Treinta y ocho meses

Base militar de la Fuerza Aérea India

A 12 km de Bathinda (Punjab, India)

Febrero del 2037

Alzó la mirada, se masajeó la nuca y farfulló algo contra la luna.

Había mucha luz y excesiva distancia. El haz negro del marcador láser establecía doscientos ocho metros hasta el punto de acometida, demasiados para recorrer a campo abierto con todo el perímetro sembrado de alarmas térmicas, sensores de presión y detectores de movimiento. Esa red de dispositivos los delataría con total seguridad, a pesar de tener activada la invisibilidad del sudario, como se conocía en el argot militar al exoarmazón inteligente de combate.

Aguardaba la confirmación de su operador de soporte mientras rastreaban las fuentes activas de comunicaciones enemigas y las inutilizaban gracias al sistema Borisoglebsk-7. El resto del equipo permanecía inmóvil y en posición esperando sus órdenes. No tenía decidido el siguiente paso y la inseguridad le generó una gota de sudor que fue absorbida de inmediato por el tejido biosintético. Sabía que en Krasnodar estarían leyendo la alteración de sus biorritmos, circunstancia impropia del jefe del primer grupo de asalto Khimera.

Inadmisible para un bogatyr.

Tenía que tranquilizarse y de forma involuntaria trató de recorrer los motivos que le habían llevado hasta allí. Lamentablemente, un bogatyr no estaba habilitado para hurgar en los laberintos de su memoria y, en realidad, nadie sabía con certeza las razones por las que se iba a encender la mecha que haría estallar el planeta.

Se barajaban factores de naturaleza dispar dependiendo del punto geográfico donde naciera la teoría. La más extendida y aceptada desde la óptica occidental señalaba con el dedo acusador a la sempiterna discusión sobre quién era el legítimo sucesor de Mahoma. Aquel histórico enfrentamiento se recrudeció a principios de siglo en Irak, Pakistán, Egipto y Siria, y desembocó en el año 2020 en un conflicto armado entre suníes y chiíes bautizado por el Pentágono como la Guerra de la Media Luna. Enseguida, Rusia, China y Corea mostraron su apoyo a sus aliados chiíes y quisieron hacerlo tangible nutriendo sus arsenales. Por su parte, Estados Unidos y la Unión Europea hicieron lo propio con la causa suní, inyectando liquidez en su ya de por sí potente sistema financiero asentado en la península arábiga.

Y el dinero terminó imponiéndose a las armas.

Cuando cayó Teherán, último bastión chií, tras cuatro años de contienda, ya se contaban un millón setecientos mil muertos y de ellos más de la mitad fueron civiles. Oriente Medio se convirtió en el primer banco de pruebas de una forma inédita de hacer la guerra: más silenciosa, menos cercana; una guerra a distancia, más fácil, menos humana. El armisticio de Doha supuso una losa definitiva para el movimiento chií, al tiempo que se consideró la primera piedra de la Organización para la Defensa del Islam, que incluso logró atraer a la hasta entonces proeuropea Turquía y que más tarde se conocería mundialmente bajo el nombre de la Alianza Islámica. Mil doscientos millones de musulmanes agrupados bajo la misma bandera resultaban algo más que incómodos para Occidente. Sin embargo, contrariamente a lo que los analistas más expertos habían vaticinado, el mundo no quedó dividido en dos bloques antagónicos, sino en tres.

El segundo estandarte no tardó en ser enarbolado. En el año 2025 en Bruselas nacía la Unión de Estados Libres sustituyendo a la OTAN como principal organización militar intergubernamental. Treinta y un gobiernos firmantes liderados por los países del antiguo G8 excepto Rusia, vetada desde la invasión de Crimea en el año 2014. A Estados Unidos, Canadá, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Japón y el resto de países de la Unión Europea no tardaron en unirse Israel, Corea del Sur, Sudáfrica y Australia. En la segunda ampliación fueron aceptadas las grandes potencias latinoamericanas encabezadas por Brasil, Argentina y México, conformando así la fuerza militar más importante de la historia de la humanidad.

El tercero en discordia fue, paradójicamente, el que más tiempo llevaba en gestación. La Organización de Cooperación de Shanghái se engendró en el año 2001, aglutinando a las antiguas repúblicas soviéticas en torno al eje conformado por Rusia y la República Popular de China. El proceso culminó en el 2031 con la firma del Tratado para el Desarrollo de Asia en San Petersburgo, donde se abrieron las puertas a Corea del Norte y los países no musulmanes del sudeste asiático. Alguien lo etiquetó para la eternidad como el Bloque Asiático.

Fuera de todo ese entramado tripartito quedaron otras dos agrupaciones menores: la Congregación de Pueblos del Sur, acuerdo firmado por Venezuela, Bolivia, Ecuador y Cuba más los estados centroamericanos y caribeños, y la Confederación de Estados Africanos, que reunía diecinueve países de mayoría no musulmana que habían quedado fuera por decisión de la Alianza Islámica más otros seis que no habían querido participar de las políticas impuestas desde Riad.

Al margen quedaba una potencia que no había sucumbido a las propuestas veladas, insinuaciones subrepticias y abigarradas ofertas de ninguna de las tres organizaciones principales: la India.

En los años treinta, eran muchos los desencadenantes que podrían haber hecho estallar el conflicto bélico, más allá de las tensiones geopolíticas. Todavía coleaba la crisis energética originada por el prodigioso repunte de la energía solar fotovoltaica, que sacudió los mercados financieros durante la década anterior. Resultó que, gracias a las cualidades como fotodetector del grafeno, cualquier superficie era susceptible de convertirse en un panel solar de alto rendimiento a muy bajo coste. Aquel nuevo material descubierto casi por azar a finales del siglo XX fue el causante de una auténtica revolución tecnológica. Su elevada conductibilidad térmica y eléctrica, su insuperable resistencia, unida a su extraordinaria dureza y flexibilidad fueron propiedades que la comunidad científica no estaba dispuesta a dejar escapar. Los cálculos más taimados aseguraban que antes de alcanzar el 2050 la humanidad dejaría de depender de los hidrocarburos y, de cumplirse el vaticinio, el reparto de la riqueza en el planeta cambiaría por completo, sobre todo para los países productores de petróleo bañados por las aguas del Golfo Pérsico, algo difícil de digerir para ellos, pero también para China, Rusia y Estados Unidos. Las primeras aplicaciones tangibles para el ciudadano llegaron a través de la industria de la electrónica de consumo, exprimiendo al máximo la notable mejora en el rendimiento de los procesadores de grafeno frente a los de silicio. Aquello generó una gran ola que anegó sin remisión las costas del mundo de la informática y de las telecomunicaciones. En la medida en la que fue avanzando terreno e inundó los dominios de la fabricación de materiales de construcción, el sunami mutó en un monstruo indomable e impredecible que alguien denominó «tecnofagia». En aquel período de ebullición, o te alimentabas de tecnología o la tecnología se alimentaba de ti. Era solo cuestión de tiempo que esta corriente arrolladora terminara devorando la práctica totalidad de los campos de desarrollo.

Otro asunto que preocupaba sobremanera era el demográfico. Desde que se empezaran a aplicar las soluciones contra el envejecimiento celular, la tasa bruta de mortalidad se había asentado por debajo del tres por mil. El cáncer raramente mataba, se crecía a un ritmo del cinco por ciento y la media de esperanza de vida se había disparado hasta los setenta y ocho años. La población mundial rozaba los diez mil millones de habitantes y eran muchos los informes y las voces de expertos que alertaban sobre un desequilibrio insostenible entre recursos alimenticios y personas, principalmente en los países subdesarrollados.

No era menos candente el componente social. El progresivo cambio climático había provocado que las diferencias entre países ricos y pobres aumentaran de modo considerable y dentro de cada país cada vez eran menos quienes acaparaban más riqueza y ostentaban el poder. En las áreas subdesarrolladas los denominaban peyorativamente oligarcas, en las desarrolladas se conocían como élites político-financieras. Más allá de la denominación, era un hecho que la plutocracia se había instaurado como sistema político principal camuflado tras un agonizante modelo de falsa democracia.

Sin embargo, a pesar de aquel comprometido caldo de cultivo, ninguno de esos posibles detonantes fue el motivo por el que la Alianza Islámica resolvió emprender acciones militares contra los países de la Confederación de Estados Africanos, cuyos integrantes venían aplicando medidas en contra de la radicalización del dogma que preconizaba Riad.

Un insulto al Profeta.

Así, entre febrero y mayo del 2033, Ghana, Liberia, Togo, Guinea y Sierra Leona fueron cediendo ante la amenaza represiva de las tropas defensoras del islam. Sin embargo, lo que parecía que podría convertirse en un paseo militar encontró una enconada oposición en los países del centro del continente, liderados por Camerún y República del Congo y ayudados en la sombra, cómo no, por la Unión de Estados Libres. Su ejemplo hizo que se levantaran en armas la República Centroafricana, Níger, Uganda, Kenia o incluso algunos de mayoría musulmana, como fue el caso de Senegal. A finales de ese año el conflicto ya se conocía como la Gran Guerra Negra y el número de víctimas superaba los tres millones. Los intereses enfrentados del Bloque Asiático y la Unión de Estados Libres hicieron que ninguno de los dos se atreviera a intervenir sobre el terreno, si bien ambos apoyaron e incentivaron la resistencia de la Confederación de Estados Africanos. A pesar de ello, la Alianza Islámica continuó su demoledor avance hacia el sur dejando a su paso un rastro de muerte y destrucción sin precedentes. No tardó en constatarse el uso de armas bioquímicas contra la población civil, pero, a pesar de las prohibiciones expresas y las múltiples amenazas de la comunidad internacional, la Alianza Islámica siguió utilizándolas de modo indiscriminado. No fue hasta junio del 2035 cuando, aprovechando que la Alianza Islámica se estaba preparando para rematar la campaña en el África austral, la Unión de Estados Libres decidió acudir a la llamada de socorro de uno de sus socios: Sudáfrica. Desde Bruselas se optó por dar un golpe de efecto a través de una estrategia ofensiva, lanzando decenas de misiones aéreas contra objetivos militares en Libia, Argelia, Marruecos, Túnez y Egipto. La respuesta de Riad no se hizo esperar, hostigando incesantemente los principales núcleos urbanos de Namibia, Botsuana y Zimbabue. Los muertos superaron el millón en menos de cuarenta y ocho horas y, tan solo tres días más tarde, un bombardeo con cargas termobáricas efectuado por drones sobre el área metropolitana de Johannesburgo se llevó por delante más de ochocientos mil civiles y ocasionó la destrucción del sesenta por ciento de las estructuras urbanas. Durante aquel año el continente africano se convirtió en un escenario apocalíptico como preludio de lo que habría de suceder en la Guerra de Devastación Global. Se desconoce el número de víctimas mortales, pero las cifras superaron con creces los veinte millones de muertos, casi el doble de desplazados, ciudades arrasadas por completo, paralización de cualquier actividad de naturaleza económica, campos de cultivo asolados, hambruna masiva y pandemias catastróficas.

La destrucción de Johannesburgo significó un punto de inflexión, pero lo que realmente motivó que Occidente se levantara en armas contra el mundo islámico fue la cadena de atentados terroristas en dieciocho grandes capitales europeas, que dejó más de doscientas sesenta mil víctimas mortales y sembró de ira y pánico los parlamentos de todas las naciones afectadas. Si en algo no se confundieron los analistas de la época fue en valorar que los hechos del 27 de mayo del 2036, conocido más tarde como Outbreak Day, generaron una fragmentación definitiva entre ambas culturas.

Y mientras todo aquello sucedía, el Bloque Asiático permanecía en su camerino, maquillándose, a la espera de hacer su aparición estelar sobre el escenario. Aconteció en enero del 2037, cuando China y Rusia acordaron el reparto de Mongolia como aperitivo del manjar al que ambas superpotencias deseaban hincar el diente: la India. Así, auspiciados en el continuo quebrantamiento de las normas de control demográfico impuestas para el continente, Moscú, Pekín y Pionyang se sentaron a la mesa del Comité Rector del Bloque Asiático recién establecido en Ulán Bator para terminar de afilar los cuchillos.

Haciendo alarde de paciencia, el oso, el dragón y el tigre esperaron a que llegara el momento preciso de atacar.

Y en ese preciso momento se encontraba el bogatyr, al frente de la primera acción militar de Rusia en la estrategia ofensiva trazada por el Bloque Asiático para hacerse vertiginosamente con el control de la India.

Se puso en cuclillas y se quitó los guantes antes de agarrar un puñado de tierra. Se frotó las manos muy despacio, dejando que el olor del sustrato impregnara su piel. Acercó las palmas a la cara, cerró los ojos e inhaló firmemente.

No encontró ninguna similitud con el aroma de su hogar.

—Comunicaciones enemigas fuera —escuchó por los nanófonos cocleares—. Jefe Khimera, cuatro minutos quince segundos.

—Tiempo controlado —respondió con voz inerte—. Interrumpo el retorno hasta fin del asalto.

—¡Jefe Khimera! Ya conoce el protocolo de seguimiento táctico —le informó su operador de soporte desde el Centro de Operaciones Estratégicas de Krasnodar—. No puede interrumpir la comunicación de audio —insistió porfiado justo antes de que se cortara.

—¡Maldita sea, Anatoliy! ¡¿Y dices que este es nuestro mejor hombre?! —protestó el coronel general Dmitriy Gareev desde el puesto de mando.

—Lo es —aseguró el teniente coronel más joven del nuevo ejército ruso, Anatoliy Sokolov, responsable de la creación y adiestramiento de los grupos de asalto Khimera. La unidad había sido diseñada por el alto mando de las Fuerzas Armadas de Rusia para estar a la vanguardia de la guerra cibernética, cuya importancia a nivel táctico ya había superado a la convencional—. No tenemos por qué preocuparnos —añadió—, desde aquí podremos ver y oír todo lo que sucede.

—Ya. Pero él no quiere escucharnos a nosotros. Y está alterado. Mira su frecuencia cardíaca —indicó sobre el panel que monitorizaba a los ocho integrantes del grupo—. No parece que lo tenga bajo control.

—Te aseguro que, si no lo tiene, lo tendrá —certificó endureciendo el tono—. Es un bogatyr.

—Anatoliy, no sé mucho sobre Khimera, ni falta que me hace. Pero hoy veremos si vuestro proyecto Khimera es o no un sueño —ironizó—. Joder, nosotros deberíamos estar al mando de esta operación.

—Pero no lo estáis. Está Rusalka, lo quieras admitir o no.

—Así afrontamos la operación que marcará el futuro de nuestros hijos, con una mujer sin identidad manejando la situación desde dios sabe dónde…

—Te recuerdo que para el Estado Mayor General es la máxima autoridad en cibercontienda.

—Ya —admitió Gareev—. ¿Eres consciente de lo que se dice en los pasillos del Kremlin?

—Hace mucho tiempo que no piso por allí, ya lo sabes.

—Que Mijaíl Artémiev piensa, Rusalka ejecuta y el presidente Ivanov mira. Así nos va —añadió con amargura—. ¿Y se puede saber qué papel representas tú en este maldito guiñol?

—Me muevo solo si Rusalka lo ordena —se defendió con sorna—. Dima, lo mío es formar soldados y he puesto a tu disposición a los mejores.

—¡Maldita sea, Anatoliy, maldita sea! Tú sabes lo que nos estamos jugando esta noche, ¿verdad?

—Lo sé muy bien, Dima.

—¿Y dónde mierda está Rusalka?

—Ella no necesita estar en ningún sitio para saber lo que pasa, pero dicen que solo sale de Siberia para ir a Lukomorie o a Buyán.

—Ya. Lukomorie y Buyán, ¿realmente crees que existen esas estaciones?

—¡Atención! —anunció el operador de soporte, evitando así que Anatoliy tuviera que responder a la pregunta—. Se ponen en marcha.

Las miradas de los dos camaradas convergieron en la pantalla central.

Dmitriy Gareev y Anatoliy Sokolov se conocieron como Dima y Tolya en la Academia de Ciencias Militares de Moscú y, si bien sus destinos discurrieron por cauces distintos, se volvieron a cruzar en el año 2033, cuando el presidente ruso Sergéi Borísevich Ivanov nombró a Dmitriy Gareev comandante en jefe de las fuerzas terrestres y este quiso rodearse de sus hombres de confianza. Así, puso a Sokolov al frente del Distrito Militar del Cáucaso Norte, cargo que ostentó hasta que el propio presidente Ivanov le nombró enlace militar de una de las recién estrenadas estaciones Khimera.

Pero de esa última parte ni siquiera su colega Dima estaba al corriente.

A ninguno le gustó tener que preparar el camino a los chinos para que estos se llevaran la gloria militar, pero corrían tiempos distintos, tiempos en los que el cara a cara había cedido al empuje de lo virtual y a la distancia. Vehículos terrestres no tripulados con una potencia de fuego infernal conducidos de forma remota por máquinas celestiales; drones que arrojaban bombas inteligentes con un poder destructivo ininteligible; buques de guerra y submarinos dotados de armamento suficiente como para aniquilar una civilización entera; misiles balísticos y de crucero cargados con ojivas polifuncionales de largo, medio y corto alcance, todos guiados quirúrgicamente por sistemas de inteligencia artificial; robots sin alma ni conciencia diseñados para espiar o neutralizar al enemigo sin valorar las consecuencias de sus actos.

Así era la guerra de última generación a la que estaban asistiendo aquellos dos antiguos camaradas desde sus butacas de primera fila.

—Aumenta la imagen de la cámara del bogatyr —ordenó el coronel general Gareev—. ¿Qué se supone que está haciendo?

—Improvisar. Están rodeando la instalación —precisó Sokolov con la voz tomada por la emoción—. Van a entrar por el acceso principal de la base.

—¡Por el acceso principal! —repitió—. ¡Joder! Si se percatan de su presencia, ¿de cuánto tiempo dispondremos hasta que destruyan los códigos?

—Unos treinta segundos.

—Demasiado arriesgado, Tolya, demasiado arriesgado.

—Confía en el bogatyr, sabe muy bien lo que hace.

—Visión térmica —se escuchó ordenar al bogatyr a los ocho componentes del grupo. La información que acababa de recibir desde la estación Khimera de Siberia le había ayudado a tomar una decisión—. Munición de pulso electromagnético. Activad el camuflaje de interior. Modo de blindaje ligero, quiero movilidad. Equipo azul, a mi señal; equipo rojo, cobertura. Entramos en cinco. Comunicaciones fuera.

El equipo azul avanzó protegido por la invisibilidad que les proporcionaba el sudario. En realidad, el exoesqueleto no era más que un avanzado sistema de camuflaje diseñado para engañar al ojo humano. Estaba dotado de cientos de microcámaras que grababan imágenes del entorno físico del portador y las proyectaba en tiempo real sobre las fotoláminas independientes de grafeno que conformaban el armazón. De esta forma, solo el ruido podría alertar de su presencia a la guardia de élite Gurkha que custodiaba la base militar más importante del ejército indio en el norte del país. Sus aguerridos corazones se paralizaron sin saber quién les había disparado a quemarropa una descarga electromagnética letal. Esta actuaba sobre el sistema central del enemigo imposibilitando cualquier reacción. La muerte se producía por parada cardiorrespiratoria a los pocos segundos.

—Equipo rojo, despliegue; limpieza niveles uno y dos. Equipo azul, conmigo; niveles subterráneos.

—Afirmativo.

En el Centro de Operaciones Estratégicas de Krasnodar ni pestañeaban. La pantalla se había dividido en ocho secciones y apenas podían seguir el ritmo, la precisión y el sigilo con el que el primer grupo de asalto Khimera aniquilaba a cuantos enemigos les salían al paso. Anatoliy Sokolov, como máximo responsable de su adiestramiento operativo, no era capaz de ocultar la satisfacción cincelada en su rostro.

—Limpieza concluida en niveles uno y dos —escuchó el bogatyr por los nanófonos cocleares.

—Equipo rojo, asegurad los accesos al edificio. Equipo azul iniciando descenso a nivel menos tres —ordenó.

Los últimos obstáculos cayeron como los primeros, sin ser conscientes de su final.

—Primera fase concluida —comunicó el bogatyr desactivando la invisibilidad del sudario—. Procedo a entrar en el sistema. Todos en posición.

El hardware y el software estaban integrados en una fina y opaca lámina de grafeno sobre una estructura horizontal de unos tres metros de largo a la altura de su cadera. En realidad, no era muy distinto a su UAT de campaña, pero de mayores dimensiones y con más capacidad. Otra placa del mismo material pero transparente, colocada a la altura de los ojos, hacía las funciones de monitor. El primer inconveniente consistía en saltar la identificación genética, pero el hecho de que la arquitectura del sistema hubiera sido diseñada por la compañía rusa Belyy Gorizont facilitaba la tarea. No en vano, su gobierno seguía siendo el principal proveedor de las Fuerzas Armadas de la India. Así, desde Lukomorie ya se habían ocupado de cargar con antelación la autopista por la que circularía el virus todoterreno hasta el núcleo del sistema portando su código genético previamente validado. Desdobló su UAT por la mitad y lo posó en el área de identificación. Tres segundos más tarde la lámina opaca cobró vida.

Como haría un experimentado pianista antes de comenzar a tocar, el bogatyr se regaló unos instantes para ejercitar las articulaciones de las manos y tras configurar el entorno de usuario supo que estaba preparado para empezar el concierto.

Inspiró hondo y levantó la cabeza.

Deslizando ágilmente las palmas sobre la lámina y moviendo de forma independiente cada uno de los dedos para obtener la reacción esperada, se fue saltando una tras otra las protecciones y barreras que sabía que se iba a encontrar hasta llegar a su destino: el núcleo del equipo custodio del Ministerio de Defensa en Nueva Delhi. La interpretación correcta de aquella partitura la llevaba injertada en su cerebro y por tanto confiaba en no tener que recurrir a Olek Opieczonek, el mayor experto en codificación de Khimera, que a buen seguro estaría siguiendo muy de cerca la misión desde alguna de las estaciones. Científicamente, no cabía la posibilidad de error. Bajo la máscara que le cubría el rostro, su expresión no se alteró un ápice cuando finiquitó el último movimiento de aquella sinfonía y apareció en pantalla el código fuente de activado remoto a todos los sistemas de administración. Poseer esas cuarenta cifras y letras suponía tener bajo control el escudo de defensa y las plataformas de lanzamientos de misiles del país más poblado del planeta. Además, les otorgaba el acceso a su circuito de suministro energético, a su estructura de regulación de transportes, su entramado administrativo y sanitario y, por supuesto, a la red integral de telecomunicaciones. En definitiva: las vidas de más de mil quinientos ochenta y dos millones de seres humanos en un ridículo código alfanumérico que ya estaba registrado en su UAT y adherido a su muñeca izquierda.

El bogatyr reactivó el retorno.

—Lo tenemos. Iniciamos maniobra de evasión. Confirmen punto de recogida en las coordenadas preestablecidas.

—Buen trabajo —juzgó el teniente coronel Sokolov—. Punto de recogida confirmado. Tu país está orgulloso de ti.

—De nosotros, señor —corrigió el bogatyr al tiempo que accionaba la invisibilidad del sudario—. Equipo rojo, asegurad el perímetro. Salimos por donde entramos. Equipo azul, en marcha.

El sonido de una DRK-77 les hizo detenerse en el nivel menos uno. Para cualquiera de los integrantes de un grupo de asalto Khimera resultaba sencillo reconocer ese estruendo ronco y seco que producía una ametralladora pesada de pulsos electromagnéticos; más aún si se trataba de una de fabricación rusa, como era el caso.

Tan comprometido como aterrador.

La DRK-77 escupía dos mil balas inteligentes de calibre 60 por segundo, dos mil balas guiadas por focos térmicos que ni el blindaje de cien sudarios podría soportar.

—¡Enemigo en posición en puntos E y F con armamento pesado! —informó alterado el jefe rojo—. ¡Tenemos una baja! Cambiamos a munición de cobertura y lanzamos escudos de protección. Esperamos instrucciones.

—Baja confirmada, imposible activar nanobots de revitalización ni de aletargamiento vital —informó el operador desde el Centro de Operaciones Estratégicas de Krasnodar.

Dima y Tolya intercambiaron muecas de desasosiego.

El bogatyr calculó acertadamente que los escudos magnéticos aguantarían menos de un minuto tal cadencia de fuego.

—Jefe rojo, mantened la posición.

—Negativo, señor. Imposible resistir potencia de fuego enemiga.

—Jefe rojo, mantened la posición hasta que se agoten los escudos. Necesitamos tiempo para alcanzar el nivel superior y marcar la posición enemiga.

Dmitriy Gareev solo negaba con la cabeza. Anatoliy Sokolov notó que la lengua se le había pegado al paladar.

—Atención, Krasnodar: necesito fuego de supresión sobre las coordenadas que os acabo de enviar.

—Coordenadas recibidas. Misiles ZOOT RS lanzados desde helicópteros de recogida —confirmó su operador de soporte—. Impacto en un minuto y cuarenta y tres segundos.

—Jefe rojo, retirada inmediata a muelle del nivel menos dos. Los puntos E y F van a saltar por los aires —advirtió el bogatyr.

—Afirmativo, señor. Escudos agotados. Abandonamos la posición.

La explosión hizo que se tambaleara toda la estructura del edificio justo antes de encontrarse con el equipo rojo.

—Jefe Khimera, diríjanse de inmediato al punto de encuentro —le ordenaron desde Krasnodar.

—Afirmativo. Llegada en tres minutos —estimó el bogatyr con la voz entrecortada.

—No se detecta presencia enemiga en la zona. Vía libre —confirmó el operador mirando las imágenes de los sensores infrarrojos que les estaba sirviendo su satélite espía.

Minutos más tarde, el grupo de asalto Khimera estaba a salvo en el helicóptero de combate MI Tigr-50.

O eso creían.

—Volando a una altitud de doscientos treinta metros. Velocidad: trescientos sesenta kilómetros por hora. Entrada inminente en el espacio aéreo ruso —informó el piloto.

El coronel general Dmitriy Gareev soltó el aire que tenía cautivo en los pulmones.

—Informaré al alto mando.

—Te aseguro que ya están al corriente —apuntó el teniente coronel Anatoliy Sokolov—. Lo han visto todo.

—Lo sé, lo sé…, no logro habituarme —admitió. Acto seguido, se rascó detrás de la oreja y clavó la mirada en los ojos de su viejo camarada—. Tenías razón, el bogatyr sabe lo que hace. Es bueno.

—El mejor.

En el interior del MI Tigr-50, los integrantes del primer grupo de asalto Khimera se descubrieron el rostro. Todos menos el bogatyr, pero a eso también se habían acostumbrado.

Pocos minutos después la voz exaltada del copiloto rompía el silencio de las transmisiones.

—¡Atención a toda la tripulación! Uno de los camuflajes térmicos corporales no está activo. Somos perfectamente visibles en sus escáneres. Comprueben camuflaje. Repito, comprueben camuflaje térmico corporal.

No dio tiempo.

—¡Detectado lanzamiento de misil tierra-aire tipo Akask-III! —informó el operador del Centro de Operaciones Estratégicas.

—Lo tenemos —confirmó el copiloto del helicóptero—. Distancia: ocho mil seiscientos metros. Velocidad: setecientos metros por segundo. Guiado térmico. Altura: ciento ochenta y cinco metros. Iniciamos maniobra de ascenso y preparamos contramedidas. Impacto en sesenta y dos segundos.

—¡Atención, MI Tigr-50! Rectificamos identificación de la amenaza. El misil es de tipo Akask-V. Repito: el misil es de tipo Akask-V, de guiado óptico. Las bengalas, los señuelos de radiofrecuencia y los perturbadores no funcionarán. Se recomienda perder altura de inmediato —indicó el operador, notablemente alterado.

La angustia se adueñó de Krasnodar.

—¿No hay forma de interceptarlo? —preguntó el teniente coronel Sokolov.

—No tenemos cegadores desplegados en el terreno, señor, y el MI Tigr-50 no está equipado con DIRCM.

—¡Distancia: cuatro mil novecientos metros! ¡Impacto en veintiocho! Altura: noventa y cinco metros. Preparamos contramedidas, señuelos infrarrojos —informó el copiloto.

El bogatyr miró a sus compañeros e improvisó un ademán con la cabeza que fue interpretado con sabor a despedida. Desde la estación Khimera de Lukomorie ejecutaron las medidas establecidas en el protocolo de seguridad.

—¡Impacto en nueve! ¡Altura: sesenta metros! ¡Contramedidas electrónicas fuera!

—¡Contramedidas ineficaces! —gritó el operador—. ¡¡Impacto inminente!!

—Altura: treinta y cinco metros. ¡Intentamos maniobra evasiva de contingencia!

En el Centro de Operaciones Estratégicas de Krasnodar se hizo el silencio.

—¡¡Impacto en el rotor de cola!! ¡Perdemos altura! —se escuchó justo antes de interrumpirse la comunicación con el helicóptero.

El silencio se espesó en el Centro de Operaciones Estratégicas de Krasnodar. El coronel general Gareev lanzó una mirada inquisitoria a su camarada que este no advirtió; Anatoliy Sokolov tenía los ojos cerrados y los puños apretados de pura rabia.

En Siberia, Rusalka no pudo evitar verse invadida por un agudo dolor.

Cuarenta minutos más tarde, el jefe del Estado Mayor chino, Huang-Di Chengwu, ordenaba a dos grupos de ejército, más una brigada de artillería y cuatro regimientos blindados procedentes de la región militar de Chengdú, atravesar la frontera de la India en dirección a Nueva Delhi.

Setenta y dos horas después, el Bloque Asiático ya controlaba todo el tercio norte de un país sumido en un prodigioso caos organizativo.

El 14 de febrero del 2037, el secretario general de la Unión de Estados Libres, el holandés Mark van Maasakker, oficializó personalmente la declaración de guerra contra el Bloque Asiático.

Lo que estaba ocurriendo en el continente africano no era en absoluto halagüeño, pero ni el peor de los vaticinios se aproximaba a la realidad que habrían de vivir los habitantes del planeta durante los treinta y ocho meses siguientes.

Treinta y ocho meses en los que se perdieron más de seiscientos ochenta millones de vidas, se despoblaron o destruyeron más de dos mil quinientas grandes ciudades y una octava parte de la superficie terrestre dejó de ser habitable.

Treinta y ocho meses tras los que casi nada volvió a ser lo mismo porque casi nada quedaba de lo anterior.

Treinta y ocho meses de devastación en los que el ser humano dejó de ser humano y estuvo muy cerca de dejar de ser.