Nada más dulce que el amargo sabor que deja el cumplimiento del deber

Bozoum, 290 km al sureste del lago Lagdo

Ubangui (área de exclusión negra)

Julio del 2054

Al Señor de Asia se le notaba extrañamente relajado.

Como tenían planificado, recogieron en Butembo el vehículo anfibio y compraron provisiones a precio de RT8. Recorrieron casi dos mil kilómetros sorteando por el noreste la intransitable zona selvática de la antigua República Democrática del Congo para luego adentrarse en la altiplanicie del territorio Ubangui. En esta extensa meseta alcanzaron muy buenos promedios exprimiendo todo el rendimiento que les proporcionaban las orugas, fenomenalmente adaptadas a la tierra yerma y el pedregal. Desde que dejaran atrás la frondosidad de la selva no se cruzaron con ningún ser vivo ni muerto y apenas quedaban rastros visibles de civilización en aquel paraje tan castigado durante las últimas décadas.

Cuando la sesión con ondas Theta llegó a su fin, Kai-Xi abrió los párpados.

—En Bozoum, mi señor —se adelantó Bào, que le acompañaba en la parte trasera—. Desde aquí no nos quedan más que unas horas hasta nuestro destino.

El Señor de Asia centró su atención en lo que acontecía delante. Xuan Nguyen conducía y Chong-Duy Liu dormitaba a su lado.

—¿Has descansado? —quiso saber él usando un tono inquisitivo.

—Lo suficiente —respondió ella, ambigua.

—Bajemos a estirar las piernas antes de continuar. Quiero comprobar si desde aquí podemos hacer un barrido de señal. Si es verdad lo que dicen y en el Mundo Manchado todo se controla desde allí —lucubró señalando hacia el norte, donde supuestamente se emplazaba Lukomorie—, tenemos que detectar alguna frecuencia de mucha actividad o algún canal mal sellado.

—Lo preparo —confirmó Bào.

Los vietnamitas se bajaron del vehículo y se alejaron algunos metros portando armamento ligero. Bào no tardó en llegar con un maletín metálico que conectó a las baterías de acumulación solar. Comprobó que la carga era suficiente, por lo que no existía riesgo de pérdida energética durante el barrido.

—Todo dispuesto, mi señor.

Kai-Xi abrió la tapa del maletín y colocó las palmas de las manos a unos centímetros sobre un teclado de cuatro cursores y seis comandos. Miró fijamente al detector ocular y en apenas unos segundos enlazó con el implante que tenía en el lóbulo parietal, en el área de asociación somatosensorial. El Señor de Asia detectó cambios en sus potenciales cognitivos, que pasaron a tomar el mando de la situación gracias a las fluctuaciones en la onda cortical P300. Describiendo formas elípticas con los dedos índices y pulgares, empezó con la calibración de frecuencias de alta densidad. Progresivamente, fue filtrando el nivel de ruido que recogía el receptor, chequeando las ondas para tratar de detectar el origen de alguna señal. Con la mente despejada y los músculos de la cara liberados de tensión, Kai-Xi se concentró al máximo. De inmediato, sus pupilas se contrajeron súbitamente, señal inequívoca de que había captado algo. Los movimientos de sus dedos se volvieron más bruscos hasta que cesó por completo. Pestañeó y recuperó el semblante.

—Lo tenemos —certificó.

Bào se mantuvo a la expectativa.

—Actividad íntegra compleja de algún generador termoeléctrico de radioisótopos. Del tipo de los que se utilizaban en los satélites antiguos. La geolocalización lo sitúa… justo aquí. —Señaló sobre la pantalla de su UAT—. En el lago.

—Eso explicaría que no haya detectado presencia fotovoltaica —comentó ella analizando el mapa—. Si ese generador está bajo el agua, no puede recoger luz solar.

—Ese es un punto vulnerable. Entraremos por ahí —dijo Kai-Xi con euforia moderada.

Bào no pudo evitar contagiarse del entusiasmo de su hermano. Todo marchaba sobre ruedas, concretamente sobre orugas.

—Mi señor, parece que se está formando una tormenta de arena —observó Chong-Duy Liu oteando el horizonte.

—Eso parece —corroboró despreocupado—. Apresurémonos.

Se avecinaba una gran tormenta, sí, pero no de arena.

Cercanías de Biu, 279 km al oeste del lago Lagdo (Ubangui)

—Yo juro a ti, señorita. Allí había ciudad grande —aseguró Souleymane Sonko a Patricia Jones señalando con el dedo.

La periodista no daba crédito a las imágenes que había recogido con su UAT desde el vehículo en movimiento. Sobre un promontorio se distinguían pequeñas protuberancias, como erupciones en una piel mal cuidada que no eran sino vestigios urbanos.

—¿Qué pasó aquí?

—Bombas, no; bomba. Una suficiente. La Alianza Islámica arrasa todo. Todos morir.

—No te gusta mucho hablar de todo aquello, ¿verdad?

—No gusta recordar. Recuerdos duelen.

—Unos porque no les gusta hablar y otros porque no quieren escucharlo, al final nadie se entera. Y si no se habla de ello quedará en el olvido. Es como si nada hubiera pasado aquí, como si aquel caos hubiera sido un pequeño y desgraciado accidente del que costara acordarse. A eso lo llamamos en mi tierra esconder la cabeza.

Por asociación de ideas, recordó que todavía no había reunido el coraje suficiente para contarle a su padre dónde se encontraba y se le agotó súbitamente el discurso sobre la gallardía y el olvido.

Durante los siguientes kilómetros, Souleymane Sonko se dedicó a mirar a través de la ventanilla, aunque era muy consciente de que ahí fuera no iba a hallar lo que estaba buscando. A los mandos del vehículo estaba Frederik Keergaard, con tantas ganas de llegar a su destino como de meterse una buena dosis de RT; junto a él, Petra Toivonen, que solo pensaba en los efectos que tendría el antídoto de Perséfone en manos del MOC. Mientras, Patricia Jones se afanaba en escribir algunas notas y Ake Dahl se imaginaba paseando por el M2 de Estocolmo con temperaturas bajo cero, despojado de aquel maldito calor seco y asfixiante.

—No tardaremos más de tres horas en llegar al Lagdo —comentó Frederik Keergaard—. Una vez allí, ¿qué planes tenemos?

—Confío en que nuestra sola presencia provoque el encuentro. Tendremos que mantener la sangre muy fría. ¿Me han oído ahí atrás? —preguntó Petra Toivonen girándose y elevando la voz.

—Por nosotros no creo que tenga que preocuparse —comentó el científico mirando a la periodista—, son estos dos grandullones los que van armados hasta los dientes.

—Los dos son profesionales y saben cómo comportarse en esas situaciones —afirmó ella más como advertencia que como aseveración.

Patricia Jones no lo verbalizó, pero se preguntó quién le había otorgado a Petra Toivonen el mando en aquella empresa. No le importó, ella sabría cómo actuar cuando llegara el momento.

El cielo se tintaba de tonalidades violáceas a medida que el sol caía lentamente hacia poniente. Desde la delgada línea en la que se fusionaba la tierra con el firmamento empezaron a surgir destellos de color carmesí y, como si de un mal presagio se tratara, Souleymane Sonko retiró la mirada.

Puesto de mando de Lukomorie (Ubangui)

Anatoliy Sokolov acudió presto en cuanto escuchó la alarma.

Arina Kúzina, directora de seguridad del complejo, y el lituano Mantas Kleiza, responsable de comunicaciones, discutían fervorosamente.

—Tenemos que armar los cañones de riel —exigió Arina—. De otra forma, cuando lleguen tendremos que hacerles frente con piedras.

—Te lo vuelvo a repetir: en cuanto los actives, los generadores auxiliares se convertirán en una bandera para cualquier radar de barrido energético con rango suficiente.

—Hace tiempo que saben muy bien dónde estamos —terció Tolya para sorpresa de ambos—. Ese no es el problema. ¿Alguien me puede explicar qué demonios está sucediendo?

—Lo tiene en el panel principal, señor —le indicó la responsable de seguridad.

Tolya se giró para comprobar que las balizas de presión, enterradas en el subsuelo y repartidas por todo el perímetro del complejo en un radio de cien kilómetros, habían detectado la presencia de un número indefinido de vehículos terrestres que se aproximaban a Lukomorie desde el sureste. La llegada estaba prevista en menos de una hora.

—¿Moradores?

—Apostaría a que sí.

—¿Un ataque? —se preguntó, incrédulo—. ¿Tiene que ser ahora que van a llegar los invitados? ¡¿Justo ahora?! —repitió sin dejar de mirar en la pantalla del escáner cómo avanzaba aquella deforme mancha de color verde claro. De repente, forzó la vista y señaló con el dedo.

—¿Y eso?

—Parece que uno se ha adelantado un par de kilómetros —comentó ella.

Tolya ató cabos.

—Arina, ¿recuerdas el enfrentamiento armado que registrasteis hace unos días?

—Lo recuerdo.

—Aquí tenéis la maldita segunda parte. Siempre hay una segunda parte. Todos estos —indicó rodeando la mancha con el dedo— están persiguiendo a este otro.

Arina Kúzina resopló.

—Arma los cañones de riel, pero carga los tubos con arena —ordenó.

—¿Con arena, señor? —repitió ella, decepcionada.

—Sí, puede que sea suficiente y no queremos causar más daño a esta gente, ¿verdad?

La responsable de seguridad del complejo aceptó resignada con un casi imperceptible movimiento de sus perfiladas cejas.

—Bien. Ahora dime en cuánto tiempo les darán alcance.

—Si mantienen estable la misma velocidad, unos doce minutos, señor.

—¿Y cuándo saldrán de la zona ciega, Mantas?

—En veintiocho minutos —calculó el lituano.

Tolya asintió varias veces como un fotograma encasquillado hasta que por fin ordenó:

—Usamos las medidas coercitivas y si algún vehículo armado traspasa el perímetro de seguridad embrionario, entonces sí, disparamos con fuego real.

—Afirmativo, señor —corroboró Arina Kúzina.

Tolya volvió a mirar al panel principal, pero esta vez a la parte opuesta del mapa.

—En breve esta reliquia —calificó refiriéndose al BTR de transporte que conducía en aquel momento Frederik Keergaard— entrará en nuestro radio de intervención electrónico; traedlos hasta el sector oeste, pero no desactivéis el camuflaje hasta que yo lo autorice. Quiero un equipo armado en la plataforma de acceso exterior correspondiente.

—Afirmativo. Tendrás a Piotr y Aleksandra —corroboró Arina.

—Mantas, prepárame un canal de comunicación seguro con Siberia.

—Tres minutos.

Tolya centró de nuevo su atención en la persecución.

—No me gustaría estar en su pellejo —comentó—. ¿Qué posibilidades tienen?

—Las que les proporcione su capacidad de aceleración —contestó Arina.

42 km al sureste del lago Lagdo (Ubangui)

—¡Este cacharro no da para más, mi señor! —gritó Chong-Duy Liu—. Estaremos dentro de su rango de fuego en pocos minutos.

Kai-Xi arrugó el semblante.

—Tenemos que hacerles frente —opinó Bào.

—Sí, pero son demasiados —objetó el Señor de Asia—. Debemos separarnos.

Los vietnamitas interpretaron acertadamente aquellas palabras. Intercambiaron gestos de despedida y asumieron su papel con entusiasmo. Xuan Nguyen se escurrió hasta la parte trasera para seleccionar el armamento.

—Mi señor, doce kilómetros al oeste parece que hay una pequeña formación montañosa —observó Nguyen señalando en el panel de guiado del vehículo oruga una zona que se veía como papel arrugado—. Desde aquí les separarán apenas treinta kilómetros del lago.

Kai-Xi aprobó la sugerencia y, en cuanto llegaron, los vietnamitas se bajaron con todo el equipamiento bélico que fueron capaces de acarrear. Su jefe se colocó frente a ellos adoptando una pose castrense y colocó las manos solemnemente en las cabezas de sus subordinados. Con el rictus hierático y sin pronunciar palabra, les agradeció el acto de valor y respeto. Unos segundos más tarde, Chong-Duy Liu estaba tomando posiciones entre las rocas al tiempo que Xuan Nguyen se subía de nuevo al oruga para atraer la atención de sus perseguidores. Bào y Kai-Xi corrieron en dirección opuesta, sin mirar atrás, ni siquiera cuando empezaron a sonar las primeras explosiones.

«Nada más dulce que el amargo sabor que deja el cumplimiento del deber», pensó Kai-Xi recordando el dogma que le inculcó su padre.

54 km al oeste del lago Lagdo (Ubangui)

Frederik apretaba los dientes mientras movía violentamente los mandos en su fingida intención por recuperar el control del guiado.

—¡Mierda! Tenemos problemas —advirtió—. Han intervenido el panel de guiado automático.

—Han sido ellos. Estamos cerca —comentó la líder del MOC.

Souleymane Sonko, a pesar de sostener su permanente sonrisa, agarró con fuerza la escupidera, lo cual no pasó inadvertido para la periodista y el científico. Las miradas empezaron a circular con mayor fluidez que las palabras.

—Todos tranquilos ahí atrás —avisó el danés—. Estamos dentro de su rango de alcance, si hubieran querido borrarnos de su escáner ya lo habrían hecho.

A la derecha, unos fogonazos en el horizonte captaron su atención. Décimas de segundo después, llegó el sonido.

—Música de guerra —dijo el senegalés—. Unos cincuenta kilómetros. Allá —indicó con el brazo.

«A los pasajeros del vehículo terrestre no identificado —se escuchó decir a una voz femenina por los altavoces—: Sigan nuestras indicaciones y su integridad no correrá ningún peligro. Les conduciremos hasta el área de seguridad de la estación. Cuando se detengan, esperen instrucciones antes de bajar. Tiempo estimado de llegada: veintitrés minutos».

26 km al norte del lago Lagdo (Ubangui)

Liya buscó una zona de sombra y se apoyó contra una roca. Todavía notaba evidentes signos de agotamiento tras la jornada y media de peregrinaje a través de la altiplanicie africana. Ella no estaba acostumbrada a realizar este tipo de marchas a pie y mucho menos a la velocidad a la que se desplazaban: un trote de baja cadencia pero constante, casi perpetuo, desde que el sol se ocultaba hasta que volvía a salir. Quedaban pocas horas de luz y, mientras la mayoría de sus compañeros de viaje aún dormitaban, los que estaban despiertos se alimentaban como buenamente podían, pensando en acumular reservas energéticas para la marcha nocturna.

Liya no encontraba la forma de borrar las recientes imágenes del enfrentamiento con las hienas ni dejaba de escuchar los terribles chillidos; tampoco lograba despojarse del olor de la sangre esparcida sobre aquel terreno rocoso. Cerró con fuerza los párpados y trató de evadirse pensando en días mejores, cuando vivía en Lukomorie; en los paseos nocturnos con Olek en los que le relataba por capítulos su azarosa existencia, los juegos con Arina e incluso las interminables charlas con su padre. No sabía identificar el momento exacto en el que empezó a sentirse como un bicho raro encerrada dentro de los muros de aquella instalación, sometida a los estrictos protocolos de seguridad, totalmente coartada por las normas de su padre, pero lo cierto fue que, al enterarse de que habían detectado una partida de duendes a pocos kilómetros al este, no se lo pensó. Convenció a Mantas de que le permitiera salir en solitario al exterior y, una vez fuera, corrió lo más rápido que pudo. Su olfato hizo el resto y no tardó en reunirse con los suyos. Los suyos —se repitió mentalmente—. Duendes, como ella, que vivían en libertad, en perfecta comunión con la naturaleza…, o eso era lo que su padre le había relatado tantas veces. Ahora entendía por qué: quería ocultarle que no eran más que unos salvajes que sobrevivían escondiéndose de la luz del sol, alimentándose de cualquier ser vivo que caía en sus trampas y apareándose como única forma de entretenimiento. No había transcurrido una semana desde que se integró como un miembro más del clan del Mandara y ya quería regresar a Lukomorie. Por eso vio la luz cuando le propusieron guiar una partida hasta casa. ¿Qué mejor forma de regresar que hacerlo escoltada? No habría tenido posibilidades de sobrevivir recorriendo esa distancia en solitario.

—Toma. ¡Come! —escuchó.

Todavía sobresaltada, vio cómo Samuel le arrojaba a los pies un pedazo de carne roja.

—Es facóquero. Si no lo quieres avísame, que tengo que coger fuerzas —dijo agarrándose los testículos y mostrando sus aguzados y ennegrecidos dientes.

Liya olisqueó la pieza y cuando quiso darse cuenta apenas le quedaba un pedazo entre las manos. El hambre y su instinto se aliaron contra sus costumbres. Se miró escrupulosamente las manos teñidas de rojo como si no fueran suyas, lo cual no le impidió terminar el trabajo con la lengua de modo pausado y placentero.

Emmanuel la vigilaba a cierta distancia. Había algo en ella que le atraía, pero no sabía qué. Quizá fuera ese halo de extrema fragilidad que la envolvía; o esa forma de hablar calibrada y distinguida que le recordaba a su madre; o su olor o, dicho con más propiedad, la ausencia de olor. Lo mismo daba, Emmanuel ya había trazado un plan para ella, pero en aquel momento tenía otra prioridad, otro objetivo que localizó por su tamaño entre los miembros que quedaban de la expedición.

—Vosotros tres iréis en cabeza —ordenó Emmanuel señalando a Samuel y a los dos guerreros que estaban junto a él—. Salimos dentro de dos horas, entretanto id a dormir; esta noche mantendremos un intenso ritmo de marcha.

Samuel le dedicó una mueca de disconformidad, pero Emmanuel ni siquiera le reprendió. Ya no hacía falta. Se retiró dándoles la espalda, haciendo gala de su estatus en el clan, y trepó a un árbol seco con la excusa de vigilar a su congénere de desproporcionadas proporciones desde una posición más elevada.

En realidad, solamente tenía que esperar a que Samuel cayera dormido. Y como había supuesto, no tardó. Se palpó el chaleco rojo para cerciorarse de que tenía la caja de madera en la que había encerrado a las dos hembras de escorpión dorado de cola gruesa. La sujetó firmemente con el índice y el pulgar y la agitó con cuidado de no malherir a los alacranes, pero lo suficiente como para activar sus cabreados y letales aguijones. En concreto, esa especie reaccionaba de forma extremadamente violenta al cautiverio; así, en cuanto los arrojara debajo de la manta de Samuel, se garantizaba al menos cuatro o cinco picaduras.

Aunque con una bastaría.

Con Samson repartido en los estómagos de varias hienas, ya solo tenía que eliminar a Samuel para librarse de las ataduras que le había colocado Fátima. Tras la negociación con los humanos se establecería con su propio clan en una tierra fértil y llena de vida, su propio territorio, un hogar que pronto atraería un incesable goteo de nuevos miembros. El clan del Lagdo no tardaría en ser el más poderoso y Emmanuel el Rojo, como había pensado autodenominarse, lo comandaría con brazo de hierro.

Había llegado el momento. Se descalzó para desplazarse sigilosamente por detrás de la fila de árboles hasta llegar a las rocas desnudas sobre las que descansaban ocho duendes. Localizó a Samuel junto a las mismas dos grandes piedras con forma de excremento de búfalo que había identificado desde el árbol. Avanzó con extrema precaución para no pisar ningún guijarro que terminara rodando cuesta abajo y alertara a su objetivo. Su rítmica y profunda respiración indicaba que dormía plácidamente.

Emmanuel agitó otro poco la caja de los escorpiones y les susurró:

—No me falléis.

Aguantó la respiración los últimos metros y, mientras recortaba la distancia, vio que entre la manta y el cuello se había formado una abertura perfecta que parecía diseñada expresamente para dejar caer los artrópodos venenosos. Miró por última vez el rostro del que había sido durante muchos años su compañero de cacerías. Pudo percibir el fuerte olor que despedía aquel enorme duende cuando quitó el cierre de la caja sin separar la vista del pliegue por el que debía arrojar los escorpiones.

Retuvo el aire en sus pequeños pulmones y trató de controlar el pulso. Tan solo necesitaba un segundo.

El movimiento fue tan raudo que ni siquiera se percató de que la hoja del cuchillo le atravesaba la garganta de parte a parte hasta que la empuñadura le golpeó en el gaznate.

Emmanuel se retorcía boca arriba, agarrándose con ambas manos el cuello, emitiendo sonidos casi sordos, furibundos. Antes de desangrarse por completo vio cómo las dos hembras de escorpión dorado de cola gruesa se alejaban en busca de alguna zona más fría y a Samuel de pie, muy firme e impertérrito, dibujando con las manos una señal dirigida a sus compañeros, la misma que tantas veces le había visto hacer tras abatir una pieza: «Descuartizadlo».

Sala acristalada de Lukomorie (Ubangui)

Tolya esperó pacientemente a que le certificaran desde el puesto de mando que el canal era seguro. La luz azul de la pantalla se fue oscureciendo hasta adquirir la tonalidad verdosa que garantizaba la confidencialidad de aquella conversación. El guardián de Lukomorie activó la comunicación con Siberia.

Rusalka le regaló un gesto amable tratando de esconder la patente crispación de su estado de ánimo.

—Están llegando —informó él.

—Muy bien. Aquí lo tenemos todo preparado.

—¿Qué hacemos con la periodista y el mercenario?

—¿Habéis comprobado sus identidades?

—Sí. Patricia Jones está debidamente acreditada en la plantilla del Citizens desde hace…

—Pertenece al grupo Daily Networks, ¿no?

—Así es —corroboró Tolya.

—Nos interesa que escuche nuestra historia. Que entre.

—Si cuenta la verdad, ese artículo jamás verá la luz.

—Si es buena periodista, se encargará de lograrlo.

—Como quieras —capituló—. ¿Y el mercenario?

—No podemos dejarlo fuera y que se siente a esperar. Desarmado no supondrá ninguna amenaza, pero no hay que quitarle la vista de encima.

—Hay algo más. Hace no mucho detectamos un enfrentamiento armado cerca de la sierra de Tochllire. Creemos que se puede tratar de una refriega entre moradores, pero no tenemos visibilidad sobre el terreno y no sabemos más.

—Es extraño que se hayan acercado tanto al complejo.

—Parece que venían persiguiendo a un vehículo, pero son elucubraciones mías, porque sucedió en la zona ciega.

—¿Has enviado a alguien?

—No tengo personal suficiente para controlar Lukomorie y salir de expedición al exterior. He tomado medidas disuasorias, pero quizá tengas razón y debamos ver lo que ha sucedido en esas montañas.

Rusalka se pasó la mano por la parte posterior del cuello mostrando evidentes signos de fatiga.

—Bien, sigamos con el plan. Todavía debo empezar a preparar mi equipaje —comentó irónicamente—. ¿Está todo dispuesto?

—Lo estará. Les dejaremos ciegos dentro de… —calculó él mirando el reloj de su UAT— ocho horas y dieciséis minutos. Olek ha introducido ya la ruta en el sistema de navegación de vuestro alígero. El vuelo durará aproximadamente cincuenta minutos.

—¿Cómo le ves?

—Tu protegido está bien. Estable, diría yo.

—No podría estar en mejores manos. Te agradezco que cuides de él.

—Es parte de mi equipo, lo trato como a uno más.

—Lo sé —corroboró Rusalka antes de cambiar de asunto—. Es decir, que en poco más de nueve horas volveremos a vernos.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez? —se preguntó Tolya en voz alta.

—Demasiado, mi querido Tolya, demasiado.

—Necesito que me recuerdes por qué estamos haciendo esto.

Rusalka se humedeció los labios antes de contestar.

—Porque en Khimera tomamos partido, no nos limitamos a observar cómo se desencadenan los acontecimientos. Y porque un día lo decidimos juntos, Tolya.

—Ya…, aquel día. Tengo que descansar.

—Lo sé. Y yo también.

—¿De verdad crees que ha merecido la pena?

—Si terminamos con Koschéi, sí, sin duda.

—Otro surgirá y nosotros ya no estaremos para robarle su alma.

—El mal es consustancial a nuestra especie. Por eso mismo necesitamos dar el relevo. Justo por eso tenemos que conseguir que Petra Toivonen crea en Khimera. El ser humano camina hacia su autodestrucción y ni siquiera es consciente. La Asamblea tiene que desaparecer igual que hicimos con la Congregación y devolver al hombre la posibilidad de manejar sus designios.

—La Congregación, la Asamblea, nombres distintos para organizaciones con el mismo fin: la dominación. ¿Cuándo terminará esto?

—¿Necesitas oír la respuesta? —inquirió ella cortésmente.

—No, pero nuestros invitados piensan que aquí tenemos la fórmula, que la humanidad está a salvo. ¿Qué crees que sucederá cuando conozcan la verdad?

—Les contaré lo que necesitan saber. Todo saldrá bien. Confía en mí.

—Nunca he dejado de hacerlo.

—Mi leal compañero…, no podría haber hecho esto sin ti —admitió ella emocionada.

Tolya bajó la cabeza y se tapó la cara con ambas manos para tratar de retener las lágrimas.

—Anatoliy, mírame, te lo ruego. Quiero pedirte algo…

Él accedió tras recobrar el control de sí mismo.

—Cuando abandonemos Lukomorie, irás en busca de Liya. Sé que no lo has hecho por no poner en riesgo la misión, pero tu cometido terminará mañana, independientemente del resultado que tenga el encuentro con Petra Toivonen. Todavía te quedan muchos años por delante y, como tú mismo has reconocido, tienes que descansar. Y ella te necesita a ti —añadió—. Tienes que prometerme que lo harás.

—¿Y adónde iremos? Liya seguirá siendo un duende, vayamos donde vayamos tendremos que seguir ocultándonos como fugitivos o apestados. ¿En qué rincón de este asqueroso planeta vamos a poder vivir sin pedir perdón por ello? Las cosas no cambian nun…

—Aquí, en Siberia —le interrumpió Rusalka.

A Tolya se le congeló el semblante.

—Si todo sale como lo hemos previsto, mi casa se quedará vacía. Nadie mejor que tú y Liya para hacerse cargo de este oasis. Mis helechos necesitan que alguien los cuide —afirmó en un intento de aliviar la carga dramática del momento.

—¿Y qué será del equipo?

—Les ofreceremos la posibilidad de seguir en Khimera o descansar. Dependerá de ellos, pero ahora estamos hablando de ti, solo de ti.

—Pero yo…

—¡Prométemelo, maldito ruso cabezota! Prométemelo —insistió dulcificando el tono.

Tolya asintió.

—Quiero oírte.

—Te lo prometo, iré a buscar a mi hija y nos trasladaremos a Siberia.

Rusalka asintió con ternura y Tolya recordó cual había sido el motivo que le hizo perder la cabeza por aquella mujer.

—Gracias. Sé que cumplirás tu palabra. Pronto volveremos a vernos, mi leal compañero.

—Hasta pronto, amor mío —respondió después de que se cortara la comunicación.

Exterior de Lukomorie (sector oeste)

El vetusto vehículo de transporte británico enfiló el abrupto sendero que se abría paso a través de la lengua de tierra que llegaba hasta la orilla del lago Lagdo.

«Permanezcan en el interior hasta nueva orden», les advirtió la voz femenina.

Frederik se recogió su rubia melena en una coleta y se atusó la barba.

—Señores, están llegando a su destino, gracias por viajar con nosotros —bromeó el danés.

El BTR disminuyó progresivamente la marcha hasta que se detuvo completamente en una explanada cubierta por un espeso manto herbáceo y salpicada de forma heterogénea por algunas variedades de arbustos de espina. A través de las ventanillas podían vislumbrar los bordes que conformaban la cubeta del lago, en cuyo terreno crecían multitud de juncos y cañas que impedían ver la superficie del agua. Los últimos rayos del día se reflejaban contra el parabrisas haciendo que no fuera posible distinguir nada de lo que tenían delante.

El silencio se adueñó del habitáculo durante la espera. Un tenso ínterin que contrastaba con la mueca expectante de Souleymane Sonko, como la de un niño que aguarda a recibir una sorpresa.

Dos figuras humanas se recortaron frente a ellos y, aunque no podían discernir más que el contorno de las mismas, todos acertaron a entender dos cosas: que se aproximaban al vehículo y que ambas portaban armas.

—Joder, joder, joder —repetía Patricia Jones.

—Si ellos querer matar, ya habrían hecho. Calma, señorita —sentenció el senegalés.

Aquella obviedad sirvió para tranquilizar bastante los ánimos, a pesar de que la periodista continuaba con su retahíla de exabruptos.

Las siluetas ganaron en definición a escasos metros del parachoques delantero, donde se detuvieron. Llevaban la cabeza y el rostro cubiertos por la máscara de grafeno que era la parte superior de la armadura completa de combate. Sujetaban dos armas de guiado térmico con munición de vaina fina. Ake Dahl se mostraba extrañamente calmado o tan superado por la tensión del momento que era incapaz de exteriorizar sus emociones.

—Vayan bajando, desarmados, de uno en uno y con las manos bien visibles, por favor —conminó uno de ellos.

El primero fue Frederik, que inmediatamente se sintió reconfortado, como un inexperto domador saliendo de la jaula de los leones; le siguió Petra Toivonen, destilando entereza; a continuación lo hizo Patricia Jones, que trataba de colocarse el pelo como si la estuvieran esperando para la recepción en casa del embajador; posteriormente, un rehecho Ake Dahl; y por último Souleymane Sonko, que bajó mirando a su alrededor con gesto expectante, como quien acaba de llegar a un punto de interés turístico.

Una tercera figura aguardaba algunos metros más atrás, a cara descubierta y con las manos recogidas a la espalda.

—Camuflaje sector oeste —pronunció este.

Bajo sus pies apareció una superficie pulida donde antes se veía un terreno agreste cubierto de forma poco uniforme por vegetación.

—Bienvenidos a Lukomorie —dijo Anatoliy Sokolov—. Antes de que se pierdan en estériles y absurdas conjeturas, les diré que yo no soy la persona a la que están buscando.

Los recién llegados estaban más sorprendidos por la calurosa acogida de sus anfitriones que por el sistema de camuflaje de las instalaciones.

—Nuestras medidas de seguridad son algo estrictas e incómodas, espero que sepan entenderlo —continuó—. Enseguida bajarán en el batiscafo. No se alarmen, no van a mojarse, es como llamamos aquí a los elevadores que conectan con el interior de las instalaciones. Durante el descenso de los doscientos cuarenta metros les realizaremos un chequeo vírico y bacteriológico de los tejidos, tanto biológicos como artificiales. Por consiguiente, sus geolocalizadores quedarán inutilizados y mientras permanezcan en el complejo sus UAT estarán bajo nuestra custodia.

—Hace días que no funcionan —comentó la periodista.

—Eso es lo que usted cree. Que aparentemente no esté activo no significa que no lo puedan localizar. De uno en uno, por favor. Vayan entrando en el batiscafo.

Ante la indecisión generalizada, Petra Toivonen dio un paso adelante.

Instantes después, emergió del suelo un cilindro construido de material fotosensible e inteligente.

—Nos alegramos de tenerla entre nosotros, señora Toivonen —la recibió—. La estarán esperando abajo. Me reuniré con ustedes en unos minutos.

La líder del MOC entró en el cilindro y descendió de la misma forma en la que se había presentado: fugazmente. Todos fueron repitiendo el proceso hasta que le llegó el turno a Frederik, que, con impostada caballerosidad, lo había ido declinando para quedarse a solas con el guardián de Lukomorie.

—Señor Keergaard —le invitó Anatoliy Sokolov haciendo un versallesco ademán con la mano—, ¿todo en orden?

El danés se plantó a escasos centímetros de su cara y, tras unos segundos, le agarró por los hombros y le zarandeó.

—Me alegro de volver a verte, amigo mío.

—Bienvenido a casa, bogatyr.