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El lobo
Calles próximas a la plaza de Yamaa el Fna
Marrakech (Marruecos)
Junio del 2038
Algunos días antes de que terminara el Ramadán más duro que cualquier musulmán alcanzara a recordar, el zoco de la ciudad marroquí era lo más parecido a un caótico hormiguero en el que miles de almas interactuaban agitadamente.
Un interminable laberinto de puestos callejeros regentados por hombres tratando de vender a gritos. Un infinito caos de microtiendas visitadas por clientes de mil nacionalidades intentando comprar a voces.
Una torre de Babel en horizontal.
Rudimentarios vehículos a dos ruedas, con y sin motor, sorteando humanos; humanos esquivando carros tirados por animales y animales eludiendo toda suerte de vehículos. Un maremágnum sensitivo de sonidos variados, sabores dispares, olores diversos y múltiples colores en el que cada distracción se traducía en una oportunidad cuando se pasaba de ganar a perder en un parpadeo. Un anárquico universo en el que las mujeres trataban de estirar al máximo cada moneda, los ancianos solo pretendían aguantar un verano más y los niños buscaban la ocasión de ganarse un dírham… o cien.
Así llevaba siendo desde que el primer poblador decidiera asentarse en aquella parte del planeta, ajena al paso del tiempo y que, hasta la fecha, había logrado eludir las asoladoras secuelas de la guerra.
Naufragando en aquellas turbulentas aguas estaba Abdel Sâmi al Maktoum, alto dignatario del Ministerio de Defensa de los Emiratos Árabes Unidos y comandante del servicio de inteligencia de la Alianza Islámica.
Había salido del ostentoso hotel La Mamounia luciendo un aspecto impecable, distinguido, acorde a su condición y estatus social. Su vigoroso cabello negro azabache, perfectamente peinado y engominado hacia atrás, le otorgaba un aire distante e impenetrable, una planta honorable acentuada por unas rígidas y angulosas facciones. Despedía cierto aroma a sándalo, jazmín y jengibre con toques cítricos muy sutiles. La camisa blanca recién planchada por encima del pantalón de lino en color marfil y unos zapatos italianos bien lustrados completaban su fastuoso atuendo. Menos de una hora después, totalmente desorientado, su aspecto se había metamorfoseado tras la forzosa e implacable adaptación al medio. El pelo había sucumbido al poder del polvo en suspensión, que, mezclado con el sudor y la gomina, se había convertido en una burda maraña de mechones pegajosos que hacían de su rostro un lienzo cubista. Su ropa ya era su segunda piel, adherida a su cuerpo e impregnada en un fuerte olor a especias con marcados matices a orín y excremento. Su exclusivo calzado apenas destacaba del resto de sandalias que transitaban raudas e instruidas por aquellos lares.
Una invisible sensación de asfixia empezó a hacerse tangible en su pecho. Luego de mirar en derredor confiando en la intervención del Profeta, Abdel Sâmi al Maktoum resopló por enésima vez en su afán de soltar presión por la boca.
Había estado en el frente iraní durante la Guerra de la Media Luna, en la que terminó imponiéndose la hegemonía suní para todo el mundo islámico y fue testigo directo de la histórica caída de Teherán, el ultimo bastión chií. Años más tarde, desde las antiguas oficinas del Ist Akhbarat en Riad, reconvertidas en sede del servicio de inteligencia de la Alianza Islámica, fue partícipe de las gloriosas conquistas de los suyos en la campaña africana con las que se hicieron con el control de todo el continente.
Al Maktoum conocía la guerra de primera mano y, sin embargo, nunca se había visto en una batalla como esa. Era como si el entorno le estuviera absorbiendo su incorruptible espíritu. Le faltaba el aire y casi podía notar cómo se le cuarteaba el tejido cartilaginoso de la tráquea. En aquella tesitura, el emiratí no pudo evitar verse arrastrado por la marea humana, perdiendo el contacto con su escolta y convirtiéndose en el objetivo de cientos de miradas que se entretenían tasando aquella jugosa y desvalida presa. Sin embargo, no estaba dispuesto a fracasar en aquella misión y buscó la templanza que necesitaba acariciando la culata de aquella joya única que le había regalado su suegro, el emir de Qatar, como protector del islam.
No reaccionó hasta el tercero.
—¡Señor, señor! —le dijo un niño de unos diez años en árabe tirándole con insistencia de la camisa—. Tome, señor, para usted.
Perplejo por la apabullante sonrisa del pequeño en un ambiente tan hostil, no se percató del papel que sostenía en la mano derecha. Cuando por fin extendió el brazo para cogerlo, el muchacho retiró el suyo con la velocidad a la que ataca una cobra real. Con mucha más lentitud, Abdel Sâmi desenroscó del fajo un billete de cien dírhams y se lo dio. El muchacho, que se hubiera conformado con diez, se lo metió en el bolsillo y desapareció en el bullicio como si le fuera la vida en ello.
Al Maktoum desdobló el papel y leyó: «Taller de orfebrería de Mehdi Chafni».
No le hizo falta comprobarlo para saber que en aquellos puestos no había rotulación alguna y, a pesar de que intuía que preguntar a alguien suponía un craso error, no encontró otra alternativa mejor. Haciendo alarde de un tesón contumaz, consiguió prosperar entre la muchedumbre a codazos y empujones, llegando hasta un anciano con gafas y cara de faraón depuesto que trataba de recuperar el aliento apoyado en una pared de adobe. Con el brazo extendido le indicó que siguiera recto, y se adentró en aquel anárquico laberinto que serpenteaba haciéndose más angosto con cada metro que recorría, con cada paso que daba. Prácticamente no había espacio ni para los rayos de sol, que no conseguían filtrarse entre la acumulación de ramas, telas y otros objetos metálicos que hacían las veces de sotechado. Agradeció, eso sí, que disminuyera la presencia de personas cada vez que doblaba una esquina siguiendo las indicaciones que le fueron facilitando a razón de cien dírhams la consulta. Cuando la deshidratación estaba a punto de nublarle la vista, reconoció la hilera de dientes del muchacho que le había dado el papel bajo un arco de piedra que parecía estar a punto de derrumbarse; como él. Hipnotizado por aquella sonrisa, Al Maktoum se dirigió a su encuentro con toda la firmeza que fue capaz de reunir en sus rodillas. Cuando le quedaban dos metros para llegar, el muchacho se puso en movimiento. El emiratí le siguió como un jamelgo a una zanahoria, sin perder contacto visual con su guía ni táctil con su arma. Tras unos minutos, se paró frente a una puerta de madera entreabierta y tras señalarla desapareció sin más.
Dentro olía a metal oxidado, agua estancada y cuero labrado. Estaba oscuro, pero alcanzaba a distinguir las formas de las distintas piezas que emparamentaban la estancia y diversos utensilios de orfebrería colgaban del techo. Su instinto le impulsó a sacar el revólver, aunque sabía muy bien que si había caído en una trampa no le darían ninguna oportunidad de usarlo.
—No le hará falta. Guarde esa maravilla artesanal —escuchó pronunciar en árabe. La voz, de corte extrañamente oriental, provenía de su izquierda y sonaba mortecina, casi extinta.
—Estoy cansado de sus juegos —protestó el comandante del servicio de inteligencia de la Alianza Islámica—. ¿Dónde está?
—A su izquierda, al final de la sala verá una luz. Le estaba esperando.
Guiado por la necesidad de cumplir con su objetivo, el alto dignatario siguió las indicaciones de la voz y supuso con acierto que ese árabe artificioso y encorsetado era fruto de un implante cortical de contenido lingüístico.
—Abdel Sâmi al Maktoum, sea bienvenido. Tome asiento. Me he permitido prepararle una jarra de agua fresca en previsión de…
No le hizo falta terminar la frase.
Medio litro después entendió el motivo por el que la voz se oía tan apagada. El hombre que supuestamente le iba a proporcionar la llave para desarticular el escudo de defensa israelí se escondía tras una máscara tribal africana. Había visto muchas, pero ninguna parecida a esa: fabricada en corteza negra bien pulida, tenía la frente abovedada, el arco supraciliar abultado sobre unas minúsculas aberturas ovaladas a través de las que le examinaban dos ojos de mirada incierta, desconcertante. El tabique nasal se había tallado recto y desproporcionadamente ancho, como la boca, que se presentaba abierta mostrando unos dientes afilados, amenazantes.
—Es una máscara salampasu, originaria de una tribu que solía asentarse en las orillas del río Congo. ¿Conoce usted la zona?
—No.
—¿Nunca ha estado allí?
—Le repito que no.
—Aquello era el paraíso. Hoy no es más que una extensión de terreno baldío tras el paso de sus tropas hacia el sur del continente.
Al emiratí aquella observación le sonó a firme acusación.
—Consecuencias de la guerra.
—De su forma de hacer la guerra —matizó endureciendo el tono—. Pero no ha venido hasta aquí para hablar de ello, ¿verdad?
—En realidad no sé por qué razón me han hecho venir hasta aquí —replicó con amargura—. Las bases del intercambio ya están acordadas de antemano. Todo esto se podría haber realizado sin tener que vernos.
—Yo no cierro ningún negocio sin ver la cara a la parte contraria.
—Resulta muy irónico que diga eso —comentó ufano.
—Me hago cargo.
—Dejémonos de preámbulos. ¿Lo ha traído?
El hombre de la máscara permaneció inmóvil, con las piernas cruzadas, la espalda apoyada en el respaldo de la silla y las manos reposando sobre las rodillas, una encima de la otra.
—Por supuesto.
Semanas antes, la secuencia completa de ADN extraída del sudor que dejó Shlomo Yariv en el hotel de Haifa permitió a Khimera acceder a las profundidades de Mishna, la red de comunicaciones interna del servicio de inteligencia militar de Israel. Una vez dentro, se encontraron con privilegios que no esperaban y lograron llegar más allá de lo que habían previsto y necesitaban.
—Ellos sostienen que las puertas de Mishna no pueden ser abiertas desde fuera, ¿cómo pueden ustedes demostrar que consiguieron entrar en su sistema?
—Solo si me deja terminar.
El emiratí asintió contrariado.
—Tenemos los códigos de desactivación de las ciento cincuenta y seis baterías que integran el anillo externo defensivo y constituyen todo el perímetro de la Cúpula de Hierro.
—La Honda de David —identificó.
—Exacto. Como ya le advertimos, no nos atrevimos a descifrar el algoritmo de acceso al núcleo de la Cúpula —mintió— porque corríamos el riesgo de desvelar nuestro paso por el sistema y, de haber sido así, habrían cambiado los códigos de inmediato.
—Es decir, que no podremos seleccionar objetivos poblados.
—Sí podrán, pero sus misiles de largo alcance serán rápidamente detectados y destruidos. Tendrán que conformarse con otros de naturaleza estratégica y militar. Pero no se preocupe, tendrán mucho donde elegir.
—¡Ellos han alcanzado nuestras ciudades! ¿Por qué deberíamos resignarnos nosotros a castigar solo sus estaciones de comunicaciones, pozos petrolíferos y centrales energéticas?
—Porque es lo único que pueden alcanzar con sus misiles crucero —repuso sosegadamente.
Al Maktoum chasqueó la lengua.
—¿Qué garantías tenemos de que funcionarán?
—Mi palabra es mi garantía. Funcionarán. Le recuerdo que tienen una vigencia de seis días, pasado un segundo del límite temporal, dejarán de ser útiles. Ahora quiero ver que cumplen su parte.
Al Maktoum pareció pensárselo, pero no estaba dispuesto a cosechar un fracaso en su misión.
—Si algo no va bien, volveremos a encontrarle, bogatyr —amenazó el emiratí haciendo énfasis en la última palabra.
Un espeso silencio se condensó en aquella atmósfera enrarecida volviéndola aún más incómoda.
—No trate de amedrentarme. Conoce mi nombre porque nosotros hemos querido que así fuera, pero es por completo intrascendente.
—Tenemos más información de la que usted cree. Khimera: un proyecto de los rusos para crear un grupo de expertos en guerra cibernética. Desconocemos los motivos, pero sí sabemos que algunos de ustedes trabajan vendiéndose al mejor postor.
—Exacto. Por el vil metal. Ahora realice el pago de una vez y antes de que se dé cuenta estará disfrutando de la confortabilidad de su lujosa suite en La Mamounia. La 101 para ser exactos.
—No se dé tanta importancia, todos los gobiernos tenemos nuestra Khimera.
—Sí, pero no todos han logrado pasearse por Mishna. Y el mejor postor en este momento es usted —repuso el bogatyr—, aunque si sigue empeñado en provocarme va a conseguir que duplique el precio.
—No hay muchos candidatos a pagar cien millones de dólares —alardeó.
—Ciento veinte, acaba de conseguir un nuevo precio.
—¡Cien!
—Ciento treinta.
—¡Cien, maldito sea!
—Ciento cincuenta.
—¡Está bien! —claudicó.
Encolerizado, el comandante de la inteligencia militar de la Alianza Islámica descubrió su muñeca y actuó sobre la superficie de grafeno de su UAT para realizar la transferencia de ciento cincuenta millones de dólares. Cuando el hombre que se escondía tras la máscara hizo las comprobaciones pertinentes, le entregó los códigos de desactivación.
—Tengo algo más para ustedes —anunció—. Durante la incursión en el sistema nos topamos con un tesoro de incalculable valor. Créame, esto que le ofrezco hará que se pueda sentar a la derecha de Mahoma.
—¡No blasfeme! —gritó apuntándole con el dedo índice—. Ya tengo lo que vine a buscar, no me interesa nada más.
—¿Acaso no le interesa presentar a sus superiores en Riad lo que saben sus enemigos de la Alianza Islámica? ¿O es que piensan que ustedes son los únicos inmunes a las filtraciones y otros ataques cibernéticos? ¿Cómo cree que fueron tan precisos en los bombardeos con drones en Egipto y Argelia?
—Un contratiempo.
—Un contratiempo —repitió tras la máscara—. Defínalo como quiera, pero alguien se les coló dentro y no tienen ni la más mínima idea de lo que les robaron. ¿Juega usted al ajedrez?
El alto dignatario asintió después de pasarse la mano por el pelo y antes de dibujar una explícita mueca de repugna.
—Nosotros les enseñamos a ustedes a jugar al ajedrez —afirmó con aire ceremonioso.
—¿Y su maestro no le explicó que la clave para imponerse al rival es mantener la iniciativa siempre y en todo momento?
Al Maktoum se mantuvo a la expectativa.
—Para mantener la iniciativa —recalcó— hay que anticiparse al movimiento del contrincante y para ello es indispensable pensar como él piensa. Ustedes jamás ganarán la partida porque son incapaces de razonar como lo harían sus enemigos.
—Enemigos de Alá —apostilló.
—Esos. Esos que están empeñados y dispuestos a aniquilarles, destruirles, borrarles de la faz de la tierra. Le estoy ofreciendo la posibilidad no solo de tumbar una ficha importante de su rival, le estoy ofreciendo la posibilidad de ganar la partida.
En aquel mismo instante, Abdel Sâmi al Maktoum se vio sentado a la derecha de Mahoma.
—Y… ¿cuánto va a costarme?
Aunque el árabe no pudo verlo, el bogatyr sonrió.
—Queremos entrar en la puja de la fórmula del gas Margaritka. Sabemos que los chinos os llevan mucha ventaja en la negociación y queremos ayudaros con ciento cincuenta millones de dólares.
El árabe se descompuso, esa era información reservada, al alcance de unos pocos elegidos de los servicios de inteligencia de la Alianza Islámica. Sin embargo, algo en su interior le hizo razonar que no tenía mucho sentido negarlo.
—Eso no está en mis manos —objetó.
—Sí, lo está. Usted está en contacto con la persona adecuada y nosotros no podemos acceder a él. Queremos participar en el negocio, si juntamos nuestros esfuerzos tendremos una oportunidad de arrebatárselo a los chinos.
El emiratí chasqueó la lengua y elevó la mirada como si estuviera esperando a que alguien escribiera en el techo la decisión que debía tomar.
—Pongamos que mañana se sienta delante de Khalil Ibrahim al Owairan y Halil Yilmaz y les planta encima de la mesa la forma de anular la Cúpula de Hierro y la fórmula del gas Margaritka para terminar con sus enemigos de un solo golpe.
Al Maktoum trató de no exteriorizar su sorpresa por oírle mencionar los nombres de las dos personas con más peso militar de la Alianza Islámica. No lo consiguió.
—Reconozca que merece la pena intentarlo.
El bogatyr tardó más de lo que había previsto en convencerlo, pero finalmente consiguió que se viera a los pies del Profeta y accediera a consultarlo.
Ese y no otro era el premio: el rastro que dejaba todo canal de comunicación abierto, fácil de detectar en un área carente de ruido, como un gemido en un convento. Solo por eso habían montado el encuentro en aquel recóndito lugar. En el exterior, Khimera había dispuesto los equipos necesarios para interceptar esa llamada encriptada e identificar el UAT de destino. Sabían que Koschéi no estaba negociando directamente con la Alianza Islámica, sino que lo hacía a través de un tercero. Necesitaban identificarlo.
Tras producirse la sucinta conversación, el bogatyr supo leer la negativa por respuesta dibujada en las rígidas y angulosas facciones de Al Maktoum, pero estaba seguro de que Olek Opieczonek, el joven operador principal de sistemas de Lukomorie, ya estaba tras la estela del negociador.
La despedida no fue tal. El emiratí desapareció por donde había venido, arrastrando la decepción de haberse visto tan cerca y estar tan lejos. El bogatyr esperó pacientemente noticias de Rusalka.
—Lo tenemos —escuchó por los nanófonos, advirtiendo poca euforia en su voz.
—¿Y bien? —quiso saber él.
—Lo teníamos delante y no supimos verlo. Es Dmitriy Gareev.
El bogatyr masticó la revelación y encajó las piezas. El comandante de las fuerzas armadas terrestres recién destituido tras el fracaso en el frente europeo había decidido reparar el vacío de las medallas rellenando sus bolsillos.
—Tolya lo conoce bien. Debería haberse percatado de…
—No es momento para buscar responsabilidades —le cortó ella—. El lobo nos ha llevado hasta la liebre y puede que no necesitemos al halcón para llegar hasta el pato. Eso es una buena noticia. Buen trabajo. Reúnete con el equipo, tenemos que tomar decisiones.
Pero esta vez Rusalka no acertó en sus previsiones.
Tres días más tarde el ruso apareció descuartizado en su lujosa residencia en pleno centro de Kazán. Sin embargo, el registro de las entrañas de su UAT les trazó la ruta que debían seguir. Y la primera parada les llevaría a Seúl.
Los códigos que proporcionaron a Al Maktoum funcionaron y el ataque de la Alianza Islámica se produjo cuatro jornadas después del encuentro con el bogatyr, aunque no tuvo ni mucho menos los efectos demoledores que esperaban. Cuarenta y ocho horas antes de que este se efectuara, nueve de los catorce silos de misiles destinados a nutrir las plataformas de lanzamiento islámicas fueron destruidos por comandos israelíes. Las localizaciones proporcionadas por Khimera a Shlomo Yariv fueron determinantes.
Transcurridas algunas semanas, la Unión de Estados Libres puso en marcha la operación Downwind, que contemplaba la sincronización de dos acciones militares de gran audacia contra los intereses de la Alianza Islámica. Mientras una flota compuesta por tres mil ochocientos buques de las principales potencias sudamericanas, comandada por Brasil y Argentina, se aproximaba a las costas de Namibia desencadenando la concentración de tropas enemigas en el tercio sur del continente, un número nunca visto de tropas aerotransportadas de la Coalición Europea lideradas por el Reino Unido eran lanzadas con éxito sobre varios puntos estratégicos del norte de África. El objetivo no era otro que abrir un pasillo hasta Oriente Medio que aligerara la presión a la que estaban siendo sometidos sus aliados israelíes al tiempo que se hacían con el control del Mediterráneo oriental. De esta forma, el ya severamente castigado continente negro volvía a convertirse en el escenario bélico más caliente de la contienda.
Sin embargo, en otros puntos del globo el desarrollo del conflicto no era ni mucho menos favorable a los intereses de la Unión de Estados Libres. El 6 de diciembre de aquel año, el Bloque Asiático inició una ofensiva naval implicando a toda la crema de su armada con el objetivo de cortar la línea de suministros que desde Australia y Nueva Zelanda seguía abasteciendo a lo que quedaba de la Séptima Flota americana. Esta se había visto reducida a menos de treinta buques, algunos de ellos muy dañados, y su rango de actuación se había limitado a las aguas del Pacífico, operando en un radio de acción limitado desde su base en la bahía de Súbic, en Filipinas. Los cálculos más optimistas apuntaban a que no serían capaces de resistir la presión más de tres semanas, cuatro a lo sumo, y entonces el Bloque Asiático dominaría dos de los tres océanos más importantes.
Entretanto, en el Viejo Continente los núcleos urbanos se habían convertido en las piezas más cotizadas. Fueron dramáticos los casos de Múnich y San Petersburgo, elegidos respectivamente por Rusia y la Coalición Europea para castigar al enemigo en una alternancia de destrucción ejemplificadora que duró tres semanas y que terminó cuando ambas ciudades fueron reducidas a escombros.
La guerra seguía su curso y en aquellos días eran muchos los que pensaban que el fin del mundo tal y como se conocía ya era del todo inevitable.
Y en cierto modo no se equivocaron.