El lucio y la liebre

Hotel Crowne Plaza

Haifa (Israel)

Junio del 2038

Llegaba con quince minutos de retraso.

En realidad, era consciente de que no se encontraba en buena forma física, pero prefería pensar que la fatiga estaba motivada por las altas temperaturas y la humedad; la maldita humedad del Mediterráneo.

Shlomo Yariv había nacido cincuenta y seis años atrás en la pequeña ciudad de Yeruham, en pleno desierto del Néguev. Su primer contacto con el mar se produjo a los dieciséis años, durante la típica excursión con la escuela estatal a las dos principales ciudades del país: Jerusalén y Tel Aviv. En la primera descubrió que la mezcla de culturas y religiones era tan diabólica como le habían contado, y en la segunda, que el mar no trae más que salitre y humedad; la maldita humedad. Por ello, cuando cumplió los treinta y seis meses obligatorios de servicio militar, decidió estudiar en la universidad más alejada de la costa: la Universidad Ben-Gurión del Néguev, en Beerseba. Se matriculó en la Facultad de Investigaciones del Desierto, donde no sobresalió por ser uno de los estudiantes más brillantes, ni siquiera por ser un radical defensor del sionismo; los deportes no eran su fuerte y desde luego tampoco despuntaba por su atractivo. Quizá por eso llamara la atención de la Dirección de Inteligencia Militar nada más licenciarse como ingeniero de sistemas, por no destacar.

Diez años después, Shlomo Yariv era considerado por muchos el mayor experto en topografía y cartografía militar del país.

En Israel, alguna mente preclara la definió como «guerra sensorial» porque combinaba silenciosos ataques cibernéticos contra las redes de comunicaciones y sistemas inteligentes con acciones militares atronadoras. Campañas dirigidas contra los núcleos poblados y que bien podían llegar desde la distancia o la cercanía de los sangrientos actos terroristas. Solo entonces, cuando se había conseguido dejar ciego, sordo y mudo al enemigo, se daba luz verde a la rápida intervención de las tropas de élite sobre el terreno.

En caso de que quedara terreno para intervenir.

Se cumplía el primer año de contienda y, aunque la sombra de la guerra ya alcanzaba casi toda la superficie de la Tierra, bien podría hablarse de cinco grandes focos de actividad bélica.

África estaba controlada de norte a sur por la Alianza Islámica tras su contundente victoria en la Gran Guerra Negra y la capitulación de Sudáfrica en febrero del 2037. Aun así, sobrevivieron algunas facciones armadas de la ya aniquilada Confederación de Estados Africanos, que, dispersas sobre el terreno y poco organizadas entre sí, hostigaban sin cesar a las tropas enviadas desde Riad. La disputa por el control del Mediterráneo, junto con la cercanía al territorio de Israel, había determinado que el tercio norte de África se convirtiera en una de las zonas más calientes durante todo el enfrentamiento.

Otra zona altamente conflictiva se localizaba en la India, donde en apenas tres meses el Bloque Asiático había logrado hacerse con el control del país sacando el máximo provecho a su dominio de las nuevas tácticas militares que los rusos, auténticos expertos en esta materia, denominaban Kibervoina. Sin embargo, a pesar del rápido avance de sus tropas, la extensión del territorio y la densidad de población forzaban a China a destinar demasiados recursos para sofocar los continuos levantamientos locales. Así, en el seno del Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación chino no tardaría en imponerse el uso de medidas mucho más drásticas.

La vieja Europa tampoco pudo evitar esta vez sufrir en sus ajadas carnes la violencia de las hostilidades, como ya ocurriera en las dos anteriores guerras mundiales. Para hacer frente al potente y renovado ejército ruso se creó la Coalición Europea, que, bendecida por la Unión de Estados Libres, dividía el territorio en cuatro regiones militares comandadas por Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia. En junio del 2037 los mayores enfrentamientos se situaban en los sectores alemán e italiano. Los primeros trataban de detener el avance de los blindados rusos por tierra, que estaban a punto de alcanzar el Óder y ya dominaban el Báltico amenazando seriamente todo el norte de Europa. En el sector italiano se afanaban en defender el Mediterráneo oriental de la amenaza turca y norteafricana.

Oriente Medio aún se lamía las heridas ocasionadas por la Guerra de la Media Luna cuando volvió a convertirse en uno de los escenarios principales de la contienda. Tras la primera agresión contra Israel coordinada desde los países vecinos, la zona se había transformado en una improvisada pista de tenis en la que se producían intensos intercambios de golpes. Israel actuaba desde el fondo de la pista con sus misiles de largo alcance al tiempo que sus vecinos optaban por subir a la red a través de continuas acciones terroristas ante la atónita y estéril mirada de los espectadores.

Dentro del marco oceánico, la batalla por el dominio de los mares se libraba fundamentalmente en el Índico, donde la Armada de Estados Unidos, con el apoyo de buques de la Coalición Europea, se estaba imponiendo a la flota islámica. Mientras, en el océano Pacífico se libraban esporádicas pero cruentas batallas en las que norteamericanos, japoneses y australianos trataban de frenar la superioridad militar de las fortalezas náuticas del Bloque Asiático.

En apenas un siglo, el ser humano había pasado de matarse en trincheras, cuerpo a cuerpo, a aniquilarse de forma casi virtual desde los centros de mando gracias a la cobertura universal que les proporcionaban los satélites controlados por los distintos ejércitos en liza. Los vehículos no tripulados enfriaron el arte de la guerra, transformándolo en algo tan preciso y devastador como aséptico. Porque desde la base subterránea de Jiyuan, en el interior del país, desde donde partían la mayoría de las decisiones del ejército chino, no se percibía el sufrimiento de la población civil ni las consecuencias que tendría el ataque con bombas cargadas con gas Margaritka en la región de Guyarat, a pesar de segar las vidas de tres millones de personas en ocho horas. Porque desde Tel Aviv no se podía oler la carne quemada de los cientos de miles de cadáveres que dejó la contundente respuesta militar contra Gaza, Cisjordania y otros núcleos urbanos en Irán, Irak, Siria y Egipto con misiles cargados con Behemá, un gel incendiario de altísimo poder destructivo. Porque desde el búnker subterráneo de la Casa Blanca no se alcanzaba a ver las fosas comunes en las que tuvieron que enterrar a los incontables muertos en el sudeste asiático tras el ataque masivo perpetrado desde sus bases militares de Filipinas. Y porque desde la península arábiga no se oía llorar a las madres que alumbraban a los primeros de esos seres deformes con aspecto de duendes.

Porque había demasiados porqués y ningún por qué.

Sirva la frase del vicesecretario general de la Unión de Estados Libres —el inglés sir Charles Worrington—, pronunciada durante una sesión extraordinaria del Comité de Defensa en mayo del 2037, para definir la atmósfera que se respiraba en aquellos días: «Señores, no parece oportuno perderse en el detalle de las estimaciones de bajas civiles mientras nuestros enemigos están apostando si van a tardar más o menos de un mes en aniquilarnos».

Y así fue: nadie quiso perderse en absurdos detalles.

Paradójicamente, fueron esos absurdos detalles los que arrastraron a Shlomo Yariv hasta Haifa.

El agente del Aman se quitó el sudor de la frente con el dorso de la mano antes de emprender el ascenso de la última rampa que desembocaba en la puerta principal del hotel. Maldecía con notable amargura que la ciudad se hubiera levantado en la ladera del monte Carmelo y que la cita fuera justamente en la zona alta de la ciudad. Para un miembro de la inteligencia israelí, el transporte público no era una opción por motivos de seguridad y Shlomo jamás había sentido la necesidad de aprender a conducir. Así, no encontró otra alternativa que ir a pie desde el restaurante de la zona del puerto en el que había mantenido el encuentro con el mayor general Amos Gibli y el coronel Ismaeel Keinan. Sus superiores le expusieron la relevancia que tenía aquella operación para la seguridad del Estado de Israel, involucrado al máximo con la Unión de Estados Libres en la lucha contra la perpetua amenaza que supone verse rodeado por países integrantes de la Alianza Islámica. Naciones que desean la aniquilación de los judíos desde que estos se establecieron en la tierra prometida.

Comprometida tierra.

Los cientos de misiles y proyectiles de mortero que caían a diario en territorio israelí ya habían ocasionado miles de muertos, a pesar de que Kipat Barzel —como se conocía su escudo antimisiles— destruía más del setenta por ciento antes de que impactaran en sus objetivos.

En esa Cúpula de Hierro virtual estaban depositadas todas las esperanzas de supervivencia de sus compatriotas.

La misión de Shlomo Yariv era sencilla: verificar las posiciones de los silos enemigos que un agente extranjero les iba a facilitar a cambio de unos cuantos miles de dólares. La primera ministra, Aliyah Scheffer, temía una guerra de larga duración, por lo que conseguir esa información podría acelerar el final de la contienda. Por lo visto, llevaban unas cuantas semanas intentando cerrar el trato y, aunque nunca habían mantenido contacto físico con el sujeto, las partes habían decidido hacerlo aquel caluroso día, en aquella maldita y húmeda ciudad costera. Shlomo Yariv no quiso saber más que lo que le contaron, pero el propio mayor general Gibli, máximo exponente de la inteligencia militar de Israel, se había despedido con las siguientes palabras: «En tus manos tienes buena parte del futuro de la nación».

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, que empleó en el trayecto desde el puerto hasta la puerta del hotel Crowne Plaza, el experto cartógrafo no dejó de preguntarse: «¿Por qué yo?». Pero sobre todo: «¿Por qué en pleno verano?».

A pocos metros de la meta, cada paso era un jadeo y cada jadeo un improperio. Cuando por fin pisó la recepción, una corriente de aire gélido le golpeó en el pecho, haciendo que su camisa de lino empapada en sudor se le pegara a la piel como el envoltorio de una magdalena. No consiguió acordarse de en qué año había estado en aquel mismo hotel, pero desde luego no lo recordaba así. Los avances producidos en la última década en el ámbito de la domótica y sobre todo el abaratamiento que suponía el uso de las múltiples aplicaciones del grafeno para la construcción habían revolucionado la hostelería por completo.

—Buenas tardes. Mi nombre es Shlomo Yariv —se presentó al tipo que le sonreía tras el mostrador, muy probablemente agente del Mosad, del Shabak o puede que fuera incluso del Aman, como él.

—Le esperan en la suite 801. Último piso, segundo ascensor a la derecha —le indicó tras comprobar la célula de identificación de su UAT personal.

Mientras subía, el espejo le devolvió una imagen que poco tenía que ver con la que se le presuponía a un agente de inteligencia con casi treinta años de servicio. Estaba tratando de adecentarse frente a la puerta de la habitación cuando el color rojo del marco se tornó verde. Estaba claro que su anfitrión sabía que ya había llegado. Shlomo dio los tres primeros pasos con firme decisión hasta que su instinto le forzó a detenerse. En la habitación apenas había luz y las tinieblas se apoderaron de su recién estrenada gallardía.

—Llega tarde —escuchó al fondo.

El sobresalto se solapó con la molestia ocasionada por un haz de luz que le apuntaba directamente a los ojos.

—Permanezca inmóvil.

Una fina línea horizontal de color verdoso empezó a escalar por su cuerpo desde los tobillos hasta la frente, donde permaneció unos instantes.

—No lleva implantes corticales —observó la voz.

—No —corroboró el agente del Aman.

—Deje su maletín sobre la mesa que tiene a su derecha, por favor.

El haz de luz se paseó varias veces por la carcasa blindada que protegía su equipo.

—Muy bien —dijo en inglés académico pero con un marcado acento cuya procedencia, aunque le habían entrenado para ello, no acertó a precisar—. Tome asiento, por favor.

El tono era duro pero exento de hostilidad, lo cual tranquilizó al israelí.

—Aquí me tiene —se atrevió a decir Shlomo.

—Tarde, pero ha llegado. ¿Ha traído lo mío?

—Mis órdenes son las siguientes: cuando haya comprobado la veracidad de la información que le vamos a comprar daré el visto bueno para que le hagan la transferencia a la cuenta que nos ha facilitado. Si todo es correcto, lo podrá comprobar antes de que yo abandone esta habitación.

—¿Tiene hijos, señor Yariv?

Shlomo se percató entonces de que hacía demasiado calor.

—No, no tengo. Y tampoco estoy casado.

—Los judíos saben elegir bien a sus agentes.

—Israelíes —corrigió con prudencia a modo de apreciación subjetiva.

—Israelíes: lobos con piel de cordero.

—Necesitamos fauces y garras para protegernos, señor…

Una carcajada que fue ganando intensidad se hizo dueña de la conversación.

—Bogatyr. Puede llamarme así.

—La leyenda del caballero —comentó Shlomo para sorpresa de su interlocutor—. Mi pueblo lo conforman muchos lobos que llegaron huyendo de otros lobos…, como los que había en Rusia, de donde procede ese cuento popular tan extendido. Mi abuela nació cerca de Moscú, pero se vio forzada a dejarlo todo y buscar refugio muy lejos de su hogar. Siempre hemos creído que conservar las tradiciones de los lugares de procedencia nos enriquecería en el futuro.

—Me cae usted bien. Quizá podamos discutir eso en otra vida, pero ahora dígame el código de acceso compartido de su terminal. Le enviaré lo que ha venido a buscar.

Poco después, Shlomo recibía una carpeta con la localización cartográfica de los silos de almacenamiento de misiles ubicados en Siria, Líbano e Irán que los satélites espía de la Unión de Estados Libres no habían sido capaces de descubrir. Shlomo verificó que las características topográficas coincidían exactamente con las registradas en sus archivos y, tras una minuciosa comprobación, concluyó que él mismo habría elegido aquellos puntos geográficos para emplazarlos. La información era veraz sin lugar a dudas, según creía Shlomo.

—¿Y esto otro qué es? —se preguntó sin levantar los ojos de aquellos planos—. Parece…

—Es justo lo que parece que es —confirmó el bogatyr.

—Pero… nosotros no…

—Considérelo un regalo.

Shlomo Yariv desconocía el montante final del acuerdo, pero el plan de ataque ruso en el frente europeo tenía un enorme valor para los aliados de Israel. Aquella información podría dar un respiro a las tropas de la Coalición Europea, que, hasta el momento, contaban los enfrentamientos por derrotas.

Una gota de sudor le resbaló por el rostro hasta terminar impactando en la mesa. A esa la siguieron otras.

—Aquí hace demasiado calor —comentó Shlomo.

—Su turno —atajó su interlocutor haciendo oídos sordos al comentario.

—Inmediatamente.

El israelí cumplió su parte según lo pactado.

—Ya puede comprobarlo. Hemos terminado —subrayó empujado por las ganas de abandonar aquella calurosa habitación.

—¿Cómo cree que terminará todo esto? —preguntó el desconocido desde la penumbra.

El israelí calibró la respuesta.

—Con muchos muertos más.

—Es probable. Todo en orden —anunció unos segundos después con sobriedad—. Puede marcharse. Le deseo un buen día.

Shlomo no contestó. Guardó su terminal y se incorporó lentamente. No se atrevió a apartar la vista del frente hasta que alcanzó la recepción del Crowne Plaza. Fuera, una mujer que se cubría la cabeza con un pañuelo naranja le asaltó por detrás.

—¿Lo tiene?

—Lo tengo.

—Entréguemelo y márchese.

Y eso hizo.

Caminando hacia ningún sitio, Shlomo Yariv repasaba mentalmente las escenas que acababa de vivir sin dejar de preguntarse: «¿Por qué yo?». Pero sobre todo: «¿Por qué en pleno verano?».

De esta forma, aturdido por interrogantes sin soluciones, se perdió por las calles de Haifa.

Todavía en la suite 801, el bogatyr no dejaba de escuchar en su cabeza las palabras de Rusalka: «Descansa dentro de un huevo que porta un pato que vive dentro de una liebre encerrada en un cofre escondido bajo las raíces de un gran roble en la lejana y secreta isla de Buyán».

Comprobó que la comunicación era segura antes de contactar con ella.

—Dime que lo has conseguido, que nuestro lucio te ha llevado hasta la isla y has encontrado el cofre bajo el roble.

—Lo tengo —confirmó.

Un suspiro de alivio resonó en el auricular.

—Estupendo. Esos cincuenta millones nos llevarán hasta la liebre, pero antes tienes que encontrar al lobo para que te ayude a atraparla.

«Más lobos», pensó el bogatyr.

—Anota este nombre —retomó ella—: Abdel Sâmi al Maktoum.

—Anotado. Te volveré a llamar cuando haya logrado salir de este infierno.

—Espera… —La voz de Rusalka tardó en volverse a escuchar—. Enhorabuena —le felicitó con sinceridad—. No podrías haber tenido un estreno mejor.

Semanas después, tras el rotundo fracaso de la ofensiva diseñada por el coronel general Dmitriy Gareev en el frente europeo —que tenía previsto alcanzar Berlín y que se empantanó a las puertas de Varsovia—, este fue relevado de su cargo como comandante de las Fuerzas Terrestres de Rusia. En su sustitución, el presidente Ivanov buscaba alguien de corte más agresivo y el general Alexandr Bunyachenko no tardó en demostrárselo ordenando el ataque simultáneo de Okayama, Kagoshima y Matsuyama. Las bombas termobáricas de alto impulso ocasionaron un millón trescientos mil muertos y la casi destrucción completa de las tres ciudades japonesas. Japón quedó fuera de combate, arrastrando consigo a una Corea del Sur temerosa de desaparecer bajo el potencial militar de su vecina del norte. La contundente respuesta de la Unión de Estados Libres contra siete objetivos civiles repartidos en China, Corea del Norte y Rusia no se hizo esperar.

La escalada de las hostilidades forzó una coordinada y muy proporcionada reacción del Bloque Asiático, castigando duramente y desde la distancia las siete áreas metropolitanas europeas más pobladas en la conocida como operación Otvet («respuesta»). Londres, París, Hamburgo, Madrid, Milán, Berlín y Atenas sumaron otros cuatro millones de víctimas en tan solo dieciocho horas. Aquello era justo lo que estaba esperando la Alianza Islámica para dar luz verde a una cadena de atentados que llevaba tiempo planificando en suelo americano. O, formulado con más propiedad, en el subsuelo, porque fue en las estaciones de metro donde se produjeron aquellas acciones suicidas dirigidas a sembrar el pánico entre la población. Así, el 21 de agosto del 2038, entre las ocho y las diez de la mañana, desgarraron las entrañas de Nueva York, Boston, Río de Janeiro, Filadelfia, Toronto, Los Ángeles, Montreal, Cleveland, Buenos Aires, San Francisco, Washington, Atlanta y Ciudad de México.

Aquel día saltó por los aires lo poco que quedaba de la idea del Estado como garante de la seguridad de sus ciudadanos.

Solo en el verano del año 2038, se perdieron treinta y dos millones de vidas. Pero aquellas cifras, lejos de amedrentar a los contendientes, sirvieron para seguir cargando de espurias razones a sus líderes y continuar alimentando sus arsenales.