19

Quizá

El hotel en el que Zorro dejó a Jacob estaba igual de estropeado que la tienda de la falsa bruja. Pero el dolor lo había debilitado más de lo que reconocía, y en las desiertas calles no pudo encontrar ningún carruaje que los hubiera llevado a uno mejor.

Jacob cerró los ojos tan pronto se tendió en la cama, y Zorro permaneció sentada a su lado hasta estar segura de que dormía profundamente. Su respiración era demasiado rápida, y en su rostro veía sombras que el dolor había dejado como si fueran huellas.

Le pasó suavemente la mano por la frente, como si sus dedos pudieran borrar esas sombras. Cuidado, Zorro. Pero ¿qué debía hacer? ¿Poner a salvo su corazón y dejarlo a solas con la muerte?

Sentía que el amor se removía en ella como un animal que despierta de un sueño. ¡Duerme!, quiso susurrar. Sigue durmiendo. O mejor aún. Vuelve a ser lo que fuiste una vez. Amistad, nada más. Sin el ansia de tocarlo.

Jacob se tocó el pecho mientras dormía, como si sus dedos tuvieran que apaciguar a la polilla que le devoraba el corazón.

¡Devora mi corazón!, pensó Zorro. ¿De qué me sirve?

Su corazón sentía de forma tan distinta cuando llevaba puesto el pelaje. Para la zorra el propio amor sabía a libertad. Y el anhelo iba y venía como el hambre, sin el ansia que traía ser humano.

Le costó dejar a Jacob solo. Le preocupaba que el dolor regresara. Pero lo que tenía previsto lo hacía por él. Zorro cerró la miserable habitación y se llevó la llave, así como el casco de sangre.

El propio Dunbar había abandonado entretanto su escritorio. La mañana ya no quedaba lejos. Zorro lo había visitado en su casa solo una vez con Jacob, pero la zorra no olvidaba nunca un camino.

Resultó algo trabajoso explicarle al conductor del carruaje que no podía darle una dirección, sino describirle, por medio de árboles y olores, adónde debía llevarla, pero finalmente la dejó delante del elevado seto vivo detrás del cual se hallaba la casa de Dunbar. Zorro tocó la campana que había junto a la puerta, media docena de veces antes de escuchar una voz enfadada procedente de la casa. Dunbar no llevaba seguramente mucho tiempo en la cama.

Antes de abrir, sacó el cañón de una escopeta a través de la puerta, pero bajó el arma en cuanto reconoció quién estaba delante de ella. En silencio, le hizo señas a Zorro para que se dirigiera al salón. Sobre la chimenea colgaba un retrato de su difunta madre y sobre el piano había uno de su padre junto a una foto de él y de Jacob.

—¿Qué haces aquí? Creía que había sido suficientemente claro —antes de cerrar la puerta, Dunbar apoyó la escopeta en la pared y aguzó el oído en el oscuro pasillo. Su padre vivía con él. Jacob había contado que el viejo FirDarrig salía pocas veces de la casa. Uno se hartaba de ser observado. En Fianna quedaban aún unos cientos de FirDarrigs, pero en Albión eran raros como un caluroso verano.

• • •

Zorro pasó la mano sobre los lomos de los libros, que rodeaban a Dunbar en su casa al igual que en la universidad. En la casa en la que ella había crecido no había habido uno solo. Jacob le había enseñado a amar los libros.

—¿Es necesario ahora un arma, si se tiene a un FirDarrig en la casa y en la sangre?

—Digamos que es más seguro. Pero aún no he tenido que usarla. No tengo claro si las armas son un invento bueno o malo. La pregunta surge con cada invento. En cualquier caso, hay que formulárselas en estos días con demasiada frecuencia para mi gusto —dijo mirando a Zorro—. Los dos estamos entre los tiempos, ¿no es cierto? Llevamos el pasado en la piel, pero el futuro es demasiado ruidoso para ignorarlo. Lo que fue y lo que será. Lo que se pierde y lo que se ganará…

Dunbar era un hombre inteligente. Más inteligente que todos los que Zorro conocía, y cualquier otra noche no habría preferido otra cosa más que escuchar atentamente cómo le explicaba el mundo. Pero esa noche no.

—Estoy aquí para que Jacob no se extravíe, Dunbar.

—¿Jacob? —Dunbar soltó una carcajada—. ¡Si el mundo entero se extraviara, él encontraría otro!

—Eso no lo ayudaría. Si no encontramos la ballesta, estará muerto en unos meses.

Los ojos de Dunbar eran los gatunos ojos de su padre. Los FirDarrigs eran, al igual que la zorra, criaturas de la noche. Zorro solo podía esperar que sus ojos vieran que no mentía.

—Por favor, Dunbar. Dime dónde está la cabeza.

El salón se llenó de silencio. Las lágrimas quizá habrían ayudado, pero era incapaz de llorar cuando tenía miedo.

—Naturalmente. El tercer disparo… El hijo menor de Gismundo —dijo Dunbar acercándose al piano y pasando los dedos por las teclas—. ¿Está tan desesperado que ha puesto sus esperanzas en esa historia medio olvidada?

—Ha intentado todo lo demás.

Dunbar pulsó una tecla. Zorro oyó la tristeza del mundo entero en esa nota. No era una buena noche.

—¿Lo ha encontrado el Hada Roja?

—Regresó a ella de forma voluntaria.

Dunbar sacudió la cabeza.

—Entonces se lo tiene bien merecido.

—Lo hizo por su hermano.

Habla, Zorro. Dunbar creía en las palabras. Vivía en ellas, pero la polilla del hada devoraba el corazón de Jacob, y no existían palabras que lo impidieran.

—¡Por favor! —por un instante Zorro quiso ponerle en el pecho su propia escopeta. Lo que el miedo hacía con uno. Y el amor.

Dunbar lanzó una mirada al arma, como si leyera sus pensamientos.

—Casi había olvidado que estoy hablando con una zorra. La forma humana es muy engañosa. Pero te sienta bien.

Zorro sintió cómo se ruborizaba. Dunbar sonrió, pero su rostro volvió a ponerse serio.

—No sé dónde está la cabeza.

—Sí, lo sabes.

—¿Ah, sí? ¿Quién lo afirma?

—La zorra.

—Entonces digámoslo de este modo: no lo sé, pero tengo una sospecha —dijo cogiendo el arma y pasando la mano sobre el largo cañón—, la ballesta vale cien mil veces lo que esta escopeta. Con un disparo, convierte al hombre que la usa en un asesino de masas. Estoy convencido de que en algún momento construirán máquinas que podrán hacer lo mismo. La nueva magia es la vieja magia. Los mismos objetivos, los mismos anhelos…

Dunbar apuntó a Zorro… y bajó la escopeta.

—Dame tu palabra de honor. Por el pelaje que llevas puesto. Por la vida de Jacob. Por todo lo que te es sagrado, de que no venderá la ballesta.

—Te daré mi pelaje en prenda —de su boca no habían salido nunca unas palabras más difíciles.

Dunbar sacudió la cabeza.

—No, no exijo tanto.

Una cabeza asomó a través de la puerta del salón. El hocico de la rata era de color gris y la edad había empañado los ojos de gato.

—¡Padre! —Dunbar se volvió dando un suspiro—. ¿Por qué no estás durmiendo? —arrastró al viejo al sofá en el que Zorro estaba sentada—. Los dos deberíais mantener una conversación sobre ciertos temas —dijo cuando el viejo FirDarrig examinó desconfiado a Zorro—. Créeme, lo sabe todo sobre la maldición y la bendición de llevar un pelaje.

Se dirigió a la puerta.

—La tradición procede de un país lejano —dijo mientras salía al pasillo—, pero desde hace casi doscientos años Albión también cree en el poder milagroso de las hojas de té. Incluso a las cinco de la mañana. Quizá con ellas me resulte más fácil contar lo que quieres oír.

Su padre lo siguió con la mirada, desconcertado. Pero finalmente se volvió hacia Zorro y la examinó con ojos tristes.

—Una zorra, si no me equivoco —dijo—. ¿De nacimiento?

Zorro sacudió la cabeza.

—Tenía siete años. El pelaje fue un regalo.

El FirDarrig suspiró compasivo.

—Oh, eso no es fácil —murmuró—. Dos almas en un pecho. Espero que el humano que hay en ti no acabe siendo siempre más fuerte. Les cuesta tanto hacer las paces con el mundo.