Las puertas de Lukomorie

Algún lugar en el interior de Lukomorie

Ubangui (área de exclusión negra)

Julio del 2054

Lo principal era hacerse con la escupidora.

Trató de encontrar el trayecto desde la cámara de examen fisiológico hasta esa sala en la que habían depositado las armas cuando salieron del batiscafo, pero Souleymane Sonko estaba tan metido en su papel que no era capaz de recordar el camino.

La ampolla de ziprasidona que aquellos tipos le injertaron en la raíz del primer molar y que después cubrieron de una solución impenetrable para las radiofrecuencias de cualquier escáner había funcionado tal y como le dijeron. Lo más complicado fue fingir el mareo para que le permitieran ir al servicio, donde solo había tenido que ocuparse de introducirse disimuladamente los dedos en la boca para tirar de la ampolla y morderla antes de volver a colocar la pieza dental en su sitio. El neuroléptico concentrado le había producido el colapso temporal del sistema nervioso, muy aparatoso, pero fácilmente detectable. La pérdida transitoria de conocimiento hizo que le trasladaran a la unidad domótica de curación y conectaran su UAT.

Souleymane Sonko no era capaz de valorarlo en su justa medida, pero lo cierto era que el plan que había diseñado J. J. Boozer —el tipo que le había contratado— se estaba cumpliendo paso por paso: primero había filtrado la noticia de la reaparición del último bogatyr con la localización exacta de Lukomorie a su viejo amigo el periodista Graham Andrews. Comprarle para que seleccionara a la persona más inexperta de la redacción a la par que ambiciosa para cubrir el falso reportaje le había resultado barato. Tal circunstancia junto a lo peligroso del destino justificaban la necesidad de ir acompañada por un buen guardaespaldas, un mercenario experimentado, un tipo acostumbrado a ejecutar órdenes sin formular preguntas. Además, siendo hija de quien era y previendo el desgraciado final de la periodista, el presidente de la Asamblea se aseguraba el respaldo de los ciudadanos de orden principal.

Un golpe maestro.

Así, cuando le hablaron de un negrazo que había sobrevivido a cientos de batallas y que, desde que se firmara la paz de Buenos Aires, andaba vagando por la faz de la tierra para encontrar a una antigua novia, supo que aquel mercenario era su hombre.

La dulce Awa era la autopista que tenía que tomar.

Falsificar las pruebas no fue barato. Pruebas que certificaran que aún estaba viva, como los resultados de la triangulación realizada por la Lupa que aseguraran que la última vez que se había detectado su UAT se encontraba en las colmenas de Trípoli, la urbe capitalina más importante del norte de África. Pruebas falsas para conseguir que aquel coloso senegalés comiera de su mano.

Un buen montón de culos siempre garantiza los resultados.

Fue en esa primera reunión con Sonko cuando decidió exprimir el jugo de su inversión pidiéndole una demostración de sus facultades, pero sobre todo de lealtad hacia sus nuevos dueños. Así, antes de emprender el viaje a Lukomorie, debía guiar a los centinelas por el antiguo trazado del metro hasta la guarida de Charlie di Francesco. Cumplió y con los ochenta mil culos que le pagó la gobernadora de Britannia amortizó la inversión.

La promesa de obtener un certificado de ciudadanía para ella y sacarla de la colmena de Trípoli era lo único que hacía latir el corazón de Souley, aunque en ese preciso momento, tratando de encontrar la ruta hacia la sala estanca, lo estuviera haciendo de forma descontrolada.

Puesto de mando de Lukomorie

—¡Estamos bien jodidos! —sentenció Olek—. Nos están leyendo como un libro abierto y no consigo hablar con Tolya. Quedan unos pocos minutos para iniciar el proceso —informó mirando cómo en el contador temporal se desgranaban los segundos mucho más rápido de lo que él querría.

—De momento prepara la apertura de la plataforma de transporte. Piotr y Aleksandra están a punto de llegar —informó Mantas Kleiza.

—Los tengo, maldita sea —confirmó el operador.

Arina Kúzina seguía concentrada en el panel de defensa y acababa de acertar sobre otro vehículo de los moradores.

—¡Parece que se retiran!

—Buen trabajo —la animó Mantas Kleiza—. Reserva munición, la vamos a precisar. Bajo a ver qué mierda está pasando con los invitados.

—Llévate esta —le dijo Olek entregándole su arma.

—Gracias por el ofrecimiento, pero no sabría qué demonios hacer con ella.

«Camuflaje de plataforma de transporte anulado», confirmó el sistema.

—Ya está. En cuanto se aproximen les abrimos la cueva. Ahora… habría que salir a buscar a Tolya. No tengo contacto visual y debemos prepararnos para lo peor. En menos de diez minutos seremos absolutamente vulnera… —La voz del operador se cortó en seco—. Arina, tienes que ver esto.

El tono agrietado y pesaroso de su compañero hizo que ella centrara su atención en la pantalla del circuito exterior de cámaras a la que Olek estaba mirando con el semblante compungido. La figura de Anatoliy Sokolov portando en brazos el cuerpo sin vida de Liya les robó palabras y aliento. Caminaba cabizbajo pero manteniendo un paso extrañamente acelerado.

Enseguida entendieron por qué.

Al llegar a la altura del duende de proporciones desproporcionadas con el que había tratado de negociar, Tolya posó a su hija en el suelo con suma delicadeza e hinchó los pulmones. Samuel estaba arrodillado, sujetándose el brazo derecho, y se podía intuir en su rostro la indeleble huella del dolor. Aun así, aguantaba con gallardía la mirada cargada de odio de Anatoliy Sokolov. La primera patada impactó en plena cara, como si hubiera pretendido borrarle para siempre aquella expresión. El crujido de la mandíbula lo recogió el equipo de transmisión del sudario y se escuchó con nitidez en el puesto de mando de Lukomorie. Ninguno de los dos quiso seguir mirando cómo un hombre cabal y de corte templado perdía el control de sí mismo y se ensañaba de forma brutal con aquel ser.

Cuando hubo terminado, recogió el cuerpo de Liya y con un hilo de voz ordenó:

—Activa el acceso de la A2.

—A la orden, señor.

—Aborta el proceso y prepárame un canal de comunicación seguro con Siberia.

—Proceso abortado. Voy a buscarle al batiscafo.

—No —repuso Arina—. Voy yo. Ahí fuera está todo tranquilo. Es mejor que te quedes tú al mando de Lukomorie. Haz lo que te ha pedido.

Olek aceptó sin mediar palabra, porque en el fondo Arina Kúzina tenía razón.

Cámara de examen fisiológico

Frederik Keergaard daba vueltas en círculo y se apretaba las sienes con las palmas de las manos.

—Tenía que haberme dado cuenta —murmuraba repetidamente.

—Calma —solicitó Petra Toivonen—. Patricia, dime que tú no tienes nada que ver con esto.

—Yo no sabía nada —afirmó con rotundidad y cierta altivez—. Me lo asignó el señor Andrews y, joder, me salvó la vida en las colmenas de Nuevo Londres. ¿Cómo iba a imaginar que…?

—Intuición periodística —comentó con sorna el danés.

—Ya es suficiente —intervino la líder del MOC—. Tenemos que encontrar la forma de salir de aquí cuanto antes.

—Te puedo asegurar que sin intervención exterior no tenemos ninguna opción —certificó él.

Exterior de Lukomorie (sector este)

En cuando divisó la plataforma de transporte, el capitán Serkin redujo la velocidad del TR-91 y se giró para comprobar el estado de sus pasajeros. El hombre seguía sentado con la mirada vacía, como si su alma hubiera escapado de ese cuerpo y aún no hubiera regresado; a su compañera, por contra, se la notaba inquieta, turbada, tratando de administrar la tensión que se había apropiado de cada uno de sus músculos.

Un zumbido agudo alertó a Aleksandra Karpova en su puesto de copiloto.

—¡Nos han enganchado! Joder, ahora sí nos han enganchado bien —precisó ella.

—¡¿Con qué?! —quiso saber él.

—¡Misil guiado por radiofrecuencia! Están copiando nuestro espectro receptor.

—¡Corta la comunicación con Lukomorie de inmediato! —ordenó.

—¡Ya es tarde!

—¡Salta! —gritó Piotr—. ¡¡Ya, ya, ya!!

Todavía no se había detenido el vehículo cuando Aleksandra saltó, empujada por su instinto de supervivencia, y rodó calamitosamente por el terreno ya asfaltado. Transcurridos unos segundos la siguieron los doctores chinos con idéntica técnica de aterrizaje.

Piotr giró el vehículo con celeridad y transfirió toda la potencia a los propulsores con el fin de alejarse lo máximo posible, salvaguardando a su compañera de la onda expansiva del misil. Con la puerta deslizada por completo se preparó para saltar, los dientes apretados y la imagen de Aleksandra en la retina, y contó mentalmente desde diez hacia atrás.

No llegó al tres.

Puesto de mando de Lukomorie

Olek apretó con fuerza los párpados al asistir con impotencia al estallido del TR-91. El impacto le había cogido de lleno, pero aun así consultó el monitor para comprobar que, efectivamente, Piotr Serkin no registraba ninguna actividad vital. Consternado, no pudo ver que alguien se le aproximaba sigilosamente por la espalda ni pudo escuchar sus pasos, pero sí que pudo sentir el fuerte golpe en la sien con el que perdió el conocimiento.

Sede de Planet Construction Bank

Acababa de recibir las noticias, pero antes de dar la orden tuvo que esperar a que los fármacos estabilizaran el ritmo cardíaco.

—Señor Harding, hemos abierto las puertas de Lukomorie —le había dicho J. J. Boozer.

Cuando notó que volvía a tener el control de sus actos, ordenó enviar el regalo que tenía preparado para J. J. Boozer y solicitó un canal de comunicación encriptado con Constantin Lébedev.

—Presidente Harding —dijo el ruso.

—Tenemos vía libre. En unos segundos recibirá las coordenadas exactas de envío y los códigos fuente de control de acceso.

—Entendido. Contamos con cuatro parejas de centinelas programados para la aniquilación de cualquier forma de vida y la destrucción del complejo. ¿Es correcto?

—Absolutamente.

—¿No desea preservar la vida de esa persona que tiene dentro de Lukomorie?

—No es necesario.

—Entendido.

—¿Cuánto tardarán en llegar?

—Tenemos dispuesta una aeronave de combate tipo Golliat. Estarán escupiendo fuego en menos de cuarenta minutos a partir del momento en que reciba la cantidad acordada.

—Acabo de autorizar el pago. Dé la orden.

—Inmediatamente, señor Harding.

—Una cosa más. Quiero una conexión directa con el centro de mando desde el que vaya a dirigir la misión.

—Eso no estaba contemplado en el acuerdo inicial.

—Lo estoy contemplando ahora —subrayó.

—Muy bien. Podrá asistir al espectáculo, pero no podrá dar ninguna orden. Los centinelas solo me obedecen a mí.

—No me hace falta siempre y cuando usted haga lo propio.

—Tendrá su conexión.

—Gracias. Constantin…, su futuro depende del éxito de esta operación —afirmó acercándose a la pantalla buscando intimidarle.

—Soy consciente —contestó intimidado.

—Bien, Constantin, muy bien —enfatizó justo antes de cortar la conversación.

Escupiendo improperios en su idioma materno, el propietario de Polar Security Industries cumplió con su cometido no sin antes cerciorarse de que había recibido el pago del cincuenta por ciento de lo pactado.

Exterior de Lukomorie (sector oeste)

En algún momento se dio cuenta de que estaba vivo.

O, por lo menos, de que no estaba muerto. Todavía no.

Era incapaz de localizar el origen del que partía ese torrente doloroso que anegaba su desproporcionado cuerpo. Concentró las pocas fuerzas que le quedaban en abrir los ojos. Necesitaba ver. Poder situarse. Lo logró parcialmente con el izquierdo. El lado derecho de la cara estaba del todo tumefacto a consecuencia de los golpes recibidos por parte de aquel humano de pelo cano, rostro afilado y pronunciadas facciones eslavas. Pudo distinguir unos hierbajos a muy poca distancia y eso le animó para intentar mover alguna de sus extremidades.

No lo logró.

Trató de abrir la boca para respirar, pero un fuerte pinchazo que nacía de la mandíbula le hizo desistir. Tosió repetidamente y un sabor que enseguida reconoció se instauró en sus papilas gustativas. Usó la lengua para recoger la sangre que le bañaba los labios.

El regusto metálico del plasma le proporcionó el estímulo que requería.