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La luna lo sabía
Ruinas de Niamey
Borkou (área de exclusión negra)
Julio del 2054
Era el turno de guardia de Frederik. La claridad que proporcionaba la luna llena le animó a asomarse a la balconada de lo que parecía haber sido un antiguo palacete. En el interior dormitaba el resto del grupo. Comprobó que la escupidora estaba bien cargada y que todos los sistemas funcionaban correctamente. Seguía sin fiarse de aquel artilugio, pero la capacidad de confiar en algo o alguien no era su principal cualidad. Siguiendo esa premisa había conseguido mantenerse con vida hasta entonces y, a punto de cumplir los cincuenta, no pensaba cambiar.
El danés había luchado en la campaña de África con la Segunda División de la Coalición Europea que combatía bajo el mando de la Unión de Estados Libres, encargados de defender los últimos territorios del sur de África. Tras varios meses perdiendo terreno, lograron frenar el avance de las tropas de la Alianza Islámica a las puertas de Johannesburgo a costa de tres de los cuatro batallones que componían su regimiento. Dos días antes de que la ciudad fuera arrasada con bombas termobáricas, Frederik Keergaard fue alcanzado en la cabeza y retirado del frente. Fue paradójico, porque aquella granada de mortero que destrozó el lado derecho de su cuerpo le terminó salvando la vida. Nueve semanas después se despertó en un hospital de campaña para descubrir que, a partir de sus propias células madre embrionarias, le habían reimplantado la pierna desde la rodilla y el brazo desde el hombro, mejorando sustancialmente el rendimiento de esas extremidades.
—¿Es que no va a descender jamás la temperatura? —escuchó a su espalda.
El danés se giró violentamente y cuando quiso darse cuenta de que no había peligro ya estaba sujetando a Patricia Jones por el cuello.
—Perdón —dijo al soltarla—. No deberías estar aquí. Me has asustado.
—¡Joder! —protestó ella—. La próxima vez me ataré unos cascabeles a los tobillos.
—Lo siento. No pretendía hacerte daño.
—No. Estoy bien —exageró ella—. Disculpas aceptadas.
—Deberías descansar. Mañana, en cuanto crucemos ese maldito río tendremos que avanzar todo lo que podamos. Va a ser una dura jornada.
—Ya me gustaría ser como Souley, parece que no hubiera dormido nunca. No consigo pegar ojo. Este calor y esos ruidos…
—Son moradores. Salen por la noche, como las ratas, pero si se acercan nos enteraremos. No hay de qué preocuparse.
Por el rictus de la periodista no parecía que sus palabras hubieran tenido el efecto reconfortante que buscaban.
—¿Ves esas dos estructuras? —indicó con el brazo el miembro del MOC.
—Sí, las veo —corroboró ella.
—Pues a no ser que las ratas sepan bucear, si quieren llegar hasta aquí tendrán que atravesar esa calle o subir por esa otra. Tu chico y yo les hemos preparado unas cuantas sorpresas, pero, como te decía antes, no creo que nadie se atreva a acercarse.
—¿Mi chico? Souley es mi… acompañante —definió—. O lo que sea.
—Ya, lo de los centinelas. Me lo contó durante el trayecto —dijo con cierto desprecio—. También me dijo que te habías atrevido a grabarlo con tu UAT.
—En esos momentos de pánico, una se comporta de forma más irracional, por no decir estúpida, que habitualmente.
—¿Podría verlo?
Patricia adoptó un visaje cimentado en su regocijo.
Las imágenes recogían casi dos minutos de acción bélica en las que, para sorpresa del miembro del MOC, se apreciaba con nitidez la forma de moverse de los centinelas en el campo de batalla. El danés lo analizó con detenimiento.
—¿Confías en Sonko?
—Me salvó el culo en las colmenas.
—Curiosa forma de ganarse la vida —comentó él.
—¿Y tú? ¿Cómo te ganas la vida?
El danés se recogió la melena con la mano izquierda.
—Vamos, hombre, cuéntame algo sobre ti —insistió ella.
—Lo único que debes saber es que si me asustas, corres el riesgo de sufrir un accidente. Y ahora, métete dentro o te ganarás unos azotes.
Patricia Jones inspiró por la nariz como si estuviera inhalando poco a poco el agravio y sin mediar palabra se dio media vuelta, airada pero digna.
Frederik clavó sus ojos en el trasero de la periodista. No era el tipo de mujer con el que solía estar, pero en aquellas latitudes suponía un bocado difícil de rechazar. Mientras se masajeaba la nuca centró su atención en el exterior. Aquel no era momento para distracciones.
Anduvo unos metros y se agachó para recoger un puñado de arena seca y, todavía en cuclillas, se frotó las manos para inhalar el olor que se desprendía de la tierra. Una mueca de rechazo precedió al gesto de rabia con el que se sacudió las manos. No había nada que le provocara una sensación más relajante al danés que aspirar el aroma de la geosmina, esa molécula olorosa que se desprende del sustrato cuando caen las primeras gotas de lluvia. Quizá fuera el único y último estímulo que le hacía abstraerse a su niñez. Malhumorado, se introdujo una cápsula soluble de RT4 bajo la lengua y se dejó conquistar por su lenitivo efecto.
En el interior, Ake Dahl se incorporó tras fracasar nuevamente en el intento de conciliar el sueño. Se levantó y caminó por el pasillo atraído por los silbidos que provocaba la brisa al juguetear entre los muchos desperfectos de aquel edificio levantado en dos alturas. El ala de la vivienda que habían ocupado daba a la margen derecha del río Níger y si afinaba el oído podía escuchar el sonido del lento discurrir de las aguas. A su derecha se abría una estancia de grandes dimensiones bañada por la luz que se colaba del exterior. La claridad guio sus pasos. El suelo era de piedra y, a pesar de la capa de polvo y escombros que lo cubrían, aún se podía percibir su aristocrática factura. Al levantar la vista distinguió al fondo la figura de Petra Toivonen recortada frente a un vano de la fachada que originariamente debió de ser una ventana.
—¿Usted tampoco consigue dormir? Acérquese —le invitó ella sin darse la vuelta—. Observando la parsimonia que rodea a la naturaleza cuando está alejada del ser humano, llego a la conclusión de que somos lo peor que le ha podido ocurrir a este planeta.
El científico noruego se limitó a contemplar el paisaje. La corriente parecía arrastrar un espeso fluido bruno que se perdía en la penumbra en la que estaba envuelta el curso descendente del río, fuera del alcance del lechoso fulgor que proyectaba la luna.
—Quizá lo mejor fuera que nos extinguiéramos de una vez —continuó la líder del MOC.
—No puedo estar de acuerdo. Yo estudié Ingeniería Genética porque me interesaba saber de qué estamos hechos. El ser humano es la perfección en materia evolutiva y nadie se ha ganado el derecho a decidir sobre nuestro futuro.
—Sin embargo, nosotros sí podemos intervenir en el destino del resto de especies.
«Ley de vida», pensó obsesivamente el noruego.
—Pero ¿no se da cuenta de que han sido esas visiones antropomórficas las que nos han arrastrado hasta aquí? El hombre por encima de todas las cosas —formuló repitiendo el eslogan que tanto usara el transhumanismo en los años veinte—. Pero, claro, nadie quiso percatarse de que el capitalismo ya había prostituido a la democracia. El maldito consumismo lo pervirtió todo. Nos invitó a creer que podíamos gastar cuanto quisiéramos, que todo estaba al alcance de nuestras manos cuando, en realidad, lo que hizo fue robarnos el tiempo, convertirnos en esclavos. Esa impuesta e impostada necesidad de poseer bienes materiales que no precisábamos nos empujó al fondo de un pozo en el que nada era suficiente. El ser humano, la cúspide de la evolución —comentó con aire lacónico—. Los países ricos aspiraban a serlo más, porque quienes los desgobernaban querían vivir igual que la minoría de poderosos que los controlaban, que los manejaban como peleles que eran. Ahora la mayoría se afana por sobrevivir y el concepto de libertad ha sido sustituido por el derecho a la vida. ¿Es esto por lo que usted está luchando, doctor Dahl?
—Yo solo quiero entender; las decisiones, que las tomen otros.
Petra Toivonen resolvió que el mensaje no iba a calar en su interlocutor y decidió modificar el discurso.
—Doctor Dahl, ¿a qué tiene usted miedo? —preguntó Petra Toivonen—. Le noto agarrotado desde que hemos empezado este viaje.
—Siempre he tenido miedo a lo mismo: al fracaso. ¿Qué pasará si no encontramos Lukomorie? ¿Qué pasará si el tal bogatyr no tiene la fórmula? O si la tiene pero no nos la quiere dar. O si no damos con él. ¿Y si ya está muerto?
—Creo que usted no tiene miedo al fracaso, lo que realmente le aterra es la incertidumbre —comentó irónica.
Ake Dahl masticó en silencio aquella hipótesis y en escasos segundos la convirtió en una verdad irrefutable que cristalizó en una carcajada.
—¿Quiere que Frederik le vuele la cabeza? Ya le ha escuchado: nada de ruidos ni luces en el interior de la vivienda, o lo que sea esto.
—Perdón, perdón —se excusó tapándose la boca—. ¿Ese amigo suyo es tan fiero como parece?
—Es leal a la causa y hará todo lo que esté en su mano por llevarnos delante del último bogatyr.
—¿Le conoce desde hace mucho?
—En realidad, no. Hace unos tres años. Trabajaba de día en la zona portuaria de Hamburgo para poder pagar sus dosis de RT8 y ponerse hasta las cejas por la noche. En los bajos fondos lo conocía todo el mundo y nosotros buscábamos a alguien que supiera moverse bien por las colmenas de la ciudad. Nos sorprendió cuando descubrimos que era un hombre altamente cualificado y con conciencia social. Ese fue el primer trabajo como miembro del MOC, luego vinieron más.
—Es decir, que es otro mercenario.
—Se equivoca. Frederik nunca cobró un culo por sus servicios. Algunos pensamos que es más adicto a la adrenalina que al RT. Es un buen hombre, créame. Solo necesita un poco de paz. Como nosotros —añadió con aire melancólico antes de prolongar una pausa—. Tenemos que dormir unas horas, doctor.
—Tiene razón. Me alegro de haber mantenido esta charla. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió ella volviendo a centrar su atención en el lento discurrir del Níger.
—Solo una cosa más. ¿Qué pasa si fracasamos? ¿Tienen un plan B o similar?
Petra Toivonen no contestó y alzando la mirada a la luna le transfirió la misma pregunta.
Sede de Planet Construction Bank (Cherokee)
Las coordenadas aparecieron en la pantalla auxiliar de su dormitorio. El topo de J. J. Boozer estaba cumpliendo mejor de lo esperado. Si no se producía ningún percance inoportuno, en cuarenta y ocho horas llegarían a orillas del lago Lagdo y si funcionaba como tenía previsto…, entonces sí, activaría el patrón Ómicron y enviaría allí a todas las parejas de centinelas que tuviera operativas. Con eso bastaría. En la estación Khimera terminaría lo que empezó muchas décadas atrás.
Cerraría el círculo.
Después, daría orden a la Milicia de arrasar el maldito área de exclusión negra, incluidos duendes y moradores sin excepción. Luego la marrón y por último la amarilla. Por orden. Todo saneado. Pruebas eliminadas y vía libre para seguir administrando Perseo a los suyos.
Benjamin Harding tuvo algo parecido a una erección y aquel irrefrenable deseo le empujó a solicitar un canal de comunicación privado con Constantin Lébedev. El propietario de Polar Security Industries no tardó en aceptarla.
—Presidente.
—Buenas tardes, Constantin, ¿qué tal el verano moscovita?
—Con el cambio climático hace ya mucho que las estaciones dejaron de tener sentido. Hoy tenemos veinticuatro grados y hace dos días estábamos a ocho. Pero supongo que no quiere hablar conmigo de la climatología, ¿verdad?
—Supone usted bien.
El ruso se rascó con vigor su generosa papada y acto seguido se aclaró la garganta antes de informar al máximo dirigente de la Asamblea.
—Esta misma mañana he visitado nuestras instalaciones principales —introdujo—. En unas horas terminarán la sincronización telepática de la cuarta pareja. Los injertos corticales funcionan a la perfección y la respuesta sináptica alcanza un grado de acierto del ochenta y siete por ciento, aunque me aseguran que pronto rozaremos el noventa por ciento. A todos se les han reforzado los sistemas de escudo y protección e instruido en el manejo de las nuevas armas.
—Buen trabajo. ¿Se ha solucionado el problema con la monitorización auditiva y el control emocional?
—Sí, pero nos ha surgido otro inconveniente localizado y aislado en la circunvolución postcentral y en la parte posterior del núcleo ventral posterolateral del tálamo. La supresión de las funciones del área primaria somatoestésica hace que…
—Señor Lébedev, en cristiano, por favor.
—Disculpe, es la costumbre. Para evitar los problemas derivados de las reacciones heredadas, anulamos la comunicación entre el sistema primario y secundario del cerebro donde se alojan las emociones que recogen los sentidos, como la presión, la temperatura y el dolor, entre otros. No podemos aislarlas por separado y de esta forma corremos el riesgo de que la pareja no evalúe correctamente los riesgos de sus decisiones.
—Póngame un ejemplo.
—Muy bien. En el fragor de la batalla, si un soldado detectara que su vida está en serio peligro, su cerebro procesaría de inmediato otras alternativas para disminuir los riesgos. Sin embargo, al centinela no se le encenderá esa alarma y eso puede que limite su capacidad de razonamiento, porque tomará siempre el camino más corto.
—Entiendo. Ese camino suele ser el que más rápido conduce al objetivo.
—O a la muerte —repuso su interlocutor.
—Pero… ¿todavía no son del todo invulnerables?
—Los sudarios epidérmicos son absolutamente impenetrables a cualquier proyectil de vaina por debajo de los 18 mm, además hemos conseguido que la malla absorba hasta un ochenta por ciento del impacto y como ya sabe los hace absolutamente ignífugos. También se ha mejorado la invisibilidad incluso al grado de visión térmica. Los protectores oculares ya no se pueden retirar a demanda y los respiradores tienen autonomía de más de cuarenta y ocho horas, por lo que no existe ningún punto de vulnerabilidad. Ninguno que hayamos detectado —recalcó.
—Sigan trabajando en esa línea. ¿Con cuántas parejas me garantiza el éxito de la misión?
—Con una bastaría —alardeó—, pero usted es quien paga.
—La Asamblea —le corrigió.
—La Asamblea, por supuesto.
—Trate de solucionar ese problema. Utilizaremos todas las parejas disponibles. No podemos fallar.
—Usted manda. ¿Cuándo cree que entrarán en acción?
—Puede que en horas.
—Entendido.
—Le tengo que dejar, vamos a superar el tiempo de seguridad. Continúe. Buenas tardes.
Cuando se cortó la comunicación, el presidente Harding notó que el corazón se le había acelerado y su sistema de estabilización cardiovascular actuó en consecuencia, administrándole por vía intravenosa el compuesto de lidocaína y disopiramida. Los fármacos antiarrítmicos surtieron efecto y decidió que era un buen momento para encontrarse con el sueño.
Programó seis horas de descanso y se dejó caer en el diván para que el sedante de asimilación lenta hiciera su labor. Durante los cuatro minutos que tardó en perder la conciencia se dejó llevar por las parsimoniosas corrientes de un mar en calma.
Macizo de Mandara
No era la primera vez que Emmanuel se tenía que enfrentar con las hienas.
Había calculado tres jornadas para alcanzar las orillas del lago Lagdo, avanzando terreno durante la noche y descansando de día. Los rayos del sol africano en el período estival resultaban francamente dañinos para la debilitada piel de los duendes, lo cual les obligaba a protegerse si no quería llegar con bajas a su destino. Ordenó pertrecharse con equipaje ligero y un viático muy frugal, solo para una jornada, con objeto de no ralentizar la marcha. Según había planificado, podrían conseguir alimento antes de llegar al río Benue evitando la antigua ciudad de Garoua, donde cabía la posibilidad de encontrar algún morador poco precavido. La carne humana les proporcionaría suficiente aporte energético para llegar a su destino.
Presumía que no iba a ser una empresa sencilla, pero ni siquiera habían dejado atrás el relieve montañoso cuando se percató de que varios ejemplares de hienas les seguían. Ordenó acelerar el paso, aunque sabía muy bien que el hambre y la resistencia de los carroñeros harían imposible evitar la confrontación. Emmanuel se aferraba a la esperanza de que se tratara de una manada reducida y que no fueran hienas manchadas, las más grandes y peligrosas dentro de su especie. Por suerte, había luna llena y el cielo estaba totalmente despejado, por lo que se anulaba la ventaja que les proporcionaba a las fieras su excelente visión nocturna. Los chillidos, aullidos y estridentes risotadas de las hienas hicieron que el nerviosismo empezara a cundir dentro del clan. Tenía que tomar una decisión. Su única oportunidad dependía de alcanzar una zona escarpada, donde podrían defenderse mejor del inminente ataque de los carnívoros. Nadie se opuso cuando ordenó que se dirigieran hacia aquel lugar.
Conocía a la perfección los métodos de caza de las hienas. Primero trataban de agotar a sus presas para detectar a las más débiles y elegir entre ellas a las más indefensas. Y Liya era, sin lugar a dudas, la candidata perfecta, justo la única que no podía perder. Alcanzando la cima de los riscos encontró la solución a ese y otros dos problemas.
—¡Dos círculos! —gritó—. Lanzas en el exterior, cuchillos, hachas y machetes dentro.
Todos obedecieron. Solo los soldados más experimentados podían portar lanzas, fabricadas con madera de ébano endurecida al fuego y rematadas en punta.
Armas prehistóricas para un enfrentamiento ancestral en la era del máximo esplendor tecnológico.
Doce miembros del clan conformaron la primera defensa agarrando sus lanzas a dos manos a la altura de la cadera. En el interior, los ocho restantes portaban de forma timorata sus armas cortas. Liya estaba visiblemente agotada y en sus diminutos ojos se reflejaba el pánico que recorría su cuerpo. Emmanuel, por su parte, se colocó malintencionadamente al lado de Samson e invirtió unos segundos en localizar a Samuel.
—Herid en el abdomen. No ensartéis. Punzadas cortas. Atacad y recobrad la posición. ¡Clavad y retroceded! —aleccionó.
No tardaron en aparecer las primeras hienas, con la boca abierta y la lengua colgando, emitiendo sus guturales sonidos, que eran un cántico a la excitación extrema. Se cumplieron sus peores presagios: una numerosa manada de hienas manchadas.
Y hambrientas.
—¡Mantened la posición en el círculo! ¡No rompáis la formación!
Los duendes empezaron a emitir ruidos muy similares a los de los carnívoros y estos, por un instante, parecieron sorprenderse.
Por un instante.
Hasta que apareció el líder, una hembra que pesaría casi cien kilos, con el hocico marcado por las cicatrices y un llamativo pelaje anaranjado que le adornaba el cráneo a modo de cresta. Un duende raramente superaba los sesenta kilos. Emmanuel no pudo contarlas con exactitud, pero calculó que al menos sumarían cincuenta ejemplares.
La tragedia era inevitable.
Complejo Khimera de Lukomorie (Ubangui)
No conseguía dormir.
Se incorporó contrariado y se vistió con lo primero que encontró. La temperatura dentro de Lukomorie era estable, pero el cuerpo le pedía respirar algo de aire fresco. Anduvo sigilosamente por la zona de alojamiento con la misma sensación aséptica de todos los días: demasiadas habitaciones vacías, demasiado espacio libre, demasiados años de espera. El elevador le llevó hasta el puesto de mando, doscientos ocho metros cuadrados en los que se concentraban los enigmas de Lukomorie.
Olek Opieczonek, el operador principal de sistemas, estaba de guardia. A pesar de sus cuarenta y un años, el polaco atesoraba un histórico vital marcado por un legado poético que bien podría protagonizar una novela.
—¿Novedades?
—El grupo ha pernoctado en la ciudad de Niamey a…
—Sé donde está Niamey, Olek. Una decisión temeraria muy propia de él. Si los moradores detectan su presencia, van a tener una noche entretenida. Si superan esta noche, no tardarán en avistar el lago. ¿Hemos revisado el canal que utilizaremos con Siberia?
—Cien millones de veces.
—Tenemos que mantenerlo oculto mucho más tiempo de lo normal. ¿Aguantará?
—Cuando llegue el momento estaremos todos preparados para esquivar los barridos de la Lupa. No se preocupe, señor.
Anatoliy Sokolov se agarró el puente de la nariz y soltó el aire pesarosamente.
—¿Más actividad anómala en la zona?
—No. Bueno…, quizá. Hace unas horas registramos acústicamente un enfrentamiento armado a ocho kilómetros de Butembo.
—¿Refriegas entre moradores?
—Eso pensamos al principio, pero Arina sostiene que el armamento de una de las partes era muy avanzado. Dice haber identificado el estallido de una granada sónica.
Tolya arrugó la frente.
—Señor, hasta Arina podría equivocarse.
—Difícilmente. Investigadlo, a ver si la Lupa ha recogido alguna imagen.
—Afirmativo.
—¿Procesos?
—Lo de siempre, señor: han recodificado todos los enlaces primarios a los satélites en la hora prevista y nuestro veneno sigue actuando con eficacia.
—Concreta.
Olek consultó el panel de registro de su derecha.
—Dos minutos y nueve segundos.
—Excelente. Pero tendrás que bajar de los dos minutos, ya lo sabes.
—Lo sé.
—¿Lo conseguirás?
—Eso espero.
—No autorizaré el despegue desde Siberia a no ser que consigamos dejarlos ciegos durante el tiempo que dure el vuelo. Si no, podrían abatirla desde los satélites.
—Señor, bajaré de los dos minutos, no le quepa duda.
—Confío en ti. ¿En qué nivel están ya?
—La Lupa pronto alcanzará los ochocientos teraflops. En las urbes capitalinas ya no se les escapa nada.
—Cuando alcancen los mil billones de operaciones por segundo nos resultará muy complicado almacenar y procesar todos los datos. Arina se va a poner muy nerviosa —comentó Tolya, jocoso.
—Hablando de asuntos que nos ponen nerviosos, señor…
Tolya sabía muy bien lo que estaba a punto de verbalizar el operador de sistemas. Se mordió los carrillos por dentro tratando de asimilar el golpe sin despegar la mirada de los ojos oscuros y afilados del polaco.
—Lo siento, señor, no he debido comentar…
—No pasa nada, Olek. Voy a salir. Libera los accesos del sector norte. Es probable que luego eche un vistazo a Vodianoi, no me gustaría que el anciano no pudiera ni ponerse en pie si tuviéramos que recurrir a él.
—Señor, ¿puedo? Es decir, me gustaría…
—Dilo de una vez, Olek.
—La echamos de menos. Y pensamos que…, en fin, que deberíamos salir a buscarla.
Tolya sintió que algo se le desgarraba por dentro, pero se esforzó para que su tono de voz sonara acérrimo.
—No podemos poner en riesgo el trabajo de tantos años por un asunto personal. Nunca permití que sucediera con el resto del equipo y ahora que me afecta a mí no puedo romper las reglas.
—Pero, señor…, nos afecta a todos. Lo hemos hablado y hay unanimidad absoluta. ¡Salgamos a buscar a Liya! —exhortó con notable acezo—. ¡Todos estamos de acuerdo, señor!
—Todos menos yo —respondió Tolya posando una mano en el hombro de Olek—. Si finalmente decido salir a buscarla, iré yo solo. Eso no es negociable.
—Recibido —asumió el operador.
—Sigue con la decodificación del tejido secundario, necesitamos saber dónde están mirando. Salgo fuera.
Olek Opieczonek se giró y volvió a introducir los brazos en los controladores virtuales alfanuméricos. Antes de que el guardián de Lukomorie abandonara la sala, en sus pupilas ya se reflejaba el torrente de unos y ceros en el que acababa de sumergirse.
El batiscafo norte le llevó hasta el nivel de superficie sin que pudiera despojarse de esa sensación que le oprimía el estómago. Agarró su vieja Grom-21, un arma corta semiautomática de vaina gruesa y propulsión por gas que había sido seleccionada para completar el arsenal de las estaciones Khimera. De fabricación rusa, tenía una tasa de fuego baja en comparación con otras más modernas, pero su ligereza e imperceptible retroceso proporcionaban una altísima precisión de disparo. Bien colocado, un único impacto de la Grom-21 era suficiente. Atravesó la frondosidad sorteando casi a ciegas los troncos de las palmeras de aceite hasta llegar a la orilla. La luna se reflejaba en la superficie del lago como si quisiera librarse de su propio brillo cegador para descubrir qué se escondía en el fondo.
Siguiendo aquel rastro lumínico, llegó hasta el origen y se preguntó si ella sabría dónde se encontraba Liya, su hija.
Macizo de Mandara (Ubangui)
La luna lo sabía.
Liya estaba aterrorizada. Sujetaba con dificultad una especie de daga de doble hoja y empuñadura metálica recubierta de cuero. Giraba sobre su propio eje tratando de encontrar un espacio de seguridad que no existía mientras los gritos de los suyos se fundían y confundían con los de las hienas.
Emmanuel se fijó en la hembra de pelaje anaranjado. Se movía describiendo un ocho en una posición más retrasada que el resto. De repente se detuvo, bajó la cabeza y la ocultó entre sus paletillas, como pretendiendo esconder sus intenciones. Luego avanzó decidida hasta colocarse en primera línea, cabeceó bruscamente y mostró sus poderosas fauces a sus congéneres.
Un chillido agudo, penetrante y entrecortado fue la inequívoca señal de ataque.
Las hienas más hambrientas sincronizaron un primer conato de ataque manteniéndose fuera del alcance de las afiladas puntas de lanza.
—¡No rompáis el círculo! —porfió Emmanuel sin quitarle el ojo de encima a Samson—. ¡Esperad a que se acerquen más! ¡Punzadas cortas en el abdomen!
Habiendo calibrado la distancia, las primeras hienas arremetieron contra el círculo exterior, tratando de enganchar con sus fuertes mandíbulas las extremidades de los duendes que tenían más cerca. Todas recibieron heridas de distinto alcance y gravedad, pero esto, lejos de provocar que la manada se amedrentara, alentó a las demás haciendo que la segunda oleada fuera secundada por la totalidad de sus hermanas. En la zona que defendía Emmanuel se abalanzaron seis fieras con absoluta determinación. Él acertó en el vientre de la primera con un certero y rápido movimiento frontal que encadenó con uno lateral penetrando diez centímetros en el costado del otro macho que amenazaba sus piernas. Observó que Samson acertaba con su maza en el cráneo de otros dos animales y supo que había llegado el momento. Giró unos grados para no errar el golpe y estiró ambos brazos para alcanzar la rodilla derecha de su compañero de formación. El alarido del duende fue una llamada de atención que otras hienas recogieron en sus pequeños y redondeados pabellones auditivos.
Era la perfecta interpretación de una esperada sintonía: pieza gravemente herida.
Samson dedicó a Emmanuel una mirada cargada de ira y dolor antes de perder dramáticamente el equilibrio. En tal tesitura, no pudo evitar que una hembra le atrapara un brazo y un macho le mordiera en el muslo desgarrando la carne sin apenas esfuerzo. Samson aulló de dolor y dejándose gobernar por su instinto, se lanzó con los dientes a la garganta del animal. Una nueva dentellada perforó el costado del duende hasta las costillas, que no tardaron en ceder a la presión de las mandíbulas con un múltiple y seco crujido.
Ese fue el último sonido que pudo emitir Samson.
Tal y como había previsto Emmanuel, las hienas se ofuscaron en la disputa de la pieza, instantes que supo aprovechar para asestar fugaces estocadas que buscaban los órganos vitales con precisión quirúrgica, algunas mortales, la mayoría graves. A pesar del daño ocasionado, las fieras no tardaron en desmembrar el cuerpo de Samson peleándose por cada porción de tejido, cada hueso y cada víscera de la pieza. El duende del chaleco rojo aprovechó la circunstancia para examinar el perímetro y fue cuando pudo comprobar que unos metros más allá se había repetido la escena con distintos desafortunados protagonistas. Los cinco caídos estaban sirviendo de entretenimiento mientras el resto del clan se afanaba en recomponer los círculos.
Para su tranquilidad, Liya no era uno de ellos.
—¡Nos vamos! —gritó.
No hizo falta repetirlo. Los duendes deshicieron el camino sin mirar atrás al tiempo que Emmanuel y otros guerreros, entre los que se encontraba Samuel, cubrían la retirada. El duende barrió visualmente el macabro panorama hasta que chocó de forma frontal con los caninos ojos de la hembra de pelaje anaranjado. Esta pareció dedicarle una última sonrisa burlona con el hocico totalmente ensangrentado antes de volver a introducir sus caninos en el estómago de una de las piezas abatidas.
Emmanuel imitó el gesto y desapareció ágilmente entre los riscos.