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Vida y muerte
Zorro no entendía. Lo que veía era demasiado espantoso. Jacob en el suelo y, a su lado, el goyl. Cambió de forma mientras corría hacia ellos. Solo cuando estuvo cerca, vio la ballesta entre ellos.
Jacob.
Chocó contra una pared invisible cuando quiso acercarse a él. El aire que lo rodeaba estaba hecho de cristal, y Zorro vio el mosaico que había atrapado a Jacob y al goyl en un círculo de piedra. Un círculo mágico, pero ¿qué hacía con ellos? El bastardo parecía como siempre, aun cuando respirara superficialmente como un muerto. El rostro de Jacob, por el contrario, estaba tan demacrado que Zorro apenas lo reconocía. Su piel era como un pergamino, su cabello blanco como la nieve. No se inmutó cuando ella gritó su nombre, pero su consumido cuerpo se horrorizó cuando un tictac dividió el silencio.
El hechizo que robaba los años. Que hacía marchitarse a las personas como hojas.
Zorro miró a su alrededor confundida.
Los relojes de arena de las brujas robaban sigilosamente el tiempo a sus víctimas, pero encajaba con la crueldad del verdugo de las brujas que se apoderara de la vida de Jacob con un chirriante mecanismo de reloj. Zorro oía desplazarse las agujas mientras corría hacia el reloj.
Una esfera de oro en unas huesosas manos. Zorro intentó retroceder las agujas, pero no se podía, y finalmente renunció por miedo a que Jacob no recuperara los años robados si el reloj se rompía. Imploró a la zorra, a todo lo que le había dado fuerzas siempre, pero las agujas no retrocedieron.
¡Por favor!
Zorro levantó la caja de las huesudas manos, pero ni siquiera pudo forzarla con el cuchillo. El espejo que colgaba junto al reloj, le mostró la desesperación de su propio rostro. Era tan grande que casi toda la sala quedaba apresada en su oscuro cristal.
Por un instante Zorro no comprendió lo que veía en él.
La figura que estaba sentada en el sillón del trono se movió.
Las manos enguantadas rodearon los brazos del sillón y la boca respiraba con dificultad. Gismundo giró la cabeza. Zorro se ocultó detrás de una columna antes de que su mirada la encontrara. El rostro apenas se reconocía bajo el yelmo, pero recordó la dorada imagen que había visto desde la puerta de la cripta. ¿Quién había sido el muerto del sarcófago? ¿Un doble que Gismundo había creado por medio de brujería? ¿Una envoltura sin alma, que había ocupado su puesto en el ataúd, impregnada de magia negra para que tomaran al cadáver por el suyo?
El verdugo de las brujas se puso en pie vacilante, pero el reloj, que Zorro sujetaba en las manos, seguía haciendo tictac. Bien, Zorro, eso significa que sigue encontrando vida que poder robar.
Gismundo miró en torno. Se apoyó en el sillón del trono y buscó a tientas la espada, que estaba apoyada en él. Sus manos temblaban. Naturalmente. La vida que estaba robando venía de un hombre moribundo… Zorro deseó tener consigo el sable de Jacob mientras sacaba el cuchillo. Un cuchillo contra una espada larga. No. Lo volvió a meter en el cinturón y sacó la pistola. El verdugo de las brujas no era un barbazul ni tampoco el sastre del Bosque Negro. Era una persona.
Se tambaleó al descender la escalera que había delante del sillón del trono. Con la respiración de Jacob, con su pulso. Los pelos de gato se arrastraban tras él, y en la mano sujetaba la espada.
Solo él puede romper el círculo, Zorro. Y después tenía que matarlo. Y confiar en que Jacob recuperara así la vida que el verdugo de las brujas le había robado. Se inclinó detrás de la columna cuando él volvió a mirar alrededor, y deseó llevar puesto el pelaje. Aún no. La zorra no podría matar a Gismundo.
Sus pasos eran inseguros como los de un sonámbulo. En el último escalón se detuvo y descendió la mirada sobre los hombres que su mágico círculo había atrapado. Solo dos hombres. Extraños. Zorro creyó oler su decepción. Su cuerpo debía de estar sediento de más vida.
Miró alrededor buscando.
No, no están aquí.
¿Qué percibía? ¿Dejaba la locura espacio para añorar ver a sus hijos, a pesar de haberlos querido matar? ¿Había colocado la trampa con el objetivo también de obligarles a estar a su lado, aun cuando no vinieran por amor sino por afán de poder? En cualquier caso, la sensación le resultaba seguro más familiar.
El verdugo de las brujas se quitó el yelmo. Seguía moviéndose aún de forma angustiosamente lenta, como si el cuerpo muerto simplemente no quisiera despertar. El cabello que emergió bajo el yelmo era gris, el rostro, arrugado y pálido. Gismundo. Gismundo… En Lothringen, su nombre se pronunciaba de forma distinta. Pero sus sobrenombres eran los mismos en todas partes: el Cruel, el Codicioso. Naturalmente también le habían apodado el Grande.
Había olvidado el círculo. Chocó contra él, palpó con las arrugadas manos la pared invisible… y recordó.
—¡Venga, vamos! Tus víctimas están desde hace rato demasiado débiles como para escapar de ti y seguro que quieres recuperar la ballesta.
Las palabras le salieron de los labios casi de forma inaudible. Palabras de brujas.
Cuando el círculo mágico reventó, se oyó un ruido como de cristal haciéndose añicos. Gismundo conservaba la espada en la mano cuando se acercó a Jacob y al goyl. El sonido de la cota de malla era el único ruido que Zorro oía. La fatigada respiración de Gismundo. Y el tictac del reloj. Pero Jacob no se movía. Estaba tan quieto. ¿Y si ya había muerto?
No, Zorro. El reloj sigue haciendo tictac.
Lo dejó en el suelo detrás de las columnas antes de salir de su refugio. Gismundo se inclinaba en ese momento hacia la ballesta.
Zorro le disparó en el brazo que sujetaba la espada. Sí, solo seguía siendo una persona. El grito que profirieron sus descoloridos labios sonó como los gritos que resonaban a través de los pasillos del palacio. No estaba vivo, no estaba muerto. Un hombre que quería matar a sus hijos para no extraviarse en sus propias tinieblas. El verdugo de las brujas se volvió hacia ella y miró el arma que le había herido.
La siguiente bala se quedó prendida en su cota de malla.
¡Tienes que apuntar mejor, Zorro!
Sus labios se movieron mientras con el brazo herido levantaba la espada. Ella cambió de forma antes de que la maldición pudiera alcanzarla. Esta se limitó a acariciar a la zorra como una helada que atraviesa el pelaje. Zorro corrió hacia él. Deprisa. Zorro. Demasiado deprisa para su cuerpo, que seguía perteneciendo a la muerte más que a la vida. Gismundo empuñó la espada contra ella, pero no tenía fuerza, y Zorro dio las gracias al hada por la muerte que había sembrado a Jacob en el pecho. La zorra clavó los dientes en la carne, que olía a descomposición. Retrocedió de un salto cuando Gismundo cayó de rodillas, y cambió de nuevo la forma. Zorro y mujer, por siempre una. Una no era nada sin la otra.
El verdugo de las brujas se pasó la mano por el rostro. Su piel comenzaba a marchitarse. Empuñó la espada contra ella, pero su ataque fue tan débil que pudo pararla con el cuchillo, y antes de que pronunciara la siguiente maldición, Zorro le clavó la hoja en el indefenso cuello. La sangre que salió de la herida se convirtió en polvo mientras goteaba sobre la túnica blanca, y las manos, que se aferraban a su manto, se secaron antes de cerrar los dedos.
Zorro se apartó del muerto. El rostro estaba tan rígido como una talla de madera y los ojos miraban vacíos como el cristal. Un hombre viejo, nada más. Pero Zorro creía sentirlo aún en los muros que la rodeaban y en la oscuridad que llenaba la sala. Quería marcharse de allí.
Bajó el cuchillo y aguzó el oído.
El reloj estaba en silencio. Y Jacob se movía. Su cabello volvía a ser oscuro y su rostro, el rostro que ella amaba, pero a su lado estaba el bastardo y sostenía la ballesta en la mano.
No.
Zorro sacó la pistola, pero había utilizado la munición para el verdugo de las brujas.
El bastardo sonrió:
—Nunca te fíes de una zorra. Cuántas veces se lo he oído decir a mi madre. Son astutas y temen tan poco como tú la profundidad de la tierra, Nerron. ¿Qué habría dicho de que una de ellas me salvara la piel de piedra?
—¡Dame la ballesta! —Zorro sacó el cuchillo. En la hoja estaba pegada la polvorienta sangre de Gismundo—. ¡Estarías muerto si no fuera por mí!
—¿Y?
Un escamoso brazo le rodeó el cuello.
—Dicen que los mutadores de forma pueden hacer brujería —susurró el hombre de las aguas a Zorro—. ¡Demuéstramelo, zorra!
Llevaba una docena de collares de oro colgados del cuello, un abrigo de piel de unicornio y anillos de diamante en los escurridizos dedos. Zorro intentó soltarse, pero los hombres de las aguas eran fuertes.
Jacob quiso incorporarse. Su sangre dibujaba la huella de la polilla sobre su camisa.
La última mordedura.
Demasiado tarde, Zorro. ¿Dónde estabas?