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Los muertos enterraron a los vivos
hace millones de años
Puesto de mando de Siberia
Iberia (área euroafricana norte, sector ártico sur)
No era capaz de controlar los temblores.
La comunicación con Lukomorie se había perdido tras asistir horrorizada a cómo los centinelas alcanzaban el corredor que desembocaba en el puesto de mando. Lo último que había escuchado había sido la voz de Mantas Kleiza confirmando la recepción de las coordenadas de vuelo que le acababa de indicar Olek. Sin embargo, sabía que el último acto lo había protagonizado el operador de sistemas al ejecutar la disposición final del procedimiento crítico.
Trató de juntar las manos, pero fue tarea imposible. Apretó con fuerza los párpados como queriendo borrar de su cerebro esas últimas imágenes mientras no cesaba de preguntarse si todo aquello merecía la pena y, en un acto voluntariamente inconsciente, visualizó el final del cuento de Koschéi Bessmertnii.
Una y mil veces.
Transcurrido un tiempo indeterminado, recuperó el control de sí misma. Si no se producían más desgracias, Vodianoi no tardaría mucho en llegar y debía mostrar una entereza ante los invitados de la cual no era dueña.
El sonido de una comunicación por el canal privado la trajo de nuevo a un presente del que estaba tratando de huir.
—Señora, tenemos la identificación del doctor Shèng y la doctora Wu —escuchó—. No tenemos buenas noticias. Se trata de…
Pero ya no pudo escuchar más.
Al ver su foto en la pantalla notó que algo se le rasgaba por dentro.
Cuando el alma está hecha de retales, cualquier descosido puede ser irreparable. Y aquel no era un descosido cualquiera.
Sede de Planet Construction Bank
Asistiendo a través de la ventana al espectáculo que le ofrecían la intensa actividad de los cinturones metropolitanos de Chicago desde aquella altura, Benjamin Harding se sintió como un orador regalando verdades a sus súbditos. Encontrarse con su propio reflejo le animó a verbalizar sus pensamientos:
«Creéis que sabéis, creéis que tenéis, pero ni siquiera estáis dotados para percibir que no existís. En realidad, nada de lo que conocéis existe, nada. Nada de lo que penséis que tiene valor lo tiene y, así, se perderá en la espiral del tiempo mucho antes de que os aflija. El devenir progresa a más velocidad de lo que vuestra ilimitada incapacidad de entendimiento sería capaz de percibir. Afortunados, ya no os hace falta comprender las normas por las que os regís, simplemente las acatáis porque es más sencillo. Dulce ignorancia la vuestra. En cierto modo, os envidio por ello. Pero el mérito se encuentra en simplificar el proceso vital, sintetizarlo al máximo, minimizarlo. Nacéis, crecéis y morís. Ya poco os distingue de las plantas. ¿Por qué ese innoble empeño en seguir viviendo? ¿Qué os empuja a permanecer inmóviles mirando hacia abajo al borde del abismo? La fugacidad de la caída vale más que la deshonrosa supervivencia de la que os jactáis. Insectos, solo habrá un nuevo principio una vez consumado el fin. Dejad de suplicar, ahorrad vuestras inermes lágrimas vanas y estériles, como vosotros. ¡No imploréis, que no tenéis más crédito! Pero sobre todo no gritéis, que no tenéis voz, que los muertos enterraron a los vivos hace millones de años».
Benjamin Harding repitió varias veces la última frase hasta que notó que se le secaba la garganta. Con una última mirada de desprecio se despidió de sí mismo y buscó un lugar donde sentarse. El desgaste físico se confundía con el estado de ansiedad que le había invadido desde que cayó Lukomorie. Más que a amarga victoria le sabía a agridulce derrota.
—No saber con certeza conduce a cometer errores, aunque no se tenga conciencia de ello —musitó.
La palabra «desconocimiento» no estaba incluida en el vocabulario de Benjamin Harding porque, precisamente, saber más que los demás había sido la clave de su éxito. Tenía pruebas de que Lukomorie había sido destruido, pero también sabía que una aeronave de transporte había despegado antes de que todo volara por los aires. Para colmo, el último superviviente de la maldita estación Khimera había provocado una explosión interna que se había llevado por delante a los centinelas que habían sobrevivido al asalto del complejo. Cuatro parejas a cincuenta millones de culos cada una más otros ciento veinte por la Golliat. Eso era lo que la Asamblea le debía a Constantin Lébedev. La inversión no iba a ser fácil de justificar y mucho menos si no les llevaba algo a cambio. Tenía que seguir haciéndoles creer que eran partícipes de nada.
Sus técnicos le explicaron los motivos por los que la Lupa no había podido seguir la trayectoria de aquella aeronave y no hacía falta ser un vate para saber que ya habría aterrizado en algún punto de Siberia y encontrado cobijo en el último reducto de Khimera. No dejaba de preguntarse quiénes habían escapado de aquel infierno y, sobre todo, si el último bogatyr se encontraba entre los supervivientes.
En tales circunstancias no veía la manera de llegar hasta ella y tal certeza le originó un malestar irreparable.
Necesitaba poner luz en toda esa oscuridad, pero en el corto plazo se enfrentaba con dos grandes problemas de difícil solución. Acababan de confirmarle el fallecimiento de la persona que se venía encargando de sacar su basura, J. J. Boozer. Su sistema nervioso se colapsó trágicamente tras ingerir el primer trago de whisky, al igual que le sucedería al tipo ese del cual no recordaba el nombre que le ayudó a elegir el cebo de la periodista. No se arrepentía —otro término que no estaba recogido en su diccionario—, pero le molestaba no poder contactar con alguien que tuviera la misma capacidad resolutiva que ese obeso de pelo grasiento oriundo de Oregón. Sin embargo, la mayor preocupación nacía de su inminente, forzosa e indefinida ausencia. La doctora Amanda Lewis había fijado el siguiente lunes para realizar el escaneado final de su matriz sináptica. El proceso tenía fecha de inicio, pero no de finalización, lo cual había contribuido a alimentar la irritación del presidente de la Asamblea. Cada vez estaba más cerca de la meta, pero la probada sospecha de haber dejado algunos cabos sueltos, unida a que no era capaz de medir el riesgo que ello conllevaba, le generaba una sensación muy incómoda; amargamente fastidiosa.
«Los muertos enterraron a los vivos hace millones de años», se repitió como terapia.