andrews con expresión de escualo hambriento. Patricia Jones se esforzó por cincelar en su cara esa estudiada mueca de ingenuidad que tan buen resultado le solía dar cuando no se sentía muy segura de lo que estaba haciendo. Hasta cierto punto, le sorprendió el aire notable que desprendía un hombre que jamás había despertado en ella ningún interés.
—Estás preciosa, Pat —la recibió cortésmente, invitándola a tomar asiento.
Ella analizó detenidamente su entorno. El lugar estaba decorado con mucha distinción, al estilo de las influencias que llegaban de Manila, la urbe capitalina que marcaba las tendencias en lo relacionado con el esparcimiento.
—Déjame que te invite yo a la primera —dijo Graham Andrews activando la carta en el panel táctil que hacía las funciones de tablero.
—¿Qué estás tomando? —quiso saber ella.
—Uno de estos —le indicó ampliando la imagen de un cóctel llamado dark blue—. Lleva RT4, pero nada de lo que tomes aquí te dará positivo en el análisis de psicoadictivos.
—Prefiero algo con RT2 —repuso ella—. No quiero que la euforia me lleve a tomar decisiones de las que luego me tenga que arrepentir. Tomaré un isolated system, que es el más caro de todos.
—Ordenado —confirmó él—. Si fumar no conllevara la pérdida automática de la cobertura de mi póliza, me encendería un habano en condiciones. ¿Conocías este lugar?
—Creo que estuve una vez —improvisó ella—. En el distrito 12 todos los locales están cortados por el mismo patrón.
—Puede ser —admitió Andrews—, pero ninguno recibe esta clientela. ¿Sabes quiénes están sentados en esa mesa? —preguntó moviendo discretamente los ojos hacia su derecha—. Llevo observándoles un buen rato, por eso me gusta venir a este maldito lugar de vez en cuando.
La periodista no contestó.
—El que viste un traje gris de los años treinta es Joachim Reuter. Propietario de Carbon Nanotech Industries e ilustre miembro de la Asamblea. Apuesto a que no habías visto en tu vida a uno de los siete sastres fuera de una pantalla. Pero es que este, además, no es uno cualquiera. Dicen que Joachim Reuter es la mano derecha de Benjamin Harding.
—Del presidente.
—Del que decide el importe de correspondencia de cada UIM. Es decir, que si el viejo un día se levanta cabreado por la mañana, tus treinta y cuatro culos de asignación diaria valdrían una mierda; nunca mejor dicho.
—Mi padre sigue pensando que las unidades de intercambio monetario fueron una trampa necesaria, pero no se acostumbra al funcionamiento del formato virtual. Y son treinta y seis culos por jornada, gracias —corrigió enarcando ostensiblemente las cejas.
—Es cierto…, no recordaba que yo mismo propuse esa subida —aprovechó para recalcar—. Escucha —la invitó recortando la distancia entre ambos—: el otro vejestorio de su izquierda es el doctor Bergström, de Active Biotech AB. Hace no mucho le hicimos un reportaje sobre los avances en los cultivos de tejidos cerebrales y nos confesó que entre los años 2014 y 2018 formó parte del comité rector de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa de Estados Unidos.
—¡El DARPA!
—Exacto.
—Leí el reportaje —reconoció—. Una agencia gubernamental que existió desde mediados del siglo pasado y que fundamentalmente se dedicaba a investigar avances tecnológicos para aplicarlos a la industria militar. Casi todos se tradujeron en rotundos fracasos y terminaron esfumándose, como las Google glass…
—Así es, pero parece que el viejo se quedó con algunas ideas que han cuajado con el paso del tiempo. Dicen que hace un siglo que cumplió cien años y ahí le tienes, incombustible. Algunos creemos que sus descubrimientos superan a los de Andréy Gueim y Kostantín Novosiólov.
La periodista galesa asintió como si hubiera oído hablar de ellos antes, pero no consiguió despojarse de la mueca que reviste al desconocimiento.
—Las nuevas generaciones ni siquiera habéis aprendido una ínfima parte de lo que nosotros seremos capaces de olvidar —juzgó—. Son los padres del grafeno, ganadores del Nobel de Física en el 2010. Si no hubieran descubierto sus increíbles propiedades todavía estaríamos buscando petróleo en el subsuelo y tú no llevarías esa lámina inteligente en tu muñeca.
—Tiemblo de miedo solo con imaginármelo —ironizó ella.
—Los esclavos portaban cadenas, ahora llevamos los malditos UAT —sentenció Andrews—, pero ni siquiera luchamos por despojarnos de ellos.
—Es cuestión de adaptarse a los cambios. Las nuevas generaciones —parafraseó con cierto retintín— sabemos cómo hacerlo y por eso disfrutamos más de las ventajas que de los inconvenientes que nos traen los avances tecnológicos.
—Los inconvenientes, dices… El recorte de las libertades civiles es un mero accidente, un inoportuno traspié. Tenemos lo que merecemos. En fin, sigamos con las presentaciones —retomó mirando disimuladamente hacia la mesa—. Desconozco la identidad de la señora, pero, por la forma de dirigirse a Bergström, apostaría a que ostenta un cargo importante. Supongo que al que nos da la espalda ya lo has reconocido.
Esta vez no se molestó en aparentar lo contrario.
—Joder, niña. ¿Y tú te consideras periodista? Es Thomas Patrick O’Gara.
—¡¿El comandante de la Milicia de la Urbe?! —le identificó bajando la voz para no llamar la atención de la camarera que le traía su bebida de color anaranjado.
—El mismo. Y el que está a su derecha, no te lo pierdas…, el tipo de la coleta, es Charlie di Francesco, la reina de las colmenas.
—Juntos, pero no revueltos, ¿eh? —comentó ella—. Hace poco publicamos un extenso reportaje sobre él.
—Realmente es un grano en el culo de O’Gara, pero mira qué bien se lo pasan hablando de repartirse culos a puñados.
—Hablando de culos —aprovechó ella—, si acepto el trabajo, ¿de cuántos estamos hablando?
—¿Todavía te lo estás pensando? —preguntó él artificiosamente sorprendido.
—No, la verdad es que no, pero quiero valorar lo que me va a reportar al margen de prestigio.
—La codicia no es buena consejera —rubricó él.
—Ni la pobreza.
—Pat, tú ni sabes ni sabrás lo que es la pobreza, tu papá nunca lo permitiría —afirmó con acritud.
—Déjame que te diga algo, Graham —introdujo ella acorazando el semblante—. Yo no tengo la culpa de ser hija de mi padre, ni él de haber sido uno de los Cincuenta. Mis privilegios como ciudadana principal son heredados, sí, pero mi padre hizo méritos más que suficientes como para asegurarse la perdurabilidad generacional.
—Te expresas como si lo hubieras vivido. En la Década Triste, ¿cuántos añitos tenías? ¿Diez?, ¿doce? No tienes ni idea de lo que sufrimos. Ni idea —recalcó ordenando otro dark blue.
—Que no haya tenido la suerte —dijo con sorna— de sufrir durante mi niñez no me convierte en una ignorante. Me conozco la historia al dedillo; puede que incluso mejor que quienes la vivisteis —aseveró tras aclararse la garganta—, pero la de mi padre nadie —enfatizó—, nadie la sabe mejor que yo. Cuando concluyó la contienda, él supo aprovechar sus lazos familiares y políticos para ser partícipe del grupo de hombres y mujeres encargados de la reconstrucción sociopolítica y económica de Europa. ¿Qué hay de reprobable en ello? Resulta que, en aquel jodido momento, no había muchas personas cualificadas o, mejor dicho, con la determinación suficiente para levantar un país, un continente entero. Por favor, si ni siquiera tenían ganas de levantarse de la cama. Te recuerdo que no existía un solo superviviente que no quisiera matar a un político con sus manos. Los políticos…, ¿cómo lo escribiste? Déjeme que haga memoria… —pidió elevando la mirada, como buscando las palabras en la atmósfera del Shake Galactic—. «Los únicos culpables de arrastrar al ser humano a las ciénagas de la civilización haciéndonos creer que estábamos a las puertas del paraíso».
—Eso lo escribí en el 2042 —desveló él tratando de templar la conversación— y todavía nos estábamos preguntando qué demonios había pasado con ese ficticio bienestar que nos canjearon por votos. Cada uno trataba de salir adelante con más pena que gloria tirando de unos recursos casi inexistentes e ilusiones extinguidas. Fue realmente duro. —Graham Andrews cogió aire y dio un trago largo a su bebida antes de retomar el discurso—. El hambre y los cientos de millones de muertos alimentaban el rencor hacia las clases dirigentes, así que te voy a dar la razón en ese punto. Fueron muy pocos los que levantaron el brazo cuando se propuso la creación de una comisión que se ocupara de poner algo de orden en el caos que reinaba durante los primeros años de la Década Triste. Yo ni siquiera había podido regresar del frente, aquello lo escribí desde un hospital de Tel Aviv, ¿lo sabías?
—No.
—Lo que te decía. La fragilidad de nuestra memoria o, dicho con más propiedad, la memoria selectiva, que es nuestra mayor debilidad.
—Estoy de acuerdo. ¿Tú sabías que fue de mi padre de quien partió la idea que hizo que todo aquello cobrara sentido? «Sin Estados que mantener, las identidades patrias no tienen sentido».
—El germen del nuevo orden territorial. Desconocía que el lema de los Cincuenta hubiera salido de la sesera de un galés. Esto se pone interesante.
—Memoria selectiva —ironizó Patricia Jones—. No suelo hacer alarde de ello. Mi padre me lo ha contado cientos de veces; miles. Se imponía la necesidad de establecer un nuevo orden político y social. Él lo dotó de alma eliminando los términos considerados tabú: «Estado», «país», «patria» o «nación». Ellos diseñaron la nueva división racional en áreas, sectores y territorios, cimentaron las bases sobre las que se crearía la nueva Europa y desde aquí —enfatizó señalando hacia el suelo— se extendió al resto de continentes. A continuación vinieron la estratificación social, los privilegios, los cinturones metropolitanos…
—Ya —la interrumpió su jefe—, el punto de partida de lo que nos ha llevado a la exclusión social que reina en el presente.
—Siempre puedes renunciar a tus privilegios en favor de un ciudadano de orden inferior o inventarte la forma de multiplicar los recursos del planeta —comentó alevosamente Patricia.
Graham Andrews declinó su turno de réplica.
—La fórmula no será tan mala cuando está presente en todas las áreas pobladas, ¿no?
—Nos han hecho creer que es la única viable —afirmó él con rotundidad—. Nos han vendido un vehículo cuyo combustible son las grandes corporaciones que se reparten el negocio del Mundo Impoluto. Pero si te parece dejamos para otro momento esta discusión y abordamos el asunto del que quería hablarte.
Patricia asintió probando por primera vez su isolated system. Enseguida notó el amargo sabor del RT2 mal camuflado por la insípida macedonia de frutas tropicales transgénicas.
—Daily Networks —continuó él— ha aprobado un presupuesto más que generoso para tu expedición, en el que, para tu tranquilidad pecuniaria y sosiego espiritual, se han incluido tus honorarios. En tres conceptos —adelantó mientras extendía su UAT sobre la mesa—: 4800 UIM de adelanto, más 72 UIM al día y un bonus por consecución del objetivo.
Patricia Jones hizo la suma con celeridad.
—Sesenta mil culos. Tu asignación de cinco años.
—Casi —matizó todavía risueña—. Y el objetivo es…
—Traerte una entrevista con el último bogatyr.
—Una entrevista —repitió entrecerrando los párpados—. ¿Y ya está?
—La primera entrevista —precisó—. Y recuerda que, aunque la fuente sea muy fiable, no tenemos la certeza de que siga vivo. Sin embargo…
—Sin embargo, ahí quería llegar yo. Sin embargo…
—Cada vez tenemos más razones para pensar que los rumores son ciertos. Hace unos días hemos sabido que un grupo de americanos del ABC Strategics han aterrizado en Bamako.
—Bamako —pronunció ella mecánicamente.
—Territorio Mopti. La urbe del Mundo Impoluto más cercana al área de exclusión negra. Los yanquis se han llevado un arsenal de equipos. Dicen que van a grabar a los duendes, pero me parece mucha casualidad. Yo diría que compartimos la misma fuente.
—¿Seguro que la fuente es fiable? —quiso cerciorarse ella.
—Tiene que serlo. Las coordenadas de Lukomorie son demasiado concretas.
—¡Lukomorie! Eso lo he leído en algún sitio. Una de las estaciones Khimera, ¿no? Es decir, ¿existe?
—Eso parece. Y que los americanos hayan ido ya me parece más que sintomático. Estos no mueven un dedo sin antes asegurarse.
—Entonces, dando por buena la información y por saber bien a qué atenerme, cuando has dicho que tenía que ser la primera entrevista con el último bogatyr…, ¿querías decir que si se nos adelanta la competencia me quedo sin premio?
—Siempre has sido una gran entendedora.
—Ya. Muchas gracias. Y ahora la pregunta del millón: ¿cuándo partimos?
—¿Partimos? No creo haberte dicho en ningún momento que yo fuera a acompañarte en este viaje, Pat —repuso Andrews esbozando una mueca entre burlona y reprobadora—. Yo no persigo ni culos ni prestigio. Pero tranquila, no irás sola. Te hemos buscado un «acompañante». Se llama… Souleymane Sonko —dijo señalando con el dedo sobre la pantalla de su UAT— y los de la agencia nos aseguran que es el tipo que necesitamos.
—¿Que necesitamos para qué?
—Para protegerte, Pat, maldita sea; para protegerte. Según su historial, este negrazo senegalés de casi dos metros combatió con catorce años en la Gran Guerra Negra contra la Alianza Islámica y lo increíble no es solo que no terminara siendo uno de los veinticuatro millones de muertos, no, lo alucinante es que no tuviera suficiente con ello y se alistara en el Segundo Cuerpo Expedicionario del ejército británico durante la Guerra de Devastación Global. Conoce África como la palma de su mano y ha probado a la agencia que ha entrado y salido varias veces de esa área de exclusión. Souleymane Sonko es tu jodido seguro de vida, Pat. Te llevará de la manita hasta la orilla del lago ese en el que dicen que se refugia tu entrevistado. Y respondiendo a tu pregunta: partís mañana por la noche.
—Mañana —repitió con voz neutra.
—Eso es. Pero antes tienes que recoger tu seguro de vida. Te está esperando en las coordenadas que te voy a pasar ahora mismo —dijo operando en su UAT—. Ya está.
Patricia Jones lo comprobó.
—No me fastidies, Graham, tiene que ser una broma de mal gusto…, ¡¿en las colmenas?!
—¡Del cielo al infierno en un pestañeo!
—Bonito titular —comentó la periodista.
—No te dije que fuera fácil. Sonko tiene categoría de poblador y ya sabes que para salir de las colmenas y poder entrar en la franja de tránsito necesita autorización y un huésped con categoría de ciudadano. Lo primero lo compramos nosotros, pero lo segundo lo pones tú. La norma es la norma. ¿No la impusieron los Cincuenta? —apuntó con ironía.
—Esa es posterior. Muy posterior —especificó ella.
—Lo sé, Pat, pero la situación no cambia. Te enviaré un no tripulado a las 14:30. El transporte aéreo sale a las 21:00, pero prefiero que vayas con tiempo, nunca se sabe lo que te pueden deparar las colmenas —comentó modulando el tono y levantando repetidamente las cejas.
Patricia inspiró profundamente y apuró su bebida. Mientras aguantaba la arcada, le sobrevino otro de los consejos gratuitos de su prima Bronwyn: «Nunca des muestras de estar ofendida a no ser que puedas conseguir cambiar las cosas». Sin mediar palabra, se levantó y se encaminó hacia la salida con la certeza de que su prima ya era estúpida mucho antes de que sus padres se conocieran.
Franja de inspección. Cinturón metropolitano
7 de Shanghái
Un pitido discontinuo interrumpió la frecuencia de las ondas Theta.
—Mi señor, creo que tenemos un problema. Allí —le indicó Bào extendiendo el brazo.
Una aglomeración de luces en movimiento denotaba el nivel de saturación de una de las mangueras principales de acceso a la urbe más poblada del planeta, con sesenta y dos millones de seres repartidos en sus veinticuatro cinturones metropolitanos y su infinita colmena.
Las mangueras de tránsito se diseñaron a partir de la estrambótica idea del hyperloop de Elon Musk para el transporte de alta velocidad terrestre. La red de tubos la conformaban colosales e invisibles campos gravitatorios que conectaban varios puntos —urbes, principalmente— buscando acortar distancias a través de trazados de líneas rectas «colgados» a decenas de metros sobre la superficie terrestre. Por ellas se desplazaban vehículos de propulsión levitatoria alimentados por energía solar que captaban millones de fotocélulas de alto rendimiento y alígeros mixtos con limitada autonomía de vuelo para moverse fuera de las mangueras gracias a los reactores de combustión de torio. Una vez que accedían a la red, el sistema de navegación se conectaba automáticamente a un software de control viario que se encargaba de tripularlos hasta el punto de destino definido por el usuario. El programa lo había patentado en el 2024 la empresa de automoción japonesa Mitsubishi Motors en colaboración con Spoon Sports Co., una compañía especializada en diseñar motores de competición. La primera manguera se inauguró seis años más tarde conectando Kagoshima y Sendai —los dos núcleos poblados más importantes, situados al norte y al sur del país respectivamente— con la capital. El abaratamiento de costes y la notable reducción de tiempo de desplazamiento respecto a los medios de locomoción convencionales motivaron que ese mismo año se colgaran varios ramales más y que en menos de una década todos los países desarrollados se contagiaran del nuevo sistema de transporte. Sin embargo, no fue hasta el final de la Guerra de Devastación Global cuando la corporación Comet Systems se hizo con el cien por cien de los derechos de explotación de la patente y empezó su particular edad de oro. Existían más de ciento veinte mil kilómetros de mangueras de tránsito y estaban proyectados otros cien mil para los próximos diez años, lo cual aseguraba la estabilidad financiera de la corporación japonesa dirigida por Koyoshi Hishikawa, miembro emérito de la Asamblea.
—Parece un control rutinario. Están escaneando los UAT de los tripulantes —observó Kai-Xi—. Hay muchos tratando de llenarse los bolsillos metiendo moradores en las colmenas. Nos retrasará y no podemos arriesgarnos a que nos identifiquen intentando entrar en la urbe. Sal de la manguera.
—Pero, mi señor, es probable que alertemos al servicio de vigilancia viaria —protestó ella.
—Sal de la manguera.
A Bào se le secó la garganta.
El control manual de los medios de locomoción modernos para particulares era mixto: voz y extremidades. Sin embargo, casi nadie lo utilizaba. Lo primero que tenía que hacer para anular la adherencia magnética era liberar su sistema de navegación de la captura de la estación de control viario gracias al cual circulaban automáticamente por la manguera sin riesgo de colisión. Las características avanzadas del suyo lo facultaban para surcar por el nivel superior en el interior del tubo, mucho menos transitado y con un límite de velocidad de trescientos doce kilómetros por hora, dado su nivel de destreza cinco. Sin embargo, hacía demasiado tiempo que Bào no pilotaba sin adherencia magnética, y jamás con aquella densidad de vehículos. Antes de tomar el mando se secó el sudor de las palmas de las manos, a pesar de que no interfería de modo alguno en el manejo del panel virtual de guiado.
—Control manual —ordenó.
El habitáculo se tiño de un amarillo pardusco.
El tetraplaza zigzagueó levemente, pero Bào logró estabilizarlo de inmediato. Podía sentir una ligera presión en sus antebrazos con cada uno de los movimientos, continuos y pausados. Orientó las palmas hacia abajo y estiró los brazos para aumentar la velocidad. Al menos tendría que alcanzar los trescientos kilómetros por hora para lograr romper el campo gravitatorio de la manguera.
—Transferir potencia a reactores traseros. Setenta por ciento.
Notó un suave empujón en el pecho. Mantenía la palma izquierda en horizontal reduciendo progresivamente la inclinación para aumentar la velocidad mientras que con la derecha en posición vertical y con los dedos juntos iba esquivando los vehículos que se iba encontrando a su paso. Bào desvió su atención al marcador de velocidad: doscientos sesenta y seis.
—Potencia: noventa por ciento.
Delante de ella circulaban cada vez más despacio, obligándola a realizar movimientos cada vez más bruscos. Ver que Kai-Xi permanecía con el semblante relajado le inyectó una buena dosis de confianza. Cuando marcaba doscientos noventa y cinco se preparó mentalmente para la maniobra de evasión.
—Transferir potencia a propulsores verticales. Ochenta por ciento.
Bào sincronizó la orden verbal con el movimiento de ambas palmas, girándolas hacia arriba y elevando los brazos. El tetraplaza elevó el morro unos cuarenta grados antes de comenzar a describir la trayectoria diagonal que les sacaría de la manguera. En ese preciso instante, volvió las palmas hacia abajo y empujó con fuerza los sensores del panel virtual de guiado hasta que rompió la adherencia gravitatoria produciendo un breve sonido hueco similar al que provoca un escape gaseoso. Acto seguido dibujó un movimiento elíptico con las manos haciendo que el vehículo se colocara debajo de la manguera. Una vez estabilizado, soltó el aire, transfirió la potencia a los propulsores de crucero e introdujo las coordenadas de destino verbalmente.
—Buen trabajo —valoró Kai-Xi—. Activa el modo sigilo y entra al cinturón metropolitano por el acceso terrestre 7C desde la bahía de Hangzhóu. Allí apenas hay controles.
Ella acató la orden y el habitáculo se tiñó de nuevo de una tenue luz violácea.
—¿Identidades?
—Las de los doctores Shèng y Wu.
—De acuerdo. Comunícate con los equipos. Cuando lleguen, que tomen posiciones según lo planeado y esperen mis órdenes. Las comunicaciones por el canal codificado. No toleraré ni un solo error. Hoy no.
Bào asintió.
—No habrá errores, mi señor.
Cuando llegaron al M7 dejaron el tetraplaza en el hangar de estacionamiento subterráneo más próximo al lugar de la cita. Justo en ese instante, a Bào le entró una comunicación en su UAT.
—El equipo uno ha completado su misión —informó ella evitando la euforia en su tono de voz.
—Es nuestro turno.
—Lo único que no sabemos es el número de hombres que lo acompañarán.
—Las águilas vuelan solas, los cuervos en bandada. Tanto peor para ellos. Entramos por separado. ¿Has dispuesto lo demás?
—Flores y utensilios —confirmó ella—. ¿Purificadores de huesos?
—No será necesario.
Kai-Xi posó la mano en el hombro de su hermana y se dirigió hacia la salida.
Los distritos de esparcimiento se localizaban en los cinturones sin privilegios, que en Shanghái eran todos menos el M1 y el M2. Allí era donde se hacinaban los ciudadanos que no tenían que rendir cuentas a ningún seguro. Lo único que se controlaba de modo exhaustivo era la tasa de natalidad, que en ningún caso podría superar el dos y medio por mil. La superpoblación era el mayor problema al que se enfrentaban las autoridades locales. Así, en el año 2048 la junta gestora sectorial aprobó un paquete de medidas todavía vigente en la urbe capitalina. El primer día de mes se celebraba un sorteo en el que se elegían las mujeres habilitadas para quedarse embarazadas. Nada se decía sobre el rumor que circulaba entre las capas más bajas acerca de la concentración de agraciadas en los cinturones más elitistas. Estas disponían de un plazo de tres meses para consumar tal privilegio si no querían perderlo y tras el parto, la madre era esterilizada de forma irreversible. Casi ninguna se arriesgaba a tener a sus bebés en la clandestinidad, puesto que, al quedar fuera del sistema UAT, estos no podrían ser considerados como ciudadanos e implicaría que serían expulsados de la urbe más pronto que tarde. Y para los moradores, la vida era un suplicio corto pero intenso.
La cita era en el Dié. El local no era uno de los más transitados del M7, pero la tranquilidad no era el motivo por el que Cho Min Sung le había convocado allí. El Dié era uno de los pocos que no pertenecía a la red Tiāo tejida por el Señor de Asia.
La entrada principal estaba bien señalizada por dos enormes columnas salomónicas de fuste helicoidal rematadas con un capitel dorado conformado por dos cabezas de dragón enfrentadas. Cuatro vigilantes autorizados, bien pertrechados con fusilería ligera, cuidaban de que nadie entrara portando alguna herramienta peligrosa. En Shanghái, como en cualquier urbe, estaba terminantemente prohibida la tenencia ilícita de armas, pero en aquel distrito rara era la noche en la que no se registraba ningún altercado con resultado de muerte por el uso de artilugios caseros.
Kai-Xi pasó el control sin problemas y, nada más pisar el vestíbulo, un tipo salió a su encuentro para acompañarle al reservado en el que le esperaba el militar ya retirado. Cho Min Sung se levantó como un resorte pese a contar con más kilos de los que cualquier póliza consentiría en sus tablas. El norcoreano dudó si ofrecerle o no la mano, pero al percibir la frialdad en el rostro de su invitado decidió inclinar la cabeza como muestra de respeto.
Kai-Xi clavó los ojos en el hombre que estaba de pie tras su anfitrión. Su jefe captó el mensaje y con un gesto adusto le ordenó salir del reservado. Solo entonces, el Señor de Asia tomó asiento.
—Muchas gracias por haber acudido —dijo Cho Min Sung en un chino muy ordinario y ofensivo para los oídos de Kai-Xi—. Estoy seguro de que esta noche va a ser muy productiva para ambos.
La estudiada pasividad de su interlocutor le forzó a iniciar el discurso que llevaba ensayando toda la tarde.
—Como bien sabe, yo mantenía una estrecha relación con su estimado padre —introdujo—. Le admiraba mucho. Los que respetamos su recuerdo aún maldecimos el día que cayó en desgracia.
El norcoreano agarró el cuenco que tenía sobre la mesa con las dos manos y se lo llevó a la boca. Los labios se tiñeron de negro brillante.
—¿Desea tomar algo, señor Chengwu?
Kai-Xi declinó la invitación levantando con autoridad su mano derecha.
—Está bien. Sé que es un hombre ocupado, por eso valoro muy positivamente que haya decidido aceptar mi propuesta. Yo tengo la llave de la puerta que usted desea abrir y usted puede conseguir que yo disfrute como merezco de mis últimos años de existencia.
—Dígame qué tiene para mí —exigió.
—Conozco su paradero —reveló—. Mis fuentes son totalmente fiables.
El Señor de Asia le sostuvo aquella mirada de batracio y resolvió que en aquel viaje no tenía sentido elegir un sendero sinuoso.
—¿Cuáles son sus fuentes?
—Comprenderá que eso no puedo desvelárselo, señor Chengwu.
Kai-Xi se incorporó sin darle la oportunidad de rectificar, acompañando el movimiento con un ademán rebosante de animadversión.
—¡Señor Chengwu! Se lo ruego, no se marche. Discúlpeme, no era mi intención ofenderle. Se lo ruego —insistió.
Se sentó sin mediar palabra, justo después la señal acústica que esperaba Kai-Xi sonó en los nanófonos cocleares.
—Creo que aceptaré su invitación. Dígame: ¿qué es ese brebaje tan oscuro que está tomando?
Cho Min Sung resopló aliviado discretamente.
—Lo llaman sudor de alacrán. En realidad es solo un tipo de té negro servido muy frío, aromatizado al cacao y con unas gotas de RT3.
—Sí, ya veo que la hoja es de pu-erh típico de la región de Yunnan —afirmó Kai-Xi tras inspeccionar el interior de la tetera. Luego levantó el brazo y sin girarse hizo una seña a la camarera para que le trajera dos más, el suyo sin el componente psicoadictivo—. Voy a cambiar el enfoque de esta conversación. Dígame, ¿qué puede hacer el Señor de Asia por usted?
El norcoreano se aclaró la garganta con vehemencia antes de pronunciar palabra.
—Mi señor, los médicos me han dado de tres a cinco años, pero no me fío. Hace un tiempo perdí injustamente mis privilegios de ciudadano principal y ahora no puedo acceder al seguro médico que requiero para someterme al tratamiento de regeneración celular. Tampoco puedo comprar un órgano cultivado y necesito un hígado nuevo con urgencia. Usted puede lograr que me devuelvan lo que es mío. A mí y a mi pequeña Sun-Hi —aclaró—. No pido más, señor Chengwu, solo que me devuelvan mis privilegios.
—Los privilegios no pueden restaurarse, eso ya lo sabe. Cuando se anulan se eliminan del sistema y ya no se pueden descargar en ningún UAT. Sin embargo, lo que sí se puede hacer es transferir los privilegios de un UAT a otro. Técnicamente supone lo mismo que la cesión voluntaria, pero en este caso es forzosa. ¿Me sigue?
—Le sigo, le sigo —confirmó el norcoreano mientras se bebía de un trago el sudor de escorpión que le acababan de traer. Ya casi podía verse en su nueva vivienda, con quince kilos menos, luciendo su revitalizada cabellera y paseando tranquilamente por el complejo residencial de máxima confortabilidad.
—No va a ser nada sencillo, pero puede hacerse —le confirmó con rotundidad antes de hacer una breve pausa—. Ahora dígame qué tiene para mí.
—Supongo que no será la primera vez que haya oído hablar del Khimera Proyeckta —introdujo con cautela.
El Señor de Asia no movió un solo músculo de la cara.
—Fue un programa diseñado por los servicios de inteligencia rusos a finales de los años treinta con la finalidad de crear una red de agentes polivalentes con la inestimable ayuda de la biomedicina y la tecnología. La idea era crear expertos en guerra cibernética y dotarlos de una serie de aptitudes extraordinarias para el combate. Los llamaron bogatyrí, «caballeros», y aunque no conocemos su número concreto, usted y yo sabemos que uno de ellos sí sobrevivió al conflicto.
Kai-Xi procesaba cada palabra, cada sílaba y cada fonema que pronunciaban aquellos labios finos ennegrecidos por la bebida, conteniendo el profundo rechazo que aquel hombre obeso le generaba. El norcoreano no mentía.
—El proyecto Khimera fracasó en cuanto pasó de la teoría a la práctica, aunque no se conoce muy bien por qué. Lo cierto es que se destruyó toda la información que tenía que ver con él. No obstante, he averiguado que todo Khimera estaba en manos de una mujer a la que llamaban Rusalka, pero… desapareció con el programa. Desapareció, ya sabe.
—No, no sé —repuso Kai-Xi.
—La eliminaron, se la cargaron. Fin del problema. Aunque hay quienes afirman que sigue viva y que dirige Khimera desde algún lugar recóndito de Siberia.
—Sí. También dicen eso de mi padre. Espero que tenga algo más para mí que leyendas y rumores.
Los labios casi inexistentes de Cho Min Sung se juntaron para dibujar una fina y difusa línea recta. Luego tocó la pantalla de su UAT y buscó una carpeta de imágenes que contenía una serie de fotografías realizadas desde un satélite. El norcoreano notó cierto picor en las puntas de los dedos, lo cual no pasó desapercibido para su interlocutor.
—Fotografías de alguna instalación —identificó el Señor de Asia haciendo visible su decepción.
—Están tomadas hace treinta y cuatro días, exactamente. Alguien que trabaja para mí las interceptó en una transmisión encriptada, etiquetada con el nombre clave de «Bogatyr» y cuyo destinatario era un distinguido miembro de la Asamblea. He tenido que soltar un buen montón de culos por esta información.
El exmilitar tragó saliva y se frotó el mentón. Sentía un hormigueo muy molesto que achacó al exceso de sudor de alacrán, aunque le escamó que a esas alturas su entrenado organismo reaccionara negativamente al RT.
—Me aseguran que el último bogatyr se esconde tras estos muros. Tenemos las coordenadas aproximadas del lugar, pero hay un inconveniente. La ubicación corresponde al…
El norcoreano tuvo que absorber la saliva que se le escapaba por la comisura de la boca. Cuando trató de buscar su pañuelo para limpiarse se percató de que los brazos no le respondían.
—Área de exclusión negra, territorio de Ubangui. A orillas del lago Lagdo —completó el Señor de Asia mostrándole su UAT—. Esas fotos han estado circulando por la Lupa desde hace semanas y están al alcance prácticamente de cualquiera. Se trata de una de las estaciones Khimera, concretamente de Lukomorie. Inexpugnable desde el exterior, dicen. ¿De verdad pensaba que podría manejar más información que el Señor de Asia?
Cho Min Sung apenas era capaz de procesar las palabras que pronunciaba su interlocutor y arrugó la frente buscando una explicación. Kai-Xi despejó de inmediato sus dudas depositando encima de la mesa un diminuto capullo de una flor de color amarillo.
—Acmella oleracea, la flor de Sichuan. Medicina tradicional china. Nuestros antepasados la masticaban para enjuagarse la boca y favorecer la digestión de los alimentos. En pequeñas proporciones estimula las glándulas salivales y produce un pequeño cosquilleo eléctrico en la lengua y el paladar. En la concentración adecuada y mezclada con unas gotas de toxina de fugu provoca en unos minutos la parálisis total del sistema nervioso, pero sin pérdida de conciencia. Este remedio era usado por los primeros médicos de China para anestesiar al paciente durante las complejas intervenciones quirúrgicas que ya se realizaban hace muchos siglos. El efecto analgésico es duradero, aunque incierto. Ese es el problema, calcular la proporción correcta. Confío en que mi hermana haya diluido en su repugnante brebaje la cantidad acertada.
El norcoreano balbuceó algo inaudible y cada palabra se convertía en una metátesis. Entretanto, Bào entró en el reservado con expresión neutra y cerró tras de sí las dos hojas que constituían el único acceso. Kai-Xi no se giró. Extendió la mano derecha en la que sostenía un pañuelo de seda y ella se lo introdujo en la boca al norcoreano sin que opusiera resistencia alguna.
—Necios son aunque necios parezcan —musitó el Señor de Asia con los ojos cerrados—. Si no he terminado antes con su insignificante existencia es porque pensaba que podría reconstruir el camino que un día recorrió el asesino para llegar hasta mi padre. Hace mucho que sé que su avaricia —recalcó— le allanó la recta final. Khimera descubrió que usted llevaba años traficando con secretos militares y uno de sus clientes habituales era mi padre. Así que no le quedó más remedio que venderle también a él, ¿verdad? Las claves del canal privado de comunicación fueron suficientes para engañarle. Una falsa reunión para sacarle de su rutina en la fecha señalada y poder acceder a los códigos en el único momento que eran vulnerables. De esta forma Khimera equilibró la balanza de un conflicto que se estaba decantando claramente por el Bloque Asiático.
El Señor de Asia pronunciaba con suma delicadeza y precisión, haciendo que cada palabra tuviera sentido en sí misma, grabando cada frase para la posteridad.
—La muerte no es más que la última etapa, un espejo en el que se reflejan nuestros actos, pero a mi padre le llegó de forma injusta y cruel.
Cho Min Sung movía los globos oculares con extrema rapidez, como si tratara de encontrar escapatoria de aquel adiposo cuerpo antes de que fuera tarde.
—Para ayudarle a que libere su mente le diré que, si todavía confía en la intervención milagrosa de los dos monigotes que le acompañaban, desista. Ya están muertos. Igual que su hija, Sun-Hi, su yerno y sus dos nietos. Era la única forma de equilibrar mi karma, ¿comprende?
Kai-Xi forzó una pausa para dejar que el norcoreano troceara bien la noticia, de modo que la rumiara y digiriera con todos sus nutrientes.
—No se altere, fue un trabajo rápido y limpio, di orden de que nadie sufriera. En cambio…, para usted tengo otros planes. Un traje a medida de los traidores.
Kai-Xi frunció el ceño haciendo que sus rasgados ojos de tejón desaparecieran casi por completo embutidos en sus crispados rasgos faciales.
—El Señor de Asia le condena a vivir como un muerto: sin ver, sin oír, sin oler, sin gustar y sin sentir. Larga es la noche para el que yace despierto; larga es la distancia para el que camina exhausto; larga es la vida para el ignorante que no sabe reconocer el rostro de la muerte.
En ese preciso instante, el cerebro del norcoreano hizo un breve salto en el tiempo para encajar esas palabras en un rompecabezas tan inverosímil como veraz. Mientras, Bào extendió una tela de seda carmesí sobre la mesa dejando a la vista las cinco herramientas.
—Empezaré con esta —le anunció jugueteando con ella—. Me servirá para amputarle los dedos; seguiré con esta fina y alargada, cuyo fin es perforarle los tímpanos; luego usaré esta otra para extirparle la lengua. Pero no tema, no morirá. Bào se ocupará de que no se desangre como un cerdo. Me lo tomaré con calma. Continuaré con esta de aquí —señaló—, con la que escarbaré dentro de sus fosas nasales hasta arrancarle la pituitaria; y por último, para que no pierda detalle de lo anterior, le vaciaré las cuencas de los ojos. Muerto en vida —sentenció antes de agarrar una suerte de tenaza de pequeñas proporciones pero tan afilada que casi no tuvo que hacer fuerza para seccionar el hueso del primer pulgar.
Ni del último meñique.