«Dermestes maculatus»

Instalaciones de NovoGen Bioprinting Corporation

Franja industrial de São Paulo

Iguazú (área americana sur, sector antártico norte)

Agosto del 2054

Anduvo los metros que le separaban del control de acceso tratando de hacerse con las riendas de su desbocado estado de nervios. Su lenguaje corporal era una llamada de atención: sudoración generalizada, temblores en las manos, tics en músculos faciales y taquicardia incontrolable. Participar en una operación de infiltración cuyo resultado iba a marcar el futuro de millones de habitantes del planeta no era algo para lo que se hubiera formado Ake Dahl.

«Buenos días, doctor Klund», le saludó la voz del software de verificación de personal.

Pocas horas antes, una célula del MOC había secuestrado a Henry Klund, especialista en neuroanatomía con características físicas semejantes al noruego, y había duplicado el núcleo de su UAT para facilitar el acceso a las instalaciones centrales de la empresa líder mundial en bioingeniería genética. En la planificación habían previsto que se encaminara directamente al módulo de neurología y, una vez allí, buscara la forma de desplazarse hasta su objetivo pasando desapercibido. La plantilla de NovoGen Bioprinting Corporation estaba integrada por más de ocho mil cuatrocientos trabajadores, lo cual le ayudaría a moverse con cierta libertad. Además, contaba con el soporte del puesto de mando de Siberia, desde donde Rusalka estaba dirigiendo la que se suponía que iba a ser su última operación al frente del personal más cualificado de Khimera, con los que había logrado llegar hasta el tramo final de aquella interminable carrera de fondo. En un segundo plano se encontraban Petra Toivonen y Patricia Jones, que no perdían detalle del desarrollo de los acontecimientos gracias a las imágenes que captaba la microcámara instalada en la bata del falso doctor Klund.

—A tu derecha tienes el corredor principal del sector cuatro —escuchó decir a Rusalka por sus recién injertados nanófonos cocleares—. Crúzalo y al fondo verás que se abre el área de exploraciones que, de alguna forma, debe de estar comunicado con el laboratorio.

El científico siguió las instrucciones.

—Atraviesa las secciones de bacteriología, micología y virología hasta llegar a parasitología. Eso es —le animó ella—. Prueba a ver si tienes permiso.

El UAT duplicado funcionó.

—El doctor Klund nos contó que, pasando las salas de diagnóstico molecular, encontraríamos un elevador que comunica con el área de cultivos, pero que él tenía el acceso restringido a ese sector de las instalaciones.

Ake Dahl se pasó la mano por la frente y analizó el perímetro. Lo localizó de inmediato, custodiado por un agente de seguridad privada que, totalmente inmóvil, con los brazos cruzados a la altura del pecho y descansando su peso contra la pared, parecía haber sido esculpido en aquella artificiosa pose de cancerbero peligroso.

Un cosquilleo en la boca del estómago le indicó que empezaba la parte complicada de la operación y notó cómo se le tapizaba de serrín el interior de la boca.

Zona residencial para pacientes de la clínica Hofmann

Desnudo frente al espejo, Benjamin Harding observaba la inclemente decrepitud de su cuerpo. Se burló de sí mismo y se sacudió el pene con ímpetu desmedido, agarrándoselo con los dedos índice y pulgar, como si así se fuera a despojar de la flacidez que lo poseía. Con una mueca de repudio se despidió de aquel reflejo y se dirigió al vestidor de la suite de lujo. La clínica Hofmann estaba situada dentro de las propias instalaciones corporativas y su zona residencial iba mucho más allá de los límites razonables de la confortabilidad. Se había construido pensando en dar alojamiento a los pacientes que tuvieran que someterse a tratamientos que denominaban de alta intensidad y larga estancia, siempre que fueran titulares de la póliza correspondiente a un ciudadano de orden principal, como era el caso. No obstante, a pesar de estar rodeado de tales comodidades, contaba las horas que le quedaban para marcharse desde el mismo día que lo ingresaron, hacía más de tres semanas. Dos sesiones diarias, de cuatro horas cada una, conectado a aquellas diabólicas máquinas habían consumido las ya ajadas reservas de paciencia con las que el presidente de la Asamblea había afrontado el proceso. Ben Harding había perdido la cuenta de las veces que se había tenido que someter a aquel horrendo artilugio al que los enfermeros se referían como: «el depredador de materia gris». A eso debía sumar los treinta y siete electroencefalogramas que le habían realizado para reconstruir cada una de las regiones encefálicas y terminar de dibujar su mapa cerebral. Pero lo que más le molestaba de todo, lo que realmente le había consumido por dentro era que ni la responsable del equipo de investigación, la doctora Amanda Lewis, ni la propietaria de NovoGen Bioprinting Corporation, la señora Hofmann, le hubieran advertido de los arduos procedimientos que debía seguir hasta completar el programa.

Matilda Hofmann era muy consciente de lo que se jugaba esa tarde. No era la primera vez que la empresa realizaba una transferencia mental entre un emisor de origen biológico y un receptor sintético, pero lo que estaba muy cerca de producirse era algo más relevante para el mundo científico: la primera transferencia desde un emisor sintético que ya contenía los datos extraídos y procesados del paciente hasta un receptor biológico cultivado a partir de sus propias células madre. La clave del éxito que buscaban residía en replicar íntegramente la matriz sináptica del órgano emisor. Si se disponía de un buen mapa cerebral del sujeto, el volcado de datos era tan sencillo como rellenar una botella con un embudo. Una vez realizado y hasta que se comprobara el fallecimiento del cliente, solo tendría que someterse a una periódica y rutinaria extracción de los datos acumulados en el lóbulo temporal medial. De esta forma tendrían actualizada en todo momento la información del maestro.

Benjamin Harding había licuado ya el fracaso cosechado en Lukomorie gracias a la aprobación del patrón Ómicron. Así, el presidente de la Asamblea estaba autorizado a tomar decisiones sin necesidad de que fueran aprobadas por la mayoría de sus miembros. Mientras estuviera con vida lo único que debía hacer para que no se derogara el protocolo Thymós era demostrar que el MOC seguía representando una seria amenaza para el mantenimiento del orden establecido. De esta forma, solo su propia muerte podría impedirle completar la consumación evolutiva de la especie, pero ese era un obstáculo que estaba a punto de salvar. Cuando llegara la hora, Matilda Hofmann se encargaría de activar el proceso que le llevaría en un pestañeo a continuar su labor desde otro cuerpo joven y fuerte, diseñado a su medida y dispuesto para alojar una nueva vida con experiencia centenaria.

Casi podría decirse que al presidente de la Asamblea no le importaba morir, pero si algo temía Benjamin Harding era perder la vida.

El presidente ardía en deseos de que terminara aquella jornada. Ya había resuelto retirarse de la vida pública durante una temporada para recuperar las energías que había perdido en la maldita clínica.

Se disponía a calzarse sus zapatos tipo Oxford cuando escuchó que sonaba el zumbido de la puerta. Miró su reloj sorprendido. Venían a buscarle antes de la hora acordada. Cuarenta y dos minutos de adelanto.

Un atropello inaceptable.

Del todo inconcebible.

Un relámpago de ofuscación le nubló la vista. Fuera quien fuera, se iba a enterar de quién era el presidente Harding.

Instalaciones de NovoGen Bioprinting Corporation

—Buenos días. Quizá usted pueda ayudarme —le dijo al agente de artificiosa pose.

—Dígame, doctor… Klund —comprobó en su pantalla de identificación.

—Me han llamado de microbiología y…, en fin, me cuesta reconocerlo, pero creo que me he perdido —dijo sin necesidad de fingir cierta alteración y sin extraer las manos de los bolsillos de la bata.

—Vaya. Teniendo en cuenta que lleva ocho años trabajando en estas instalaciones —leyó en su ficha—, no parece que una de sus virtudes sea el sentido de orientación.

El científico noruego tenía que alargar la conversación para que en Siberia pudieran copiar la banda de frecuencia del receptor que usaba el personal de seguridad. El código se cambiaba con cada turno y no había otra forma de hacerlo que intervenirlo desde el terminal RVR que llevaba camuflado en el interior de su maletín de trabajo.

—No le falta razón, la capacidad de orientarme no se encuentra en las primeras posiciones de mi listado de virtudes.

—No me diga, doc… —comentó despectivamente.

Ake Dahl ganó un metro de distancia, le analizó de hito en hito y frunció las cejas. Notó que las mariposas del estómago habían cesado su incómodo aleteo.

—Vaya… ¿Últimamente se nota algo más fatigado? ¿Ha notado que le cuesta mover más los músculos y las articulaciones?

La pregunta hizo mella en el tipo de seguridad.

—Es posible, sí. ¿Por qué lo dice?

—La postura que adopta con los brazos cruzados y la espalda baja apoyada en la pared denota la inconsciente obligación de repartir el peso de su cuerpo liberando de la tarea a su tren inferior y sobre todo a la columna vertebral, lo cual, permítame que se lo diga, no es normal habida cuenta de su morfología y complexión física. Pero sobre todo me han llamado la atención esos casi imperceptibles movimientos involuntarios que he detectado en cuanto le he visto. Casi imperceptibles —recalcó.

—¿Qué movimientos? ¿De qué me habla? —quiso saber azorado.

—Pasarían desapercibidos para cualquier mirada profana, pero no para la mía, señor…

—Devin, pero la gente me llama Mike.

—Mike, ¿has oído hablar de las nuevas enfermedades neurodegenerativas?

—¿Cómo? No. Nunca. Jamás —contestó elevando progresivamente la voz para tapar su cada vez más quebradiza modulación.

—Los primeros síntomas son fatiga muscular, dolor en las articulaciones y pérdida de reflejos. Suelen aparecer durante la adolescencia, pero de un tiempo a esta parte son muchos los casos que estamos tratando de pacientes tardíos. Pacientes con su edad; treinta y cinco, ¿me equivoco?

Mike afirmó con la cabeza. Su color de piel, blanquecino en origen, había perdido varios tonos.

—Los movimientos oculares involuntarios denotan cierta discapacitación neuronal —prosiguió—. El desarrollo de la enfermedad provoca que el paciente pierda la facultad del habla, puede incluso que la vista. La columna vertebral se deforma impidiendo cualquier actividad motriz antes de desembocar, con total seguridad, en un fallo cardíaco. —Ake Dahl tuvo que parar para coger aire y rematar el discurso—. Antes no tenía cura, pero ahora se puede tratar. Podría estar equivocado, pero… yo en su lugar me sometería a un estudio exhaustivo.

Desde Siberia le confirmaron que ya habían completado el copiado de la frecuencia.

—Bueno. Se hace tarde —retomó—. Dígame, por favor, cómo llego a microbiología y ya seguiremos charlando en otro momento.

Mike tardó en reaccionar.

—Doctor Klund, mi póliza… En fin, ya me entiende.

—Ya, su póliza. Bueno, en ese caso pasaré por aquí cuando finalice mi jornada, a ver si podemos sortear las limitaciones de su póliza. ¿De acuerdo?

Un interminable apretón de manos y repetidos «gracias» después, Ake Dahl dirigió sus pasos en la dirección que le había indicado Mike.

—Indicadme la localización del servicio más cercano —susurró el científico.

Una vez dentro, siguiendo el plan que habían pergeñado, buscó el circuito de higienizado por el que circulaban las aguas grises y negras que, una vez purificadas, se consumían en las propias instalaciones. Disimuladamente siguió con la mirada una de las variantes que conectaba la red central con los retretes y se encerró en uno de ellos para salir del campo visual de la cámara de seguridad. Se agachó para cortar el paso del agua antes de tirar con fuerza del tubo. Cuando lo desencajó, se aseguró de atascar el conducto introduciendo tanto papel higiénico como pudo. Volvió a encajarlo en su sitio y abrió el paso del agua. Activar el sistema de aspiración hizo que saltara la alarma. Inmediatamente, salió del baño y se alejó una distancia prudencial, desde donde pudo ver la llegada de Mike Devin, azorado, con claros vestigios de preocupación en su semblante y maldiciendo contra los ocho mil cuatrocientos empleados de NovoGen Bioprinting Corporation.

—Bien hecho, doctor. Hay que tener mucha sangre fría para improvisar un diagnóstico tan pormenorizado —le felicitó Roger Zimmermann, el equivalente de Olek Opieczonek en Siberia.

—El diagnóstico no ha sido improvisado. Sin póliza de orden principal, Mike morirá por un fallo cardíaco —auguró Ake Dahl—. Sucederá más pronto que tarde y le pillará, con total seguridad, casi inmóvil, postrado en su cama.

Zona residencial para pacientes de la clínica Hofmann

—Pero ¡¿qué clase de historia es esa?! —gritó Benjamin Harding a escasos centímetros de la nariz de la joven.

Las someras explicaciones de la enfermera de delicadas facciones de corte oriental no le resultaron en absoluto convincentes.

—¡¿Con quién demonios se piensan ustedes que están tratando?! —prosiguió—. ¡Le indiqué, no, le ordené —matizó subrayando cada sílaba— a la directora Lewis que yo la avisaría cuando estuviera preparado! ¡Y yo no he avisado! —vociferó salpicando con su saliva el rostro de su interlocutora.

La reacción de la desconocida que tenía frente a él le obligó a reflexionar, precisamente por la ausencia de respuesta. Si ella hubiera podido elegir, le habría practicado un corte limpio en el cuello, pero estaba tan concentrada en su misión que ni siquiera modificó la sonrisa antes de soplarle en la cara los polvos de NSTX.

Benjamin Harding trató de taparse las vías respiratorias, pero el neuroparalizante químico ya estaba cumpliendo su cometido.

El presidente ya no era dueño de sí mismo al perder la verticalidad, pero aún tuvo tiempo de ver con impotencia a un hombre que entraba en la habitación arrastrando un baúl de asistencia médica.

O eso parecía.

—Bào, descubre la muñeca de este despojo —ordenó el Señor de Asia.

Instalaciones de NovoGen Bioprinting Corporation

El doctor Dahl salió del ascensor sin saber qué se iba a encontrar allí abajo. La blanca y extensiva iluminación de los niveles superiores se había tornado violácea e intensiva, generando una atmósfera enfermiza que le forzó a amusgar los ojos. Frente a él se abría un estrecho y largo pasillo en el que destacaba la señalización que marcaba en tonos amarillentos los accesos a las distintas dependencias.

Una de ellas tenía que ser el área de cultivos.

Aguzó el oído y reconoció el zumbido continuo que emiten los generadores de energía encargados de alimentar todo el nivel. Caminaba ligero leyendo los letreros cuando vibró su UAT para avisarle de que se había sincronizado el de su compañero Kai-Xi.

Arrancaba la cuenta atrás: ochenta y ocho minutos.

Puesto de mando de Siberia

—Señora, ya recibimos actividad del modulador —avisó Roger Zimmermann desde el puesto de mando de Siberia.

Eso significaba que todo se estaba desarrollando según lo planificado y Kai-Xi ya estaba en la habitación del presidente Harding.

—Encuéntrame esa señal —le animó Rusalka con la voz tomada por la emoción.

—Señora, eso no será complicado. El problema me lo encontraré con el nivel de codificación con el que se haya programado. Copiar una frecuencia es una cosa, pero replicar un geolocalizador sin que salte el sistema de bloqueo del UAT es otra muy distinta. Lleva su proceso —explicó el operador mientras trabajaba en ello moviendo los dedos de las manos a gran velocidad sobre el panel virtual que tenía frente a sus ojos.

—Tenemos de todo menos tiempo, Rog —comentó ella.

—¡Lo que sí tenemos es suerte, señora! —le anunció eufórico antes de reírse—. Suele pasar con los UAT más avanzados. Ni siquiera se molestan en activar los sistemas primarios de seguridad. Piensan que son inmunes y… Un segundo… ¡Ya eres mío! Ahora introducimos la ruta prevista en su geolocalizador. En este mismo instante no tendrán forma de darse cuenta de que están persiguiendo una sombra. La actividad de ese UAT está en nuestras manos.

—¡Buen trabajo! —juzgó Rusalka—. Ahora necesito que me abras un canal seguro con Kai-Xi.

—Podemos utilizar el mismo que…

—No. Quiero otro distinto —exigió.

—Me llevará un minuto.

Rusalka aprovechó para desviar su atención hacia la pantalla que estaba recibiendo las imágenes que captaba la cámara de Kai-Xi.

Instalaciones de NovoGen Bioprinting Corporation

Frente a la puerta que estaba buscando, Ake Dahl miraba detenidamente el panel. Rogó que los permisos del personal de seguridad incluyeran el acceso a aquella zona, de otra forma no iba a poder entrar sin hacer saltar las alarmas.

La luz amarilla se volvió azul y soltó el aire que había retenido inconscientemente en sus pulmones mientras examinaba la distribución del espacio del área de cultivos. A su izquierda podían distinguirse varios contenedores de distintos tamaños en los que nadaban órganos cultivados en diferentes estadios de crecimiento. Reconoció enseguida el olor predominante del formaldehído camuflado entre los múltiples matices químicos de los muchos tipos de desinfectantes y alcoholes encargados de la higiene de cada instrumento y de la pulcritud de cualquier superficie. El científico se movía despacio, sin la premura que exigía la situación. El entorno apenas distaba del laboratorio de Estocolmo en el que llevaba tantos años desarrollando su trabajo como investigador y dejó que su instinto guiara sus pasos. Se dirigió hacia la esquina opuesta, donde descubrió una sala de cuarentena como las que ellos llamaban «celdas de aislamiento», porque lo que allí entraba salía severamente tocado.

Convencido de que dentro localizaría el cerebro, empujó el mecanismo de apertura.

No se equivocaba.

El cultivo estaba conectado a través de unos filamentos de alta capacidad para el transporte de datos al terminal de diagnóstico permanente.

—Eso es lo que buscamos —confirmó Rusalka—. La imagen está perdiendo nitidez, acércate un poco más.

—Se debe a la nube electrónica que genera el potenciador de Karlson —aclaró Ake Dahl—. Los circuitos están detectando esa actividad —continuó con voz firme y sosegada—. Por aquí tiene que haber un puerto en el que se pueda conectar unidades externas. —Un dilatado silencio se hizo dueño de las comunicaciones—. ¡Lo tengo! —anunció el noruego.

Rusalka alzó la vista para controlar la sincronización de las acciones.

Zona residencial para pacientes de la clínica Hofmann

El presidente de la Asamblea quiso orientar los ojos hacia la dirección de la que procedía el sonido, pero ni siquiera su nervio óptico obedecía sus órdenes. En tal posición, su visión perimetral solo le permitía reconocer su cuerpo metido en esa fastuosa bañera de principios de siglo en la que tanto tiempo había pasado durante aquel privilegiado encierro. Sabía que era el suyo porque no había perdido la conciencia en ningún momento, siendo testigo de cómo un hombre y una mujer le despojaban de su ropa antes de trasladarlo hasta allí. A continuación le colocaron algún artilugio que le impedía cerrar los párpados y, desde entonces, la enfermera de rasgos asiáticos le estaba administrando un líquido para evitar que se le resecaran las córneas.

La frenética cadencia a la que se movía su pecho le llevó a pensar que estaba respirando a un ritmo nada aconsejable para su edad. Era la primera vez en su vida que deseaba que estuviera junto a él su médico personal, el doctor Ross, lo cual era de por sí una pésima señal. Podía oír su corazón golpeando contra la caja torácica como si estuviera emitiendo algún mensaje cifrado de auxilio.

—Señor Harding, atiéndame, se lo ruego. Necesito que me preste toda su atención. Me colocaré aquí delante para que pueda verme.

Un hombre de unos cuarenta años vestido con la indumentaria corporativa de NovoGen Bioprinting Corporation se sentó amigablemente en el borde de la bañera para entrar en su campo de visión. A pesar de que llevaba la nariz y la boca cubiertas con una máscara, se podían distinguir unos marcados rasgos mongoles en el tercio superior de su rostro.

—Usted ya me conoce, aunque todavía no sabe quién soy.

El viejo notó que su latido cesaba por unos instantes.

—Trataré de ser breve. La avaricia y la vileza siempre dejan rastro cuando se avanza por el sendero equivocado —sentenció—. Supimos quién era usted cuando ordenó la limpieza del área de exclusión amarilla y desde entonces hemos aguardado pacientemente a que llegara nuestra oportunidad. Estuvo cerca de condenar al planeta y al ser humano, sabemos lo que pretende, pero le adelanto que no lo va a conseguir. En fechas próximas estaremos en disposición de empezar a producir nuestro Perseo y no tardaremos en administrárselo a toda la población. A toda —enfatizó Kai-Xi—. Ha fracasado en su intento de aniquilar la base de la pirámide.

El Señor de Asia hizo un gesto a su hermana. Esta sacó del baúl de asistencia médica una caja metálica de tamaño medio y de un impoluto blanco ártico. De dentro provenía un sonido que, Benjamin Harding fue incapaz de identificar, lo que originó un vigoroso impulso eléctrico que sí pudo sentir recorriendo su columna vertebral.

Un sinfín de patas y antenas en continuo movimiento.

Una multitud de caparazones chocando frenéticamente entre sí.

Un montón de insaciables mandíbulas ejercitándose para la tarea.

Dermestes maculatus —especificó Kai-Xi—. Una especie de escarabajo modificado genéticamente para potenciar la función principal para la que fueron creados: limpiar de carne los huesos de los vertebrados. En la parte del globo de la cual provengo los conocemos como «los purificadores de huesos» y los consideramos algo más que nuestros estrechos colaboradores. Son incluso más voraces que las pirañas, pero, a diferencia de estas, solo se alimentan de carroña. No comienzan su tarea hasta que dejan de percibir el movimiento de su cliente. No los hemos contado, pero nuestra experiencia nos dice que, dada la reducida masa corporal de la que tienen que dar cuenta, esta cuadrilla se quedará sin trabajo en menos de veinte minutos. Es un espectáculo verlos en acción. No dejan ni los fluidos. La buena noticia para usted, señor Harding, es que, gracias al NSTX, no sufrirá ningún dolor físico y le certifico que morirá de un paro cardíaco antes de que le devoren ese órgano tan sabroso que le late en el pecho. Posteriormente, disolveremos su esqueleto junto con sus peludos amigos en hidróxido de sodio. Cuando el ácido cumpla su cometido, absorberemos el residuo con esta máquina, en cuyo depósito dejaremos que su código genético termine de fusionarse con el de los coleópteros. El resultante será un ADN de una especie quimérica imposible de descifrar que luego vaciaremos en los magníficos conductos depuradores de este mismo complejo. No podemos permitir que quede nada de usted, ahora entenderá por qué.

En ese momento, el presidente de la Asamblea no estaba valorando el hecho de que fuera a perder la vida de modo inminente engullido por un ejército de escarabajos hambrientos; no. Benjamin Harding maldijo la imposibilidad de no poder manifestarse verbalmente y liberar todo el odio que estaba a punto de descomponerle las entrañas de forma más eficaz que el hidróxido de sodio.

Toda esa inquina empezó derramándose en forma de lágrimas.

—Adelante —le indicó a su hermana.

Bào colocó la caja a la altura del abdomen antes de abrir una trampilla por la que se desparramó el negruzco caudal de hambrientos invertebrados. Acto seguido le roció con un aerosol por debajo de la mandíbula.

—Estas feromonas impedirán momentáneamente que se metan por la boca o le devoren los globos oculares; se asfixiaría enseguida y deseo que escuche lo que tengo que decirle. También queremos que siga teniendo ojos para que pueda disfrutar del espectáculo.

Los coleópteros se repartieron de forma organizada por el cuerpo, buscando su propio espacio, su propio centímetro cuadrado de tejido en el que poder hundir sus afiladas mandíbulas sin ser molestados por sus congéneres. En cuestión de segundos todos ellos habían colonizado su parcela y catado el terreno.

—Ha de saber que podríamos haber acabado con su miserable existencia —continuó Kai-Xi—, pero le necesitábamos vivo hasta hoy, ahora comprenderá la razón. En estos precisos momentos, desde nuestra última estación Khimera estamos sustituyendo su matriz sináptica por otra. No va a perpetuarse en el tiempo, esa es la mala noticia para usted, señor Harding. No serán sus datos los que se vuelquen en el cerebro cultivado que tanto le ha costado conseguir. Será otro quien ocupe el nuevo cuerpo del presidente. Y el cargo —añadió—. ¿Adivina? Claro que sí. La persona a la que ha estado tantos años persiguiendo. Su sombra.

Esa última frase hizo que dejara de prestar atención a la eficacia con la que la horda de insectos cumplía con su cometido. Resultaba casi irónico. En su afán por esconder la decrepitud de su cuerpo, él mismo había dispuesto que en el momento en el cual su UAT dejara de transmitir funciones vitales se destruyera en secreto el antiguo chasis de Benjamin Harding. Bajo ningún concepto iba a permitir que las imágenes de su cadáver terminaran en cualquiera de las muchas condenadas redes sociales. Y sin duda Khimera debía conocer tal circunstancia. En ese instante, el viejo tomó conciencia del nivel de complejidad de la estrategia diseñada por su rival; de la planificación, procedimiento y perseverancia que había requerido llevarla a cabo; del alarde de paciencia y del nivel de perfección en su ejecución.

Su corazón seguía latiendo, pero Benjamin Harding ya estaba muerto. Todas sus ilusiones se esfumaron en un soplido, como si solo hubieran sido objeto de un macabro truco de magia. El trabajo de una vida desaparecía en un abracadabra, bajo el sombrero de copa o tras la capa, en un número de prestidigitación sin varita mágica.

Kai-Xi consultó su UAT.

—Se nos agota el tiempo —anunció desviando la mirada hacia el interior de la bañera—. Ya le he dicho lo eficaces que son los purificadores. Enseguida tendrá tantos pequeños orificios en las arterias que su organismo se colapsará. Según el protocolo que ha firmado con la señora Hofmann, el proceso se activará en cuanto reciba el certificado de defunción que emitiremos desde su UAT. Eso sucederá cuando nosotros dispongamos, previa sustitución de su matriz sináptica por…

El rápido palidecer de Benjamin Harding le obligó a recortar el discurso. Kai-Xi sabía que le quedaban solo unos instantes. Se inclinó hacia delante y le habló en voz queda:

—Vamos a cambiar el sistema desde dentro. Se acabó la tela para los sastres. Se avecina un nuevo orden mundial y usted lo va a dirigir, sí, pero no en la dirección que habría elegido.

Benjamin Harding procesó aquellas últimas palabras y las arrastró consigo en una agonía sin dolor físico ampliamente compensado por el tormento que provoca la impotencia a quien está acostumbrado a conseguirlo todo.

Cuando el repelente perdió intensidad, algunos escarabajos se aventuraron a cruzar esa frontera invisible. Bào hizo el ademán de pulverizar de nuevo sobre la zona, pero el Señor de Asia se lo impidió con delicadeza.

—Ya está todo dicho —certificó—. Vete preparando el ácido.

Enseguida, muchos de sus hermanos siguieron a esos pioneros en la conquista de nuevas tierras allende la barbilla. La mucosidad atrajo a los primeros exploradores hacia las profundidades de las fosas nasales y la boca y decenas de ejemplares empezaron a desaparecer ordenadamente, de forma casi civilizada.

Cuando se percataron de que los artrópodos habían disminuido su frenética actividad, supieron que había llegado el momento de licuar aquel amasijo informe. Y como ya hicieran con los egipcios miles de años antes, los escarabajos acompañaron a Benjamin Harding en su último viaje.

Área de cultivos de NovoGen Bioprinting Corporation

Rusalka no pudo evitar que aquellas imágenes le hicieran revivir el trágico final de Goran Jerčić, antiguo colaborador de su padre. Hizo un esfuerzo para centrar su atención al monitor que reproducía la cámara de Ake Dahl.

—Vamos, Rog —le animó—, no nos falles ahora.

El operador se mojó los labios y se secó el sudor de las palmas de las manos en la loneta de los pantalones. En realidad no era una tarea que estuviera fuera del alcance de un experto en codificación; sin embargo, por seguridad, el sistema no permitía eliminar datos. Así, solo podría escribir sobre el último maestro de la transferencia mental de Harding. Cualquier mínimo error que alterara el patrón preestablecido por los técnicos de NovoGen Bioprinting Corporation haría que estos detectaran la incursión y se malograría todo el plan. Finalmente, Roger Zimmermann tendría que buscar las copias de seguridad e infectarlas para que fueran inservibles en el remoto caso de que se dieran cuenta del juego y recurrieran a ellas. Todas menos una: la que debía copiar en el nanochip del RVR que portaba Ake Dahl y de la cual obtendrían la fórmula de Perseo.

Mientras aguardaba la confirmación del puesto de mando de Siberia, el científico noruego permanecía inmóvil, observando cómo las líneas de código iban apareciendo en la pantalla del terminal RVR. Casi podía notar los bytes recorriendo su cuerpo, como si formaran parte de él o, más bien, como si él formara parte de ese flujo de información.

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! —avisó por fin—. Ya tienes tu copia en el nanochip del terminal —informó el operador.

—Es hora de marcharse —apuntó el científico noruego.

—Evita el acceso principal —le indicó Rusalka—, detectarán enseguida el circuito de la memoria.

—El protocolo de seguridad es idéntico al que está instaurado en Active Biotech AB. Creo que sé cómo evitarlo, pero necesito comunicarme con Kai-Xi.

Zona de registro de personal de NovoGen Bioprinting Corporation

Caminaban muy despacio empujando el contenedor portátil de materiales corrosivos, tratando de pasar desapercibidos entre el personal que transitaba anárquicamente por el lugar. En su interior, el ácido seguía trabajando la sustancia en la que se había convertido el presidente de la Asamblea.

Llegaron al puesto de control para identificarse en el sistema de registro de salida. Desde allí se podía ver el exterior de las instalaciones. Kai-Xi tenía un mal presentimiento y la tensión contagió a su hermana Bào.

«Doctor Shèng de Incorporeal Solutions. Doctora Wu de Incorporeal Solutions —verbalizó una robótica voz al identificar sus UAT—. Permiso validado a las 9:45 para los sectores A, C, D y F durante la presente jornada».

—¿Se puede saber dónde demonios creen que van con eso? —exclamó el doctor Klund, especialista en neuroanatomía.

—Solo seguimos instrucciones —contestó el doctor chino—. Métase en sus asuntos.

—Precisamente, estos son mis asuntos —repuso elevando el tono para llamar la atención—. Porque si se derrama una sola gota de ese líquido en esta zona tendremos que parar toda actividad hasta que estos señores consigan solucionarlo. —Señaló a dos agentes de seguridad que hasta ese momento habían permanecido dentro de la cabina.

—¿Qué sucede, doctor Klund? —preguntó uno de ellos algo alarmado después de identificar su UAT.

—Que al personal que viene de visita le importa muy poco saltarse nuestros procedimientos de seguridad. Ese contenedor contiene una sustancia altamente tóxica y por tanto deben evacuarla por la salida de residuos.

—Muy bien. Llamaremos a alguien para que les acompañe al sector H.

—No se moleste, yo mismo me encargaré de que cumplan con la norma.

El agente uniformado dudó unos segundos.

—Se lo agradecemos, doctor Klund. Avisaremos al puesto de control.

El noruego levantó el brazo e indicó la dirección que debían seguir los doctores chinos de forma nada amigable.

Ya en el exterior de las instalaciones de NovoGen Bioprinting Corporation, los dos hombres y la mujer entrecruzaron miradas cargadas de emoción. Contuvieron la euforia de la victoria, pues los tres sabían que aquello no había hecho más que empezar.