El halcón

Sweet Turquoise Club

Distrito de Yongsan-gu (Seúl, Corea del sur)

Marzo del 2039

Se cumplían seis meses desde que sus vecinos del sur capitularan ante la amenaza del Bloque Asiático de borrar del mapa a Seúl, como ya habían hecho con tres ciudades de su aliada Japón.

A principios del tercer año de la guerra, el Bloque Asiático había logrado afianzar su posición predominante en la contienda. La Unión de Estados Libres era incapaz de sostener el pulso en tantos frentes contra dos enemigos tan poderosos y el pacto de no beligerancia que el Bloque Asiático mantenía con la Alianza Islámica era una garantía de desequilibrio de fuerzas a su favor. Corea del Norte se había hecho con el control absoluto de la península sin encontrar oposición enemiga. Japón seguía seriamente tocada y poco asistida por sus aliados norteamericanos, inmersos en la defensa de su propio territorio, hostigado desde dentro por continuas acciones terroristas y desde el exterior por la flota de submarinos rusos no tripulados de la clase Akula. Estos ingenios acuáticos estaban camuflados electrónicamente gracias a la cobertura que les ofrecía Jibini, un dispositivo que les permitía alcanzar la costa oeste norteamericana y canadiense sin ser detectados por la red costera de radares o los hasta entonces infalibles sistemas de combate Aegis montados en los destructores encargados de defender sus aguas. La flota de la Unión de Estados Libres apenas alcanzaba a mantener su presencia en Filipinas como último bastión del Pacífico y había perdido la hegemonía en el Atlántico y la iniciativa en el Índico. Mientras, en Europa las hostilidades se habían estancado en el frente oriental, pero se desangraban por el sur ante la contraofensiva iniciada por la Alianza Islámica en los Balcanes y en la península Ibérica. La operación Downwind no había tenido los efectos esperados y el sector italiano había terminado por ceder a las duras acometidas del ejército turco por tierra, mar y aire. Sin embargo, a nivel estratégico preocupaba mucho más la salud del sector francés en su misión de proteger y mantener el control del estrecho de Gibraltar. Los ejércitos español y portugués se preparaban para contener la más que probable invasión terrestre de la Alianza Islámica y para frenar la reconquista musulmana del antiguo Califato de Córdoba no podrían contar con el apoyo de las tropas francesas, muy desgastadas en la disputa por el control del norte de África.

Durante aquellos días de marzo, el inicio de la primavera motivó que floreciera la euforia en Pionyang, Pekín y Moscú. Como contrapartida, los veintiséis millones de habitantes de la tercera ciudad más poblada del planeta tras Tokio y Bombay habían perdido la sonrisa. Y precisamente en busca de sonrisas, pero verticales, andaba aquella noche el mayor general Cho Min Sung por las calles de Seúl. El norcoreano, modelo de arribista castrense, había prosperado gracias a la proliferación de negocios de sesgo nada honorable, en los que se desenvolvía como puerco en lodazal. Y quién sabe si fue ese optimismo desmedido o el exceso de concentración sanguínea en la entrepierna lo que llevó al militar a ordenar a sus escoltas que aguardaran en el coche oficial, frente a uno de los pocos locales que aún seguía trayendo chicas de su gusto: menudas, de cuerpos ausentes de curvas, carentes de volúmenes y formas, casi sin definir.

Espoleado por la concupiscencia, subió las escaleras de dos en dos, a pesar del sufrimiento que producía tal esfuerzo a sus rodillas. Pero la perversión carnal sobrepasaba las limitaciones del sobrepeso de carne.

El último trecho lo hizo ayudándose de la barandilla y todavía jadeante afrontó el prolongado pasillo a lo largo del cual estaban distribuidas las doce habitaciones de la segunda planta. La suya era la Pink Floyd y, cuando por fin empujó la puerta, allí estaban las dos criaturas, desnudas, aguardando impertérritas, afrontando con mansedumbre su nauseabunda e inminente desventura.

Tal y como llevaba siendo las últimas once veces que había acudido al Sweet Turquoise Club en el último mes.

Sus glándulas salivales a pleno rendimiento no le impidieron coordinar sus manos para desenfundar con destreza su minúsculo pero ávido miembro viril. Con los pantalones por los tobillos y la voz tomada por la excitación logró articular:

—Tú primero, zorrita —dijo aleatoriamente aniquilando cualquier atisbo de sicalipsis.

La muchacha obedeció con asumida obsecuencia, evitando en todo momento cruzarse con la glutinosa mirada de batracio de aquel hombre bañado en sudor. Por experiencia sabía que el mal rato iba a ser cuestión de unos pocos minutos, así que hizo de boca corazón y se dispuso a la tarea. El mayor general Min Sung cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás en cuanto notó la vacilante respiración de la muchacha acariciando sus genitales, como esa cálida brisa que sopla de tierra a mar.

El gélido contacto de la hoja del machete en sus testículos le cortó el aliento primero y la erección inmediatamente después. Del todo paralizado, no mostró oposición alguna a que le taparan la cabeza con una bolsa de tela negra que olía a tubérculos podridos. Las prostitutas aprovecharon la coyuntura para esfumarse sin hacer ruido.

—Buenas noches, mayor general —le susurró una voz al oído—. Si quiere conservar su masculinidad, asienta con la cabeza.

El norcoreano tan solo tenía un objetivo en aquel instante y coincidía plenamente con lo que le había mencionado el extraño. Asintió varias veces con el fin de dejarlo bien patente.

—Muy bien. Ahora quítese su UAT, no queremos que detecte una aceleración cardíaca anómala y envíe una señal de alarma con estas coordenadas, ¿verdad? Imagínese los efectos que podría tener para estos dos cacahuetes que alguien irrumpiera en esta habitación de forma repentina.

Su captor se expresaba en chino capitalino, usando un tono cordial exento de acritud, pronunciando cada fonema a la manera de una madre que se dirige a su hijo de cinco años. Tras la pausa, inclinó ligeramente el machete para que sintiera el filo del arma sobre el tejido escrotal.

Cho Min Sung dibujó en la pantalla la letra que desbloqueaba el cierre del UAT al ritmo que le exigía su latido desbocado. La aplicación biométrica reconoció la huella del dedo índice, pero no así el trazo, dada la inestabilidad de su pulso.

—Inténtelo de nuevo. Sus testículos merecen una segunda oportunidad.

El norcoreano abrió y cerró varias veces la mano y la agitó con desbocado frenesí, como si pudiera despojarse de unos temores pegajosamente adheridos a sus dedos. Milagrosamente, funcionó.

—Arrójelo a sus pies.

El general hizo lo que le ordenó.

—Puedo pagarle lo que me…

Un leve movimiento del cuchillo provocó que las palabras se diluyeran en la boca como terrones de un azúcar muy amargo.

—No es dinero lo que busco. Si sigue mis instrucciones le prometo que esto va a ser muy rápido, créame. No es a usted a quien buscamos, pero, si no quiere acabar como su colega el coronel general Dmitriy Gareev —aprovechó a recordarle—, tendrá que hacer todo lo que le diga. Voy a dejar sobre la cama estos papeles —los agitó para que pudiera escucharlos—; como podrá comprobar, figuran todos y cada uno de los ingresos que le ha realizado el jefe del Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación chino, Huang-Di Chengwu. No pierda el tiempo preguntándose cómo hemos accedido a ellos, no es lo que debería importarle, mayor general.

Una gota de desesperación nació en la sien del norcoreano y resbaló por la mejilla siguiendo el cauce de la impotencia.

—Bonito tinglado el que tiene montado. Muy lucrativo. Compra información clasificada y se la vende por el doble o el triple de ese valor a sus homónimos chinos. La última es del mes pasado, el día 9 para ser exactos, por un total de doscientos ochenta mil dólares.

El bogatyr representó una forzada pausa para que digiriera bien el mensaje. La cadencia frenética de la respiración así lo indicaba.

—Supongo que ya visualizará las medidas que tomaría Kim Jon-un contra usted y toda su estirpe si llegara a estar al corriente de esto.

—¿Qué quiere de mí? —balbuceó el norcoreano en tono fatigoso.

—Quiero el código de acceso al canal de comunicación seguro que utiliza con su comprador, Huang-Di Chengwu.

—¿Para qué lo quiere? —quiso saber con extrema torpeza.

—Para no tener que ver sus asquerosos testículos rebotando por el suelo ni tener que hacerle tragar su pene, aunque no creo que, habida cuenta de su tamaño, le costara mucho, mayor general.

Aquellas palabras le debieron de sonar bastante veraces, porque enseguida empezó a deletrear alto y claro los doce caracteres que componían el código. En Lukomorie tomaron buena nota.

—Lo están comprobando; será un segundo.

Que se le hizo eterno a Cho Min Sung.

—Es correcto —dijo al escuchar a través de los nanófonos cocleares la confirmación de Olek Opieczonek desde Lukomorie—. Tenga muy presente que si le hemos encontrado una vez podremos encontrarle dos. Y a su hija Sun-Hi, que vive en Namp’o, también. No nos obligue a publicar estos números, así que recuerde: aquí no ha pasado nada. Solo ha sido un mal sueño, qué larga es la noche para el que yace despierto —le susurró el bogatyr al oído, suavemente.

Cuando notó que el filo del machete abandonaba sus partes blandas, le sobrevino un ataque de ansiedad que le impidió levantarse del suelo durante un tiempo indefinido.

Ese código cambiaría el curso de la guerra y terminaría con los días felices para el Bloque Asiático, pero en aquel momento el mayor general Min Sung solo quería aferrarse a las últimas palabras que había pronunciado el bogatyr.

Simultáneamente, en la base Khimera de Lukomorie, Rusalka veía cada vez más cerca el objetivo final. El plan pergeñado parecía ceñirse a la leyenda. El lucio (Shlomo Yariv, agente israelí del Aman) había conducido al bogatyr hasta la isla secreta de Buyán, donde había encontrado el cofre bajo el gran roble. Gracias al lobo (Abdel Sâmi al Maktoum, comandante del servicio de inteligencia de la Alianza Islámica) pudieron cazar a la escurridiza liebre (Dmitriy Gareev, coronel general de las Fuerzas Terrestres de Rusia) y, al destriparla, el pato (Huang-Di Chengwu, jefe del Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación de China) salió volando. Acababan de conseguir al halcón (Cho Min Sung, el mayor general de brigada del Ejército Popular de Corea) para atrapar al pato y estaban seguros de que en su interior hallarían el huevo que encerraba el alma de Koschéi. Únicamente rompiendo aquella cáscara podrían obtener la fórmula del gas Margaritka y utilizar la amenaza de sus probados efectos destructivos para detener una guerra que estaba a punto de sobrepasar los quinientos millones de víctimas mortales.

Y solo restaba un paso por dar.

Todo estaba dispuesto.