Perdurar

Siberia

Julio del 2054

Los helechos se habían descontrolado y ya ocupaban una extensión del jardín más que considerable. Las hojas estaban perladas con el rocío de la mañana y se acercó para inspirar aquel aroma evocador. De inmediato, se embarcó en sus recuerdos hasta arribar en aquel bosque de hayas por el que solía pasear con su madre. Jugaba a ocultarse mientras ella se hacía la despistada y fingía un enorme disgusto cuando volvía a aparecer por su espalda para asustarla. Casi podía escuchar su voz asegurándole que aquellos bosques perdurarían en el tiempo, pasara lo que pasara.

Y el augurio se había cumplido.

Por allí había pasado la desolación que acompaña a las guerras y, sin embargo, los árboles, y las flores y los aromas, permanecieron.

Se acarició la nuca y liberó el aire que tenía retenido en sus pulmones. Tratando de no tropezarse con los adoquines del suelo, se encaminó hacia la puerta trasera de la vivienda.

—Sellar accesos principales y secundarios —ordenó.

«Accesos principales y secundarios sellados», respondió el DOM.

Cuando se hubo sentado y tratado infructuosamente de detener el temblor de sus manos, seleccionó un canal de comunicación seguro para hablar con él. Habían pasado muchos meses desde que pudo abrazarlo la última vez, y temía tanto no volver a hacerlo como deseaba detener aquella locura.

La imagen nítida de Anatoliy Sokolov apareció en el panel. Siempre que veía aquellos rasgos tan marcadamente eslavos notaba algo revoloteando en su estómago, como una polilla luchando por entrar en una bombilla. Su carácter le recordaba al de otra persona que llenó sus primeros años de lucha: honestidad y testarudez a partes iguales.

—Tolya.

Su interlocutor se esforzó por hacer crecer un gesto amable que adornara su semblante.

—No tienes buena cara —observó ella en ruso.

—Supongo que me contactas por la alerta —lucubró cambiando de tercio con cierto hastío.

—Así es. Aterrizarán en Bamako sobre las trece horas, hora local.

—Ya, el científico noruego y la líder del MOC —dijo él, lacónico.

—Sus nombres son Ake Dahl y Petra Toivonen —precisó con velada irritación— y eres muy consciente de cuánto nos ha costado llegar hasta ellos.

—Sí, ya lo sé.

Rusalka apreció un tono beligerante en Anatoliy Sokolov, pero evitó entrar en conflicto.

—Tolya, no lo hagas todo más difícil de lo que es. Ahora no, te lo ruego. Solo tienes que lograr retenerlos ahí hasta que yo llegue. Él te ayudará.

—Tengo muy claras las órdenes y las cumpliremos con éxito, como siempre.

—¿Órdenes? ¿Has dicho órdenes? ¿Cuándo hemos funcionado como una cadena de mando? ¡¿Cuándo?! —estalló ella.

—Disculpa, hoy no tengo un buen día.

—Está bien. Tenemos que administrar mejor la tensión. Si no estuviéramos separados por tanta distancia, ya te habría dado una patada en las pelotas —bromeó.

—No sabes lo bien que me vendría un estímulo como ese…

Ella soltó una leve carcajada que perdió intensidad muchos kilómetros antes de convertirse en contagiosa.

—Les aguarda un largo viaje, espero que no se encuentren demasiados problemas.

—A estas alturas eso es poco menos que imposible.

—Ya. Hablando de viajes —retomó ella—, ¿habéis revisado a fondo a Vodianoi?

—Dentro de nuestras posibilidades…

—¿Es que te faltan recursos en Lukomorie?

—No. Dispongo del mejor equipo que se podría tener —puntualizó intencionadamente.

—¡Ya es suficiente, Tolya! ¿Me vas a contar de una vez qué está pasando?

—Hemos tenido un problema con la conectividad del núcleo y llevamos toda la noche trabajando en ello.

—¿Y cómo es eso posible? —quiso saber ella.

—Duendes. Hay un clan que no conseguimos domar: el clan del Mandara.

—No me gusta que emplees esos términos. Y menos tú. Son personas —le reprendió.

Anatoliy se tapó el rostro con las manos y expiró lentamente, como si de esa forma pudiera ocultar su identidad o alejarla de su cuerpo lo más lejos posible.

—Descubrieron la estación de Hama Kossou y la destrozaron —continuó—. De momento estamos tuertos hasta que consigamos restaurarla. Este tipo de contratiempos dificultan mucho el día a día en la estación.

—Pero os mantienen alerta. Estamos en el último asalto, no lo estropeemos ahora —remarcó—. De todos modos, te he sugerido en varias ocasiones que aumentes las medidas de seguridad en la periferia del complejo, pero tú eres el guardián de Lukomorie y nadie mejor que…

—No esperábamos que se alejaran tanto de sus madrigueras —la interrumpió—. Actúan de forma distinta a los demás clanes. Parece que tuvieran un plan o, al menos, un objetivo.

—Y puede que así sea.

—Puede. Están asentados en las laderas de la cara norte del Macizo de Mandara, una zona de muy difícil acceso que hacía de frontera natural entre los territorios de Ubangui y Borkou.

—La misma que antes separaba Nigeria y Camerún. Conozco muy bien la zona. ¿Es el mismo grupo que atacó hace dos noches al equipo de periodistas del ABC Strategics?

—El mismo. Mantas Kleiza y Aleksandra Karpova rastrearon a conciencia la zona. Creemos que la expedición americana la componían entre doce y quince personas. Llevaban escolta armada, mercenarios, pero se metieron en la boca del lobo. El ataque se produjo de noche y se defendieron bien, pero no tenemos forma de averiguar si hay o no supervivientes; ellos nunca dejan cuerpos, ni vivos ni muertos. Tienen un radio de acción bastante extenso, pensamos que puede llegar a superar los quinientos ejempla…, individuos.

Ella frunció el ceño.

—Es un grupo muy numeroso —apostilló ella—. Tienen que seguir a un guía muy fuerte.

—Todavía no lo hemos identificado —admitió anticipándose.

—Es lo primero que debemos conseguir. Tienes que encontrarlo y hacerle entrar en razón. Ahora no podemos fallar —insistió—. Después de tanto esfuerzo, no. Como ya vaticinaste, se convertirá en un safari en cuanto trascienda la matanza de los periodistas. De todos modos…, Tolya, te conozco muy bien y presiento que hay algo más, ¿verdad? ¿Qué es lo que no me estás contando?

Tolya se volvió a restregar la cara.

—Liya ha desaparecido y creemos que puede estar con ellos —confesó avergonzado.

La anciana encajó el golpe lo mejor que pudo, pero la tensión de los músculos faciales delataba su colérico estado de ánimo.

—¿Cuándo? —se contuvo.

—No podemos saberlo con seguridad. La última vez que la vi fue hace algo más de dos semanas. Discutimos, igual que las últimas veces. Se empeña en…

—¿Comportarse como lo que es? ¿Por qué no lo aceptas de una vez por todas? ¿Cuánto tiempo ha de pasar? ¿Cuánto?

—Lo intento…

—No lo intentes, ¡hazlo! ¡Acéptala tal como es!

—¡¡Es un duende!! —gritó él, desesperado—. Se ha ido con los suyos.

Rusalka se concedió una pausa tratando de aliviar la tensión en la comunicación.

—Es tu hija.