Nada más tangible que un efímero recuerdo

Cuevas del Macizo de Mandara

Ubangui (área de exclusión negra)

Julio del 2054

Acurrucada, absolutamente encogida en sí misma.

Agarrotada.

Embutida en una oquedad de las frías rocas volcánicas en aquella húmeda y lúgubre caverna.

Aterrada.

Podía escuchar sus pasos, lentos, montaraces.

Podía escuchar sus gruñidos y su respirar trabajoso.

Podía escuchar el sonido de sus arcaicas y abominables armas golpeando contra el suelo.

Podía olerlos.

«Si yo puedo, ellos pueden», razonó angustiada.

Contuvo la respiración, como si así fuera a conseguir que sus poros dejaran de despedir ese hedor que supura del miedo.

Se tapó los oídos con las palmas de las manos, como si así fuera a lograr que su cuerpo no emitiera ruido alguno.

Apretó con fuerza los párpados, como si así fuera a hacerse invisible.

Mary Louise Blair no se atrevía a levantar la cabeza, ya había visto demasiado, mucho más de lo que habría deseado. Pero, principalmente, la redactora del ABC Strategics se concentraba en controlar el temblor que se había apoderado de todo su sistema nervioso. Su única opción era pasar absolutamente desapercibida, aunque si pudiera elegir preferiría estar muerta. Muerta como lo estaban Charlie, John, Sarah, Adele, Allan, Jesse, Bobby, Craig y los cinco mercenarios de los cuales no recordaba ni sus rostros ni sus nombres. Solo quedaban Zack y ella, solamente ellos dos habían logrado escapar al ataque de aquellas malditas criaturas salidas del infierno.

De todas las traumáticas escenas que había tratado de eliminar de su memoria, la que más la atormentaba permanecía indeleble: Adele corría en dirección al vehículo, desde donde Zack y ella la animaban con tenaz exasperación. Su semblante era el reflejo distorsionado de la agonía con las facciones desencajadas por completo.

Gritaba.

Chillidos desesperados, premonitorios de un desenlace fatal.

A escasos metros de alcanzar la salvación perdió el equilibrio y tras rodar por el suelo quedó boca arriba, dramáticamente aturdida, expuesta a sus perseguidores. Fue cuestión de segundos. Uno de ellos saltó sobre Adele, le sujetó firmemente la cabeza contra el suelo y abrió tanto la boca que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula. La mordió en el cuello aferrándose a su garganta con determinación y fiereza. Adele tenía la mirada perdida en el firmamento, como queriendo llegar a alguna de las estrellas que brillaban a millones de kilómetros de distancia. Teletransportarse. Otro duende se unió al festín, arrojó su arma al suelo y con sus afiladas uñas empezó a desgarrar, ropa primero, tejidos después. Indefensa, Adele apenas podía mover sus extremidades. Cuando aquel ser inmundo logró clavar sus dedos en el abdomen y abrir su cuerpo, hundió su repugnante cara dentro de ella y comenzó a alimentarse con voracidad hasta que llegaron más para disputarse el bocado.

Finalmente Zack consiguió arrancar, aceleró y no paró hasta que se agotó el combustible tres horas más tarde.

Mary Louise había perdido la noción del tiempo, pero estaba segura de que llevaban más de dos días huyendo a pie, de día y de noche, sin descanso, sin alimentos y casi sin agua, con esos seres pisándoles los talones. Cuando divisaron aquellas montañas plagadas de cuevas pensaron que podrían encontrar un refugio para recuperar el aliento e incluso dormir unas horas.

Se equivocaron.

No podían imaginarse que aquellas cuevas conformaban la entrada principal de la madriguera en la que habitaba aquel despiadado clan de duendes.

Aun sumida en aquel autoimpuesto aislamiento sensorial, Mary Louise se percató de que los gruñidos estaban cada vez más cerca. Tratando de controlar el castañeteo de los dientes no pudo contener las lágrimas; ni la orina.

Apretó con fuerza los dientes y se entregó a su desdicha, deseando que Zack corriera mejor suerte que ella.

Zachary Taylor no daba crédito a sus ojos al divisar un reguero de líquido que se escapaba entre las rocas, avanzando lentamente hacia los pies —o lo que fuera eso sobre lo que se apoyaban— del duende; de ese duende, ese que se distinguía del resto por lucir un chaleco rojo cinco tallas más grande, una prenda que le resultaba extrañamente familiar. Cobijados en aquellas cuevas, confió en que se encontraran por fin a salvo. Pero cuando los oyeron aproximarse apenas le dio tiempo a escalar para alcanzar una posición elevada y esconderse. Desde allí contempló estupefacto cómo el del chaleco rojo no se movía del sitio mientras inclinaba la cabeza hacia arriba para olfatear el aire apoyado en su lanza de punta mellada. Enseguida Zack comprendió el origen de aquel fluido y calculó que, dada la inclinación del suelo y la trayectoria del líquido, en pocos segundos le mojaría el talón.

Mary estaba condenada.

Tenía que hacer algo por su compañera, en cierto modo él era el culpable de que se hallara a punto de ser devorada como el resto, como la pobre Adele; pues había sido él, como responsable técnico del grupo, quien la embaucó para que se sumara a aquella expedición.

«Siempre has dicho que buscabas emociones fuertes —le dijo aquella mañana de lunes—. Seremos los primeros en narrar la verdadera historia del último bogatyr y, de paso, mostraremos al Mundo Impoluto cómo viven los duendes. Seguro que no tiene nada que ver con lo que nos han contado hasta ahora».

Y en cierta forma no andaba nada desencaminado.

Zack palpó la superficie pedregosa sobre la que estaba tumbado boca abajo y buscó una roca que tuviera el tamaño aproximado de una mandarina. Sin necesidad de incorporarse la lanzó lo más lejos que pudo respecto a la ubicación de su compañera.

La suerte estaba de cara.

De cara al duende del chaleco rojo, que buscando aromas se encontró un objeto que describía una curva por encima de su cabeza. Su intelecto trazó de inmediato el punto de origen y se giró hacia allí señalando con la lanza el lugar exacto a sus compañeros. Un alarido que retumbó en las paredes de la cueva alertó a otros dos duendes que sin pensárselo dos veces empezaron a escalar.

El responsable técnico de la expedición americana tragó saliva y con la adrenalina disparada se puso en pie. No tenía otra alternativa que enfrentarse con ellos. Así, buscó pedruscos para arrojárselos a aquellos repulsivos seres que ascendían con gran pericia por la pared de rocas volcánicas. La empresa requería más precisión y rapidez que contundencia, por lo que agarró una que pudiera manejar con soltura para apuntar a dos manos. Se fijó en el que estaba más cerca, calculó la distancia y el ángulo antes de arrojarla.

La suerte estaba de cara.

Justo donde hirió al duende, provocando el crujido múltiple de los huesos y la consiguiente pérdida del equilibrio. Le animó verle caer y estrellarse contra el suelo desde una altura que le pareció suficiente como para que no se volviera a levantar. El otro subía con algo más de dificultad, dadas sus desproporcionadas proporciones para tratarse de un duende. Por unos instantes, la esperanzada mirada de Zack colisionó con la del duende, llameante, ávida de ingestión proteínica. El periodista del ABC Strategics repitió la operación y se tomó unos segundos para ajustar el lanzamiento. Solo tendría una oportunidad. Retuvo el aliento e inclinó ligeramente el cuerpo hacia delante para dejar que la gravedad hiciera el resto.

Ni siquiera pudo soltarla.

La lanza le acertó en el pecho impulsándole un metro hacia atrás y, todavía erguido, pudo ver la fila de piezas dentales deterioradas que asomaba tras la sonrisa del duende del chaleco rojo. Antes de dejar caer la roca sobre sus pies reconoció aquella prenda carmesí: había pertenecido a uno de los mercenarios que contrataron tras aterrizar en Bamako. Zack cayó de espaldas, aferrado a aquella rama que le nacía de los pulmones, maldiciendo el infortunio de seguir vivo.

Segundos más tarde, el duende alcanzó la cima con la respiración entrecortada y el apetito constante. Al comprobar que su presa estaba herida de muerte, sus glándulas salivares empezaron a funcionar a pleno rendimiento.

Un grito ahogado puso fin a la existencia de Zachary Taylor y a la necesidad de ingerir alimento rico en proteínas de Samuel, el duende de proporciones desproporcionadas.

Emmanuel se disponía a subir hasta el lugar donde su lugarteniente había abatido la presa cuando notó algo húmedo bajo sus pies. De forma instintiva, sacó el machete de hoja curva que le colgaba de la cintura al tiempo que giraba ciento ochenta grados y adoptaba una posición de combate. Precavido, observó en derredor para encaminarse después hasta el lugar de donde partía el reguero. No tardó en comprender el motivo por el que no acertaba a identificar aquel extraño olor: no tenía registrado el orín de un humano.

El rastro se adentraba hacia el interior de la caverna. Aguzó el oído, pero solo percibió el sonido de los premolares y molares de Samuel y no quiso interrumpirle.

Para encargarse del pajarito que había volado bastaba con dejarse guiar por su olfato.

Frente al antiguo Museo Nacional. Colmena de Bamako (Mopti)

Souleymane Sonko le ofreció su pañuelo a Patricia Jones.

El sol de mediodía castigaba las calles de la urbe capitalina más destacada del territorio Mopti; sin embargo, el mercenario parecía encontrarse cómodo embutido en aquella dura prenda franciscana mientras que a la periodista, vestida con una fina camisa de lino y pantalones cortos, le faltaba el aire para respirar.

Cuestión de adaptación al medio.

Durante la Gran Guerra Negra entre la Alianza Islámica y la Confederación de Estados Africanos, Bamako tuvo la suerte de quedar fuera de la ruta de avance de los ejércitos invasores y sufrió pocos daños. Pero fue tras la Guerra de Devastación Global cuando experimentó un mayor crecimiento al convertirse en la urbe fronteriza del Mundo Impoluto más próxima al área de exclusión negra y única puerta después de acotarla. Así, la inversión de la Asamblea en medidas de seguridad terminó atrayendo en los años cuarenta a muchos hombres y mujeres ávidos por empezar de cero en aquel rincón del planeta. Pasada una década, en Bamako había dos clases de negocios: los que proporcionaban dinero y los que no; o dicho de otra forma: los relacionados con las armas y el resto.

La periodista resopló.

—¿De verdad que tenemos que esperar aquí fuera? —preguntó tras secarse el sudor del cuello.

—Souley ver. Yo no bien si no tener armas. Solo cuchillo —señaló mostrándole la empuñadura.

El mercenario senegalés se había visto obligado a abandonar su escupidora en Nuevo Londres antes de embarcarse en el alígero de transporte civil que les llevó hasta allí tras cuatro interminables horas de vuelo.

—Colmena de Bamako no peligro si conocer colmena de Bamako.

—Doy por hecho que tú la conoces, pero déjame que te diga que eso no es un cuchillo, es una espada.

—Souley sabe. ¿Cuánto dinero tú tener, señorita? —quiso saber el mercenario.

Patricia suspiró malhumorada.

—Unos 5000 culos.

—Ser suficiente. Vamos.

La pareja cruzó la calle por la que transitaban personas y vehículos en peores condiciones aún que aquellos que habían visto transitar por la colmena de Nuevo Londres. No había escena que no llamara la atención de la periodista, que, entre gestos de asombro, se afanaba por capturarlas todas en su UAT.

—Si tú mostrar tú perder —le advirtió refiriéndose al Terminal Universal de Aplicaciones cuyas siglas en inglés habían dado nombre al dispositivo al que todo urbanita estaba vinculado de por vida.

—Tranquilo, el cierre de este modelo es irrompible.

—Hueso de brazo no. Cuchillo, por aquí —señaló usando el dorso de la mano como filo sobre el delgado antebrazo de la galesa.

—Por Dios…

—Aquí no dioses, aquí solo filo de cuchillo —sentenció dejando que la sonrisa se ensanchara en su rostro.

—Algún día tendrás que contarme el secreto para conservar el buen humor durante todo el día, o compartir la sustancia que estés tomando.

—Sustancias no buenas.

—Depende sustancias —rebatió ella imitando el tono del senegalés.

—Tú gustar a Souley. Tú hace reír a Souley.

—Y tú gusta a Pat. Tú salvar culo de Pat.

—Aquí es —indicó el mercenario.

África seguía siendo un continente de contrastes. La fachada del edificio que antaño fuera el Museo Nacional, recién reconvertido en el mercado de armas de segunda mano más importante del continente, se conservaba en buenas condiciones; por contra, en el interior no quedaba más que polvo entre los muros y todo tipo de utensilios para matar.

—Souley habla, tú calla —le advirtió al entrar.

—Yo calla. Yo siempre calla —refunfuñó ella.

Pasaron el control de acceso a través de un arcaico lector biométrico del mapa de las venas de la mano, sistema que había dejado de utilizarse en las urbes capitalinas hacía décadas. Una vez dentro, Souleymane Sonko guio a Patricia hasta las escaleras que conducían al sótano. En el trayecto, el mercenario detectó decenas de hombres armados cuya misión era velar por la seguridad de vendedores y compradores, pero sobre todo de la mercancía. Parado en el medio de aquella enorme estancia rectangular, el gigante senegalés trataba de localizar una cara conocida en los puestos que estaban repartidos por el perímetro. Un chispazo en sus ojos indicó que había dado con él: su antiguo compañero de armas, su «hermano» Ousmane Diouf, que se encontraba atendiendo a un hombre de larga melena rubia y tupida barba. El cliente parecía visiblemente alterado mientras una mujer con un pañuelo en la cabeza y rasgos lapones trataba de calmarle. En segunda línea, un hombre de mediana edad, de pelo pajizo en recesión y expresión circunspecta trataba de ocultar su desasosiego en un entorno sumamente hostil para él.

Souleymane Sonko se encaminó hasta allí, y hasta allí le siguió la periodista.

—Frederik, este no es el sitio más indicado para regatear —consideró la mujer lapona.

—Esa escupidora no vale una mierda —protestó él sin quitar la vista del vendedor, un hombre de raza negra con la nariz más ancha que la boca.

—Hemos hecho este largo viaje con un objetivo muy concreto que cumplir. No lo olvides —recalcó ella en tono asertivo.

Aquellas palabras no hicieron sino agitar aún más al danés; sin embargo, tragando bilis se dio por vencido.

—Munición —dijo él—. Proyectiles de vaina gruesa y fina también, que nunca se sabe. Del diecinueve para arriba y expansivos del doce —añadió de mala gana.

El vendedor puso su dedo índice sobre el mostrador y, unos segundos más tarde, el sistema domótico de aprovisionamiento transportó el pedido desde el almacén subterráneo hasta el mostrador.

—Quinientos cada caja.

Frederik examinó el contenido.

—Esta munición es de antes de la maldita Gran Guerra Negra, negro. Me estallará en la cara en cuanto apriete el gatillo de esta reliquia que me estás intentando vender.

El tipo del mostrador desvió la mirada por encima del hombro de su indignado cliente y extendió los brazos gritando:

—¡Souley! ¡Souley!

El mercenario agarró por las axilas a Ousmane Diouf y lo elevó por encima del mostrador como si no existiera la fuerza de la gravedad. Cuando lo volvió a posar en el suelo intercambiaron algunas palabras en su idioma natal, alimentando la perplejidad del danés y sus acompañantes.

El senegalés detectó claros indicios de beligerancia en los azules ojos de aquel rubio melenudo repleto de cicatrices e inconscientemente tensó los músculos de los brazos.

Frederik calculó que aquel coloso negro que tenía frente a él pesaría unos treinta kilos más, pero ya tenía decidido el punto exacto en el que iba a colocar el primero de los golpes. El combate visual lo interrumpió Patricia Jones llegando desde retaguardia para colocarse junto al mostrador.

—¡Suena la campana y… final del combate! —escenificó—. Anda, pilla una como esa y vámonos de aquí, no sea que os dé por probarlas.

—Rama de árbol hace más daño —valoró Souley señalando la escupidora que acababa de adquirir Frederik y que reposaba en el mostrador—. Souley necesita otra —señaló sobre la pantalla de grafeno que hacía las funciones de escaparate interactivo.

—¿Cómo dices? —repuso el rubio.

—Rama de árbol no dispara.

—¿A eso has venido? —protestó Ousmane—. ¿A estropearme el negocio?

—Souley nunca mentir. Tú sabe.

Frederik enganchó el arma por la culata y lo golpeó contra el suelo hasta que consiguió que saltara en pedazos llamando la atención de tres vigilantes que se acercaron al tiempo que activaban sus fusiles de asalto. Ousmane Diouf levantó las palmas y Ake Dahl se tiró cuerpo a tierra como si no hubiera un mañana.

—Está bien. Todos amigos. Tú tranquilo, hombre. Tú tranquilo —repitió Ousmane Diouf dirigiéndose a Frederik Keergaard—. Tengo más juguetes para ti. Ahora mismo te busco otro juguete, ¿de acuerdo? ¿Estamos de acuerdo, rubio?

Petra Toivonen decidió intervenir tras ayudar al científico a levantarse del suelo.

—Señores, vamos a serenarnos. A veces Frederik es demasiado impetuoso. Está todo en orden —aseguró a los vigilantes, que, tras vacilar unos instantes, volvieron a sus puestos—. ¿Qué le parece si adquirimos una igual que esa? —propuso señalando la elegida por el senegalés.

—Esa cuesta el doble.

—Pero como nos llevamos dos, seguro que nos haces una buena rebaja, ¿verdad? —se entrometió Patricia Jones.

Aquella fue la primera vez que a la galesa le funcionó uno de los estúpidos consejos de su prima Bronwyn.

Cuevas del Macizo de Mandara (Ubangui)

Notaba que la yugular bombeaba con extrema violencia y que toda su sangre había huido por las arterias hasta encontrar refugio en las sienes.

Caminaba a tientas con los brazos extendidos tratando de no hacer ningún ruido que la delatara, tratando de no ser, de no estar ni parecer.

Mary Louise Blair salió huyendo en el momento en el que Zack decidió adoptar el papel de cebo. El silencio que siguió al alarido de su compañero le hizo comprender que era la única superviviente y que estaba sola.

Aunque no literalmente.

Sudaba copiosamente, pero se debía más a la materialización del miedo en estado líquido que a la propia humedad del ambiente. Su única esperanza se ceñía a una ilusión: que aquellas criaturas demoníacas no hubieran detectado su presencia. Ese débil anhelo era lo único que la animaba a seguir abriéndose paso entre las tinieblas que ya la envolvían por completo.

Ni siquiera alcanzaba a distinguir sus manos.

En tales circunstancias, la redactora del ABC Strategics decidió sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en aquella pared de roca que parecía sudar tanto como ella.

Una breve sensación de protección alimentó su optimismo. Volátil.

—Puedo sentiiiirte, pajarito —escuchó.

La voz sonaba estropeada y jovial. Tan lejana como un eco, tan cercana como un susurro.

Mary Louise se bloqueó. Sintió como si el alma pretendiera abandonar su cuerpo por la boca y solo pudiera evitarlo paralizando sus funciones vitales. No se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos hasta que se le secaron las córneas.

—En algún lado, sobre el arco iris, los pájaros azules vuelan. Los pájaros vuelan sobre el arco iris. ¿Por qué entonces, oooh, por qué no puedo yo?

Reconoció la canción de cuna: Sobre el arcoíris.

Se deshizo en temblores.

A medio camino entre la perplejidad y la turbación no encontró otra forma de combatir el terror que esconder la cabeza entre las piernas y agarrarse con fuerza las rodillas.

—Si los felices pequeños pájaros azules vuelan más allá del arcoíris, ¿por qué, oh, por qué no puedo yo?

Ya ni siquiera pretendía averiguar la procedencia de la estridente voz. Mary Louise solo quería desaparecer, volar como aquellos pequeños pájaros azules.

—Mi madre me la cantaba de pequeño. Nosotros también tenemos madres, ¿lo sabías, pajarito?

Empezó a percibir que el ambiente se cargaba de cierto hedor a comida fermentada y vinagre. Le recordó a un profesor suyo que tenía un hongo en el paladar que provocaba que, con cada exhalación, intoxicara el aire convirtiendo su entorno en un cenagal.

Aquella remembranza mezclada con el pánico reactivó su sistema motor. Se incorporó súbitamente y, sin despegar la espalda de la pared de roca húmeda, avanzó dando pequeños pasos laterales y agitando los brazos como si estuviera espantando un enjambre de imaginarios insectos voladores.

Un fuerte golpe en la frente hizo que su nuca impactara violentamente contra la pared. Se desvaneció antes de perder la verticalidad. Aturdida, aún fue capaz de apreciar con más intensidad aquel tufo abominable y de escuchar que alguien le susurraba al oído la última estrofa de la canción:

—Si los felices pequeños pájaros azules vuelan más allá del arco iris, ¿por qué, oh, por qué no puedo yo?

Le Savana. Colmena de Bamako (Mopti)

Se parecía, pero en aquel lugar poco quedaba del acogedor restaurante en el que un imberbe e ingenuo Souleymane Sonko pasaba las horas muertas pensando en Awa permiso tras permiso. Se sentaba siempre al fondo del local, parapetado tras ese enorme y deforme pilar, en una mesa de madera mil veces reparada y otras tantas barnizada. Allí solía abstraerse del entorno para escapar de una realidad ya por aquel entonces voluntariamente distorsionada. Y volver a ver su rostro.

Transcurridos tantos años, aún seguía pensando en lo mismo, con la firme convicción de que nada es más tangible que un efímero recuerdo.

Su historia estaba condecorada con medallas de desencanto y dolosas distinciones.

En octubre del 2038, una imponente fuerza naval conformada por varios países sudamericanos pertenecientes a la Unión de Estados Libres desembarcó con éxito en las costas de Liberia, abriendo un segundo frente en África que a la postre solo valió para desatascar el avance de las tropas de la coalición europea en el Sáhara. Acompañando al Segundo Cuerpo Expedicionario del ejército británico con diecinueve primaveras, el soldado de clase uno Sonko atesoraba cinco largos años de experiencia bélica combatiendo siempre al mismo enemigo: el fundamentalismo religioso de la Alianza Islámica. Cinco más que cualquier oficial del Quinto Batallón de Infantería en el que estaba encuadrado.

A los trece perdió a sus padres y a sus dos hermanos mayores durante el bombardeo con bombas termobáricas que arrasó su ciudad natal, Tambacounda, en menos de una hora. Aquel sábado le pilló pescando en el Nieri Ko, pero desde allí pudo ver un terrible resplandor que se grabó a fuego en sus pupilas y sentir en su piel el inmediato aumento de temperatura que produjo la desmedida acción militar. Al regresar a lo que por la mañana era una ciudad de más de cien mil habitantes, apenas quedaba alguna edificación en pie. Mucho más tarde se enteró de que la Alianza Islámica había atacado Senegal porque su gobierno se negaba a formar parte de una coalición militar cuyo fin era imponer sus creencias religiosas. Lloró con amargura tratando de encontrar a los suyos, pero enseguida dedujo que las lágrimas, por muy sinceras que fueran, no alcanzaban para revivir a los muertos. Tras vagar sin rumbo por las carreteras que no habían sido destruidas, tuvo la fortuna de llegar al campo de refugiados de Malem Niani, donde fue acogido como un integrante más de la familia Diouf. En ese período, Souleymane Sonko aprendió los dos únicos dogmas que aún seguían vigentes: que nadie que no fuera él labraría su futuro y que ningún amor es ni será como fue el primero.

Se enamoró perdidamente de Awa, la única hija de los Diouf, con quien se comprometió a casarse cuando volviera de hacer la guerra con Ousmane, el mayor de los tres hijos varones del matrimonio.

Jamás la volvió a ver.

Souleymane Sonko luchó en los antiguos territorios de Camerún, República Centroafricana y Uganda hasta que fue herido gravemente en el pecho. En aquel precario hospital de campaña escuchó por primera vez a un médico keniata hablar del uso de armas químicas y biológicas. Luego pudo comprobar sus efectos cuando fueron llegando los heridos por millares para convertirse en muertos a centenares. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Hombres, mujeres y niños sin distinción. Cuando pudo regresar al frente, la Alianza Islámica había avanzado hasta Zimbabue y poco pudo hacer para evitar la rendición incondicional de la Confederación de Estados Africanos.

Como excombatiente no podía regresar a Senegal, ocupada por el enemigo, y, en consecuencia, no encontró mejor alternativa que seguir luchando junto a Ousmane. Así fue como llegó a vestir el uniforme del Cuerpo Expedicionario del ejército británico semanas más tarde de que la Unión de Estados Libres declarara la guerra a la Alianza Islámica. Participó en el desembarco de Liberia y no dejó de combatir hasta que se firmó la paz, tres largos años después.

—Souley, ¿nos sentamos? —le conminó Patricia Jones agarrándole del brazo.

—¿No tenéis nada más fuerte? —se quejó Frederik—. Yo necesito algo que lleve al menos RT6.

El camarero se encogió de hombros y miró al resto de los integrantes del grupo. Petra Toivonen y Ake Dahl pidieron agua, Patricia Jones un RT1 de nombre impronunciable y Souleymane Sonko cerveza. Nada más apuntarlo en su UAT, buscó parsimoniosamente con la mirada a aquel rubio enorme con barba, melena recogida en una coleta y ojos rebosantes de inquina.

—Tráeme cualquier mierda que tengas con RT3 —ordenó.

—Tenéis que disculpar a Frederik, el calor le pone tenso, pero es un buen hombre y a veces incluso sabe comportarse —recalcó ella.

El danés hizo oídos sordos y concentró su atención en el entorno.

—Si os parece, retomo el asunto —dijo Patricia Jones—. Creo firmemente que sería una buena idea que uniéramos nuestros recursos para tratar de cumplir con el cometido que nos ha juntado en este rincón del planeta.

La líder del MOC no se lo pensó mucho:

—Parece que tenemos que recorrer juntos buena parte del itinerario y este territorio es lo suficientemente hostil como para no rechazar aliados. Por nosotros no hay inconveniente.

—¡Genial! —calificó la periodista elevando su bebida—. Sin embargo, creo que estamos en desventaja. Nosotros os hemos contado el fin que nos ha traído hasta aquí: un maldito reportaje sobre la vida en un área de exclusión negra —mintió—, pero todavía no sabemos el vuestro.

Petra Toivonen se aclaró la voz.

—Científico. El doctor Dahl y yo pertenecemos al laboratorio Active Biotech AB y venimos a recoger muestras para certificar que los niveles de contaminación han bajado como asegura la comisión de la Asamblea. En cuanto a Frederik, como ya habrás deducido, representa el mismo papel que…

—Souley —completó la galesa—. Ya entiendo. Seguros de vida —definió recordando las palabras de su jefe, Graham Andrews—. Entonces…, ¿cuál sería el siguiente paso después de terminarnos estas bebidas y encontrar algo decente para comer?

—Eso mismo me estaba preguntando yo —intervino Ake Dahl.

—Entiendo que ya tenéis la autorización de acceso —observó Petra Toivonen.

—La traemos puesta —contestó Pat mostrando su UAT.

—Bien. Nosotros la acabamos de lograr, firmada por el mismísimo gobernador del territorio —dijo la líder del MOC—. Creo que lo principal ahora es hacernos con provisiones para el viaje y conseguir un transporte terrestre. Ya sabéis que no autorizan el desplazamiento aéreo civil en las áreas de exclusión. Frederik tiene localizado un establecimiento, o algo parecido, en el distrito 3 en el que podemos hacernos con uno.

—No valer —apuntó Sonko agarrando el recipiente metálico en el que le sirvieron la cerveza. El danés se giró con el rictus contraído—. No necesitar vehículo para paseo, necesitar vehículo distinto.

—¿Distinto? —se sincronizaron ellas.

—Eso decir. Distinto —subrayó con su basta sonrisa—. Vosotros no preocupar. Souley sabe.

Frederik se mordió la lengua. Tras beberse de un trago aquello que tuviera en el vaso, se levantó airado y desapareció por la puerta. Souley mantuvo su mueca de satisfacción antes de levantar el brazo para llamar la atención del camarero, justo en el instante en el que a Patricia Jones le entraba un mensaje cifrado de Graham Andrews que solo su UAT podía descodificar.

Pat, los tíos del ABC Strategics han sido atacados por los duendes. Se dice que no ha quedado ni uno. Tu suerte mejora y tu remuneración también: el doble, exactamente. Es tu momento, no nos falles. Por cierto, tu padre te está buscando; habla con él.

—¿Malas noticias? —quiso averiguar Petra Toivonen interpretando el contraído gesto de la periodista.

—En realidad, no —tardó en contestar—; en realidad no.

Madriguera del clan del Mandara

Mary Louise Blair no sabía si estaba viviendo una pesadilla o muriendo en un sueño.

Tenía los ojos entreabiertos y notaba una molesta opresión que se había adueñado por completo de la cabeza. Los extraños sonidos que registraban sus oídos no le ayudaban a situarse. Pasaron unos minutos hasta que se percató de que estaba tumbada sobre un costado y razonó que llevaba en esa postura mucho tiempo, porque prácticamente ya no podía sentir esa parte de su cuerpo. No había mucha luz, pero acertó a distinguir a no mucha distancia los torpes y peculiares andares de varios de esos engendros.

Y de nuevo el sabor del pánico.

Se le aceleró el corazón y empezó a respirar de forma entrecortada, buscando oxígeno como un pececillo de colores que, sin saber cómo, ha saltado fuera del acuario. Apenas le quedaba energía para despabilarse y, sin embargo, trató de moverse. Un violento tirón en los hombros y un intenso dolor en las muñecas la hicieron desistir. El ruido que produjeron las cadenas alertó a uno de los duendes. Mary Louise se fijó en que las tres siluetas permanecían estáticas examinándola con detenimiento.

Y de nuevo ese olor acre tan desagradable: su propio hedor.

Una de aquellas siniestras figuras se puso en movimiento. Se alejó unos metros y se agachó a por algún objeto que debía de pesar mucho, puesto que se desplazaba con notable dificultad. Mary Louise empezó a temblar y, a medida que el duende fue recortando la distancia, el estremecimiento se transformó en espasmos y luego en violentas convulsiones. Trató de pronunciar algo, una queja, un lamento, un suspiro; algo.

El agua fría sobre su cara ahogó el intento.

Su tosca reacción suscitó la hilaridad de su público, que era bastante más numeroso de lo que ella había imaginado. La irrupción de alguien detuvo en seco la algazara de los duendes y, transcurridos unos breves instantes, un angustioso silencio se fue propagando entre los miembros del clan como el fuego en un campo de trigo seco.

Mary Louise se encontraba sentada y empapada sin saber muy bien cómo había llegado a adoptar esa postura. La tiritona que le hacía castañetear los dientes no se debía al frío. Progresivamente, la luz fue ganando terreno a la oscuridad y las siluetas tomaron forma dibujando los cuerpos deformes de aquellos seres que con tanto acierto habían bautizado. Los había enanos y cheposos; de tamaño medio y amorfos; voluptuosos y corcovados.

Contrahechos todos.

De mirada canina y risa felina.

De porte pedestre, tosco, casi lastimero.

Hasta que apareció uno que progresó entre la multitud con paso aletargado. Caminaba valiéndose de una rama gruesa que hacía las funciones de bastón. Llevaba la cabeza cubierta por un manto raído que le caía sobre los hombros y una falda larga que le llegaba hasta los tobillos.

Mary Louise se puso de rodillas y pensó en alguna plegaria, pero el bloqueo le impedía encontrar las palabras. Hasta que el duende no se aproximó lo suficiente no pudo darse cuenta de que se trataba de una hembra. Mediría poco más de metro cuarenta, tenía la piel cenicienta pero algo desteñida por paños, rostro ojival y el mentón huidizo. Sus minúsculos pero rutilantes ojos, escondidos tras una estrecha y alargada nariz, la inspeccionaron con parsimoniosa crueldad.

Antes de hablar se pasó la lengua por sus labios finos y cuarteados.

Je m’appelle Fátima. Parlez vous français? —le pareció entender.

Su voz sonaba aguda y destemplada, como si le embargara algún tipo de emoción. La cautiva solo acertó a negar con la cabeza.

—¡Emmanuel! —gritó.

Mary Louise reconoció al duende de chaleco rojo que acudió de inmediato a la llamada y se colocó a la derecha de su guía manteniendo una actitud sumisa. Era el mismo que había ensartado a su compañero, ese que la había perseguido, ese que la había capturado.

Ese.

Cuando Fátima terminó de hablar, Emmanuel tradujo sus palabras al inglés.

—Ella quiere saber a qué habéis venido hasta nuestros dominios.

—Un reportaje —consiguió pronunciar.

Comprender la respuesta motivó que Fátima liberara una carcajada alevosa que dejó al descubierto sus puntiagudos y deteriorados dientes. En una fracción de segundo su semblante se endureció, como si los músculos de la cara estuvieran programados para no conceder signos de alegría durante más tiempo. Lentamente, elevó el brazo derecho, introdujo los dedos en el apelmazado pelo de Mary y recortó la distancia con su presa. Tiró de un mechón para acercárselo a sus orificios nasales y aspirar profundamente. Mary Louise apretó los párpados y se concentró para que el penetrante olor a pecina que despedía el duende no le provocara el vómito.

Fátima empezó a hablar. Entre frase y frase tenía que inspirar por la boca para poder continuar. El aire que se introducía por la tráquea emitía un agudo y molesto silbido a modo de sonora protesta por tener que alimentar tales pulmones.

Emmanuel traducía simultáneamente.

—Dice que todavía no ha llegado a los cuarenta y ya es una anciana decrépita. No sabe si los va a cumplir o no, pero no va a permitir que nadie profane su casa grabándoles como a animales de circo. Cada día nos llegan más recién nacidos. Vosotros, la especie dominante, tenéis un gran problema, ¿sabes cuál es?

Mary Louise se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Por aquí ya casi no nacen humanos —continuó traduciendo Emmanuel—. Sin embargo, nuestra comunidad crece y la caza escasea. Prácticamente no quedan animales. Tenemos que alimentarnos con lo que desenterramos del suelo o nos cae de los árboles. Necesitamos carne y, de un tiempo a esta parte, la única al alcance de nuestros arcos, cuchillos y lanzas es la vuestra: la carne humana. No podemos desecharla, ¿comprendes?

A Fátima le costaba cada vez más vocalizar por la saliva que se generaba en su boca. La cautiva se percató cuando vio cómo le caía un hilo de densa y generosa baba por la comisura de la boca. De improviso, el duende se calló y mudó de expresión; tenía su atención puesta en el frenético palpitar localizado en el cuello de su captura. Notó que las uñas del duende descendían por su cabeza recorriendo con rudeza el cuero cabelludo desde la nuca hacia el cuello.

A Mary Louise Blair, redactora norteamericana del ABC Strategics, le habría gustado terminar ese reportaje, conseguir un puesto mejor en el periódico, casarse con Adam, su novio de toda la vida, tener un hijo y algún día poder vivir en el cinturón metropolitano principal de alguna urbe capitalina cercana al mar. Pero en aquel preciso instante Mary Louise Blair, joven con un futuro prometedor, en lo único que pensaba era en santiguarse.

Pero no pudo.

Fátima se ayudó de la mano izquierda para sujetar la cabeza de Mary con firmeza y aumentó la presión de sus dedos hasta que notó que las uñas atravesaban el tejido. Con un único y certero movimiento desgarró la garganta e inmediatamente colocó la boca en la herida. Sorbió todo el plasma que pudo antes de empezar a mordisquear esas partes blandas de la cara que tanto le gustaban.

Cuando se sació dio paso a sus lugartenientes, que se inclinaron sobre el cuerpo ya sin vida de la redactora. Después, llegó el turno para las mujeres y los niños. Y por último, el resto del clan allí congregado por orden de prestigio.

Fátima analizó a cierta distancia cómo se alimentaban los suyos y se dejó embargar por un sentimiento de orgullo que superaba con creces el mero instinto de protección. Sin embargo, algo le hizo entornar los ojos: una de las recién llegadas no se atrevía a alimentarse de la humana.

Sede de Planet Construction Bank

Benjamin Harding miró la hora y ordenó activar su canal de comunicación privado, encriptado permanentemente. Transfirió la imagen de su UAT al panel central de su despacho para hacer la llamada a J. J. Boozer.

Cuando vio aparecer su imagen no pudo evitar la mueca de desagrado.

—Presidente, justo ahora iba a solicitar una comunicación con usted.

—Llevo esperando más de dos horas.

—Estaba aguardando a tener noticias de mi hombre sobre el terreno y no le debe resultar sencillo encontrar el momento para contactar conmigo. Ya están en Bamako, a punto de entrar en el área de exclusión. Allí, como sabe, la Lupa es ciega y dejará de funcionar el rastreo sanguíneo del científico. Por tanto, mi hombre se convierte en nuestra única referencia hasta que lleguen a Lukomorie.

—¿Es de fiar?

—La recompensa lo es.

—No me interesa saber cuánto le ha ofrecido, saldrá de sus emolumentos.

—No son culos lo que me ha pedido.

—No me interesa —repitió—. Continúe.

—A partir de ahora me enviará su localización usando un canal codificado de baja frecuencia. Yo me encargaré de informarle a usted, presidente.

A Ben Harding le pareció que, cuando mencionaba su cargo, lo hacía con notable causticidad.

—¿Y que hará si consigue entrar en Lukomorie?

—Entrará.

—Responda a mi pregunta.

—Como bien sabe, el complejo está diseñado para que no pueda tomarse al asalto. Sus accesos son inexpugnables, así que necesitamos que alguien nos dé una invitación o nos abra las puertas desde dentro. Mi hombre es ese alguien.

—No parece muy complicada la operación.

—Se equivoca.

Benjamin Harding sintió una punzada en el corazón y solo la consecución de su sueño de venganza evitó que ordenara la muerte inmediata de su osado interlocutor.

—Resulta que en el interior no funciona ningún dispositivo que no esté programado en el lenguaje de Khimera —continuó Boozer—. Lenguaje que desconocemos. Sin embargo, le hemos instalado una aplicación que, una vez conectada a sus sistemas, se camuflará usando el lenguaje binario universal para rastrear y localizar los códigos de acceso al complejo. En ese momento, presidente, podremos activarlos de forma remota. Entonces sí, presidente, podrá enviar a la caballería.

—Si le he entendido bien, todo depende de que consiga llegar hasta allí, que le dejen entrar en Lukomorie y que le permitan amablemente conectar el UAT. ¿Es así? —quiso saber con sorna.

—Tendrá su oportunidad, se lo aseguro. Nunca le dije que fuera fácil.

—Ni yo que tolerara el fracaso. Más le vale que tenga éxito, más le vale —recalcó—. No contacte conmigo si no tiene novedades. Adiós.

El viejo se presionó las sienes con las palmas de las manos y desvió su atención hacia el cuadro, una imitación de Estudio de color con cuadros de Kandinski. Aquellos círculos concéntricos le ayudaban a abstraerse cuando algo le distraía de su objetivo primario.

La primera vez que se cruzaron sus caminos, él todavía trabajaba para la NSA y era el máximo responsable de la red Echelon-4 en Europa. Por aquel entonces ya había pasado el huracán Snowden y sus revelaciones no eran sino un mal recuerdo en las instalaciones centrales de la agencia. Desde Ford Meade se volvía a mirar más hacia fuera que hacia dentro de las fronteras y la experiencia de Harding hizo que se ganara un puesto en el equipo que tenía puestos los oídos en Rusia. Este y no otro fue el motivo que llamó verdaderamente la atención a John J. Hamilton, contratista militar de confianza, para proponer el nombre de Benjamin Harding a los custodios de la Congregación de los Hombres Puros. Y dado que hablaban el mismo idioma, no tardaron en entenderse. Ser miembro supuso una inyección de carburante de insigne octanaje para impulsar su carrera, sí, pero al mismo tiempo condicionó el resto de sus días. Rememorando el lema de la Congregación: «Como las estrellas, que nuestro brillo ciegue a los que nos miran desde abajo», navegó por sus recuerdos hasta principios de los años veinte.

En aquella década, el mundo pareció pisar el acelerador y las peores pesadillas que atemorizaban a los servicios de inteligencia de los principales miembros de la OTAN acabaron por materializarse. En el 2024, Arabia Saudí, Indonesia y Pakistán —que ya habían unido sus fuerzas durante la Guerra de la Media Luna contra Irán y Siria borrando del mapa musulmán a las corrientes chiíes— lideraron la creación de la Organización para la Defensa del Islam, consiguiendo agrupar a otros treinta y ocho países musulmanes. Occidente bautizó aquella amenaza como la Alianza Islámica y, como era de esperar, reaccionó con premura. En mayo del 2025 se firmó en Bruselas el Tratado para la Unión de Estados Democráticos Libres, que pronto se conocería como la Unión de Estados Libres, sustituyendo a la OTAN como organización militar.

Tres meses más tarde, el vicealmirante Howard le ordenó trasladarse a Rusia como agregado a la embajada estadounidense en Moscú para vigilar los frecuentes contactos que se estaban produciendo entre rusos y chinos. Bajo la identidad de Arthur Nichols, desarrolló su misión con suma destreza, interceptando cientos de comunicaciones gracias a las cuales pudo demostrar el interés de las partes por crear una alianza que dominara Asia con mano de hierro.

Y así fue como Benjamin Harding leyó por primera vez algo relacionado con el Khimera Proyeckta y guardó en su retina aquel símbolo diseñado con tipografía de corte cirílico: una ka invertida que compartía trazo vertical con una hache mayúscula coronada en diéresis. Así fue como tuvo conocimiento por primera vez de su nombre, su maldito nombre en clave.

De Khimera averiguó que se trataba de un plan para la formación de una serie de comandos de élite bien entrenados y dotados del soporte armamentístico más avanzado del momento. Similar a sus Delta Force, los Navy Seals o los Rangers, nada que pareciera interesante. Sin embargo, tirando de aquel hilo llegó hasta la persona que le abriría las puertas del Kremlin. Harding era un hombre paciente. Sabía que el reconocimiento iba a llegar y tras cinco largos años de arduo trabajo al frente de la delegación europea llegó la recompensa. En febrero del 2030 alertó al alto mando de la NSA de la firma en secreto del Pacto de Dongguan entre China y Rusia para la defensa militar del continente asiático, donde, además, se acordaron medidas para la administración energética y el control demográfico de la zona. Solo unos meses después, aquello cristalizó en San Petersburgo con el Tratado para el Desarrollo de Asia, firmado por los integrantes de la Organización de Cooperación de Shanghái más Corea del Norte. El tercer jugador entraba en la disputa por la hegemonía del planeta: el Bloque Asiático.

Pero cuando estaba esperando a que le llamaran de la Casa Blanca para ocupar cualquiera de los altos cargos de Inteligencia que se había ganado a pulso, todo se derrumbó. La llamada sí llegó, pero desde Langley, donde tuvo que acudir para responder ante una comisión de investigación de la CIA por supuestas filtraciones de información clasificada desde su delegación. Creía que había desnudado a Khimera, pero la realidad era otra bien distinta: Khimera se había dejado seducir para penetrar sin que se diera cuenta en sus aposentos privados. Nunca llegó a averiguar cómo; solo supo a través de quién había llegado la información de sus lucrativas actividades ilícitas al vicealmirante Howard: un agente doble conocido con el nombre en clave de Rusalka.

El fallo de seguridad le costó el puesto y ni siquiera sus hermanos de la Congregación, muy debilitada y en pleno declive, pudieron evitar su caída.

Precisamente cuando se iban a desatar todos los infiernos.

Precisamente cuando su país más lo necesitaba.

Precisamente cuando estaba a punto de hacerse con la fórmula de un gas letal desarrollado por los rusos que podría desnivelar la balanza a favor de los suyos.

De su despacho en Moscú no le dejaron traerse ni las plantas, pero sí logró convencer al vicealmirante Howard de que le permitiera quedarse con aquel cuadro alegando motivos sentimentales. En su interior viajaron los contactos de las agencias con los que había hecho negocios, pero, sobre todo, la documentación que comprometía a uno de los militares rusos que más alto apuntaba por su cercanía con el presidente. Dmitriy Gareev era su pasaporte hacia un futuro más que prometedor.

Benjamin Harding se sorprendió al ver su propio reflejo en el panel de grafeno de su escritorio.

Estaba llorando.

Completamente emocionado, como un niño.