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El creciente rumor de las olas
Peñón de Gaztelugatxe
Iberia (área euroafricana norte, sector ártico sur)
Septiembre del 2054
El calor no ayudaba, la humedad tampoco.
No había ascendido ni la mitad de los escalones y ya se había visto en la necesidad de parar a recuperar el aliento en tres ocasiones. Setenta y dos años no eran demasiados en aquellos días en los que los avances médicos habían prolongado tanto la esperanza de vida, pero solo habían intervenido su cuerpo una vez. Y fue por amor.
O para combatir el odio.
«Cosas de la bipolaridad», solía justificarse Erika.
Hacía décadas que, a través de los nanobots, tenía controlados los niveles de litio y eran contados los episodios maníacos o depresivos. Sin embargo, en su fuero interno siempre justificaba sus excentricidades en el rastro indeleble que la enfermedad había dejado en su cerebro.
Alzó la vista, llenó los pulmones y se ajustó la mochila antes de agarrarse con firmeza a la fría y vetusta barandilla que asistía al caminante en aquel tramo, a pesar de que por allí ya no transitaba casi nadie.
El sol de media tarde empezaba su decrépito descenso hasta encontrarse con su muerte diaria en la línea del horizonte. Un agónico proceso, y cíclico, como la propia vida. Renacer cada día se le antojaba una condena demasiado cruel, incluso para el rey de los astros.
Aprovechando la ligereza de la tela del vestido, una ráfaga de aire frío se coló furtivamente para enjugarle el sudor que le adornaba la piel. Reconoció el aroma que se desprendía de las rocas que dibujaban aquellas costas, golpeadas desde la noche de los tiempos por las violentas embestidas del mar. Aquello le insufló la fuerza que requería la subida hasta las ruinas de una ermita a la que apenas dedicó una mirada pasajera, eventual por indiferente.
Era otra piedra la que buscaba Erika Lopategui.
Esa de superficie plana, aislada en el filo del acantilado, dando la espalda a tierra firme; esa que era ajena e inmune al paso del tiempo; esa en la que se sentaba junto a su padre para no hablar de nada y disfrutar del resto; esa. Todavía jadeante, se paró para contemplar la belleza de unas aguas que ganaban en calma cuanto más se alejaban de la orilla, como si el desencadenante de su belicosidad fuera la cercanía con los seres humanos. No pudo evitar abstraerse de la última vez que acudió allí para arrojar las cenizas de su padre y reflexionar sobre el camino que habría de tomar desde aquel instante. Haciendo oídos sordos a su última voluntad, decidió seguir llenando una tras otra las páginas de aquel oscuro cuaderno de bitácora que él le dejó como único legado. No se arrepentía, pero eran muchas las ocasiones que había lucubrado sobre su futuro si aquella tarde de julio del año 2011 hubiera tomado una vía distinta.
—Una y mil veces —murmuró contra el viento.
Los roncos chillidos de las gaviotas le hicieron fijar su atención en las aguas del Cantábrico. En su superficie creyó ver cómo la espuma conformaba el anguloso rostro de su querido Tolya y le sobrevino el dolor de una herida que no había querido sanar como forma de condena. La incertidumbre que empañaba el heroico final de Olek tampoco le ayudó a reponerse, aunque algo le decía que había logrado salvarse. O eso necesitaba creer, porque su corazón no estaba capacitado para desvincularse del último lazo afectivo anudado en el pasado. Olek representaba uno de los escasos triunfos cosechados durante otra época anterior de oscura recolección, de agridulce recuerdo.
Había llegado la hora de descansar, dudaba si se lo había ganado o no, pero era un hecho que por fin lo tenía todo bien amarrado. Petra Toivonen ocuparía su lugar en Siberia al frente de Khimera. Coordinaría la lucha contra la plutocracia establecida por la Asamblea con el único propósito de devolver la soberanía al individuo. Sus medios técnicos, personal experimentado y recursos económicos insuflarían la fuerza que necesitaba el MOC para imponerse en aquella batalla. Por su parte, Ake Dahl había logrado completar la transferencia cerebral y ya estaba trabajando en la elaboración de su propio Perseo para administrárselo a la población. El noruego había encontrado su lugar y no había vuelto a mencionar su deseo de volver a Estocolmo ni ningún otro lugar levantado en latitudes septentrionales. En cuanto puso los pies en Nuevo Londres, Patricia Jones publicó el reportaje desde un enfoque tan inverosímil como sobrecogedor. La historia real de Khimera había intoxicado las redes sociales de tal forma que su nombre ya era sinónimo de la lucha por recuperar los derechos civiles. Además, la leyenda del bogatyr estaba más viva que nunca y tenía la certeza de que, desde la sombra, el caballero seguiría prestando su noble escudo y su fuerte espada a la causa que un día alumbró Erika.
Mucho se había perdido en el empeño desde que un tipo llamado Aarjen de Bruyn decidiera abrir la maldita caja de Pandora haciéndoles llegar aquel informe sobre la Congregación de los Hombres Puros; demasiado, pero por fin cada engranaje estaba colocado en su sitio y, aunque no podía estar segura del todo, intuía que el esfuerzo merecería la pena. Las caras de quienes habían recorrido junto a ella el camino fueron apareciendo sobre la línea del horizonte: su propio padre, Ólafur Olafsson, Ramiro Sancho, Mijaíl Artémiev, Anatoliy Sokolov y tantos otros… Tantos años.
Toda una vida.
Ya solo restaba engrasar la maquinaria y precisamente eso era lo que la había traído hasta San Juan de Gaztelugatxe.
—Cuando el cuerpo muere, el espíritu se libera —musitó conmovida.
Sin quitar la vista del confín entre el cielo y el mar, Erika tomó asiento. De forma ceremoniosa, introdujo la mano en la mochila y sacó el pequeño cofre de plata. Necesitaba cerciorarse de que seguía allí dentro. El nanochip que contenía los datos migrados de la matriz sináptica de Benjamin Harding apenas sobresalía entre las cenizas de su padre. Una vez que extrajeron la fórmula de Perseo, aquel circuito impreso en un minúsculo rectángulo de grafeno no era más que el último cobijo del alma de Koschéi.
Eso era lo único y último que subsistía de él, porque del cuerpo de Benjamin Harding nada quedaba. Tan solo faltaba terminar con su existencia inmortal tal y como dictaminaba el final del cuento.
—Konets —pronunció «fin» en ruso.
Levantó la mirada y se fijó en unas nubes que se movían muy despacio, empujadas delicadamente por favorables corrientes de aire. Se acordó entonces de aquel comisario islandés del que aprendió a buscar en el firmamento las esquivas evidencias terrenales.
Al notar el descenso de la temperatura supo que había llegado la hora. Buscó la luna y le sonrió queriéndole hacer partícipe de sus emociones.
Una luz de matices plateados se reflejaba sobre las oscurecidas y extrañamente calmadas aguas del Cantábrico. Su efecto lenitivo motivaba que el fragor de la batalla diurna entre el mar y las rocas se transformara en un sosegado baile taciturno.
Con la palma de la mano extendida a la altura de sus ojos, la silueta del cofre se recortaba contra un fondo inerte, tan visible como indolente.
Ya solo quedaba fundirse con la espuma.
Lentamente, se desabotonó el vestido y permitió que la gravedad desnudara su cuerpo. La brisa lo aderezó con salitre mientras se despedía de la luna como único testigo. Apretó con vehemencia los párpados y llenó los pulmones.
Olía a vida.
Se aferró al cofre para asegurarse de que arrastraría con ella el alma de Koschéi. Juntó los pies y se dejó caer hacia delante, guiándose por el creciente rumor de las olas.