Ley de vida

Sede de Planet Construction Bank

Distrito corporativo. Cinturón metropolitano principal de Chicago

Cherokee (área americana norte, sector ártico sur)

Junio del 2054

Como cada día, se había levantado a las 6:45, pero esa noche apenas había conciliado el sueño. Demasiados sobresaltos concentrados en los últimos meses. Mientras el elevador le llevaba al último piso, el presidente hacía balance.

Las buenas noticias llegaron a principios de año de la mano de Second Life-Real Life y Active Biotech AB, empresas pertenecientes a NovoGen Bioprinting Corporation, a su vez participada mayoritariamente por Benjamin Harding. La primera había logrado clasificar, parametrizar y almacenar la información extraída de su cerebro en varias unidades de memoria externa. Toda una vida alojada en un diminuto dispositivo con un petabyte de capacidad. Paralelamente, los éxitos cosechados en materia de cultivo de tejido cerebral habían hecho que se desbordaran las previsiones más optimistas. En primavera dieron por finiquitada la fase de pruebas y la señora Hofmann se había comprometido a que antes de que terminara ese verano tendría su nuevo cerebro cargado con sus datos y preparado para el transplante.

Pero, según establece la dictadura de los números, el resultante existencial siempre tiende a cero, así que no tardaron en llegar las noticias negativas. Y de qué forma. Alguien había vuelto a destapar el asunto de la segunda mutación causada por el gas Margaritka, lo cual ponía en serio peligro la ejecución de su proyecto más importante: la aplicación de lo que él denominaba la consumación evolutiva de la especie. Las cuantiosas pérdidas humanas durante la Guerra de Devastación Global y las medidas para el control demográfico no eran suficientes. Su plan buscaba garantizar la vida plena a los habitantes del planeta, pero para ello primero debía ajustar el desequilibrio entre población y recursos.

Un anhelo que casi podía rozar con los dedos y que no contemplaba, precisamente, el aumento de los recursos.

Un propósito con el que la Congregación de los Hombres Puros llevaba soñando durante décadas, mucho antes de que él tomara contacto con el poder. Ya en el 2014, se introdujo un brote de ébola en África Occidental que estuvo a punto de escapar del control de las autoridades sanitarias y extenderse en el mundo civilizado. La idea era probar el nivel de mortandad que podría llegar a tener en zonas donde ese desequilibrio era más acentuado, pero no funcionó. La cepa no cuajó en Nigeria, el país más poblado de África, y apenas causó cinco mil muertos. Había que explorar otras vías.

La meta estaba cada día más cerca, pero no podía tardar en cruzarla porque cada vez resultaba más y más complicado comprar tiempo a la muerte. Y más caro. Según postulaba el anciano, la indecisión era consecuencia de la falta de iniciativa y solo los perdedores ven el dorsal de sus rivales. Él no era de esos. Por eso actuó de inmediato en cuanto Joachim Reuter le comunicó el estrepitoso fracaso de la operación de Estocolmo. El doctor Dahl seguía con vida, pero por suerte había caído en manos del MOC.

«Solo quien se ha hundido más veces sabe que todo naufragio deja restos a los que agarrarse. Únicamente hay que diferenciar los que te llevan a la orilla de los que te arrastran mar adentro», rememoró Harding.

Y para que las corrientes le fueran favorables tenía que conseguir que se aprobara la aplicación sin restricciones del protocolo Thymós. Este contemplaba la activación de una serie de medidas entre las que se encontraba el patrón Ómicron, por el que se autorizaba al presidente de la Asamblea a emplear todos los medios disponibles para garantizar la continuidad institucional. Ómicron era la llave.

—Señor presidente.

Un miembro de su seguridad interrumpió sus pensamientos. Salió del elevador con su patojo caminar, porque, en realidad, sus piernas domotizadas conectadas a su sistema nervioso no admitían otro tipo de paso. El campo de fuerza que protegía el acceso se desactivó cuando alcanzó la sala de reuniones y el sensor de proximidad detectó su UAT. La puerta se abrió automáticamente tras someterse al escaneado genético.

—¿Necesita algo más, señor Harding?

No respondió.

Se dirigió hacia su sitio, presidiendo la mesa que hizo traer de la Casa Blanca cuando se disolvió el gobierno federal de los Estados Unidos tras las revueltas que siguieron al Tratado de Paz de Buenos Aires. En torno a él, siete sillones vacíos. Tomó asiento y se frotó la cara, los últimos injertos de tejido cutáneo le generaban un molesto picor al que nunca había logrado acostumbrarse. Miró el reloj y esperó los segundos necesarios hasta que apareció en el panel la hora acordada.

—Iniciar sesión —pronunció en tono enteco, desgastado, porque si algo se le había resistido a la medicina hasta el momento era retrasar el envejecimiento de las cuerdas vocales, evidenciando en cada palabra pronunciada la casi centenaria edad del presidente de la Asamblea. El sastre de sastres.

Las imágenes tetradimensionales del resto de miembros del máximo y único órgano de poder fueron apareciendo en los sillones. En cada punto de origen se repetía el mismo escenario: una sala, una mesa y siete asientos vacíos.

La voz neutra y mortecina del DOM inició las presentaciones de los asamblearios, de derecha a izquierda según la antigüedad de cada sastre y en el único idioma oficial: el inglés.

«Señor Reuter, presidente de Carbon Nanotech Industries; señora Hofmann, presidenta de NovoGen Bioprinting Corporation; señor Hishikawa, administrador de Comet Systems; señor Al Jawad, propietario de Energy & Wellfare; señora Qí, presidenta de TKS Processes; señor Lébedev, propietario de Polar Security Industries; y señora Girandon, administradora única de Domotics Technology. Preside el señor Harding, propietario de Universal Construction Bank».

—Bienvenidos todos. Como es mi costumbre, vamos a abordar sin preámbulos el asunto que me ha llevado a convocar esta reunión extraordinaria.

Los asistentes se mantuvieron en completo silencio.

—El 14 del presente mes, la señora Hofmann me comunicó que en un laboratorio de una de sus filiales, Active Biotech AB, con sede en la urbe de Estocolmo, se había producido una filtración que pone en serio peligro el amparo del orden establecido.

Tras unos segundos de pausa, retomó la palabra modulando la voz con sabor a catástrofe apocalíptica:

—El responsable del departamento de investigación de ingeniería genética ha descubierto, queremos pensar que de forma casual —aclaró—, la existencia de la segunda mutación.

»Su nombre es doctor Dahl.

Colonia norte del MOC. Isla de Anholt (Germania)

Llevaba sin probar bocado desde la mañana en la que tuvo que enfrentarse con la camarilla del doctor Bergström. Sin embargo, no era el hambre lo que le provocaba ese malestar generalizado en el que estaba sumido. Tampoco era desconocer el lugar exacto en el que se encontraba.

Ake Dahl maldecía la hora en la que se había puesto a indagar en el maldito genotipo de aquel duende. Si hubiera continuado con su investigación con células madre embrionarias y células reprogramadas, estaría saliendo del laboratorio para seguir con su solitaria, insulsa, pero apacible existencia. Lo mismo la suerte le sorprendía iluminando su hasta el momento sombría parcela del amor, porque cada vez le resultaba más complicado encontrar un hombre que encajara en su vida y lo único cierto era que cada relación era más corta que la anterior. Pero no, tenía que llegar hasta el final, encontrar la explicación a esa mutación genética y ganarse de nuevo el reconocimiento de la comunidad científica. Sabía que lo que había descubierto era absolutamente trascendental para la supervivencia del ser humano, pero no alcanzaba a comprender las razones por las que habían intentado borrarle de la faz de la tierra.

Y en ese preciso instante sucedió: se acordó por primera vez de su colega el doctor Lundgren.

Mathias, felizmente casado y con una hija, un profesional con un enorme porvenir; su leal compañero desde que firmara por el laboratorio más prestigioso de Escandinavia; su mejor amigo; su único amigo. Y hasta ese momento no se había acordado de que lo habían achicharrado vivo por su culpa.

Dos frías lágrimas resbalaron lentamente siguiendo los surcos de las arrugas que unían la nariz con la boca.

—Nuestro turno —comentó Petra Toivonen a Frederik Keergaard mirando a la pantalla—. Tú quédate aquí, no quiero que le intimides. Podrías aprovechar para tratar de descansar algo.

—Descansar no va conmigo, ya lo sabes —subrayó el danés.

—Te pasará factura. Más pronto que tarde, ya lo sabes —parafraseó ella—. No puedes huir de tus pesadillas estando despierto a perpetuidad, y toda esa mierda que te metes acabará friéndote el cerebro.

—Ya es tarde para eso —afirmó Frederik.

Petra Toivonen observó con dilección cómo el responsable de operaciones especiales del MOC y su mano derecha abandonaba la sala.

Resultaba paradójico que llevara menos de tres años en la organización y que ya lo considerara su hombre de confianza, a pesar de representar aquello que ella rechazaba, a pesar de su distante y volátil forma de ser. Sin embargo, Frederik había demostrado sobradamente su nivel de compromiso con la causa, además de poseer ciertos conocimientos muy necesarios para llevar a buen puerto sus subversivas acciones. El danés era un experto en ingeniería de comunicaciones, en tácticas militares, armamentística y dominaba tantos idiomas que no era raro escucharle mezclar varios en la misma frase. Era un hecho palpable que Frederik se había ganado un lugar privilegiado en el núcleo duro de la organización y en el blando corazón de Petra Toivonen.

La líder del Movimiento de Oposición Civil era una mujer que imponía solo con su presencia, a pesar de su debilitado estado físico. Su piel presentaba un apagado color amarillo pimienta como consecuencia de una insuficiencia hepática crónica de origen metabólico que también le había debilitado terriblemente el vello. Apenas se le distinguían las cejas y siempre se cubría la cabeza con un pañuelo. Podría haberse tratado la enfermedad con un simple transplante de hígado o bien con un injerto de células hepáticas, pero Petra Toivonen era muy contraria al avance desmedido de la tecnología —incluso en el campo de la medicina— y a las corrientes transhumanistas que se habían impuesto en las últimas décadas y, según ella, habían marcado el funesto devenir del hombre. Conservaba los rasgos lapones de su madre, así como su espíritu combativo e inconformista. De su padre había heredado cierta fortuna, con la que pudo sufragar parte del gasto del equipamiento tecnológico con el que combatían desde hacía ya dos décadas la plutarquía impuesta por la Asamblea como ariete y muralla de las grandes corporaciones.

Una ráfaga de viento a favor había arrastrado hasta ellos al doctor Dahl y de ningún modo iba a permitir que se encallara la nave de la libertad. Su principal virtud era su carisma y en aquel preciso instante se disponía a exprimirla hasta la última gota.

Petra Toivonen carraspeó suavemente suscitando la reacción inmediata del científico, que se apresuró a enjugarse las lágrimas.

—Doctor, ¿necesita algo? ¿Se encuentra usted bien? —se interesó ella en tono muy cordial antes de tomar asiento frente al científico.

—No. No me encuentro nada bien. Estoy muy lejos de encontrarme un poco bien —replicó el noruego—. Por cierto, ¿dónde estamos?

La líder del MOC se tomó unos instantes.

—En la isla de Anholt, guarecidos por las aguas que bañan las costas de lo que antes eran Suecia y Dinamarca. Compartimos su dolor y su incertidumbre. Lamentamos no haber llegado a tiempo de rescatar al doctor Lundgren. Pero, recuerde, si no hubiéramos intervenido, usted habría corrido la misma suerte.

—Soy consciente. Y supongo que en el futuro sabré apreciarlo, pero entiendo que no me retienen en este agujero para recordarme lo afortunado que soy.

—Está usted en lo cierto. Necesitamos que colabore con nosotros por el bien de la humanidad.

—Ya… —murmuró Ake Dahl, entre escéptico y pacato.

—Quizá le ayude saber que no ha sido usted el primero. El 18 de marzo del 2047, su colega Francis J. Matthews, investigador jefe del laboratorio AC79 de Boston, también filial de NovoGen Bioprinting Corporation, descubrió por azar la existencia de la segunda mutación originada por un gas mortal que fue utilizado por primera vez en el 2034 en varios puntos de África Central por la Alianza Islámica, durante la Gran Guerra Negra. Un compuesto de naturaleza desconocida…

—Conozco bien los daños colaterales del gas Margaritka —se apresuró a dejar claro el científico noruego interrumpiendo a Petra Toivonen.

—Se lo menciono porque, aunque parezca increíble, no es de dominio público. Como le decía, ignoramos la composición del gas, pero sí sabemos que sus creadores eran científicos rusos, científicos como usted —recalcó—, y que terminó cayendo en manos de algún desalmado que decidió comercializar con él. Está constatado que los chinos lo usaron en la región de Guyarat, al oeste de la India, en abril del 2038, con la excusa de aplacar las continuas revueltas de la población. Fue entonces cuando tomaron conciencia del índice de letalidad del gas. Medio millón de personas en los primeros cinco días y otro medio millón en las semanas posteriores hasta que desapareció por completo su rastro mortal. O eso pensaron, porque las esporas del agente neurotóxico perduraron en el aire gracias a ese macabro compuesto. Y cuando llegaron las lluvias se intoxicó el agua y consecuentemente los animales, los alimentos…, la vida. Lo paradójico fue que, a pesar de que en estado latente no provocaba la muerte, ese agente desconocido pasó a formar parte del ADN de aquellos que poblaban esas tierras.

—Duendes.

—Duendes —confirmó la líder del MOC—. Ahora sabemos que los primeros casos se dieron en la zona del África subsahariana. Al principio se consideraron malformaciones aisladas, pero enseguida aparecieron más a muchos kilómetros de distancia y todas presentaban el mismo patrón anómalo. Luego llegaron los intentos para exterminar aquellas comunidades aisladas…, pero no nos desviemos del asunto —sugirió Petra Toivonen—. Volvamos al descubrimiento de la segunda mutación por parte del doctor Matthews. Igual que hizo usted, él dio parte a sus superiores. La noticia no tardó en llegar a la Asamblea e inmediatamente se pusieron manos a la obra. No creo que haga falta que le describa las nefastas consecuencias para la evolución de la especie de no encontrarse una solución.

—No, no es necesario —corroboró Ake Dahl.

—Se dedicaron muchos recursos a identificar ese elemento culpable de la alteración genética que impediría con total seguridad en menos de cincuenta años que los humanos siguieran reproduciéndose de forma natural. Tenían que dar con la fórmula completa del gas y lo único que se sabía con certeza era que el agente principal era una neurotoxina cultivada a partir de la toxina botulínica. Sin embargo, era otro de naturaleza biológica el que no lograban aislar. Primero lo llamaron el agente invisible, pero luego lo bautizaron como Perséfone. Ya sabe, esa manía de los hombres de poner nombre de mujer a todo lo que no son capaces de explicar y amenaza su existencia —comentó ella en tono cálido y melódico—. Su función era potenciar la perdurabilidad de las esporas en el aire, pero nunca valoraron la posibilidad de que pudiera originar alteraciones genéticas a largo plazo.

Mientras escuchaba, el semblante del doctor Dahl se había ido transformando de lo compungido a lo expectante.

—¿Ha oído alguna vez hablar del Khimera Proyeckta, doctor?

El noruego arrugó la cara.

—El proyecto Khimera nació en Rusia y aunaba a grandes cerebros de diversas ramas científicas, convencidos de que la civilización tal y como la conocíamos hasta entonces tenía los días contados. Creían en el progreso tecnológico como carburante y serían el motor del desarrollo del nuevo ser humano, pero no supieron ver la delgada línea que separaba la cienciocracia de la tecnología y todos sus avances terminaron alimentando las presiones de aquellos que abogan por suplir la deficiencias propias de la naturaleza de nuestra especie.

—Yo también creo en el transhumanismo —se adelantó Ake Dahl.

—Lo sé, por eso le estoy narrando estos hechos que, como usted mismo ha reconocido, ignora. ¿Me permite continuar?

El noruego afirmó tímidamente con la cabeza.

—Gracias. Estas corrientes calaron en el presidente ruso Sergéi Borísevich Ivanov, que les concedió carta blanca pensando en que algún día podría sacar provecho militar de ello. Y no se equivocaba. A finales de los treinta dotó a Khimera de un presupuesto casi ilimitado y se construyeron varios centros de investigación denominados estaciones Khimera en los que podían trabajar apartados de los ojos de la humanidad. En la atmósfera prebélica de aquellos años, se convirtieron en el estandarte de la guerra cibernética rusa y muchos de sus descubrimientos se utilizaron con fines militares. Estaban a la vanguardia de la ciencia. Supongo que le sonará la leyenda de los bogatyrí.

—He oído eso que se cuenta del último bogatyr —confirmó el científico con parvo entusiasmo—, villano para unos y héroe para otros.

—Todo el mundo ha oído hablar de él, pero nadie lo conoce…

—Ahora es cuando me dice que ustedes sí —se adelantó.

—No, pero queremos pensar que sigue vivo. Si alguien puede ayudarnos a conseguir nuestros propósitos, ese es él.

—¿Por qué están tan seguros de que sería favorable a su causa?

—No lo estamos. Sin embargo, sí sabemos que el presidente Harding está empeñado en dar con él a cualquier precio. Está peinando desesperadamente la faz de la tierra para eliminarlo, y eso es motivo más que suficiente para proponerle que juntemos nuestras fuerzas. No nos quedan muchas más opciones, doctor Dahl. Tenemos depositadas nuestras esperanzas en que algo del proyecto Khimera siga vivo y nos cuenten todo lo que necesitamos saber. Por eso tenemos que encontrar al último bogatyr antes de que lo hagan ellos y recientemente hemos interceptado una comunicación que lo sitúa en la última de las estaciones Khimera.

Ake Dahl la miró confundido.

—Se conocen las ubicaciones de varias de ellas porque cuando el proyecto se torció fueron desmanteladas o destruidas —continuó ella—, como ocurrió con Alátyr, Buyán o Svantevit.

—¿Qué pasó?

—Nadie lo sabe. Hay algunas teorías que apuntan a razones económicas, otras a envidias entre militares y científicos, pero el hecho es que Khimera se esfumó haciendo honor a su nombre poco después de empezar la guerra. Parcialmente —añadió.

Ake Dahl teatralizó una mueca de reprobación que recibió otra de complicidad por respuesta.

—Parece ser que la persona que estaba al frente del proyecto se rodeó de otros que, de alguna forma, continuaron adelante en la clandestinidad, pero sin atender a los intereses del gobierno ruso. Ya sabe cómo terminó la historia: saltaron la gran muralla de la hasta entonces infranqueable red china de seguridad. Descubrieron un pequeñísimo agujero, el mismo por el que se colaban los que se saltaron en su día el bloqueo del conocido Escudo Dorado.

La líder del MOC pudo leer en el rostro del científico que el proyecto Escudo Dorado, a través del cual se pretendía censurar el acceso a Internet de la población, no era tan conocido.

—Si tenemos oportunidad, otro día le hablaré de todo lo que significó Khimera, pero hoy no tenemos mucho tiempo y no querría desviarme del meollo de la cuestión: Perséfone.

—Lo desarrolló Khimera —dedujo el científico.

—Un profesor de Química Fisiológica de la Universidad Federal de Siberia en Krasnoyarsk: Mijaíl Artémiev.

—Nunca había oído hablar de él —comentó el noruego.

—Ni oirá. Desapareció en el 2038, unas semanas después de que los chinos usaran el gas en la India. Algunos dicen que se escondió en alguna parte de Siberia al ver los efectos de su creación; otros aseguran que lo mataron los propios rusos para eliminar de la existencia de aquella arma letal; y otros piensan que se suicidó… Ya poco importa.

—Claro, lo que suceda con los científicos no suele importar a nadie una vez que concluyen su trabajo. Ley de vida.

Petra Toivonen no prestó oídos al amargo comentario de su interlocutor.

—Y ahora ustedes pretenden que me saque de la chistera un antídoto —prosiguió el doctor Dahl elevando el tono—. Un remedio que impida que los portadores de Perséfone desarrollen esa segunda mutación. ¿Me equivoco? Y luego ¿qué?

Petra Toivonen se incorporó, dio unos pasos y se puso de puntillas para mirar por el minúsculo ventanal que se abría en el muro de aquella construcción semisubterránea. Podía ver el perfil de la costa desdibujándose entre la bruma.

—Permítame terminar, doctor Dahl. La Asamblea puso los recursos y el doctor Matthews su talento. Tardó tres años, pero finalmente consiguió identificar y aislar a Perséfone. Meses más tarde desarrolló el antídoto: Perseo.

Ake Dahl se frotó la cara, desconcertado.

—Entonces… ¿me está diciendo que ya existe el antídoto?

—Existe y es eficaz en el cien por cien de los casos tratados, pero está en manos de la Asamblea. El plan de vacunación es secreto y se está aplicando sin el conocimiento de los pacientes desde enero del 2052.

Ake Dahl balbuceó algunas palabras que se vio obligado a pronunciar de nuevo:

—Y a los que no están afectados, ¿los inmuniza?

—Sí.

—Por tanto, problema resuelto, ¿no? No me necesitan para nada.

—Doctor Dahl: Perseo solo se está suministrando a los que tienen el privilegio de ser ciudadanos, pero desconocemos cómo lo hacen. Pretenden que se produzca una reducción considerable de la población mundial; en los órdenes más desfavorecidos, por supuesto —matizó dramáticamente.

El científico noruego barruntó unos segundos.

—Un genocidio social —definió el científico.

—Exacto. Un genocidio social —corroboró ella.

Distrito 41. Colmena de Nuevo Londres

Aquella era la primera vez que Patricia Jones ponía los pies en la colmena. Pensar en que su padre podría llegar a enterarse de tal hazaña le generó una momentánea sequía en el paladar.

El AVM la dejó en el control de acceso del distrito 41, porque ningún vehículo autotripulado de transporte ciudadano estaba autorizado para entrar en las colmenas. Allí dentro, los únicos medios de locomoción eran los antiguos coches reparados una y mil veces de forma prodigiosa.

La colmena de Nuevo Londres se extendía a ambos márgenes del Támesis, sobre las ruinas donde antes se levantaba una de las capitales más prósperas e importantes del planeta. Allí se hacinaban más de tres millones de pobladores repartidos en sus nueve distritos.

Un caótico e inmenso enjambre de abejas humanas.

Allí dentro, unos pocos se preocupaban de sumar puntos de mérito en la escala de valía para así obtener algún día la categoría de ciudadanos mientras que la mayoría solo se ocupaban de sobrevivir un día más.

No había colmena sin abeja reina y en la de Nuevo Londres esa privilegiada posición la ocupaba Charlie di Francesco desde hacía más tiempo del que sus obreras eran capaces de recordar.

La reina era la máxima autoridad en todas las actividades que se realizaban dentro de sus dominios y, al igual que sus homónimas del reino animal, disponía libremente de las vidas de sus súbditos. Así, junto a su camarilla de zánganos comandaba los enjambres de abejas guerreras, que, repartidos de forma estratégica por cada uno de los distritos, controlaban el reparto de productos de primera necesidad, la distribución de los exiguos recursos médicos y fármacos, la adjudicación de las viviendas y, cómo no, el tráfico de sustancias no autorizadas. Normalmente, la reina operaba en connivencia con el comandante de la Milicia de la Urbe a cambio de una parte suculenta de las ganancias. De esta forma, la aplicación de la norma de comportamiento ciudadano dentro de la colmena quedaba a criterio de la reina y sus zánganos.

De lo que no podía ser consciente Charlie di Francesco era de que la continuidad de sus días de gloria estaba a punto de concluir.

Los cuatro milicianos encargados del control de acceso que separaba los límites de la urbe y la colmena pusieron todo su empeño en digerir su asombro cuando les enseñó la identificación de ciudadana de orden principal. Ninguno de ellos había vivido tal circunstancia y emplearon los siguientes minutos de la jornada en desplegar una batería de hipótesis que explicaran las razones por las cuales una ciudadana de tal jaez querría arruinarse la vida entrando por voluntad propia en la colmena y sin protección armada. Patricia Jones había elegido el atuendo más pasado de moda y ordinario que tenía en el armario: unas botas casi desgastadas, pantalones de loneta de los que compraban los pobladores por un par de culos, una cazadora raída y una mochila usada. Sin embargo, pese a sus ímprobos esfuerzos en materia de camuflaje, la periodista llamaba la atención más que una avispa en una colmena.

Tratando de seguir con paso dubitativo el mapa que llenaba la pantalla de su UAT para evitar perderse entre las callejuelas poco iluminadas a esa hora de la tarde, no dejaba de repetir las palabras de John cuando se había despedido de él.

«Antes o después tendrás que pagar el precio de tu ambición».

—¿Adónde vas tan sola, corderito? —escuchó a su espalda.

El escalofrío de grado máximo en la escala de temblores que le recorrió la espina dorsal le impidió volverse. Inconscientemente apretó el paso.

—¡Corderito…! —dijo una voz diferente, más cerca que la anterior.

Patricia Jones reunió el escaso coraje que le quedaba para girarse y endurecer el tono de voz. Aun así, su timbre sonó a papel arrugado.

—¡Meteos en vuestros putos asuntos y dejadme en paz!

Calculó que los tres tipos con el aspecto más repugnante que había visto en su vida estaban a menos de diez metros. Se reían de tal forma que aquello le originó una incómoda sensación en la boca del estómago, una alarma que el instinto enciende cuando uno teme seriamente por su integridad física. Algo insólito para Patricia Jones.

—¡No corras, corderito, que te va a dar lo mismo y no queremos que te canses!

Espoleada por el miedo, quiso mirar al frente para lanzarse en una desesperada carrera en dirección opuesta a la amenaza, pero chocó frontalmente contra un muro muy oscuro y cayó de culo sobre un charco. Cuando elevó la vista, distinguió a un hombre de raza negra de enormes dimensiones y colosal sonrisa. Vestía una especie de hábito de monje franciscano de cuero marrón que le cubría desde la cabeza hasta los tobillos.

—¿Señorita Jones? —le pareció entender desde el suelo.

—Oye, maldito negrazo, ¡aparta tus zarpas de nuestro corderito si no quieres tener problemas!

Ella seguía sin poder despegar la vista del amparo que le ofrecía aquella mueca risueña, la única parte visible de aquel rostro desconocido. Lo siguiente que advirtió fue un movimiento fugaz que describía una estela plateada y emitía un silbido muy agudo. Algo denso le salpicó en el pelo, pero no quiso comprobar qué era. O no pudo. El sonido de los pasos alejándose consiguió tranquilizarla.

—Señorita Jones, yo ser Souley. Ser Souleymane Sonko.

Se retiró la capucha del hábito y mostró una expresión bovina con matices burlescos. Tenía la cabeza afeitada, excepto una franja central de unos tres centímetros de ancho que recorría todo su cráneo de norte a sur y se levantaba otros tantos. De la barbilla le nacía una perilla estrecha pero vigorosa, rematada en una punta que tomaba contacto con el pecho al inclinar la cabeza para hablar con su protegida.

Patricia Jones distinguió restos de sangre en el filo de un largo objeto afilado antes de que lo hiciera desaparecer en su hábito. No fue necesario que se girara para relacionar el origen de aquellas arcadas guturales que todavía podía escuchar tras de sí con el líquido viscoso que se desplazaba lentamente por su pelo.

—¿Se encuentra usted bien, señorita? ¿Necesita médico?

Se le entendía bien. Su voz era profunda y su acento tosco; sin embargo, desprendía cierta elegancia primitiva al expresarse. Cuando la periodista logró incorporarse, su propia presencia le pareció insignificante respecto a la de aquel hombre.

—Tardaba. Salí a buscar. Entonces vi. No ser calles seguras para señorita. Tú transfiere autorización salida ahora —indicó descubriendo su obsoleto modelo de UAT.

Patricia consiguió hacerlo a pesar de encontrarse algo aturdida. A partir de ese momento el mercenario estaba autorizado durante veinticuatro horas para transitar por cualquier cinturón metropolitano de Nuevo Londres siempre que se encontrara a menos de treinta metros de su huésped. Si superaba esta distancia más de cinco minutos, la autorización quedaba anulada en el acto y el UAT emitiría a la Milicia de la Urbe una orden de captura con la localización exacta del sujeto. La condena por violación del espacio urbano era la pérdida inmediata de un grado en el escalafón social. En el caso del mercenario, al ser poblador, conllevaba la expulsión definitiva de la urbe.

—Será mejor marchemos.

—Sí, vámonos de una vez a la franja de tránsito —farfulló ella.

—Tú tener voz —ironizó Souley.

—Si hubiera sabido que venías, te podía haber esperado en el control de acceso, joder —comentó ella entre dientes.

—Yo no puede acercar cincuenta metros control acceso, señorita.

Se adentraron por el laberinto de calles sin cruzar palabra y fueron el objetivo de las miradas de quienes se cruzaban con tan extravagante pareja. A pesar del calamitoso estado de la zona, todavía se podía apreciar la esencia victoriana predominante en las fachadas de los edificios que se mantenían en pie. La periodista aprovechó la caminata para captar cientos de imágenes que muy poco tenían que ver con las fotos que había visto de Londres durante los años que precedieron a la guerra.

—Me llamo Patricia Jones; Pat, si quieres, pero no me vuelvas a llamar señorita.

—De acuerdo, pero yo no buena memoria. Tú llamar Souley a mí, si tú quiere.

Al doblar la siguiente esquina, la calle se ensanchó.

—Esto ser King’s Road. Nosotros ir al final —señaló el mercenario senegalés justo antes de pararse en seco. La expresión risueña mudó a otra difícil de interpretar. A continuación miró la hora en su UAT y frunció el grueso labio superior—. Algo malo pasar —auguró girando trescientos sesenta grados sobre su eje—. Esto no gusta. Ven.

—Pero… ¿qué pasa?

—Estar cerrando control de acceso a colmena. No ser hora. Eso solo pasar cuando algo malo pasar. Tú ven. Souley sabe. Tú hacer lo que Souley dice.

Patricia notó que se le volvía a acelerar el corazón.

Apenas llevaba una hora en la colmena y ya se arrepentía de haber aceptado el encargo de Graham Andrews. Se parapetaron tras un saliente de un muro medio derruido con el flanco derecho protegido por unos coches desguazados cuyos chasis habían sido pasto de la corrosión. El mercenario puso una rodilla en tierra sin desviar su atención del movimiento que se estaba produciendo en el acceso. Dentro de aquella capucha de cuero marrón apenas se distinguían sus ojos, oscuros como una noche nublada de luna nueva. De repente, sus músculos se tensaron y una fuerte sacudida confluyó en la base del cráneo.

Había muy pocas cosas en el Mundo Manchado que a Souleymane Sonko le provocaran respeto y casi ninguna en el Mundo Impoluto, pero reconocer los movimientos perfectamente sincronizados de aquellos dos hombres le colmó de terribles recuerdos.

—Ya estar aquí —musitó el mercenario con voz exánime—. Esto no bueno. Estar todos jodidos.

Sede de Planet Construction Bank

El presidente Harding dejó que los miembros de la Asamblea se agitaran unos segundos más antes de proseguir.

—Les ruego que no se alteren. Ya sabíamos a lo que nos arriesgábamos si dejábamos cabos sueltos, ¿no? ¿O debo recordarles el resultado de la votación de marzo del 2050? Ustedes —remarcó señalando a los presentes— fueron quienes decidieron anularlo.

—Exterminar a los duendes, ¡por favor! —comentó Anwar al Jawad, propietario de Energy & Wellfare Corporation.

—¡Eliminar pruebas! —repuso el presidente, notablemente alterado—. El desconocimiento elimina el problema. Y… ¡nunca!, ¡nadie!, ¡jamás! —vociferó— sufrió con la ignorancia.

El silencio se adueñó de la reunión, por muy virtual que fuera.

—Era nuestra única ventaja para poder administrar Perseo entre nuestra gente —reanudó Ben Harding usando una modulación más taimada—. Ahora, como consecuencia de nuestros prejuicios morales, ha empezado la cuenta atrás. Y se nos agotan los segundos.

—Absolutamente de acuerdo —intervino el señor Lébedev, de Polar Security Industries, cuyos intereses estaban centrados en la fabricación y venta de armamento de última generación.

—Pero no nos pongamos melodramáticos —continuó el presidente, animado—. Actuemos. En realidad, ya lo hemos hecho. Cuando supimos que se había producido una filtración en uno de nuestros laboratorios, nos pusimos en marcha para tratar de sellarla, pero, según hemos podido constatar, los del Movimiento de Oposición Civil interceptaron nuestras comunicaciones y se nos adelantaron. Voy a evitar digresiones, señoras y caballeros, miembros honorarios de la Asamblea. Debemos pensar que Petra Toivonen es consciente del alcance de la información que manejan y, como es de suponer, ya habrán valorado que podría ser el explosivo que llevan buscando para hacer saltar los cimientos del sistema que con tanto empeño y sufrimiento hemos levantado. No hace falta que les descubra que si la segunda mutación llegara a trascender se produciría una revuelta popular en todos los rincones del globo que terminaría con el orden que tantos años nos ha costado establecer.

Benjamin Harding dramatizó una nueva pausa.

—Lo que quiero decir, estimados compañeros, es que si no lo atajamos ahora no vamos a tener una segunda oportunidad —aseguró Harding mirando a la señora Hofmann, presidenta de NovoGen Bioprinting Corporation, la empresa dominante en el campo de la bioingeniería genética.

—¿De cuánto tiempo cree que disponemos? —preguntó el señor Hishikawa, cuya empresa, Comet Systems, comandaba la industria de la aeronáutica.

—No tenemos forma de saberlo, pero debemos tener muy claro que cada minuto que pasa juega en nuestra contra. El MOC cuenta con medios. Ya no son esos paletos a los que aplastábamos como moscas en cuanto se posaban en nuestro estiércol. Han evolucionado. Déjenme que les diga lo que yo haría si estuviera en el lugar de nuestros enemigos. Mi prioridad sería obtener las pruebas que demostraran que la supervivencia del ser humano está en grave riesgo, y para eso cuentan con el científico noruego. Luego utilizaría el trampolín de la segunda mutación para levantar a las colmenas de todo el planeta en nuestra contra y, si no fuera suficiente, acudiría incluso a los moradores. Uno más uno siempre suman dos —aseveró teatralmente—. Las consecuencias serían nefastas: o nos eliminan o los eliminamos y, en el mejor de los casos, nos quedaríamos sin mano de obra.

—Terrible —pronunció Joachim Reuter ajustándose al guion.

—¿Y si llegaran a descubrir la existencia de Perseo? —expuso la señora Qí, presidenta de TKS Processes, la compañía que controlaba la fabricación y distribución mundial de alimentos transgénicos.

—¿Y cómo sería eso posible, señora Qí? —preguntó Harding sibilinamente—. Los únicos que estamos al corriente de su desarrollo y aplicación somos los ocho que estamos aquí sentados. ¿Le tengo que recordar lo que implica violar el compromiso de confidencialidad de la Asamblea?

—No hace falta, señor presidente —contestó ella, tajante—. Lo que quería plantear es si existe alguna posibilidad de que sepan que disponemos de un remedio eficaz contra la segunda mutación y que se lo hemos estado administrando durante los últimos años a los ciudadanos.

—Todos los que trabajaron en eso fueron silenciados y los que lo fabrican en los laboratorios de la señora Hofmann piensan que se trata de un compuesto más contra el envejecimiento celular. ¿Me equivoco? —quiso corroborar el señor Harding, a pesar de que podía anticipar la respuesta.

—Puede estar seguro —certificó ella.

—¿Y remedio contra qué? ¡Si nadie conocía el problema! Hasta hace unos días —matizó Benjamin Harding—. Por eso es de vital importancia que actuemos de inmediato. Determinación y contundencia, señores, eso es precisamente lo que se requiere. Lo que nos ha llevado a ocupar estos sillones son las virtudes que nos diferencian del resto. Sabemos aprovechar las circunstancias adversas para convertir las amenazas en oportunidades. Lo que les estoy proponiendo es que utilicemos la baza de Ake Dahl para terminar de una vez con el Movimiento de Oposición Civil, primero, y con la plaga de duendes, después.

De nuevo se oyó un murmullo generalizado.

—Ya habrán desactivado el UAT del doctor Dahl, ellos saben cómo hacerlo —afirmó Anwar al Jawad.

—Con total seguridad —confirmó Harding ufano—. Pero aquí hay algunos que hemos aplicado las recomendaciones de nuestro compañero, el señor Lébedev, y nuestros trabajadores portan, sin su conocimiento, el sistema de localización sanguíneo. Tenemos la ubicación exacta y seguimos los movimientos del doctor Dahl en todo momento.

—Siempre que se mantenga dentro del campo de visión de la Lupa —añadió Lébedev.

—Exacto —corroboró Harding.

La señora Girandon enarcó ostensiblemente las cejas.

—Entonces, ¿a qué demonios estamos esperando para enviar a la Milicia?

—No nos precipitemos. Todavía no han salido de su base «secreta» —pronunció Harding con sorna— en la isla de Anholt. Si hacemos lo que propone, solo lograremos cortar una cabeza; importante, sí, pero no insustituible. Tenemos que esperar a que contacten con ellos y estoy seguro de que lo harán no tardando mucho.

—Ellos… —farfulló la señora Girandon con hastío.

Una expresión infantil se esculpió en las centenarias facciones del viejo, tan engañosa y efímera como la calma en el ojo del huracán.

—Estamos ante la oportunidad que llevábamos esperando tanto tiempo de eliminar los únicos resortes que podrían hacer saltar la estabilidad del sistema y, consecuentemente, de sus familias —concretó señalando a los presentes con el índice extendido—. Estamos ante una ocasión única de borrar lo que queda de Khimera. —El anciano se aclaró la garganta para pronunciar correctamente las siguientes palabras—: He trazado un plan del cual omitiré los detalles por su propia seguridad y para poder ejecutarlo con garantías. Estimados compañeros, les pido que me autoricen la aplicación del patrón Ómicron previsto en el protocolo Thymós.

Ninguno de los presentes quiso manifestarse. Era un asunto de extrema delicadeza y todos prefirieron no exteriorizar sus reacciones ante la propuesta del presidente. La última vez que recurrieron al uso indiscriminado de la fuerza, los muertos se contaron por decenas de millares en las colmenas. Durante aquellos meses los indicadores económicos descendieron muy por debajo del peor de los escenarios previstos. Desde la óptica de sus negocios, todos los miembros de la Asamblea eran conscientes de las implicaciones negativas que traería la aplicación de Ómicron. Sin embargo, el señor Harding ya había esbozado en su cabeza el resultado de la votación. Sabía que contaba con el apoyo de Constantin Lébedev por la naturaleza bélica de su negocio; Joachim Reuter era su perro fiel y jamás le había mordido en la mano, ni ladrado siquiera; en cuanto a Monique Girandon, no podría arriesgarse a perder la suculenta financiación que recibía del Planet Construction Bank. Aunque encontrara la improbable oposición del resto de los asamblearios, el valor de su voto de calidad como presidente resolvería la situación a su favor. En esta tesitura, no quiso dilatar más la cuestión.

—Votemos.

Poco después la voz del DOM anunciaba los resultados.

«Propuesta aprobada por unanimidad».

Lébedev tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener su euforia.

—Muchas gracias por su confianza —retomó Harding—. Aprovecho para anunciarles algo más: anoche he aceptado la solicitud de la gobernadora de Britannia, la señora Show, para intervenir en la colmena de Nuevo Londres. El exhaustivo informe que nos ha facilitado el comandante de la Milicia de la Urbe, Thomas Patrick O’Gara, ha sido determinante y he dado el visto bueno a la intervención de una pareja de centinelas.

El señor Hishikawa se frotó la cara con ambas manos, como si quisiera recolocar sus rasgados rasgos faciales.

—¿Centinelas? El uso de centinelas quedó abolido en el 48 tras el desastre de la campaña de saneamiento del área de exclusión amarilla. Acordamos que solo los despertaríamos en caso de extrema necesidad.

—Como es este que nos ocupa, estimado asambleario —argumentó Harding sin solivianto, subrayando cada sílaba de la última palabra—. Tiene a su disposición el ya mencionado informe, en el que comprobará que han alcanzado un ratio de omisión de la norma absolutamente inaceptable. Además, debemos calibrar a los centinelas, porque llevan aletargados demasiado tiempo y hemos de asegurarnos de que su desempeño estará a la altura de lo que todos esperamos cuando la situación no nos sea favorable. El señor Reuter, aquí presente, se ha coordinado con las personas competentes para diseñar la operación que, si no me equivoco —comentó risueño mirando su reloj—, comenzará inminentemente. El objetivo no es otro que limpiar a conciencia los distritos más conflictivos, que según veo son el 41, el 43 y el 45. Es probable, incluso, que se produzca un cambio de reina.

Benjamin Harding se enfrentó con el virtual escrutinio de los asamblearios. Buscaba algún indicio de duda o rechazo, pero no encontró más que docilidad y mansedumbre.

—Y ahora, señores —retomó—, no quiero robarles más tiempo. Si no tienen ningún comentario u observación, damos por zanjada esta reunión. Les mantendré puntualmente informados de todo lo que vaya aconteciendo. Hasta pronto.

El DOM cortó la comunicación de inmediato y desaparecieron las siete imágenes tetradimensionales tan rápido como habían surgido.

Benjamin Harding permaneció todavía unos minutos allí sentado, paladeando el sabor de la victoria.

Distrito 41. Colmena de Nuevo Londres

—¡Centinelas! —pronunció con saña—. Algo no ir bien. Esto no bueno. Nada bueno.

El mercenario senegalés sacó del interior de su hábito un artilugio de grandes proporciones. Patricia Jones reconoció el arma de fabricación casera de uso más extendido en las colmenas: la escupidora.

—¿Centinelas? ¿Quiénes son los centinelas? ¿Qué coño está pasando? —quiso saber la periodista, alterada al comprobar que la sonrisa de su protector había desparecido por completo.

—Medio hombres, medio máquinas. Programados matar. Solo matar y matar. Souley ver antes. ¿Qué protección tú lleva?

—¿Protección? ¿Qué protección?

Souley se giró con el gesto contraído tras consultar el mapa de su UAT.

—Acceso metro hasta control cinco. Tú no separar de mí, señorita, solo corre.

—¡¿Por el metro?! No, no, no…

No era necesario haber estado en ninguna colmena para ser consciente de que si el exterior era peligroso, el nivel subterráneo era donde se cobijaba lo peor del enjambre, esos que tenían motivos para escapar de la mirada de la Lupa.

—Mejor abajo que aquí fuera. Souley sabe.

A Patricia Jones le costaba seguir las zancadas de su protector, a pesar de que parecía moverse a cámara lenta al tiempo que controlaba todo el perímetro moviendo la cabeza de lado a lado.

—Allí. —Señaló con el artilugio unas escaleras que descendían perdiéndose en el subsuelo.

Antes de alcanzarlas empezaron a escuchar las detonaciones y disparos a no demasiada distancia, infinitamente más nítidos de lo que le habría gustado a Patricia Jones.

La periodista respiraba con dificultad, pero no se sentía fatigada. Agradeció que Souley se tomara unos instantes para acoplar una linterna en el artilugio y mucho más que consiguiera encenderla. Estaban en la antigua estación del metro de Londres de Sloane Square, en cuyos andenes se podían distinguir algunas figuras humanas. La presencia de aquellos extraños provocó cierta alteración inicial que se fue diluyendo en cuanto acertaban a reconocer el atuendo del mercenario y su arma.

—Por allí —indicó tras consultar la pantalla de su UAT, señalando hacia el enorme agujero negro que, como un bostezo congelado, se abría a su derecha.

En los túneles olía a combustible, orines, humo de tabaco seco y a humedad. Redujeron el ritmo de la marcha a medida que fueron adentrándose en la oscuridad siguiendo el tímido haz de luz que marcaba el camino. Los pasos de la periodista retumbaban en las paredes con la misma fuerza que lo hacía su corazón en el pecho.

—Suelas goma —indicó él mostrando sus antiguas botas de campaña—. Por allí. No quedar mucho, creer.

A la periodista no le gustó la última palabra que pronunció Souleymane Sonko, pero prefirió no perder fuerza por la boca.

Avanzaban pegados a la pared de la izquierda cuando creyeron escuchar un rumor que parecía ir ganando en intensidad y que venía en dirección opuesta a la suya. Se pararon para verificar la procedencia. El murmullo no tardó en convertirse en griterío justo antes de ser interrumpido por el inconfundible sonido de los disparos y estallidos intermitentes. El mercenario se fijó en que los fogonazos eran todavía tenues.

Patricia se agarró instintivamente al brazo de su protector.

—Señorita estar tranquila —dijo él en un tono nada sosegado.

Las primeras siluetas no tardaron en aparecer al final del túnel. Corrían despavoridas luciendo en sus deslucidos rostros la indeleble marca del miedo. Las detonaciones se sentían cada vez más cerca y retumbaban en aquel espacio cerrado y angosto.

—¡Centinelas! ¡Nos están masacrando! —gritó un hombre con un niño en brazos precediendo al caudal humano que había tomado idéntica dirección.

El mercenario senegalés ató cabos. Los que tenía delante no podían ser los mismos que los que había dejado atrás. Los centinelas sabían cómo moverse en las colmenas, no en vano habían sido programados para ello.

Como él para sobrevivir.

Comprobó de nuevo la ruta en su UAT.

—Tenemos que salir de aquí —propuso ella.

—Eso es —dijo él al distinguir la puerta que buscaba a unos veinte metros de distancia.

Estaba cerrada y donde debía haber un picaporte solo quedaba un pequeño trozo de metal retorcido. El ruido ya era ensordecedor y cuando dirigió su atención hacia el final del túnel pudo distinguir cómo varios hombres armados saltaban por los aires, despedazados por la potencia del fuego rival. El mercenario senegalés sacó algo de dentro del hábito y lo adhirió a la gruesa chapa metálica. A continuación giró la carcasa hasta que notó que saltaba el temporizador. Agarró a su acompañante con un brazo y empezó a desgranar los seis segundos mientras buscaba un lugar para ponerse a cubierto. Cuando quedaban dos se giró hacia ella, se tapó los oídos con las palmas de las manos y abrió la boca todo lo que pudo. Patricia lo imitó décimas antes de la detonación. De inmediato, un humo negro y denso se propagó por el túnel dificultando la respiración.

—¿Estar bien, señorita? ¿Todo en sitio? —preguntó Souleymane Sonko.

La periodista no veía ni oía, y apenas podía moverse por el agarrotamiento de los músculos. Instantes después se vio de nuevo transportada en volandas por su protector, que se abría paso entre la humareda y los cuerpos que habían quedado tendidos en el suelo por la deflagración de la bomba lapa. Rudimentaria para la época, pero eficaz.

—¡Déjame en el suelo, puedo correr! —reaccionó Patricia Jones.

El pasillo era estrecho y a pesar de que recorrieron bastantes metros la música de las armas les perseguía en su huida como una canción pegadiza. Pronto escucharon a su espalda las voces de quienes habían tomado el mismo camino que ellos.

—Escaleras. Allí —indicó él.

El senegalés iluminó el tramo que ascendía unos treinta metros. Tras examinarlo chasqueó la lengua contra el paladar.

—Alcantarilla. Sellada. Tú aparta.

Sonko accionó la corredera de su artilugio para cargar el tubo lanzagranadas. Con la espalda apoyada en la pared, estiró los brazos para apuntar en vertical hacia arriba. Apretó el gatillo principal. Un sonido hueco precedió al estruendo del impacto con el que se desintegró la alcantarilla.

—Tú sube. Ahora —le ordenó tras asomarse mostrando una fabulosa y casi irritante sonrisa.

Patricia inició el ascenso por los barrotes metálicos sin abrir los ojos a causa de la concentración de las partículas de polvo que había generado la explosión. El mercenario se colgó su arma del hombro y la siguió de cerca, mirando más hacia abajo que hacia la luz natural que ya asomaba en la superficie. Cuando vio cómo salía su protegida se sintió extrañamente reconfortado. Fue algo efímero. Los alaridos desesperados de quienes iniciaban el ascenso solo podían indicar una cosa: un centinela los perseguía. Esta certeza le hizo concentrar toda su energía en brazos y piernas para realizar el último esfuerzo.

Una vez fuera, todavía jadeante, se atrevió a mirar hacia abajo.

Un centinela estaba terminando de limpiar la subida de obstáculos. Su máscara y atuendo de combate le otorgaban una apariencia más cibernética que humana. Los desgraciados que albergaban la esperanza de alcanzar el exterior ni siquiera se percataron del momento en el que se vieron truncadas sus ilusiones. De repente, como si hubiera cierta conexión entre ambos, se detuvo para mirar hacia arriba. Souley colisionó frontalmente con su hueca mirada y, aunque sabía que no iba a morir esa tarde, algo parecido al miedo se apoderó de cada fibra muscular del gigante senegalés.

—¡Vamos! ¡Tenemos que seguir! —le conminó la periodista a voces.

Frente a ellos se alzaba una edificación que ambos supieron reconocer. Se trataba del antiguo estadio de fútbol de Stamford Bridge, antes el hogar del Chelsea Football Club y en aquellos días la sede de la abeja reina de la colmena de Nuevo Londres. No tardaron en verse rodeados por una decena de hombres armados con tanta munición por repartir como incógnitas por despejar.

Bien podría decirse que acababan de escapar de las llamas para caer en el infierno de Charlie di Francesco.

Su verdadero nombre era Charles Francis James y aunque había nacido en Newcastle se crio en el conflictivo barrio londinense de Hackney. Nadie sabía la edad que tenía, pero en Nuevo Londres se decía que en aquella colmena solo había existido una reina. Sin embargo, no era cierto. Para lograr el control del enjambre tuvo que deshacerse de varios rivales, antes compañeros, socios de los bajos fondos. Decidió cambiarse el nombre, porque el suyo sonaba demasiado aristocrático; así, eligió uno con aroma de la mafia italoamericana de principios del siglo XX. Funcionó. Desde entonces habían transcurrido más de diez años, una década de reinado durante la que nadie se atrevió a poner en entredicho su corona. Irrumpir sin invitación en los dominios de Charlie di Francesco implicaba la pérdida del único derecho que tenían las abejas: la vida.

A no ser que fueras uno de los pocos súbditos de la colmena de Nuevo Londres a los que la reina respetaba.

—¡Joder, Souley! ¡Joder, negro! —exclamó alguien que avanzaba abriéndose paso a bastonazos entre aquellos tipos sedientos de gatillo—, ¿qué cojones está pasando en mi colmena? ¿Me quieres explicar de dónde coño sales? ¿Y… quién es esa pollita que te acompaña?

—Centinelas. Abajo —indicó extendiendo el brazo.

—¡Me cago en la puta madre que te parió! ¡¿Has traído centinelas a mi casa?!

—Ellos empujar hasta aquí. Algo malo pasa.

En ese instante, un objeto esférico de unos diez centímetros de diámetro ascendió por el hueco de la alcantarilla emitiendo un zumbido muy agudo. Como por arte de magia, estabilizó el vuelo aproximadamente a cinco metros del asfalto.

—¡¡Piñaaaataaa!! —gritó alguien.

El artilugio levitaba en el aire rotando cada vez más rápido sobre su propio eje.

Los que ya lo conocían arrojaron sus armas de guiado térmico lo más lejos que pudieron, pero a la gran mayoría de los que allí estaban les alcanzó alguna de las miles de esquirlas de acero que escupió el letal artefacto.

El asfalto se cubrió de restos humanos.

Los supervivientes buscaron refugio como buenamente pudieron en el interior del estadio. Souleymane Sonko y Patricia Jones siguieron a la reina al tiempo que de la alcantarilla se elevaba otro objeto esférico. Este eclosionó en un destello rosáceo antes de conformar una cúpula casi invisible en cuyo interior se cobijaron una pareja de centinelas.

—¡Disparad! —se escuchó entre el gentío.

De inmediato, una lluvia de proyectiles de todo tipo convergieron contra aquel muro impenetrable. Dentro, los centinelas habían adoptado idéntica posición de combate al tiempo que examinaban pacientemente su entorno.

—Estúpidos —dijo Charlie di Francesco parapetado junto a varios de sus hombres tras uno de los antiguos accesos a la tribuna del estadio. Entre ellos se encontraban el mercenario y la periodista, tumbada en posición fetal y con las manos en la cabeza—. Esa cúpula es invulnerable. Lo único que hacemos es derrochar munición. Tú ya te has enfrentado a ellos, Souley. ¿Qué coño hacemos? —le preguntó Di Francesco.

—Escapar mientras matan otros.

—Esos bichos no son inmortales —le gritó.

—Eso oír, pero yo nunca matar uno ni ver uno muere. Ellos parar cuando cumplir objetivo. Creo tú ser objetivo —especuló sin borrar la sonrisa de su cara.

—Siempre he apreciado tu maldita sinceridad —expresó la reina de la colmena.

Patricia Jones, en un alarde de valentía o inconsciencia, activó la cámara de su UAT y extendió el brazo para enfocar la escena bélica.

Poco después, la cúpula se desvaneció y los centinelas se separaron. Actuaban siguiendo el nivel de amenaza que representaban sus enemigos armados, cuyas posiciones ya tenían memorizadas. Uno de ellos provocaba daños estructurales utilizando el chorro sónico del tubo polifuncional Tharsis; entretanto, su gemelo aniquilaba de forma sistemática a cuantos enemigos se ponían a tiro a través de la mira holográfica de su fusil de asalto Thor5. Potencia de fuego y precisión quirúrgica bien coordinadas gracias a la sincronización telepática de sus cerebros, optimizados para el combate. Sus sudarios de grafeno absorbían eficazmente los cada vez más escasos impactos y tal era su superioridad que ni siquiera necesitaron activar la invisibilidad. Uno de ellos localizó el objetivo primario y se lo transmitió a su gemelo. Trazaron una nueva estrategia en décimas de segundo.

—Debemos marchar —dijo el senegalés—. Ellos venir.

—Idos vosotros. A mí me enterrarán en mi estadio —pronosticó erróneamente—. Buscad los vestuarios del equipo visitante, luego solo tenéis que seguir las viejas tuberías del gas. Donde terminan, empieza la libertad. ¡Corre, maldito cabrón, corre!

—Suerte —se despidió Souley.

El centinela que ocupaba el flanco izquierdo flexionó las rodillas y activó los eyectores. El salto le propulsó detrás de la línea de fuego enemiga y desde allí avanzó imparable abrasando todo lo que se encontraba en su trayectoria hasta la última posición registrada de Charlie di Francesco. Diez micropresurizadores insertados en las yemas de los dedos expulsaban un gel altamente inflamable al contacto con el oxígeno. Su gemelo seguía aniquilando a distancia los objetivos que detectaban sus sensores térmicos.

La reina dedujo que todo aquello había sido orquestado por el comandante de la Milicia de la Urbe, Thomas Patrick O’Gara, seguramente por sus últimos encontronazos en la negociación de los porcentajes. Di Francesco miró en derredor.

Caos y aniquilación.

Admitió que le había llegado la hora y se palpó en el interior de la guerrera. Encontró lo que buscaba: una granada termobárica de activación manual por lector biométrico. Tras la detonación no quedaría nada en un radio de treinta metros, pero arrastraría consigo al infierno a aquellos diablos.

Se sentó y la apretó contra su pecho. Vació su mente y puso el pulgar en el lector. Cuando notó que un calor insoportable le envolvía el cuerpo, retiró el dedo.

La estructura tembló y durante unos instantes todo quedó en silencio.

—Tú no para, señorita —le susurró Souley a Patricia.

El pasadizo les condujo hasta otro túnel del antiguo trazado del metro. Al salir al andén leyó «Fulham Broadway» y se ubicó en el mapa. Desde allí a la salida de la colmena les separaban menos de tres kilómetros. Después buscaría la forma de llegar hasta la franja de transporte, pero lo fundamental en aquel momento era alejarse lo máximo posible.

Souleymane Sonko no recordaba un solo día en sus treinta y cinco años de existencia en el que no hubiera puesto su vida en peligro sin tener muy claras las razones. Sin embargo, ahora tenía un objetivo y la imagen de su querida Awa guiaba sus pasos, por ello y por ella tenía una sonrisa esculpida a perpetuidad en el rostro.

Patricia Jones seguía descompuesta, pero al comprobar la cantidad y la calidad de las imágenes que tenía en su poder no pudo evitar esbozar una delatora mueca de satisfacción. En menos de tres horas, Patricia Jones había experimentado más emociones de las que era capaz de asimilar y se dejó anegar por un caudal repleto de sensaciones vigorosas, ciertamente inciertas, pero a la vez tangibles, veraces. Haber percibido las frías caricias de la muerte la hacía sentirse muy viva.

Se dieron un respiro al divisar el control de acceso del distrito 42. Allí todo estaba asombrosamente en calma, como si nada hubiera ocurrido a escasos kilómetros de distancia. El mercenario senegalés posó su mano con delicadeza en el frágil hombro de la periodista. Morfológicamente parecían especies distintas, sin embargo en esencia eran muy semejantes.

Patricia se regaló algunos segundos para recobrar el aliento.

—Souley, ¿puedo pedirte algo?

—Señorita pide.

—Deja de llamarme señorita, por lo que más quieras.

Piso franco de la organización Tiāo

La luz que se filtraba a través de las transparencias de la cortina dejaba entrever la silueta orante de su hermano. Se aproximó con suma cautela. Estaba desnudo y no pudo evitar fijar su atención en el tatuaje que le cubría la piel desde la base del cráneo hasta el coxis. La esencia del incienso empezaba a ganar terreno al olor que despedía la cera derretida de las velas, repartidas en torno al altar. Bào podía escucharle pronunciar esas palabras carentes de sentido a pesar de que conocía muy bien su significado. Kai-Xi siempre recurría a la oración cuando tenía que emprender alguna empresa notable, y para él no había nada tan primordial como reconciliarse con su memoria.

Embriagada por la mezcolanza de aromas, se transportó hasta aquel templete budista en Xialaxiuxiang, cuando todavía la llamaban por su nombre, Xin Qian. Aquel día interrumpió la meditación de Kai-Xi para contarle que había sido humillada por un campesino.

El bofetón que le propinó hizo que el llanto cesara antes incluso de sentir el dolor.

Después de obligarla a jurar que nunca volvería a molestarle mientras estuviera recorriendo el doloroso sendero espiritual, se sentó a escucharla. Ella le relató cómo un hombre la había abordado en el mercado de flores y la había interrogado sobre los rumores que rodeaban al pasado de su familia. Su bisoñez engrasó su lengua y desveló de quién era hija.

«Un sucio y cobarde traidor, ese era tu padre», le repitió Bào a su hermano mayor.

Tras la cogitación, Kai-Xi le manifestó su inmensa alegría por haberse presentado la ocasión de enseñar a aquel hombre el enigma que alberga la compasión:

«La compasión consiste en alejar al individuo del sufrimiento. Es el acto de amor más generoso y lo abarca todo, pero del enfoque correcto depende que uno avance por el Gran Camino o deambule por el Camino Angosto. Ese hombre está cargado de odio y rencor. Nuestra obligación es despojarle de aquello que le fuerza a recorrer la travesía de la iluminación en la dirección equivocada», argumentó con templanza.

Días más tarde, Kai-Xi, en un fingido acto de reconciliación, emborrachó con licor de arroz a aquel campesino hasta que perdió el conocimiento. Entonces, llamó a Bào para que presenciara cuán compasivo era y con un gancho para desecar carne de yak le arrancó la lengua. El campesino se ahogó en su propia sangre en cuestión de minutos mientras Kai-Xi repasaba con su hermana los preceptos que explican el samsara: el renacimiento como forma de escape natural del mundo lacerante y cruel en el que el ser humano nace y se desarrolla.

De todo aquello, Bào sacó una conclusión meridiana: no volvería a molestar a su hermano durante la meditación.

—Adelante —le escuchó decir.

Bào descorrió la cortina y entró con sumo cuidado, como si no quisiera despertar a un recién nacido. Kai-Xi seguía arrodillado dándole la espalda, lo cual no era un signo de desprecio sino de absoluta confianza.

—Todo está dispuesto, mi señor.

—Ruta y vehículos.

—Por mar, en híbrido subacuático desde Shanghái hasta Mombasa. Lo más prudente por arriesgado es seguir el trazado de la antigua línea de ferrocarril del Lunatic Express hasta Kisumu. Allí cambiaremos de vehículo para evitar llamar la atención durante el trayecto a Kampala. Posteriormente nos dirigiremos a Butembo, donde nos espera un anfibio de tracción de oruga con el que recorreremos los tres mil kilómetros que nos separan del lago Lagdo en territorio Ubangui.

—¿Duración estimada?

—Cinco jornadas, puede que más, dependiendo de la climatología y de posibles altercados.

—Moradores.

—Los territorios que vamos a cruzar están plagados de partidas de moradores. Por esa razón escogí este itinerario. La Lupa casi no procesa los datos recogidos en la zona.

Kai-Xi lo aprobó con un imperceptible balanceo de la cabeza.

—Tripulación.

—Cuatro ocupantes.

El silencio del Señor de Asia invitaba a completar la información.

—Xuan Nguyen y Chong-Duy Liu.

—¿Por qué los vietnamitas?

—En la ruta terrestre que he elegido vamos a tener que atravesar cientos de kilómetros de selva. Ellos saben moverse.

Kai-Xi valoró aquello durante unos segundos.

—¿Armamento?

—Ligero, no podremos acarrear mucho peso.

—¿Cuándo partimos?

—Cuando disponga, señor.

—Cuatro horas. Puedes retirarte. Buen trabajo.

—Mi señor.

Dio media vuelta y se encaminó a la salida.

—Xin Qian…

Se quedó paralizada y aguantó la respiración. Rara vez la llamaba por su nombre.

—Tú y solo tú eres el afluente del que beben mis aguas. Nunca lo olvides.

Colonia norte del MOC. Isla de Anholt (Germania)

El tono de la conversación entre Petra Toivonen y Ake Dahl se había relajado considerablemente.

—Me va a disculpar por mi torpeza, pero, aun entendiendo la gravedad de la situación, sigo sin comprender qué es lo que quieren de mí.

—Todavía no he tenido ocasión de contárselo —dijo tras inspirar profundamente por la nariz—. Llevamos años tratando de conseguir el antídoto. Hemos perdido muchas vidas en el empeño, pero sobre todo hemos malgastado el poco tiempo del que disponemos. Ni siquiera sabemos cómo se lo administran a su gente. Tenemos que cambiar de estrategia —sentenció la líder del MOC antes de hacer una pausa.

Ake Dahl se preparó para lo peor.

—Recientemente ha salido a la luz la ubicación concreta de una de esas estaciones Khimera que antes le mencionaba: Lukomorie. No la destruyeron porque se encontraba fuera de Rusia o porque ignoraban su localización exacta, no lo sabemos. Lo único que importa es que sigue en activo y que, si en algún sitio puede encontrarse el último bogatyr, es allí.

»Queremos que usted nos acompañe hasta Lukomorie como cabeza científica del MOC; con sus conocimientos y los medios de Khimera podríamos tener una oportunidad.

El noruego enarcó las cejas.

—Creo que se equivoca de persona.

—En absoluto. Usted es una eminencia en la materia y es muy consciente de las consecuencias de la segunda mutación. Sabe lo que necesitamos. No comulga con las políticas de la Asamblea, pero tampoco pertenece al MOC. Estamos convencidos de que en Lukomorie nos escucharán. Le escucharán —matizó.

Ake Dahl paseó la mirada por toda la estancia.

—¿Y dónde se supone que está la base fantasma habitada por esos seres de alma pura con poderes mágicos? —ironizó llevado por la confusión.

El científico pudo leer la respuesta en la taciturna expresión de Petra Toivonen.

—Déjeme adivinar…: en un área de exclusión.

—La negra, para ser precisos.

El noruego murmuró algo en su idioma materno.

—¿Y si me niego?

—No podemos obligarle. Le volveremos a dejar donde le encontramos.

—Ya. Muy amables.

El noruego resopló. Podía elegir entre morir a manos de la Milicia de la Urbe, de los moradores, o terminar en el estómago de algún duende tratando de salvar a sus semejantes.

—Por cierto, ¿qué pasó con Francis J. Matthews?

—Se le encontró muerto en su domicilio poco después de desarrollar Perseo —contestó ella con voz átona.

—Ley de vida.