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El pato
Residencia de los Chengwu
Distrito de Haidián (Pekín, China)
Abril del 2039
Esa noche, al jefe del Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación de China seguía sin gustarle la configuración del cielo. La bruma no dejaba que luciera la luna cuando apenas le faltaban unos días para alcanzar su fase de máximo esplendor. Aquel mal augurio se confirmó en el momento que se vio forzado a acudir a una cita inesperada y no programada tras recibir la comunicación urgente de su confidente, el mayor general norcoreano Min Sung, por el canal cifrado ordinario. Detestaba a aquel militar sin escrúpulos que se estaba enriqueciendo comprando y vendiendo información clasificada y, sin embargo, era fundamental que se mantuviera caliente el contacto para conocer los secretos de aquellos con quienes se iban a dividir el planeta de forma inminente.
Que finalmente este no hubiera aparecido en el lugar y hora convenidos no hacía más que acrecentar sus temores.
Algo no iba bien.
Consultó la hora en su UAT. Faltaban dieciocho minutos para que caducara el permiso. El procedimiento establecía que la Comisión Militar Central le enviara a diario los nuevos códigos que él, solo él, debía validar en el plazo dispuesto. Lo habitual era que lo hiciese desde las dependencias que ocupaba en el edificio principal del Ministerio de Defensa, pero aquella noche se había visto forzado a salir antes de tiempo para acudir a un encuentro que a la postre no se había producido. Por cuestiones de seguridad, únicamente era posible validarlos durante los siguientes treinta minutos desde el envío de los mismos al canal de comunicación privado del jefe del Estado Mayor. Así, no tenía otra elección que hacerlo desde el equipo habilitado en su casa, con todos los permisos necesarios para operar con él en una emergencia, como era el caso.
Volvió a consultar la hora. O lo hacía en los próximos doce minutos o tendría que dar explicaciones al ministro de Defensa, con quien mantenía un tenaz enfrentamiento desde que fue ascendido. Y pocas cosas irritaban más a Temuyín que tener que dar explicaciones a esos adocenados políticos, con la nación entera involucrada en aquel espectro bélico, con el futuro de su patria comprometido.
Se encontraban en el punto crucial de la contienda. Con las principales potencias enemigas fuera de combate en Asia, más el aplastamiento definitivo de las revueltas en la India, podía decirse que el Bloque Asiático dominaba con firmeza el continente más extenso y poblado del mundo. El siguiente paso consistía en asestar el golpe definitivo a la Coalición Europea para poder lanzarse a la conquista de América. Y si alguien se había ganado el honor de dirigir aquella empresa, ese era Temuyín. Pero antes tenía que caer Europa. En las últimas semanas sus aliados los rusos habían avanzado en el sector alemán, sin embargo en el francés las tropas hispanolusas mantenían el control de Gibraltar tras rechazar en las playas de Tarifa la enclenque operación anfibia lanzada por la Alianza Islámica. Necesitaba arrebatar el estrecho a la Unión de Estados Libres para dividir y aislar definitivamente los sectores de la Coalición Europea. Si estuviera en sus manos, ya habría ordenado castigar los núcleos urbanos para barrenar la resistencia ibérica. Si de él dependiera, a esas alturas sus blindados ya habrían atravesado los Campos Elíseos.
Huang-Di Chengwu sufría lo indecible tratando de entender las inicuas decisiones de los mandos militares cuando él ya había demostrado que la contundencia era el camino más recto para alcanzar la victoria. Pero aún más si cabe le costaba comprender las razones que explicaran lo acontecido esa noche.
En ello pensaba mientras entraba azorado en su residencia privada de Pekín y el DOM pedía permiso para conectarse a su UAT personal. Algo terrible debía de haberle sucedido al mayor general Cho Min Sung para que no se hubiera presentado en la cita que él mismo había solicitado con tanta vehemencia. Y no era precisamente la integridad del norcoreano lo que le preocupaba, lo que le causaba gran malestar en el estómago y aquella incómoda presión situada en la tráquea era un nefasto presentimiento.
Restaban ocho minutos cuando entró en su despacho dispuesto a validar los códigos. La fragancia a fruta madura con la que ambientaba la estancia, otrora sinónimo de confortabilidad y seguridad, le hizo arrugar la nariz antes de sentarse frente a la pantalla de su equipo. Tras el escaneado genético previo a la activación, corroboró que los malos presagios nacidos de la razón casi siempre terminan por cumplirse.
Desde el alto mando pedían confirmación para el armado de los misiles nucleares de las bases de Guangdong, Taiwán y Fujian.
Por primera vez en su vida, no supo reaccionar de inmediato y sus músculos se paralizaron, a excepción de una pequeña fibra localizada en su párpado izquierdo que palpitaba incesantemente; como su corazón, que a un ritmo frenético le exigía que respondiera. Y lo hizo. Primero comprobó que la comunicación entrante era real y segura. Acto seguido trató de cancelar aquella disparatada orden que no podía sino ser fruto de un inadmisible error del sistema. Ya depuraría responsabilidades después.
«Armado confirmado», leyó en su panel para su absoluto desconcierto.
—Pero… ¡¿qué?! —pronunció mientras repetía la operación de anulado sin éxito una y otra vez.
Resultaba irónico que hubiera sido el propio jefe del Estado Mayor el que, tres años antes, insistiera en cambiar el protocolo de lanzamiento de misiles, eliminando del mismo el requerimiento que establecía la intervención múltiple necesaria. Le costó mucho sudor y algunas destituciones, pero a la postre impuso su criterio basándose en la rapidez de respuesta ante un posible ataque enemigo con armas de destrucción masiva.
Cuando apareció el siguiente mensaje, mentalmente relacionó el fallido encuentro del mayor general Min Sung con la hecatombe que estaba a punto de producirse. Unas décimas de segundo más tarde su cerebro ató cabos.
Alguien debía de estar al corriente del procedimiento de seguridad.
Alguien debía de saber que solo él estaba autorizado y capacitado para validar los nuevos códigos.
Alguien debía de conocer los horarios y la vulnerabilidad del sistema durante la media hora que se abría la ventana de comunicación.
Alguien debía de haber violado la seguridad, robado los códigos y ordenado el lanzamiento.
Alguien estaba suplantándole en ese preciso instante.
«Confirmar objetivos seleccionados».
No le hizo falta comprobar aquellas coordenadas para percatarse de que se trataba de complejos militares en Malasia, Indonesia y Bangladés, las tres potencias militares de la Alianza Islámica en el sudeste asiático.
«Objetivos confirmados».
Se tapó con fuerza las orejas, como si impidiendo la audición de esas consignas pudiera evitar lo inevitable.
«Iniciando secuencia de lanzamiento».
Agarró con todas sus fuerzas el panel de grafeno que tenía incrustado en la mesa del despacho y, tras unos segundos, claudicó con un gruñido tan desesperado como estéril.
«Lanzamiento completado».
Las consecuencias de aquella acción se empezaron a tejer como una red tenebrosa de pensamientos concatenados en la que él, como máximo responsable del glorioso Ejército Popular de Liberación, se vería inevitablemente señalado. Aunque algunos de los objetivos no fueran alcanzados o incluso en el hipotético y remoto caso de que pudiera demostrar que él no había ordenado el ataque, la negligencia de haber permitido que el enemigo penetrara en sus sistemas le costaría la cabeza y, peor aún, su honor.
Si en aquel instante Huang-Di Chengwu tenía una certeza, era que aquello rompería el pacto de no beligerancia con la Alianza Islámica y que, a la larga, cambiaría el rumbo de la contienda.
Temuyín no era un hombre que eludiera responsabilidades.
Tan atrapado estaba en aquella red que no se atrevió a aceptar la comunicación entrante desde el alto mando del ejército. Sabía que no tardarían en venir a buscarle.
Y tan asfixiado se sintió que solo pudo abrir el último cajón de su escritorio. A tientas localizó el estuche en el que guardaba la vieja Nambu 14, una sobria pistola de culata ancha y cañón estrecho que había pasado de generación en generación desde que su bisabuelo Xing-Yun Chengwu se la arrebatara a un oficial japonés en 1938. La colocó frente a él sujetándola con solemne suavidad. Con las yemas de los pulgares acarició la madera pulida y barnizada que se había ido oscureciendo con el paso de los años. En cuanto abrió la caja, su mirada se dirigió a la corredera, justo al lado del número de serie. Alguien había grabado unas letras de forma tosca y mezquina. Concluyó que la inscripción debía de haberse cincelado hacía no mucho tiempo por el olor que aún desprendían las hendiduras realizadas en el metal. Ayudándose del tacto, fue repasando una a una las letras hasta conformar la palabra: Koschéi.
Se le entrecortó la respiración.
Juntó las piezas instantáneamente. La persona que le había narrado con desmesurado interés aquella vieja leyenda rusa era la misma que había provocado el falso encuentro para, aprovechando su ausencia, entrar en el sistema desde su propio despacho y hacerse con el código. Si alguien estaba capacitado para hacerlo, ese era él.
No podía creer que él fuera uno de esos supersoldados de los que tanto se había oído hablar últimamente.
«Imposible», deseó.
Él no podía ser uno de esos hombres capaces de completar con éxito arriesgadas hazañas militares y llevar a cabo audaces actos de espionaje.
—Un bogatyr, claro —concluyó finalmente convencido.
Porque solamente él sabía que si lograba alcanzar sus propósitos no tendría más opciones que recurrir a la pistola. Sus loables razones se las expuso el día que le narró la maldita leyenda y ahora se lo estaba confirmando a través de la Nambu.
Fue entonces cuando decidió comunicarse con su hijo Kai-Xi.
—Un bogatyr —repitió Huang-Di Chengwu.
Fuera escuchó el ruido de la comitiva militar que venía en su busca. No le quedaba mucho tiempo, pero la decisión estaba tomada y no iba a manchar ni su apellido ni la memoria de sus antepasados.
Las dos caras de un trozo de papel bastarían para contárselo.
Agarró de nuevo la pistola japonesa y la municionó sin prisa, absorto en aquel centenario mecanismo de retroceso mediante resorte.
Arcaico pero eficaz.
Escondió en su mano izquierda el trozo de papel y apoyó el cañón de la Nambu contra su sien.
Apretó el puño a la vez que el gatillo.
La bala de ocho milímetros subrayó su último pensamiento dedicado a su hijo Kai-Xi.
A mucha distancia de allí, sin haber presenciado el último acto, Rusalka ya sabía que todo el plan se había ido al traste y, más allá del desastre nuclear ocasionado, trataba de entender cómo era posible que el bogatyr hubiera escapado al control de la voluntad. Las órdenes eran amenazar a Huang-Di Chengwu con el lanzamiento de los misiles para llegar hasta Koschéi. El ataque no tenía que producirse, pero lo que no debía ocurrir en ningún caso era que desapareciera el único camino que tenían para llegar a Koschéi. Sin el pato nunca podrían obtener el huevo.
Acababan de perder la única posibilidad de averiguar la identidad de Koschéi.
El bogatyr había actuado por su cuenta.
Había trazado un final diferente.
Un final apocalíptico.
Su propio final.
A pesar de los muchos intentos de dar explicaciones por parte del Bloque Asiático, en Ulán Bator recibieron la declaración de guerra de la Alianza Islámica cuarenta y ocho horas más tarde de que los misiles impactaran en sus objetivos. Aquello igualó las fuerzas entre las tres facciones, pero, lejos de que disminuyera la intensidad de los combates, desencadenó un cambio de estrategia entre los contendientes. Todos querían evitar el desgaste que provocaría una partida dilatada, por lo que decidieron subir las apuestas y jugar sus bazas más importantes. Así, la devastación total sustituyó a la conquista territorial y las armas bioquímicas y nucleares a las convencionales, hasta que, transcurridos once meses más de frenesí destructivo, prácticamente no quedaba nada por destruir.
En marzo del 2039 se puso fin a la Guerra de Devastación Global con la firma del Tratado de Paz de Buenos Aires y comenzó el período conocido como la Década Triste. Años en los que se desarrollaron las corrientes ideológicas sobre las que se cimentaría la nueva sociedad y que, básicamente, consistían en la negación y el rechazo a cualquier forma de gobierno anterior.
Por primera vez en la historia, el ser humano tomó conciencia de lo que era: una misma especie en grave peligro de extinción.