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El mundo equivocado
La sala de subastas se hallaba en la trigésima planta. Paredes revestidas de madera, una docena de hileras de sillas y, en la puerta, un hombre que, con sonrisa nerviosa, marcaba los nombres en la lista de inscripción. Jacob aceptó el catálogo que este le dio y se acercó a una de las ventanas. Un bosque de torres y, tras ellas, como espejos de plata, los Grandes Lagos. Había llegado esa mañana de Nueva York a Chicago, un trayecto para el que habría necesitado semanas en un carruaje. Debajo de él, la luz del sol se prendía en paredes de cristal y tejados dorados. Ese mundo podía fácilmente competir en belleza con el de detrás del espejo, pero Jacob sentía nostalgia.
Se sentó en una de las sillas y examinó los rostros que lo rodeaban. Muchos los conocía: anticuarios, administradores de museos, coleccionistas de arte. Cazadores de tesoros como él, solo que los tesoros de ese mundo no poseían más magia que edad y belleza.
El catálogo de la subasta mostraba la botella, cuyo rastro Jacob había seguido hasta allí, entre la tetera de un emperador chino y el sonajero de plata del hijo de un rey inglés. Parecía tan insignificante que, con suerte, no encontraría ningún otro postor. Una funda de cuero gastado protegía su oscuro cristal y el cuello estaba cerrado con un sello de cera.
«Botella de origen escandinavo de principios del siglo XIII», decía el pie de foto. El propio Jacob la había descrito de ese modo cuando se la vendió a un anticuario en Londres. En aquel entonces le había resultado de lo más divertido neutralizar a su habitante de esa forma. Tras el espejo, liberarlo podía ser mortal, pero en ese mundo resultaba tan inofensivo como aire embotellado, una nada tras el cristal marrón oscuro.
La botella había cambiado varias veces de dueño desde que Jacob la había vendido. Le había costado casi un mes volver a localizarla. Un tiempo del que no disponía. La granada que todo lo cura, la fuente de la eterna juventud… había desperdiciado muchos meses buscando los objetos equivocados y en su pecho seguía anidando la muerte. Era el momento de intentarlo con una medicina algo más peligrosa.
La polilla sobre su corazón era cada día más oscura: el sello de la sentencia de muerte que el Hada Oscura infligía por pronunciar su nombre. Su hermana se lo había susurrado a Jacob entre dos besos. Ningún hombre había sido ejecutado de una forma tan tierna. Amor traicionero… La sangre roja, que bordeaba la huella de la polilla, recordaba por qué crimen moría en realidad.
Desde la primera fila le sonrió una comerciante a la que había vendido, hacía años, una garrafa de cristal de elfo (ella lo había tomado por cristal de Persia). Jacob había traído antaño muchos objetos a través del espejo para pagar las matrículas de Will o las facturas médicas de su madre. Por supuesto. Sin que sus clientes hubieran sospechado que les estaba vendiendo algo de otro mundo.
Jacob echó un vistazo al reloj y miró impaciente al subastador. Venga, vamos. Tiempo perdido. No sabía siquiera de cuánto disponía aún. Medio año, quizá menos…
La tetera del emperador chino alcanzó un precio ridículamente elevado, pero la botella, como cabía esperar, no causó excitación cuando la colocaron en la mesa de subastas. Jacob estaba convencido de que sería el único postor cuando, una hilera de sillas más atrás, otra mano se alzó.
El postor tenía una estatura casi tan grácil como la de un niño. Los anillos de diamantes de sus cortos dedos eran más valiosos que todos los objetos pendientes de subasta. Su pelo corto era negro como las plumas de un cuervo, a pesar de tener el rostro de un hombre viejo. Y la sonrisa, con la que obsequiaba a Jacob, parecía saber demasiado.
Qué disparate, Jacob.
Había cambiado un puñado de táleros de oro para la subasta. El fajo de billetes que había recibido a cambio le había parecido más que suficiente. A fin de cuentas, él mismo no había obtenido gran ganancia con la botella. Pero cada vez que subía su oferta, el extraño también alzaba la mano, y Jacob sentía cómo con cada nueva suma, que el subastador anunciaba en alta voz, el corazón le latía más deprisa del disgusto. Un murmullo recorrió la sala cuando la puja alcanzó el precio de la tetera imperial. Otro comerciante comenzó a pujar… y se retiró cuando el precio subió más y más.
¡Déjalo ya, Jacob!
¿Y entonces qué? No sabía qué otro objeto debía buscar si no, ni en ese ni en el otro mundo. Sus dedos envolvieron involuntariamente el pañuelo de oro en su bolsillo, pero su magia funcionaba allí tan poco como la de aquel al que la botella mantenía prisionero. Y qué más da, Jacob. Antes de que se percaten de que no puedes pagar, habrás cruzado el espejo.
Alzó de nuevo la mano, aun cuando se sintió indispuesto al oír la suma que el postor anunció. Era un precio considerable hasta para la propia vida. Lanzó una mirada a su contrincante. Los ojos que respondieron a su mirada eran verdes como la hierba recién cortada. Se arregló la corbata, volvió a sonreír a Jacob… y bajó la mano ensortijada.
El martillo del subastador cayó y el alivio provocó mareos a Jacob mientras se abría paso a través de la hilera de sillas. En la primera fila, un coleccionista ofrecía diez mil dólares por el sonajero de plata. Tesoros, a ambos lados del espejo.
La cajera sudaba en su chaqueta negra y había empolvado demasiado su pastosa piel.
Jacob le obsequió su sonrisa más amable y le entregó el fajo de billetes:
—Confío en que sea suficiente como señal.
Añadió otros tres táleros de oro. Por lo general, las monedas eran también un medio de pago bien visto en ese mundo. La mayoría de los comerciantes lo tenían por un estúpido que desconocía el valor de las antiguas monedas de oro, y para los que preguntaban por la emperatriz que aparecía en la moneda, tenía preparada una historia descabellada. Pero la cajera sudorosa lanzó una desconfiada mirada a los táleros y pidió ayuda a uno de los subastadores.
La botella se hallaba apenas a dos pasos entre los otros objetos adquiridos en subasta. De cerca, el cristal tampoco revelaba nada sobre el que se ocultaba detrás. Por un momento, Jacob pensó en largarse con su botín a pesar de los vigilantes que había en la puerta, pero un carraspeo interrumpió aquel pensamiento de todo menos razonable.
—Unas monedas muy interesantes, señor… ¿cómo era su nombre?
Ojos verdes. Su contrincante apenas le llegaba a Jacob a los hombros. En el lóbulo izquierdo de la oreja llevaba un diminuto rubí.
—Reckless. Jacob Reckless.
—Sí, claro —el extraño metió la mano en la chaqueta a medida y sonrió al subastador—. Yo respondo por mister Reckless —dijo mientras le tendía a Jacob su tarjeta. La voz era ronca, con un ligero acento que Jacob no pudo catalogar.
El subastador bajó respetuoso la cabeza.
—Como usted desee, mister Earlking —dijo dirigiéndole una mirada interrogante a Jacob—. ¿Adónde le enviamos la botella?
—Me la llevaré yo mismo.
—Por supuesto —dijo Earlking sonriendo—. Llevaba mucho tiempo en el lugar equivocado, ¿no es cierto? —el pequeño hombre hizo una reverencia antes de que Jacob pudiera responder—. Salude a su hermano de mi parte —dijo—. Le conozco muy bien a él y a su madre.
Después se dio la vuelta y desapareció entre el galano gentío.
Jacob miró la tarjeta que tenía en la mano. «Norebo Johann Earlking». Nada más.
El subastador le entregó la botella.