Todo viaje interminable
empieza con un primer paso

Algún lugar en las montañas Virunga

Victoria (área euroafricana sur, sector de capricornio norte)

Julio del 2054

—¿Cuánto tiempo hace que partieron? —preguntó Kai-Xi sin desviar la mirada de aquel accidente geográfico tapizado de un verde con matices tan diversos como los designios de la madre naturaleza.

—Casi tres horas, mi señor —contestó Bào—, pero hace más de treinta minutos que sus geolocalizadores han dejado de emitir señales.

—Hay que cubrirse. Va a llover, se puede oler la actividad eléctrica en el aire —valoró el Señor de Asia—. Es reconfortante comprobar que la apisonadora tecnológica aún no ha conseguido franquear estas barreras naturales. Estas selvas serán una de las pocas zonas del globo que ha logrado escapar de la comunicación por satélite. Infranqueables.

Sus ojos fueron recorriendo la ladera en sentido ascendente hasta que se toparon con una densa y hormigonada niebla que ocultaba la parte superior.

—Nosotros las cruzaremos —afirmó ella—. No tenemos otra alternativa para entrar en el área de exclusión sin ser detectados por la Lupa.

—Lo sé. Camufla el vehículo. Continuamos a pie en una hora.

No contestó. Aquello implicaba abandonar a su suerte a Xuan Nguyen y Chong-Duy Liu, que se habían adelantado con el objeto de encontrar la mejor ruta para atravesar aquellas montañas y llegar hasta Butembo, a dos kilómetros de la frontera vigilada del área de exclusión negra. En algún lugar de la urbe, justo en el límite del alcance de la Lupa, les esperaba un anfibio de tracción de oruga con el que podrían adentrarse en el territorio Ubangui con absoluta libertad.

Mientras, Kai-Xi seguía contemplando aquel paraje. Le recordaba a las selvas de la isla de Hanian, donde se estableció cuando regresó del Tíbet en el 2044. China aún se estaba lamiendo las heridas producidas durante la Guerra de Devastación Global, pero la reconstrucción ya había empezado y las oportunidades no tardaron en aparecer. La suya llegó en forma de millones de refugiados que buscaban cubrir sus necesidades básicas. Su principal acierto fue rodearse por un pequeño grupo de jóvenes con tantas ganas como él de escapar de la miseria. Así, no le resultó demasiado complicado culminar con éxito su primera operación de contrabando de alimentos y ropa. Los primeros meses consiguió introducir seiscientos contenedores por mar, compartiendo el alquiler de los buques y pagando una vez que recogía las ganancias de la distribución de la mercancía. No tardó en darse cuenta de que la mayor parte de su beneficio iba a parar a manos de quienes manejaban la logística dentro de Hanian y los eliminó de la ecuación. No había pasado un año y ya contaba con dos cargueros de su propiedad con capacidad para transportar a la isla cuarenta mil contenedores. Durante los siguientes dos años se ocupó de mantener limpia su organización y de sostener el crecimiento dentro de los límites razonables con vistas a afrontar empresas más ambiciosas. Fue entonces cuando decidió colocar al frente de su servicio de seguridad a Bào, que, a pesar de que todavía no había cumplido los treinta, ya había demostrado su pericia en el manejo de todo tipo de armas, pero principalmente en las que formaban parte de su cuerpo. Asegurada la retaguardia, se animó a pasar a la ofensiva haciendo bueno el proverbio chino: «Todo viaje interminable empieza con un primer paso». Tenía que diferenciarse de su competencia. Así, resolvió que, para sacar partido a los viajes de ida y vuelta de sus cuatro buques, debía encontrar en su isla algo que fuera interesante para exportar al continente. Y si algo sobraba en Hanian era madera de altísima calidad. Kai-Xi aprovechó el menesteroso control medioambiental de la época para esquilmar los recursos forestales de la isla y multiplicar los ingresos. Nadie puso reparos en aquello, puesto que casi toda la población de Hanian ya trabajaba directa o indirectamente para el señor Chengwu. El paso definitivo consistía en dar con el producto más rentable del momento para optimizar la capacidad de los más de cien mil contenedores de su propiedad: armas y tecnología.

Recién estrenada la década de los cincuenta, sus negocios empezaron a encontrarse con los de Yun Hai, un cabeza de dragón perteneciente a la tríada de Los Discípulos de los Cuatro Elementos, que operaba desde la próspera Hong Kong. Los fracasados intentos por repartirse diplomáticamente el sudeste asiático desembocaron en su primera guerra; un choque que duraría ocho largos meses; una lucha encarnizada en la que Bào tuvo la ocasión de demostrar a su hermano que no se había equivocado con ella.

Sucedió casi al final. Cuando todo parecía que estaba a punto de resolverse a favor de Tiāo, Bào fue secuestrada. Su enemigo había cambiado de táctica y buscaba remontar el resultado jugando en el campo virtual. Yun Hai resolvió que a través de la mano derecha de Kai-Xi Chengwu podrían entrar y revolver en los vestuarios del contrario en busca de ese punto débil que todos los equipos ocultan. Al Señor de Asia le costó reconocerla cuando dio con ella después de resistir durante cinco días y cinco noches a toda clase de torturas, vejaciones y suplicios. Aquella afrenta hizo que la templanza que había ido atesorando Kai-Xi se consumiera como hojas secas en el fuego de la venganza. Y mientras Bào luchaba por escapar de las garras de la muerte en el hospital, el linaje completo de Yun Hai desapareció de la faz de la tierra. La misma suerte les esperaba a las otras dos cabezas de la tríada de Los Discípulos de los Cuatro Elementos. Cuando Bào despertó al fin, el conflicto había concluido, pero ella todavía debía enfrentarse a algunas decisiones delicadas en relación con algunas partes de su cuerpo que debían ser reconstruidas. Era el caso de las uñas de las manos, arrancadas una a una con unas tenazas, lo que imposibilitaba la regeneración natural. Una de las opciones que le plantearon llamó su atención: uñas retráctiles de grafeno T8 sin posibilidad alguna de deterioro. Conectadas a su sistema nervioso periférico, podía controlarlas voluntariamente como lo hace un felino, igual que una pantera. La única mejora que pidió respecto a los modelos que le enseñaron fue que las suyas estuvieran bien afiladas.

Y Kai-Xi se encargó de que se la concedieran.

A esa guerra le siguieron otras de menor envergadura hasta que, finalmente, ya no quedó nadie que codiciara nada que estuviera relacionado con Tiāo. Pero al desaparecer el sabor de la sangre brotó en el Señor de Asia el sinsabor de su conciencia y vio que sus negocios se cimentaban sobre los cadáveres de los que le fueron leales. Aquello hizo que uno de sus pilares maestros se resquebrajara tanto que terminó provocando el derrumbamiento del edificio: su karma. Él no había sido leal a su familia y la única solución pasaba por reparar de inmediato tales daños estructurales. Limpiar el buen nombre de su padre.

Transcurridos cuatro años, presentía que estaba muy cerca de reconciliarse con su memoria, con sus sueños.

Los primeros truenos le hicieron volver al presente.

—Todo dispuesto, mi señor —le indicó Bào desde la distancia—. Es por allí.

—No —objetó.

—¿No?

—Vamos a buscar a esos dos vietnamitas. Seguro que se están divirtiendo a mi costa.

Bào no supo cómo reaccionar, no recordaba la última vez que había escuchado a su hermano algo parecido a una broma.

Se perdieron en la frondosidad de la selva bajo una cortina de agua tan violenta como sus vidas pasadas.

A 48 km de las ruinas de Niamey (Borkou)

La tercera jornada del viaje fue la peor.

Calor.

La canícula africana se había cebado con la expedición desde que los primeros rayos solares hicieron acto de presencia. Enseguida fueron envueltos por una densa y cálida masa de aire invisible que, suspendida a perpetuidad sobre sus cabezas, parecía querer recordarles que la vida en África no era del todo bienvenida. Habían resuelto alejarse de la ribera del Níger y atravesar las llanuras del territorio de Borkou para evitar encontrarse con posibles partidas de moradores o con algún clan de duendes. De los primeros poco se sabía más allá de que eran colectivos de personas que existían fuera de las urbes porque o no habían logrado ser aceptados en las colmenas o habían sido expulsados de ellas. Y desde el final de la Década Triste las admisiones en las urbes se habían reducido drásticamente por exceso de población. Para obtener la categoría de poblador había que cumplir estrictos requisitos sanitarios y no rebasar el cupo de maternidad por individuo. Esto último provocaba que muchos recién nacidos se vieran abandonados a su suerte o fueran entregados a otras familias que necesitaban más brazos para trabajar.

Aunque se contaban ya varios meses desde que se escuchara llorar por última vez a un recién nacido en aquellos territorios del Mundo Manchado.

Los moradores habitaban fundamentalmente en las ruinas de lo que antes eran ciudades, sin abastecimiento de servicios básicos, sin calefacción, sin luz ni agua corriente. Sin esperanza. No se conocía su número porque eran ceros a la izquierda que nada sumaban y tampoco existían leyes que velaran por sus derechos, puesto que carecían de ellos. Se podría decir que los moradores constituían agrupaciones heterogéneas de seres humanos que sobrevivían al margen del sistema durante un tiempo limitado.

Sin embargo, dentro de las áreas de exclusión los moradores sí habían representado un papel importante: habían sido padres de duendes y ahora eran el alimento de sus hijos.

Souleymane Sonko se quitó el sudor que empapaba su frente con el dorso de la mano con la que no estaba sujetando el volante. En Bamako había conseguido hacerse con un BTR desarmado pero con blindaje de espesor medio. Se trataba de uno de los vehículos terrestres del ejército británico que habían quedado atrás en el avance de las tropas de la Unión de Estados Libres y que fueron reparados por la población para su uso cotidiano. Era de alimentación solar, tracción neumática y tenía capacidad más que de sobra para los cinco expedicionarios, aunque no contaba, ni mucho menos, con las comodidades de los AVM modernos. Todo un acierto, habida cuenta de las alternativas.

En la conducción se alternaban el mercenario senegalés y Frederik Keergaard en turnos de seis horas. Detrás, en la cabina de mercancías, Petra Toivonen se había habilitado un improvisado lecho en el suelo y trataba de escapar de las elevadas temperaturas en el refrigerador de los sueños; el científico noruego apenas había pronunciado algunas palabras desde que entraron en el área de exclusión y Patricia Jones estaba a punto de decidir que sus cuerdas vocales habían descansado más de lo que necesitaban.

—Vendería a mi padre por una ducha de cinco minutos —introdujo ella después de seleccionar el comando de grabación de voz de su UAT—. A que estás echando de menos la nieve, ¿eh, doc?

Ake Dahl murmuró algo sin apartar la vista del árido paisaje.

—¿Qué ves de interesante en ese desierto? —insistió la periodista.

—Es la sabana. Antes tenía vida, ahora todo está muerto —respondió el noruego.

—Cuando todo esto termine, me voy a dedicar unos cuantos meses a recorrer el Mundo Impoluto. ¿Cómo es Estocolmo?

—Blanco. Aburrido.

—No creo que lo sea mucho más que la anodina Nuevo Londres.

El científico dejó escapar un perecedero ruido nasal que sonó a indiferencia.

—¿Tienes familia? —indagó la periodista.

—No. —«Ni podré tenerla jamás, y seguramente tú tampoco» fue la primera respuesta que le vino a la cabeza, pero se quedó en el primer monosílabo.

—Ni yo, y visto lo visto… —comentó acordándose de John—. En fin, mejor no distraerse con estupideces. ¿Qué crees que nos encontraremos al cruzar el Níger?

—Más muerte y desolación.

—¿Dónde os dirigís exactamente?

Ake Dahl se encogió de hombros.

—Es que me resulta extraño que llevemos tres jornadas atravesando el área de exclusión y que no hayáis recogido ni una muestra de arena ni agua del río Mouhoun ni…

—Ni falta que nos hace —intervino Petra Toivonen incorporándose—. Las muestras las recogeremos en las zonas más afectadas, que no son estas, precisamente. Pero hablando de sucesos inverosímiles, me resulta por lo menos curioso no haberla visto hacer ni una sola anotación, apenas unas frases, que son las que intercambia con la persona con la que se comunica a diario —observó apretándose los lacrimales—. Creo que ya somos mayorcitos para jugar al ratón y al gato. Todos nos dirigimos al mismo lugar, a orillas del lago Lagdo, ¿me equivoco?

Patricia Jones ni siquiera trató de fingir asombro.

—No. No se equivoca. Mi verdadero cometido aquí es hacer una entrevista al último bogatyr y supongo que el suyo también pasa por hablar con él, aunque no lo vayan a publicar.

—Entonces dejémonos de preguntitas capciosas y tenga muy claro que aunque estemos haciendo juntos este viaje, cuando lleguemos, si llegamos —puntualizó—, cada uno se buscará la vida por su cuenta. ¿Entendido?

—No se preocupe tanto por nosotros —replicó visiblemente dolida—, sabremos arreglárnoslas sin mendigar su ayuda.

Patricia Jones forzó una gran sonrisa antes de evadirse del enfrentamiento retirando la mirada.

El BTR redujo la marcha hasta que se detuvo por completo. La profunda y desgastada voz de Frederik hizo que todos concentraran su atención en el exterior.

—Señores, creo que deberían apearse a ver esto.

Desde aquel promontorio se podía divisar lo que quedaba de Niamey. En la ciudad que un día fuera la más importante de Níger apenas se podían distinguir algunos restos de los edificios que quedaban en pie.

—Dicen que el bombardeo de la Alianza Islámica lo llevó a cabo un puñado de drones y duró solamente ocho minutos. Aquí vivían setecientas mil personas —reveló Petra Toivonen—. Los que no murieron en el acto lo hicieron semanas después por la intoxicación bacteriológica. No fue la primera población donde la usaron, pero sí la más grande. Ni ellos mismos esperaban ese poder destructivo. Han transcurrido más de treinta años y la vida sigue sin florecer en esta zona. Con el paso de los siglos hemos conseguido despojarnos de lo poco que nos diferenciaba del resto de animales.

—Bueno, ya en la Edad Media, durante los asedios intoxicaban el agua con carne infectada de peste bubónica —comentó Patricia Jones—; esto que hicieron aquí no parece muy distinto.

—Si obviamos el número de muertos, claro —apostilló el noruego.

Souleymane Sonko, unos metros rezagado, no pudo evitar revivir las escenas que tenía incrustadas en su memoria y, por un momento, desapareció esa perpetua mueca jocunda que iluminaba su cara. Ake Dahl negaba con la cabeza, como si así fuera a espantar lo que estaban recogiendo sus ojos. Patricia activó su cámara y empezó a captar imágenes para su reportaje. Al hacer zoom para atrapar una de ellas, señaló extendiendo el brazo:

—¿Qué es eso de allí?

—Lo que queda de la antigua mezquita —respondió sin pensar Ake Dahl.

Sonko frunció el ceño.

—¿Haber estado aquí antes?

—No, pero se distingue el minarete.

Patricia volvió a hacer zoom para comprobarlo.

—Efectivamente. Tienes una visión prodigiosa.

—Todo en mí es un prodigio —bromeó apocado para sorpresa de todos.

—Vamos, tenemos que encontrar algún sitio para cruzar el río antes de que anochezca o nos tocará pasar la noche ahí abajo —advirtió el danés—. Y no sabemos quién puede esconderse tras esas ruinas.

De vuelta al vehículo, Ake Dahl se puso a la altura de Frederik Keergaard.

—Le hicieron un buen trabajo ahí —comentó refiriéndose a la mano derecha de su interlocutor—. Prácticamente no se aprecia la diferencia.

—Porque no la hay. Es tejido regenerado a través de mis propias células madre. Tendones, músculos y huesos cultivados en laboratorios como el suyo.

—¿Le costó mucho aprender a dominarlo?

—No lo recuerdo —respondió, arisco.

—Tejido óseo reforzado, supongo.

El científico supo interpretar a la perfección el silencio del danés.

—No quiero molestarle más, solo dígame: ¿podría haber duendes ahí abajo? —preguntó turbado.

—Podría.

Montañas Virunga (Victoria)

Seguía cayendo agua como si el cielo tuviera una cuenta pendiente con aquel paraje tropical y quisiera hacérselo pagar. Había poca luz y el Señor de Asia caminaba cabizbajo siguiendo la estela de su hermana, embriagado por los olores que se desprendían de la exuberante flora selvática. La humedad y la altitud dificultaban la respiración.

Bào se detuvo de improviso.

—¡Munición de vaina! Armamento ligero.

—¡Vamos! —confirmó Kai-Xi.

Alcanzaron una zona elevada dejándose guiar por el sonido de los disparos y abriéndose paso entre la profusa vegetación que alfombraba el entorno.

—He contado ocho —informó Bào—. Los están acorralando. Xuan Nguyen y Chong-Duy Liu deben de estar parapetados tras esas rocas, pero en cuanto agoten la munición caerán.

—Son más —repuso Kai-Xi recuperando el aliento apoyado en el tronco de un caobo—. ¡Allí! —indicó elevando la voz hacia otro grupo de moradores que avanzaba lentamente por el flanco izquierdo—. ¿Qué llevas?

—Armas cortas, tres granadas sónicas y un escudo magnético, mi señor. Y las mías —añadió mientras se despojaba de la prenda impermeable para mostrar el interior de la mochila que portaba a la espalda.

—Dame dos granadas, el escudo y esa de guiado térmico. Yo bajo hasta su posición siguiendo esa hilera de árboles, ¿la ves?

—La veo.

—En cuanto coloque el escudo abriré fuego desde esos riscos para atraer al mayor número de ellos. Si esperas en esa cima los cogerás por sorpresa.

Bào asintió y sin pronunciar palabra desapareció en la espesura. Kai-Xi inspiró profundamente y corrió los doscientos metros que le separaban de los dos vietnamitas, que, tal y como predijo su hermana, ya estaban agotando sus cargadores. Desde allí vio cómo tres moradores estaban a punto de rodear la zona rocosa para alcanzar una posición muy ventajosa para ellos y letal para sus hombres. No se lo pensó. Armó la granada sónica y la lanzó a unos veinte metros. La onda expansiva alcanzó de lleno a sus enemigos ocasionándoles daños fatales en sus órganos internos, pero la detonación atrajo el fuego enemigo sobre él, viéndose forzado a tirarse al suelo y recorrer la distancia que le quedaba reptando hasta Xuan Nguyen y Chong-Duy Liu. Sin levantarse, arrojó el escudo magnético, que se abrió al tocar el suelo, y se parapetó tras él. Los vietnamitas rodaron por el terreno encharcado para hacer lo propio.

—No me queda ni una sola carga de plasma —dijo Xuan Nguyen, azorado.

—Tranquilo, ya oigo a Bào —respondió Kai-Xi.

El silbido de sus afilados apéndices cortando el aire era el preludio del mutismo de un arma enemiga. Los tres hombres se limitaron a asistir al sangriento espectáculo.

—Despejado.

Y allí estaba ella, con el pelo negro empapado sobre un rostro salpicado de sangre y extrañamente en calma. Las uñas con las que había sesgado la vida de los moradores aún sobresalían de sus dedos.

Algo más tarde los vietnamitas explicaron al Señor de Asia que, durante el regreso, se toparon con una partida de moradores armados que se dirigían a Butembo y no tuvieron más remedio que responder al fuego con fuego. A pesar de contar con mejores armas, la superioridad numérica del enemigo les obligó a retroceder hasta el lugar en el que se atrincheraron. Ya se veían reencarnados en la otra vida cuando escucharon el estallido de la granada que lanzó el Señor de Asia.

En aquel momento no podían saberlo, pero uno de los que cayeron bajo las uñas de Bào era Moussa el Maslouhi, el único hijo varón de Sidi Mohammed el Maslouhi, un cabecilla local que había logrado unificar bajo su mando a varios grupos de moradores.

Kai-Xi ordenó marchar ladera arriba evitando cualquier ruta o sendero hasta que el sol se ocultó definitivamente coincidiendo con las últimas gotas de agua. Tras levantar un perímetro de seguridad con alarmas y señuelos, llenaron los estómagos y se organizaron las guardias. Estaba a punto de echarse a dormir en el instante en que se cruzó con la evasiva mirada de su hermana. En el acto supo que algo no marchaba bien. Se acercó a ella y se sentó a su lado.

—Puedo notar cómo se agitan las aguas en tu mar espiritual, pero no tengo forma de saber qué causa tal marea —dijo él fijando su atención en la oscuridad que envolvía aquella fronda. Solo los sonidos intermitentes de algunos animales salvajes rompían la paz nocturna.

—¿Puedo hablar desde el corazón? —pidió Bào.

—Debes.

—¿Recuerdas cuando estabas en aquel hospital de Pekín? Tú tenías dieciséis y yo doce, sin embargo, ya ejercías una influencia muy poderosa sobre mí. Tras la operación, madre no se separó de tu cama, pero yo aprovechaba para hablar contigo cuando se quedaba dormida. Siempre pensé que podías escucharme. Estaba aterrorizada. Los médicos decían que cabía la posibilidad de que no despertaras. Pero lo hiciste, regresaste, y no he vuelto a tener miedo desde entonces.

Kai-Xi posó la mano en la rodilla de su hermana invitándola a continuar.

—Pero ya no volviste a ser el mismo. Madre y yo teníamos la sensación de que en aquel hospital, Kai-Xi murió y nació otra persona. Luego llegaron las pesadillas, aquellas visiones y tus insoportables dolores de cabeza. Cada vez que padre regresaba a casa discutías con él y terminó enviándote a aquel otro hospital donde ni siquiera nos dejaban visitarte. ¿Cuánto tiempo estuviste allí?

—Sabes que no recuerdo bien aquellos años. Solo tengo imágenes fugaces, confusas. Lo hemos hablado más veces. ¿Adónde quieres llegar, Xin Qian?

—Sufrí mucho. Pero no porque temiera por ti, padecía porque sentía que me habías apartado de tu lado. Ahora tengo la misma impresión. Sé que hay algo ahí dentro que no quieres compartir conmigo y lo acepto, pero supone un muro que me resulta imposible saltar. Lo único que sé es que necesitas encontrar a ese hombre, pero no termino de comprender las razones.

—Nuestro padre me lo pidió en aquella nota. Fue su último deseo y, sin embargo, siempre he mirado en la dirección opuesta. Tengo que calibrar mi espíritu, de otra forma no llegaré a ser ese que recoge la paz que siembra, seré el que arrasa las cosechas ajenas. La verdad se oculta bajo una infinidad de máscaras, pero solo tiene una cara. Solo conseguiré reconciliarme con mi memoria cuando conozca la verdad que se esconde bajo ese maldito hombre. ¿Te parecen escasos o mezquinos tales motivos?

—No. No lo son, pero tú sostienes que una piedra arrojada a un estanque en calma provoca ondas en el agua, independientemente de cuál sea su tamaño, y que cada uno es responsable de las que tira a su propio estanque.

Kai-Xi permitió que siguiera hablando a pesar de que no le gustaba el tono de la conversación.

—Padre ordenó utilizar aquel gas en la India —afirmó ella—. Y poco después se suicidó. ¿No crees que aquello tuvo algo que ver? Padre era un hombre que asumía las consecuencias de sus actos. ¿Y si no conocía el alcance destructivo del gas? ¿Y si al enterarse fue demasiado para él y perdió la razón? ¿Y si quiso castigar a los creadores del gas y por eso lanzó aquellos misiles? ¿Y si…?

Kai-Xi levantó la mano súbitamente y endureció el semblante.

—Padre era muy consciente de los efectos del gas Margaritka. Madre y tú sabíais que discutíamos, pero nunca os interesasteis por las causas. Padre quiso poner fin a la revuelta de los bengalíes para centrarse en la ofensiva que iban a emprender para hacerse con el control definitivo del Índico. Hay aspectos que no recuerdo, pero este sí. Padre era un estratega, y era consciente de que solo vencería si se mantenía el pacto de no agresión con la Alianza Islámica. Eran tiempos de guerra y él amaba a su país por encima de todo; y de todos —añadió con cierta resignación—. Fue engañado de alguna forma y tú y yo hemos averiguado que ese bogatyr sobornó a Cho Min Sung para que le facilitara el acceso al canal privado de comunicación. También hemos comprobado que lo suplantó para citarle en el lugar en el que solían tener sus encuentros en Pekín con el objeto de aprovechar la ventana de vulnerabilidad del sistema. Cuando nuestro padre regresó a casa los misiles chinos estaban volando en dirección a Indonesia, Bangladesh y Malasia. Ya conoces el resto de la historia. Preciso encontrar a ese hombre, pero no solo por castigarlo, debo hacerlo para mirarle a los ojos y que él vea a padre en los míos. Es mi deber. Nuestro deber —enfatizó.

—Está bien —susurró Bào—. ¿Y qué pasará si al llegar a las coordenadas no encontramos Lukomorie? O si él no se encuentra allí. ¿Seguiremos barriendo la superficie terrestre hasta que lo encontremos?

—Las nubes tienen que desaparecer si uno pretende disfrutar de cielos despejados.

Madrigueras del clan del Mandara

Fátima le había mandado llamar. La última vez que lo hizo fue para ordenarle que atacara el campamento de los periodistas y no lo dudó, desde que ella se había hecho cargo del clan se vivía mejor. Porque bajo su liderazgo habían pasado de especie perseguida a perseguidora; de dominada a dominadora. Porque Emmanuel tenía un ambicioso plan para ocupar su trono, pero antes necesitaba allanar un sendero pedregoso por el que llevaba años desgastándose las suelas inútilmente.

El primer recuerdo de Emmanuel lo situaba en Fundong, antiguo territorio de Camerún, donde nació casi al final del verano del 2036, cuando la Gran Guerra Negra estaba terminando de arrasar el continente africano como preludio al estallido de la contienda más despiadada de la historia de la humanidad. En las tripas de África empezaron a producirse muchos alumbramientos de bebés con malformaciones severas y enfermedades que no podían ser sino fruto de la brujería. Los que sobrevivían las primeras semanas morían bajo los machetes de los chamanes o a manos de sus propios progenitores. Pero no era cuestión de contar cadáveres de unos cuantos recién nacidos contrahechos cuando el ser humano se estaba masacrando por millares, día tras día, en todos los rincones del planeta. Los más afortunados fueron abandonados a su suerte y los que no fueron devorados por las fieras o murieron de inanición buscaron refugio en los territorios más inhóspitos.

Ese fue el caso de Emmanuel, cuya madre tuvo la precaución de parirlo en el raquítico apartamento donde vivía, sola, y la deferencia de no permitirle salir del mismo hasta que cumplió los nueve, cuando ella murió de tuberculosis. Días después, el pequeño Emmanuel reunió el coraje que precisaba para tocar la puerta de un vecino que, más asustado que comprometido, lo llevó hasta las postrimerías del lago Nyos. Y allí se quedó, solo de nuevo, con provisiones para dos días, una manta y una caña de pescar. Pero en aquellas aguas contaminadas los únicos peces que había eran los que flotaban putrefactos en la superficie. Tras vagar varias jornadas sin rumbo, fue encontrado al límite de la desnutrición por un grupo de niños tan raros como él que habían hecho de una zona pantanosa su hogar. En cuanto se cansaron de alimentarse de insectos, pequeños reptiles, batracios, raíces y otros deshechos que les regalaba la naturaleza, decidieron probar fortuna trasladándose a algún otro lugar menos nauseabundo. Y en aquella interminable peregrinación siguiendo los desplazamientos de los herbívoros y evitando la presencia humana, fueron ampliando el número de integrantes hasta llegar al medio centenar. Dos años más tarde llegaron a lo que un día fueron los dominios del Parque Nacional de Bénoué, donde decidieron establecerse de forma definitiva.

El final de la contienda dio paso a un período oscuro en el cual se produjo la fractura entre el Mundo Impoluto y el Mundo Manchado. En el primero, los supervivientes se afanaban en reconstruir las bases de la civilización huyendo de los modelos arquitectónicos anteriores, en el segundo solo se pensaba en aguantar un día más. Así, las áreas de exclusión se vieron despobladas progresivamente hasta quedar casi desérticas. Sin embargo, a las comunidades más desfavorecidas, a esas que ni siquiera contaban con recursos para emigrar, no se les presentó otra alternativa que malvivir en el Mundo Manchado. Se conocía la existencia de grupos de seres malformados, pero no fue hasta que la Década Triste estaba en su ocaso cuando surgieron los primeros interrogantes sobre sus orígenes y las primeras propuestas para atajar el problema.

En el 2052 estalló una epidemia ocasionada por una cepa no identificada de gripe animal que mermó ostensiblemente las cabañas ganaderas vacuna, porcina y aviar del área de exclusión amarilla y que se extendió a algunas urbes en territorios limítrofes de Persia y Siberia Occidental. La Asamblea aprovechó la tesitura para poner en marcha medidas drásticas de saneamiento. Aquella fue la primera vez que se mostró el poder de limpieza de los centinelas, que exterminaron en menos de un año a la casi totalidad de sus habitantes, tanto duendes como moradores.

Se decía que Fátima llegó huyendo de aquella matanza, pero nadie se atrevía a corroborarlo dentro del clan, y a Emmanuel, camino de encontrarse con ella, no le interesaba nada que fuera ajeno a su plan.

Desde fuera reconoció a Samuel por sus proporciones desproporcionadas y a Samson por su mazo, ambos flanqueando la poltrona de la guía del clan. Pidió permiso para entrar y bajó la cabeza en señal de sumisión.

—Acércate —dijo ella en francés.

La sala estaba tenuemente iluminada por cuatro antorchas y la combustión del aceite de grasa animal despedía un fuerte olor que hacía aún más incómoda aquella precipitada reunión.

—¿Has comido, soldado? —preguntó Fátima con la voz corrompida y débil.

Él asintió.

—Mírame.

Levantó la cabeza para encontrarse con una cálida mirada que le recordó a la de su madre, cargada de conmiseración.

—Tenemos que buscar otro emplazamiento. Aquí ya no quedan más que rocas y raíces secas. Tenemos que movernos más al sur, cerca del agua.

—¿Hacía el Léré?

—Demasiado pequeño para nuestra comunidad —objetó ella.

—Más al sur está el lago Lagdo, pero…

—¿Pero…? —le invitó a continuar.

—Está a tres jornadas y para llegar hay que atravesar los pantanos o salir a campo abierto, no hay otra forma. Además…, allí viven ellos.

—Ya sé quiénes habitan las orillas del Lagdo. Y también sé por qué: el agua es limpia y sana, la tierra está viva, los árboles dan frutos y la caza abunda.

—Pero siempre nos han tratado con respeto. Incluso nos han ayudado. ¿Por qué ahora? —se preguntó Emmanuel en voz alta.

Fátima trazó en el aire un movimiento versallesco con la mano para que entrara en escena el siguiente actor: un duende que aún no habría cumplido los quince.

—Se llama Liya, lleva con nosotros tan solo unos días. La recogieron a pocos kilómetros al norte del lago. Es una buena chica —afirmó pasándole la mano por el cabello, todavía sano y podría decirse que hasta vigoroso—. Me llamó la atención por el color de su piel, demasiado clara, pero fue su comportamiento lo que me hizo interesarme por ella y… ¿sabes qué?

Emmanuel se mantuvo a la expectativa.

—Conoce la zona como la palma de su dulce y cuidada mano. De hecho nació allí —desveló enfatizando la última palabra.

El soldado no pudo evitar la mueca de sorpresa.

—Díselo, hijita. Repite lo que me has contado antes —le pidió a Liya.

—Tengo catorce años y desde que nací he vivido en el complejo, escondida, apartada como un bicho raro. Ya no aguantaba más y decidí escaparme.

—Continúa —la conminó Fátima.

—Mi padre es el guardián de Lukomorie. El asentamiento principal está al sureste del lago. Es inexpugnable desde el exterior; sin embargo, hay un acceso en el perímetro que no tienen controlado —mintió pensando en sus propósitos—. Está bien camuflado, pero yo sabré encontrarlo y conozco las horas a las que se abre automáticamente para evacuar los desperdicios. Lo llamamos «el culo de la bestia». Desde allí se puede llegar a los conductos de aire que circulan por toda la instalación. Un humano no cabe, pero nosotros sí.

—Liya os guiará. Quiero que reúnas y dirijas una partida con veinte de nuestros mejores guerreros. Tú hablas su idioma y eres puro de corazón. Le pedirás permiso —enfatizó maliciosamente— para que nos deje habitar en las inmediaciones del lago. Estando Liya con nosotros…, aceptarán.

—¿Y si se niegan? Su armamento es muy poderoso y no sabemos cuántos son.

—Díselo, niña.

—Son solo seis.

—Seis. Seis humanos controlando el territorio más rico de todo el continente. Nosotros superamos ya los quinientos y vivimos hacinados en estas malditas cuevas. —Fátima tuvo que coger aire para continuar—. No es equitativo, ¿verdad?

Emmanuel asintió.

—Escoge veinte guerreros, partirás mañana al caer el día. Puedes marcharte, soldado. Gracias, Liya, ya puedes reunirte con los demás.

La guía del clan del Mandara esperó a que salieran antes de incorporarse con extrema dificultad.

—Iréis con él. Estoy segura de que ellos os recibirán y cuando así sea…

Samson y Samuel simultanearon sonidos que pretendían sonar a carcajadas, luciendo sus deterioradas piezas dentales, todas extremadamente dañadas por la descalcificación.