Una piedra mal pulida

Cabina de Vodianoi

Aproximándose a Siberia

Iberia (área euroafricana norte, sector ártico sur)

Julio del 2054

«Iniciando maniobra de inmersión».

Mantas Kleiza lo había comprobado una y mil veces durante el vuelo: las coordenadas eran correctas. Todavía no alcanzaba a comprender cómo Olek había logrado generar una zona de sombra tan estable para desplazarse a esa altitud tan baja sin ser detectados por la Lupa. Sin embargo, de lo que sí estaba convencido era de que Vodianoi no era tan rápido como para poder llegar al destino que él tenía dibujado en su cabeza en menos de dos horas y de que aquella costa escarpada que ya se dibujaba a través de los cristales de la cabina no se correspondía con el paisaje de Siberia. Intuía el funesto destino que habría aguardado a su compañero polaco, pero enseguida se centró en su cometido.

—Asistente de vuelo en estación Khimera Siberia solicita tomar el control de MU-9.

El lituano accedió. Reconoció la voz de Yuri Kovalchuk, con quien había coincidido en la Academia Técnica de Radioingeniería Militar de la Defensa Aérea Mariscal Leonid Góvorov antes de ser reclutados para formar parte del Khimera Proyeckta. Apartó las manos del panel virtual de guiado y las sacudió como si quisiera despojarse de alguna sustancia viscosa que se hubiera adherido a las palmas. Acto seguido hinchó los pulmones y se volvió para interesarse por el pasaje. La periodista, que no había cerrado la boca desde que consiguieron escapar del infierno de Lukomorie, tenía los músculos de la cara contraídos y bien podría decirse que durante el viaje había envejecido un par de años. Desde donde estaba no alcanzaba a ver el rostro del científico noruego, pero sí cómo se agarraba las manos evidenciando claras muestras de inquietud. El doctor chino permanecía con el semblante relajado; la doctora, en cambio, parecía no querer perderse ni un solo detalle de lo que sucedía a su alrededor. Por último, la líder del MOC no se había apartado de Frederik Keergaard desde que lo recogieran más muerto que vivo cerca de los restos de la Golliat tras hacerla saltar por los aires con los cañones de riel. La unidad domótica de curación de la aeronave era bastante precaria, pero había logrado estabilizarle a la espera de que fuera intervenido en otras instalaciones más preparadas.

Un sonido atrajo de nuevo su atención hacia el panel. En la pantalla de comunicaciones tenía un mensaje entrante:

Prevenido para permitir la entrada al personal sanitario. Bloquea los sistemas de seguridad de los asientos hasta que se haya producido el traslado del herido.

Rusalka

Las olas ya acariciaban el fuselaje del viejo Vodianoi, pero, antes de sumergirse, Mantas Kleiza se quedó ensimismado en la belleza de una pequeña ermita construida en la cima de un islote conectado al litoral mediante un austero puente de piedra de dos arcos. A pocos metros de profundidad, con esa imagen todavía fresca, se maravilló de que después de tanta destrucción todavía quedaran pequeñas joyas arquitectónicas por descubrir.

El acceso submarino de la instalación no se diferenciaba mucho del que tenía Lukomorie bajo el lago Lagdo. Entraron en la cámara estanca, que tras cerrarse herméticamente empezó a vaciarse de agua de mar.

«Despresurización completada».

Mantas Kleiza cumplió la orden y bloqueó los anclajes de seguridad de los asientos.

Fue entonces cuando Kai-Xi se percató de que sus identidades habían sido desveladas, como era de esperar. Bào, al sentirse atrapada, le miró inquieta y se desencadenó la reacción natural de sus implantes cuticulares.

—Mantén la calma —la exhortó Kai-Xi aún con los ojos cerrados—. Ya estamos cerca.

El personal sanitario, integrado por dos hombres armados y una mujer, accedió a la aeronave por la rampa de vehículos empujando una camilla que gravitaba a unos ochenta centímetros del suelo.

Como había previsto el Señor de Asia, dos de ellos sacaron sus armas y les apuntaron a la cabeza.

Bodega de carga de Vodianoi

Acurrucado en el suelo, trató de moverse cuando los estatorreactores de combustión subsónica de la aeronave dejaron de rugir. Todavía podía sentir el dolor en cada una de las terminaciones nerviosas y no sabía discernir si se debía a los golpes recibidos o a las bajas temperaturas que había tenido que soportar. De forma progresiva, fue recuperando el control de sus extremidades y logró desatarse las correas de amarre de carga gracias a las que se había mantenido firme. Respiraba por la boca intentando no hacer ruido por si quedaba alguien a bordo y avanzó torpemente hasta alcanzar el mismo conducto de refrigeración por el que se había colado dentro de Vodianoi a pesar de sus proporciones desproporcionadas.

Sala acristalada del puesto de mando de Siberia

La estancia era idéntica a aquella suerte de gran pecera que habían visto en Lukomorie contigua al puesto de mando. Según tomaron asiento, los tres invitados se intercambiaron gestos que nacían de la incertidumbre y se amamantaban de la imperiosa necesidad de encontrar respuestas.

Luego de abandonar la aeronave, les trasladaron a un comedor en el que les sirvieron comida precocinada y deshidratada, alimentos que engulleron a la misma velocidad a la que canjeaban inverosímiles conjeturas por absurdas suposiciones. Posteriormente, les permitieron descansar durante casi una hora, tiempo que agotaron formulando en soledad sus hipótesis.

Todas ellas muy lejos de una realidad que no iban a tardar en descubrir.

Ella apareció sin preámbulos, arrastrando un caminar agostado, quejumbroso. El pelo, argentado desde la raíz, le rozaba los hombros; tenía las facciones bien definidas y la tez pálida, marcada por no muchas pero sí severas arrugas que testimoniaban una edad difícil de precisar. Tras ella entró Mantas Kleiza, que adoptó una postura solemne junto a la puerta. En un rictus maquillado para la ocasión, no pudo ocultar las arrugas originadas por la fatiga y la extrema tensión.

La mujer rodeó la mesa central muy despacio hasta situarse frente a ellos. Tras esos fríos ojos azules casi grises que invitaban a la prudencia se escondía el germen de un complejo entramado rayano en lo utópico.

—Si no tienen inconveniente, permaneceré de pie —dijo con voz suave y tono férreo.

Nadie se opuso.

—En primer lugar tengo que decirles —anunció mirando a Petra Toivonen— que acabo de pasar por la cámara de examen fisiológico para interesarme por el estado de Frederik. Evoluciona favorablemente, dentro de la gravedad de sus heridas. Se recuperará —anunció con júbilo sosegado—, aunque no antes de lo que precisamos. Dicho esto, les informo de que nos encontramos en la costa norte del territorio Iberia, a ocho kilómetros de distancia desde cabo Machichaco y a cuarenta metros de profundidad. Estas instalaciones fueron construidas en el año 2033 aprovechando la tapadera que ofrecía una antigua plataforma de extracción de gas conocida como la Gaviota. Para la Lupa aquí no hay más que un almacén de gas no operativo con una capacidad de mil seiscientos millones de metros cúbicos. Los seis habitantes que quedamos más Mantas Kleiza somos los últimos supervivientes de un proyecto que nació hace veinte años y que está a punto de morir…, si ustedes no lo remedian —recalcó.

La mujer extendió los brazos lentamente.

—Sean bienvenidos a Siberia, la última de las estaciones Khimera. Mi nombre es Erika Lopategui, pero aquellos que no me conocen me llaman Rusalka. Lo que hayan oído sobre mí es del todo irrelevante en estos momentos, lo único que les ha de importar es el motivo por el que están aquí.

Contra todo pronóstico, Ake Dahl fue el primero en hablar.

—Eso llevo yo preguntándome unas cuantas semanas.

La mirada de Erika aterrizó en el noruego.

—Está aquí porque nos lo debe —aseguró ella con firmeza— y, puestos a no ocultar nada, ha de saber que no descubrió el genoma de aquel duende de modo casual. Nosotros le fuimos guiando hasta él —le desveló—. Es usted una eminencia en el campo de la ingeniería genética, defensor a ultranza de las teorías que han empujado al ser humano hasta el precipicio de la deshumanización. En cierta medida, usted es responsable de que hoy día la vida pueda prolongarse de forma indefinida; como lo soy yo —admitió sin pudor—. Trataré de hacerle ver la profundidad del abismo al que nos han condenado sus avances científicos. De nosotros dependerá que este mundo se convierta en un exclusivo jardín para el disfrute de una minoría privilegiada o que siga siendo la huerta de todos. Necesitamos sus vastos conocimientos en la materia para tratar de devolver el orden natural a nuestra especie, doctor Dahl.

El noruego parpadeó varias veces. El silencio que se instauró en aquella sala era tan ceremonioso que casi podía oírse cómo se rozaban las pestañas del científico.

—Preferiría no tener que hacerlo, créanme —introdujo Rusalka retomando la palabra—, pero para estar en igualdad de condiciones con ustedes lo que procede ahora es que les detalle las vicisitudes que me han conducido hasta aquí. La primera vez que tuve noticias de su existencia fue a finales del 2012. Un antiguo colega de mi padre, Aarjen de Bruyn, dedicó los últimos años de su vida a investigar una red delictiva con infinidad de ramificaciones cuya sombra abarcaba todos los rincones del planeta. Se hacían llamar la Congregación de los Hombres Puros.

Los invitados intercambiaron miradas cargadas de desconcierto.

—No procede entrar en detalles —advirtió Rusalka—, pero sí deben saber que en aquel entramado criminal estaban implicadas muchas personas pertenecientes a las capas más influyentes de la sociedad. Antes de ser asesinado, De Bruyn elaboró un vasto y profundo informe que terminó cayendo en mis manos y en las de otra persona. No tuvimos opción, o al menos eso creíamos —comentó con cierta nostalgia—. El caso es que, sin saber muy bien dónde pisábamos, nos adentramos en un laberinto en el que estuvimos dando vueltas durante… demasiado tiempo.

—Está hablando en plural —le hizo ver Petra Toivonen.

—Empezamos tres, pero fuimos ganando y perdiendo integrantes con el paso de los años. Finalmente, y avanzo hasta el final de este capítulo, salimos victoriosos de nuestra irreflexiva cruzada; sin embargo, el precio que tuvimos que pagar fue muy elevado y; como sucede con la mala hierba, algo quedó latente; algo que no supimos ver porque era invisible, imperceptible, como el alma de Koschéi. Sola y agotada, busqué refugio en uno de los lugares más recónditos de la Tierra a orillas del lago Baikal, esta vez sí, en las entrañas de Siberia. Tras varios meses de aislamiento, el azar me llevó a conocer a un interesante profesor de universidad que pasaba unos días de descanso alejado de las aulas. Supongo que yo necesitaba retomar el contacto con otras personas y, visto hoy en perspectiva, he de reconocer que me dejé impresionar por la capacidad intelectual de aquel hombre. Al principio, nuestros encuentros giraban en torno a discusiones en las que lanzábamos vagos planteamientos con tintes utópicos, carentes de pretensiones. Sin embargo, a fuerza de repetir las mismas palabras, aquellas ideas terminaron por convertirse en simiente en busca de arraigo y ambos ofrecimos nuestras mentes como terreno fértil. En aquellos días el planeta giraba al compás frenético que marcaba el ritmo al que se producían los cambios tecnológicos y la población sucumbió al mareo sin percatarse de ello —comentó Erika con cierta pesadumbre—. Entre los dos torturamos los prefectos de la antigua cienciocracia para adaptarlos a una nueva forma de gobierno en la que la ciencia se convertiría en el mayor de los recursos del pueblo. Imaginamos un Estado que garantizara el bienestar del ciudadano y que tutelara el desarrollo de la civilización y trazamos la ruta. Tan primario como cambiar el enfoque, tan básico como dirigir el progreso hacia abajo en vez de hacia arriba, tan sencillo como inalcanzable en una época de cleptocracia absoluta disfrazada de capitalismo. ¿Recuerdan? —preguntó mirando a Petra Toivonen—. Sustituir la tecnofagia que devoraba la voluntad de las personas por cienciocracia era un imposible, pero era nuestra quimera. Nuestra quimera. Sí, terminamos enamorándonos perdidamente, aunque ahora no sabría decirles si respondió al amor o a la necesidad de seguir viviendo juntos nuestra utopía. Lo cierto es que a mí me sirvió para escapar de aquel encierro y a él…, en fin, esa parte me la reservo.

Erika se percató de que se le habían mojado las pestañas al tiempo que se le agrietaba la voz. Se giró con fallido disimulo para secarse las mejillas y humedecerse la garganta antes de proseguir.

—Discúlpenme, nunca he sabido cómo resumir una historia; viene de familia —confesó—. Veamos. Lo que ninguno habíamos previsto fue que aquella doctrina arraigaría en su alumnado, concretamente en alguien que, seis años después, sería elegido el presidente más joven del país más extenso y con más recursos del momento: Rusia. Sergéi Borísevich Ivanov quiso alejarse de desgastadas fórmulas políticas y rodearse de mentes brillantes exentas de compromisos y deudas, jóvenes como él dueños de un futuro prometedor. Durante esta etapa se produjeron avances prodigiosos, del todo esperanzadores —rememoró esbozando una sonrisa pasajera poco contagiosa—. La denominaron la segunda revolución rusa. De esta forma, en el 2028, respaldado en los resultados y con el apoyo de una población absolutamente volcada con los cambios, el presidente Ivanov aprobó la financiación de un proyecto que debía permanecer en la clandestinidad. Como ya habrán adivinado, al frente del mismo colocó a la persona que más le había impactado en su vida, su ideólogo, su antiguo profesor de universidad. Mi formación académica en Psicología, mi truculento pasado y mi relación con él le sirvieron para convencer al presidente de que yo debía ser la persona responsable de mantener oculto el Khimera Proyeckta.

Erika se mordió el labio inferior y alargó la pausa para rellenar los pulmones.

—Aquel profesor de universidad se llamaba Mijaíl Artémiev.

Puesto de control de Siberia

Yuri Kovalchuk trataba de recordar el maldito instante en el que decidió aceptar la proposición de aquel hombre. Como ingeniero superior de enlaces satelitales, todo sonaba tan bien que le resultó imposible rechazar el puesto de responsable de comunicaciones de un nuevo complejo dedicado a la investigación, y quién sabe dónde estaría ahora si hubiera tenido que vivir la Guerra de Devastación Global como sus familiares y amigos de Crimea. Ni siquiera sabía cuántos habían sobrevivido al ataque de la Alianza Islámica a Sebastopol, donde llovieron cientos de misiles balísticos Afaf tres meses antes del final de la contienda. Además, se acababan de cumplir dos años desde que le surgiera la oportunidad de abandonar Khimera y había declinado, aunque no sabría decir si por apego al pasado o por miedo al futuro.

El parpadeo de la luz roja de alarma le arrancó de sus divagaciones. En una de las pantallas que captaban las imágenes del interior de las celdas se podía ver un primer plano del rostro del doctor chino recién llegado. Rusalka había ordenado detenerle junto a su compañera y estrechar la vigilancia, pero no se había molestado en darle más explicaciones, lo cual, a esas alturas, habría sido de agradecer. El hombre tenía el gesto contraído y gesticulaba notablemente alterado. De mala gana activó el sonido para oír al preso.

—¡Tienen que atender a mi compañera! —le escuchó gritar—. ¡Está sufriendo otro ataque! ¡¡Necesita que le administren zonisamida!!

Cuando amplió el zoom de la cámara pudo ver a la mujer convulsionándose en el suelo.

Entonces se acordó de la madre del sargento Yevgueni Khashimov, al que acababa de relevar en las labores de vigilancia. Murmuró una retahíla de insultos dedicados a su compañero y se lo imaginó en la sala de esparcimiento disfrutando de los treinta minutos de descanso a los que tenía derecho cada ocho horas de guardia según establecía el régimen interno.

Roger Zimmermann no podía abandonar el puesto de mando y la doctora Ljudmila Sidorovskaya estaba más que entretenida tratando de recomponer al bogatyr.

No le quedaba otra que resolver él solo la situación.

Se incorporó con tanta premura que se sorprendió a sí mismo por mantener aún tal punto de agilidad.

Antes de enfilar el pasillo se aseguró de que la luz del cargador de la Grom-21 indicaba que estaba correctamente municionada. Lo último que quería era que los prisioneros le ocasionaran problemas. Cuando alcanzó la puerta, el grafeno T5 traslúcido le permitió ver el interior de la sala de aislamiento. El hombre estaba atendiendo a la mujer, que seguía retorciéndose en el suelo. Agarró la tarjeta de acceso con la mano izquierda y con el pulgar de la otra mano accionó el disparo de corta distancia. Escuchó cómo los proyectiles de trece milímetros de vaina fina se introducían en la recámara mientras apoyaba el arma sobre su antebrazo. Yuri se sorprendió de nuevo por su forma instintiva de actuar pese al sucinto adiestramiento militar recibido pocas semanas antes de ser destinado a esa estación Khimera.

—¡Apártese de ella! —le gritó cuando se abrió la puerta—. ¡Retírese! ¡Vamos!

El tipo de rasgos mongoles obedeció y comenzó a retroceder lentamente hasta la pared más próxima, a unos tres metros de la mujer. Ella estaba en posición fetal sobre el costado y se contorsionaba en movimientos tan breves como bruscos.

—¡Es epiléptica! Necesita que le administren sus fármacos o puede tener una crisis fatal.

—Mierda —musitó Yuri avanzando con precaución hasta la mujer aunque sin dejar de apuntar al hombre. Tenía que tomar una decisión, pero había algo que no encajaba y su instinto le obligó a detenerse a los pies de ella. Le miró primero a él y luego a ella, repitiendo el proceso hasta que se percató de lo que le había encendido la alarma.

El hombre tenía las manos atadas a la espalda, como dictaba el protocolo, de hecho él mismo le había esposado. La mujer, por contra, las tenía por delante y presentaba una posición poco natural: con las palmas juntas en modo oratorio y los dedos demasiado rígidos.

Yuri aún estaba asombrado de su propia sagacidad cuando las ocho uñas de Bào le dibujaron un corte asombrosamente limpio en el cuello.

Sala acristalada del puesto de mando de Siberia

Petra Toivonen y Ake Dahl se buscaron con la mirada.

—Veo que ya intuyen de quién les estoy hablando —observó Erika.

—Ellos pueden saberlo, pero aquí la periodista no se entera de nada, a no ser que alguien se lo cuente —protestó Patricia Jones.

—Del padre de Perséfone —desveló la líder del MOC—. Una neurotoxina letal para cualquier ser vivo que fue utilizada como componente principal en el gas Margaritka.

—Sus efectos sí los conozco bien —afirmó la galesa.

—Me temo que no todos —replicó Ake Dahl pensando en la segunda mutación.

Cuando le terminó de explicar las consecuencias genéticas del gas y las intenciones de la Asamblea, el color de la tez de la periodista había pasado del rosa jovial al rosa pálido.

—Les ruego que no saquen conclusiones prematuras —intervino Rusalka—. Mijaíl no creó Perséfone, más bien se lo encontró en uno de los muchos experimentos de sus equipos científicos y le asustó tanto que no supo controlarlo. Ni siquiera yo, que era la responsable de ocultar la existencia de Khimera, estuve al corriente de tal descubrimiento. Mijaíl cometió el error de no destruirlo inmediatamente, pero no fue el único ni el más grave —añadió. Erika Lopategui hizo una pausa y se pasó la mano por la nuca—. Lo compartió con el presidente Ivanov —desveló.

—¿Y cómo llegó a manos de la Alianza Islámica? —quiso averiguar precipitadamente Petra Toivonen—. Porque fueron ellos los primeros que lo utilizaron.

—Así es. Permítame que se lo cuente. El presidente Ivanov quería saber el potencial de aquella nueva arma que tenía entre manos. Según me confesó años después, pensaba que su letalidad era la mejor forma de protegerse del exterior; pero, claro, para ello sus enemigos debían conocer el nivel de destrucción de Perséfone. No trato de justificarle, pero vivíamos en una época convulsa donde todas las grandes potencias trataban de colocarse en la mejor posición para el caso de un más que posible estallido bélico. No supo jugar sus cartas. Así, durante la Gran Guerra Negra, aún sin desvelar la fórmula de Perséfone, autorizó la venta a la Alianza Islámica de tres ojivas cargadas con el gas Margaritka para que no fuera su nombre el que encabezara esa sangrienta página de la Historia. Así, se sirvió de un intermediario que le llegó de la mano de un hombre de su confianza, el coronel general Dmitriy Gareev. Arthur Nichols era un antiguo agente de los servicios secretos norteamericanos que había estado destinado una larga temporada en Moscú, donde tuve la mala fortuna de que coincidiéramos. Jamás me fie de Nichols, así que puse todos los medios de una recién nacida Khimera para despojarle de su careta. Su ambición no conocía límites. Vendía cualquier información, lo que cayera en sus manos, al servicio secreto que fuera capaz de pagárselo: al SMS chino, a los franceses del DGSE, al BND alemán, al Mosad, al Mukhabarat Al A’amah saudí e incluso a los cubanos de la DGI. Y, por supuesto, a nosotros —añadió—. Hasta que concluimos que era demasiado peligroso y nos deshicimos de él; bueno, para ser más exactos, provocamos que su propia gente le enterrara.

Erika se concedió un respiro y se frotó las manos en un vano intento de contener los temblores.

—Entretanto, en Khimera seguíamos avanzando en el desarrollo del programa establecido, inaugurando una estación por año. Precisamente, mi labor se centraba en la selección de las localizaciones y la certificación de seguridad de las mismas, pero sobre todo era la responsable de que todas ellas pasaran desapercibidas. Originariamente cada una estaba pensada para la investigación de un campo concreto. Alátyr se dedicó por completo a la biotecnología y sus aplicaciones en el campo de la medicina, la farmacología, la alimentación… Disculpen, otra vez me voy por las ramas. Buyán se especializó fundamentalmente en la investigación energética y Svantevit en la robótica y la inteligencia artificial. Todas se manejaban con poco personal, pero muy bien seleccionado. Estábamos convencidos de que, a través de la ciencia, lograríamos un mundo mejor —recapituló—. Trabajábamos tratando de obviar el hecho de que, en algún momento, tendríamos que aplicar nuestros avances a la industria militar. Lo que no podíamos suponer era que ocurriría tan pronto. Así, en el 2033 llegó la orden presidencial de dedicar a la investigación militar las dos siguientes estaciones en construcción: Lukomorie al desarrollo de armamento y Siberia a la Kibervoina, la guerra cibernética que denominan ustedes. «Siempre es mejor controlar el veneno que la jeringuilla», decía Mijaíl para justificarse —rememoró—. Así, fijamos nuestro centro de operaciones secretas aquí y…

—¿Puedo preguntarle por qué bautizaron así la estación? —interrumpió Patricia Jones.

Rusalka sonrió, esta vez sí de forma convincente.

—Aquí crecen mis raíces más profundas. La familia de mi padre tenía una antigua propiedad muy cerca que aún conservo en buen estado de habitabilidad y mi madre, alemana de nacimiento, decidió ponerle ese nombre cuando nos trasladamos aquí. Lo consideraba una especie de exilio. Yo era solo una niña y, sin embargo, guardo recuerdos muy dulces y nítidos de aquellos días. Confieso que me empeñé en buscar la forma de establecer una estación Khimera en esta zona. Se conocía su nombre, pero la ubicación se ha mantenido en secreto desde entonces. De ello me ocupé personalmente —subrayó—. ¿Satisfecha?

La galesa asintió sin reservas.

—Continúo. En el 2035, con la intervención de la Unión de Estados Libres en la Gran Guerra Negra, ya sabíamos que más pronto que tarde estallaría un conflicto a nivel mundial. Se activó el plan de rearme y el gobierno asignó un agregado militar a cada una de las estaciones, a los que nosotros denominamos cómicamente «los guardianes». En Siberia tuvimos la suerte de contar con el teniente coronel Anatoliy Sokolov, «Tolya» —dijo apretándose con fuerza los lacrimales, como si así pudiera retener el llanto.

Erika se concedió unos necesarios segundos antes de proseguir.

—Juntos creamos y desarrollamos los soldados Khimera. Digamos que formaban parte de la estrategia global de desarrollo de la guerra cibernética. Consistía en seleccionar individuos dotados con las aptitudes necesarias para convertirlos en nuestros brazos ejecutores en misiones de alto riesgo y relevancia. Tolya era el responsable de reclutar, formar, equipar y dirigir los grupos de asalto Khimera. Acciones tácticas de infiltración en las que no se admitía el error y con las que suponíamos que íbamos a salvar muchas vidas no solo de nuestros compatriotas, sino también de nuestros enemigos. Tolya y yo conocíamos muy bien el poder destructivo de los nuevos arsenales y ambicionábamos alcanzar una victoria rápida y limpia si teníamos éxito con Khimera.

—Algo me dice que no salió como esperaban… —comentó irónicamente Patricia Jones, lanzada.

Rusalka hizo caso omiso de la observación.

—Contábamos con la ventaja de estar a la vanguardia en neurotecnología. Ya sabe —añadió mirando al científico noruego—, nanoimplantes cerebrales mediante cirugía no invasiva.

—Claro —confirmó este llevándose dos dedos a las fosas nasales para indicar el lugar por el que intervenían al paciente—. Hoy día resultaría un método arcaico, pero desde luego era bastante mejor que los que practicaban los israelíes.

—Sí. Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, muchos gobiernos trataron de crear ejércitos de supersoldados, pero la mayoría se hundieron en las mismas aguas: el control de la voluntad.

—Como el fallido proyecto MK Ultra de la CIA para manejar la mente humana a través de sustancias químicas, anfetaminas, LSD…, incluso la hipnosis. Un auténtico despropósito —juzgó el científico noruego.

—Idéntico motivo, pero por exceso, que el que ocasiona que los centinelas nunca alcancen el nivel de eficacia que la Asamblea pretende —apuntó Erika—. Recapitulo: dominar el subconsciente del individuo era del todo imprescindible para lograr el nivel de eficiencia que buscábamos. En Lukomorie decidimos no ser tan ambiciosos en lo cuantitativo, nos centramos en lo cualitativo y fuimos los que más lejos llegamos. Khimeras —definió—. Tan solo llegamos a formar doce destacamentos divididos en cuatro grupos de asalto, integrados cada uno por cuatro Khimeras. El proceso lo denominábamos obogashcheniye; «enriquecimiento» —tradujo—. La primera fase consistía en alimentar el sistema nervioso. Injertábamos un circuito emisor que estaba fabricado a partir de tejido cultivado del soldado Khimera y que llamábamos mat’, «madre» en nuestra lengua. No existía riesgo de rechazo, simplemente pasaba a formar parte de su bulbo raquídeo.

—Por tanto era un proceso irreversible —apuntó Ake Dahl.

—Pero no infalible —corrigió apesadumbrada—, a no ser que… A su debido momento. Prosigo. Este se alimentaba gracias a un tatuaje muy especial que les hacíamos en la parte posterior del cuello. —Se señaló acariciándose la nuca—. Utilizábamos tintas de grafeno con alta densidad de células fotodetectoras que se encargaban de captar la energía suficiente para mantener a madre en estado latente. Bastaban dos minutos de exposición solar. De esta forma, cuando el sujeto entraba en acción, activábamos a madre para incentivar a través de una secuencia de impulsos eléctricos los neurotransmisores y con ello sus motoneuronas medulares. Así, alcanzamos una mejora en el tiempo de respuesta en todo el sistema motor del Khimera de entre un cuarenta y un sesenta por ciento en función del individuo y, a la vez, aumentábamos su actividad sensorial y su capacidad cognitiva. Pronto nos dimos cuenta de que se podía sacar mucho más provecho de madre, aunque también tenía su talón de Aquiles.

Erika adoptó una expresión cargada de melancolía.

—Me vienen a la cabeza unas palabras que un día me regaló un amigo, un hombre muy particular: «Por muy alto que construyas la muralla, siempre tendrá una piedra mal pulida que la haga derrumbarse».

»Nuestra piedra mal pulida fue mi ambición.