Kai-Xi Chengwu

Panteón de la familia Chengwu

Cinturón metropolitano externo de Fuzhóu

Formosa (área asioceánica norte, sector de cáncer norte)

Junio del 2054

Hacía mucho que no veía llover con tanta violencia y Kai-Xi Chengwu pensó que no podía ser fruto de la casualidad. Nunca lo era.

Arrodillado, con la cabeza gacha, notaba cómo el agua le golpeaba en la nuca y le resbalaba por el rostro, fundiéndose con sus lágrimas antes de ser absorbidas por el terreno. Dos de sus hombres vigilaban los accesos laterales y cinco más estaban bien repartidos por todo el camposanto. Mientras, una mujer temida y respetada a la que llamaban Bào («pantera») no le perdía un segundo de vista. Porque, además de ser la responsable de su servicio personal de seguridad, era su hermana Xin Qian.

El panteón familiar era su rincón sagrado. Allí acudía con regularidad desde que, siendo casi un adolescente, la deshonra marcara su destino. Ese día juró que él se encargaría de restaurar el honor de los Chengwu, por sus antepasados. Él se encargaría de hacer justicia por la memoria de su padre.

Aunque ese, curiosamente, era su punto débil: la memoria.

Kai-Xi se fijó en un pequeño charco que se estaba formando bajo las rodillas y sobre él empezó a proyectar unas imágenes de tiempos pretéritos pero que flotaban inalterables en su retina, como nenúfares en un estanque.

La tradición castrense de los Chengwu se remontaba muchas generaciones, pero fue su bisabuelo Xing-Yun, descendiente de las tribus de calmucos que ocuparon el noreste de China, quien inauguró el capítulo de ilustres en la familia. Desempeñó con honores el rango de general del Ejército Popular de Liberación, en reconocimiento de lo cual llegó a ocupar el cargo de vicepresidente del Comité Permanente de la Asamblea Popular Nacional desde 1983 hasta 1988. Sus descendientes continuaron alimentando en mayor o menor medida el prestigio militar y político de los Chengwu, pero el cruel destino quiso que el que apuntaba más alto, su padre, Huang-Di Chengwu, fuera quien manchara un apellido que, hasta entonces, se escribía en letras de oro. Conocido entre la camarilla de oficiales como Temuyín —quién sabe si por compartir rasgos faciales con el líder mongol, Gengis Kan, por sus valerosas conquistas o por sus modales poco refinados—, se convirtió en el hombre más joven en alcanzar el grado de jefe del Estado Mayor del ejército a punto de cumplir los cincuenta. A él se le atribuía la reorganización militar del país y la completa modernización de su arsenal, convirtiendo unas fuerzas terrestres temibles en unas fuerzas armadas casi invencibles.

Tanto fue así que en el 2035 el Ejército Popular de Liberación era considerado como la primera potencia militar del planeta, con dos millones de efectivos terrestres más otro en la reserva; seiscientos mil en la Armada, dos mil buques de guerra y trescientos ocho submarinos; ochocientos mil efectivos más en las fuerzas aéreas y cuatro mil aeronaves. Dos años más tarde, durante la invasión de la India, China demostró de lo que era capaz al poner de rodillas al país más poblado de la tierra en apenas tres semanas de campaña. En ninguna previsión se había dibujado una victoria tan rápida y contundente, y todo el mérito apuntaba a la pericia de Chengwu como estratega militar. Temuyín era el líder indiscutible del glorioso ejército chino.

Nadie podía prever que, transcurridos algunos meses, el hombre que en tiempos de guerra atesoraba tanto poder como el propio presidente de la República Popular de China se viera forzado a quitarse la vida.

Kai-Xi tensó los músculos de la espalda cuando le sobrevino la secuencia íntegra. Esa parte sí la recordaba bien. Aquella noche el fuerte griterío proveniente del exterior le acababa de sacar de uno de aquellos extravagantes sueños. Todavía sobresaltado se asomó a la ventana para comprobar que varios hombres uniformados trataban de entrar en la casa y, poco después, escuchó un fuerte chasquido proveniente del despacho de la planta superior. En la siguiente escena se reconocía a sí mismo asustado, subiendo aquellas enmoquetadas escaleras con suma cautela, llamando a la puerta usando los nudillos y pidiendo permiso para entrar, como siempre hacía. El premonitorio silencio terminó por imponerse a sus dudas para reunir el coraje suficiente y abrir la puerta. Encontró a su padre tirado en el suelo tras su imponente mesa de despacho, sobre un charco de sangre, con la mirada clavada en el techo y expresión de sorpresa, como si no se esperara que la bala que recorrió su cerebro le fuera a producir tal efecto. El joven Kai-Xi permaneció paralizado por tiempo indefinido antes de poder acercarse al cuerpo. Junto a él identificó la pistola del bisabuelo. Un arma con el que aseguraba haber matado a decenas de japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Pero no, no fue aquello lo que centró su atención. Fue el puño izquierdo, cerrado de forma antinatural, como queriendo amarrar algo que llevarse al inframundo.

Kai-Xi tenía que descubrir lo que escondía dentro.

Con los ojos anegados por las lágrimas, se armó de valor. El cuerpo aún estaba caliente y el rígor mortis todavía no había aparecido. No le costó liberar el secreto: un papel doblado; un miserable trozo de hoja recortada a mano en el que por un lado había escrito «Kai-Xi» y por el otro «bogatyr».

Aquella fue la primera vez que oía hablar de él.

Luego todo se precipitó a una velocidad que le imposibilitó ir asumiendo cada golpe: la irrupción de la policía militar en su domicilio, las falsas acusaciones de alta traición, las calumnias contra su apellido y la unánime condena del tribunal militar.

Vergüenza e impotencia.

No les quedó más alternativa que huir de la capital. Así, junto con su madre enferma y su hermana pequeña, Xin Qian, emprendió un éxodo que les llevaría hasta la prefectura de Yushu, en el corazón más escarpado e inaccesible del país. Y tanto quisieron esconderse que llegaron hasta la pequeña aldea de Xialaxiuxiang, donde fueron acogidos por la población tibetana como unos refugiados más, tratando de no hablar del pasado para sobrevivir al presente. Hasta allí apenas llegaban noticias de los últimos coletazos de una guerra que estaba devastando el planeta y ni siquiera fueron conscientes de su aislamiento al quedar dentro de una de las áreas no habitables por la nube tóxica que se generó tras la destrucción de las dos centrales nucleares más importantes del oeste de China. Los más de tres mil seiscientos metros de altitud les salvaron de la extinción, pero los condenaron a permanecer cuatro largos años completamente apartados de lo que quedaba de la civilización.

Olvidados.

Durante la Década Triste, aquella extensión de más de cuatro millones de kilómetros cuadrados que abarcaba las provincias chinas de Sinkiang, Tíbet y Qinghai, el norte de la India, Pakistán, Afganistán, Kazajistán, Kirguistán y el sur de Uzbekistán fue acotada como el área de exclusión amarilla. Nadie se preocupó por conocer el número de víctimas mortales y afectados por las radiaciones y agentes bioquímicos porque nadie con dos dedos de frente se atrevía siquiera a sobrevolar un área de exclusión. A efectos prácticos, esas extensiones geográficas simplemente dejaron de existir.

Su madre falleció como consecuencia del agravamiento de sus dolencias cardíacas tan solo dos meses después de llegar a Xialaxiuxiang; de esta forma, con veintiuno recién cumplidos, Kai-Xi se puso al frente de lo que quedaba de la familia Chengwu. Los dos hermanos trabajaban en las labores del campo que les eran asignadas por la comunidad a cambio de un techo y algo que llevarse a la boca. Con el paso del tiempo, Kai-Xi se fue interesando por el budismo tibetano como antídoto para combatir sus fuertes jaquecas, las continuas lagunas en su memoria, las visiones extrañas y aquellos sueños imposibles de interpretar. Aquel sufrimiento le consumía día tras día y así fue como llegó a formular una doble certeza: que la vida era un proceso doloroso y que el individuo solamente puede liberarse a través de la conducta ética, la disciplina mental y la sabiduría. Sin embargo, había un precepto básico de los ocho caminos de la nobleza que se negaba a aceptar: el Ahimsā, la no violencia y el respeto a la vida. Porque Kai-Xi no estaba dispuesto a olvidar los hechos que habían condicionado su presente y tenía asumido que solo la línea recta hacia el conocimiento le llevaría a alcanzar su nirvana: averiguar la identidad de ese bogatyr que obligó a su padre a quitarse la vida.

La muerte no sería sino el peaje que tendrían que pagar los que trataran de impedírselo.

Así, dedicó todo el tiempo que le permitían sus labores a empaparse de la doctrina budista dentro de su plan de adiestramiento espiritual. Tal y como se narraba en A la orilla del agua, una de las cuatro obras clásicas más relevantes de la literatura china, él desempeñaría el papel de Lu Zhishen, el monje shaolin al que poco le importaba saltarse los preceptos del budismo para lograr sus propósitos.

Adaptar el dogma general a la doctrina particular fue la clave.

Ocho años después de abandonar Xialaxiuxiang, a Kai-Xi Chengwu ya le conocían como el Señor de Asia y a su organización clandestina la llamaban Tiāo («ganzúa»), porque no había ninguna puerta que estuviera cerrada para ellos.

—Mi señor —la voz atemperada de Bào le sacó del trance—, es la hora.

Kai-Xi se incorporó en el acto. Lucir un perfecto estado físico era una parte indispensable para no apartarse del camino correcto. Se encontraba en un momento crucial y podía sentir su karma colmado de la energía necesaria para afrontar el siguiente paso.

—¿Está todo dispuesto? —quiso saber mientras se secaba el rostro con la toalla que le ofreció su mano derecha.

—Lo está —confirmó ella sin levantar la vista del suelo.

Kai-Xi se encaminó hacia la salida, sosegado y con paso enérgico. Fuera le esperaba un tetraplaza mixto de propulsión levitatoria con autonomía de vuelo gracias a los dos reactores de combustión de torio y a las modificaciones incorporadas de los últimos desarrollos tecnológicos para alígeros. Lo más avanzado de la emergente industria aeronáutica para particulares, al alcance de muy pocos, principalmente por los extras ocultos en la estructura de propulsión: dos tubos de ataque polifuncionales de calibre medio.

—Las coordenadas ya están introducidas —informó Bào—. Distancia hasta el cinturón metropolitano externo de Shanghái: setecientos cuarenta y ocho kilómetros. Tiempo estimado: dos horas y doce minutos.

—¿Qué ruta? —siguió interrogando mientras verificaba la sincronización de su UAT con el sistema de navegación.

—La más corta: Wenzhóu-Ningbó.

—Y sin duda la más previsible —objetó con severidad.

Kai-Xi fijó su atención en algún punto muerto. Tenía los ojos como los de un tejón: negros, diminutos y de mirada permanentemente agresiva. Sin apenas mover los labios comenzó a murmurar un mantra dedicado a Tara, la deidad tántrica que representaba las virtudes asociadas al éxito que se requieren para completar grandes hazañas. Cuando eso sucedía, Bào sabía muy bien qué hacer: callar y aguardar.

—Subiremos hasta Nanpíng para acceder a la manguera Quzhóu-Hangzhóu —anunció en tono admonitorio introduciendo un nuevo itinerario en la pantalla de su UAT.

—Lo siento, mi señor. Debí haberlo previsto.

—Las disculpas que nacen de la negligencia son tan dolorosas para el que las pide como estériles para el que las recibe. Ahórratelas; siempre —añadió.

Ella se limitó a agachar la cabeza.

—Despiértame antes de entrar en la franja de inspección. Activa el armamento y mantente alerta.

—Sí, mi señor.

Kai-Xi se colocó las células receptoras en la vertical de sus orejas para conectar mejor con el área auditiva primaria de su cerebro y activó en su UAT un programa corto de ondas Theta. La frecuencia de cinco ciclos por segundo le ayudaba a alcanzar un estado de meditación cercano al sueño. En cuanto se le cerraron los párpados, se perfilaron en su mente las siete letras que conformaban aquella palabra: «bogatyr».