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Ake Dahl
Instalaciones de Active Biotech AB
Cinturón metropolitano 3 de Estocolmo.
Germania (área euroafricana, sector ártico norte)
Junio del 2054
Llevaba tanto tiempo estudiando la imagen en cuatro dimensiones del genoma que tenía a treinta centímetros que no se percató de que su compañero, el doctor Lundgren, había entrado en su despacho.
—Por mucho que lo mires no va a cambiar, hermano —comentó.
—Ese es el problema —sentenció el doctor Dahl en tono dramático—. Estamos bien jodidos, Mathias.
—No dirías eso si convivieras una semana con mi hija.
Ake Dahl se volvió mostrando evidentes señales de preocupación.
El científico de pelo pajizo en peligro de extinción y ojos tristes era natural de Stavanger y ocupaba el cargo de responsable del departamento de investigación de ingeniería genética en el laboratorio más prestigioso de Escandinavia, uno de los más avanzados del mundo en la materia. En su juventud se dejó arrastrar por las corrientes transhumanistas que habían calado desde principios de siglo en el seno de la comunidad científica europea. Estas defendían la absoluta libertad del ser humano para traspasar los límites que impone la naturaleza modificando su cuerpo en la medida en la que los avances en medicina y biotecnología lo permitieran. Con cuarenta y cuatro cumplidos, riñones de laboratorio y un implante ocular, atesoraba el prestigio y la credibilidad internacional suficientes para dirigir las inversiones de Active Biotech AB en la carrera por lograr un cerebro cultivado. La empresa escandinava, filial de la líder absoluta del sector y con participación en la Asamblea, NovoGen Bioprinting Corporation, estaba inmersa en la batalla con su inmediata perseguidora, Roche-Merck Group, por consolidar su posición en el campo de la medicina regenerativa.
Sin embargo, a espaldas de la labor del doctor Dahl, la junta directiva, que presidía el doctor Bergström, había trazado un objetivo mucho más ambicioso que trascendía el hito de crear un recipiente que fuera capaz de funcionar. La verdadera intención consistía en poder llenarlo con el contenido de otro cerebro desgastado, es decir, transplantar completamente los conocimientos y experiencia alojados en un cerebro a punto de extinguirse a otro cien por cien cultivado. Materia gris con todo el equipamiento de serie, neuronas a estrenar, lleno de vida, vacío de taras hereditarias.
No eran pocos los que pensaban que aquello significaba el primer paso hacia la inmortalidad del ser humano como especie.
Lo que aún no podía saber el doctor Dahl era que ese inesperado y fortuito descubrimiento precipitaría los cambios; radicalmente. Aunque en aquel preciso instante no era eso lo que le atormentaba. Todo lo que Ake Dahl quería se encaminaba a encontrar una solución para preservar la raza humana.
—Joder, Ake, estás pálido. Es decir, más pálido de lo normal. ¿Me puedes explicar qué pasa? —retomó su colega, el doctor Lundgren.
—Lo tienes delante. En realidad lo hemos tenido delante todo este tiempo, pero a veces el bosque no nos deja ver las ramas.
—Los árboles no dejan ver el bosque —corrigió el sueco.
—Sé muy bien lo que digo. ¿Qué tienes ahí? —preguntó ampliando la imagen separando sus manos.
—El genotipo de un duende.
—Ese es el bosque.
Mathias Lundgren chasqueó la lengua. Estaba considerado una eminencia mundial en el campo de la ingeniería de tejidos, de hecho fue el científico mejor remunerado de Active Biotech AB hasta que ficharon al doctor Dahl. Sin moverse del sitio alargó los brazos y colocó la imagen frente a él. La giró varias veces antes de retomar la palabra.
—Presenta la clásica mutación de los genes ERCC6, ERCC8 y ERCC10 localizados en los loci genéticos 5q11, 10q11 y 18q11, que son los encargados de codificar las proteínas CS-A, CS-B y CS-C. Tal circunstancia —continuó en tono académico— genera en el individuo el envejecimiento celular prematuro, deformidades óseas, anomalías neuronales y algunas deficiencias psicomotoras. La mutación es consecuencia del uso indiscriminado de armas bioquímicas y, aunque nunca se ha podido identificar el agente que la ocasiona, sabemos que se traducen en otras anomalías clínicas como la desmielinización de la sustancia blanca cerebral y cerebelosa, por dilatación ventricular y por las frecuentes deposiciones cálcicas en los ganglios basales.
Ake Dahl le invitó con su silencio a continuar.
—Como ya se ha constatado, morfológicamente se manifiesta de formas diversas —precisó con cierta acritud—: microcefalia, despigmentación de la piel y camptocormia aguda con la que se define ese perfil encorvado que lucen estos seres; rostros ovalados; cuencas orbitales hundidas; tabique nasal alto y estrecho; pabellones auditivos desproporcionados en tamaño; e importantes deterioros de las piezas dentales a consecuencia de la descalcificación. Se dice que su mordedura provoca una infección letal por la cantidad de gérmenes, bacterias y toxinas que se cobijan en sus asquerosas bocas. Estas características justifican sobradamente que alguien bautizara a estos seres como «duendes»; con mucho acierto —juzgó el doctor Lundgren—, justo porque tienen aspecto de eso: de jodidos duendes. ¿Me dejo algo? Por supuesto, por supuesto…, sus hábitos alimenticios —se contestó a sí mismo levantando las palmas de las manos—. Voracidad extrema. Su rápida degeneración celular les obliga a ingerir grandes cantidades de proteínas y como no pueden sintetizar los aminoácidos de las de origen vegetal… ¡Carne! ¡Carne! ¡Carne! ¡Ñam, ñam, ñam, ñam! —teatralizó—. Esos bichos se alimentan de cualquier ser vivo que cae en sus asquerosas zarpas. —El doctor Lundgren cogió aire y cambió la entonación impostando la voz de un narrador de historias de terror—: Cuenta la leyenda que los duendes se alimentan de seres humanos. Incautos moradores que, tras ser expulsados de las urbes, vagan por las áreas de exclusión hasta que son apresados por clanes de duendes insaciables y, tras ser descuartizados y desmembrados, terminan en sus repugnantes estómagos —interpretó—. Pero… ¡no teman! La buena noticia es que viven en comunidades aisladas y no pueden reproducirse como consecuencia de la mutación del cromosoma X. Los individuos varones padecen hipospermia, presentando concentraciones muy bajas de espermatozoides en su semen, insuficiente para fecundar a una hembra, ni siquiera de duende —remató.
Ake Dahl aplaudió con aire lacónico.
—Un terrible bosque tenebroso —definió el noruego—. Por eso no nos habíamos fijado en las ramas y, mucho menos, en los frutos. Trae —dijo cogiendo de nuevo la imagen con las manos—. ¿Qué ves ahí? —señaló ampliando con dos dedos una parte concreta del genoma.
—El famoso par 23. El sujeto es un varón.
—Bravo. Ahora mira estas cromátidas del cromosoma X. Loci genéticos Xp11 y Xp13.
—Está claro, justo ahí se localiza la mutación.
—Muy bien. ¿Y qué más?
El sueco forzó la vista y enarcó una ceja.
—¡La secuencia! Joder, esta secuencia está invertida, hermano.
—Eso es. Ahora hazte tú mismo la pregunta.
—Pero… ¿cómo es eso posible? Si la secuencia está invertida tiene que responder, consecuentemente, a una mutación posterior —conjeturó dejando caer la mirada al suelo.
—Correcto. Lo he comprobado. Siempre se ha creído, o nos han hecho creer —enfatizó con cierta acritud—, que era parte de la reacción genética a los agentes bioquímicos y, a falta de identificar cuáles eran, alguien tiró del clásico causa efecto. Atmósfera contaminada, alteración alimenticia, mutación genética y transmisión hereditaria. Hoy sabemos que los primeros alumbramientos de bebés con tales malformaciones se dataron a partir del 2034. Pero…, como no pueden reproducirse y tampoco es que sean criaturas muy longevas que se diga, fin del problema. Los duendes terminarán extinguiéndose por causas naturales en seis o siete décadas, ocho como mucho.
—Entonces, ¿crees que se trata de una transmutación evolutiva? —inquirió su colega, intrigado.
—Eso pensé al principio, pero no. Es una segunda mutación que nada tiene que ver con la primera. Se desarrolla en tres fases bastante cortas, normalmente se completa entre los treinta y ocho y los cuarenta meses. ¿Ves? Una mutación distinta originada por un agente diferente. ¿Comprendes?
Mathias Lundgren asintió al tiempo que troceaba la noticia.
—Ake, ¿estás seguro de esto? Joder, hermano, dime que existe algún porcentaje de error.
—Ninguno —certificó—. Este individuo padece una doble mutación y la segunda, que es la que provoca esterilidad en el sujeto, es desarrollada, no heredada.
—¿Desarrollada? Mierda, Ake, estás consiguiendo que me ponga nervioso.
—Es consecuencia directa de la exposición a ese misterioso agente bioquímico o biológico del gas Margaritka que nadie ha sido capaz de identificar.
—Joder. No sé si quiero saberlo, pero… ¿has comprobado más individuos?
—En concreto ciento treinta y ocho. Y todos, absolutamente todos, presentan la misma secuencia invertida.
—Y ahora la pregunta del millón: ¿a qué área de exclusión pertenecen?
Ake Dahl le sostuvo la mirada unos segundos antes de efectuar varios movimientos con sus manos hasta que apareció la imagen de un mapamundi delante de sus ojos. Ciento treinta y ocho puntos verdes parpadeaban concentrándose en varias áreas del globo: África central, la más extensa, afectando los territorios de Mopti, Ubangui y Borkou, conocida como área de exclusión negra; en Oriente Medio se definía perfectamente el área de exclusión marrón en el territorio de Mesopotamia, y por ultimo la denominada área de exclusión amarilla localizada en los territorios de Persia y Tibetano.
El doctor Lundgren resopló al tiempo que se secaba el sudor de la frente con la palma de la mano.
—Tenemos un problema gordo, hermano. Muy, muy gordo —sentenció.
—Todavía no lo entiendes —observó el noruego.
—¡Pues claro que lo entiendo! —protestó con cierta indignación—. El Mundo Manchado está mucho más sucio de lo que pensábamos y encima no sabemos de qué para poder erradicarlo. Si la Asamblea se entera de esto ordenarán la aniquilación de la vida en esas áreas de exclusión, como trataron de hacer en la amarilla cuando descubrieron los primeros clanes de duendes. Me están empezando a dar algo de pena esos bichos…
Ake Dahl negó con la cabeza, giró la muñeca e inmediatamente aparecieron otros puntos de color rojo diseminados por el mapa.
—¿Y esto qué significa?
—He accedido a las muestras de la base de datos de las filiales de Active Biotech AB en otros territorios.
Mathias Lundgren se echó las manos a la cabeza y empleó unos segundos en recomponerse, estupefacto.
—No, no, no, no…, no me jodas, Ake, no me jodas. ¡¿Tenemos infectados en el Mundo Impoluto?!
—Estos individuos presentan la misma mutación en el cromosoma X, en distintas fases, y sí, todos afectados. Todos estériles.
—Joder, hermano, ¿de qué porcentaje sobre la población mundial estamos hablando?
—Estos suponen un cuarenta y seis por ciento sobre el total, pero no tenemos forma de extrapolarlo. Ni de cuantificarlo. ¿Cuántos individuos intoxicados en el Mundo Manchado lograron llegar al Mundo Impoluto? Tú y yo conocemos unos cuantos. ¿Cuántos excombatientes? Decenas de miles. ¿Y aquellos que hemos viajado alguna vez antes de que se acotaran y cerraran las áreas de exclusión? Y de todos ellos, ¿cuántos han tenido descendencia desde entonces en estos quince años?
Mientras Lundgren masticaba aquellos interrogantes sin respuesta el científico noruego fue pasando imágenes de distintos ejemplos hasta que se paró en uno y amplió.
—Este espécimen en concreto ha desarrollado la mutación en treinta y nueve meses.
—¿Y?
El doctor Dahl tenía los ojos visiblemente humedecidos.
—Apenas estuve dos semanas en Beirut. En el 2040 algunos jóvenes incautos nos dejamos seducir por las continuas llamadas de auxilio que nos llegaban desde aquellos países destrozados. ¿Recuerdas? Lo llamaban ayuda humanitaria.
Mathias Lundgren no supo cómo reaccionar.
—No. No te preocupes por mí, ya sabes que a mí no me van las mujeres. Preocúpate, y mucho, por el futuro de nuestra especie.