27
Una casa a orillas del pueblo
La casa tenía un aspecto aún más miserable de lo que recordaba. Muros de piedra en los que anidaba el moho. El olor a paja putrescente y estiércol de cerdos… La pesca enriquecía a algunos hombres en esa costa, pero su padre había preferido siempre llevar su dinero a las tabernas antes que a casa. Padre. ¿Por qué le sigues llamando así, Zorro? Tenía tres años cuando su madre se casó con él. Dos años y dos meses después de la muerte de su padre biológico.
Del manzano que había detrás del portal, al que había trepado tan a menudo porque el mundo daba menos miedo cuando se observaba desde lo alto, solo quedaba un tocón. Aquella vista casi le hace volver el caballo, pero, como cada primavera, su madre había plantado prímulas delante de la casa. Las flores de color amarillo pálido le recordaron a Zorro todas las cosas buenas que había vivido gracias a ella detrás de esos gastados muros. Que algo tan frágil como una flor pudiera ofrecer resistencia al viento y al mundo le había sorprendido de niña una y otra vez. Quizá su madre había plantado las prímulas precisamente para enseñárselo a ella y a sus hermanos.
Zorro pasó la mano sobre el ramo de flores que estaba prendido en su silla de montar. Las flores se habían marchitado hacía tiempo, pero eso no las hacía menos hermosas. Jacob se las había regalado. Por un instante, las flores secas le dieron la sensación de que Jacob estaba con ella. Sus dos vidas, unidas por la misma flor.
El portal estaba abierto, como entonces, cuando ellos la habían echado. Sus dos hermanos mayores y su padrastro. Habían intentado quitarle la piel. Zorro se la había arrancado de las manos y había salido corriendo. Los hematomas de las piedras que le habían tirado tardaron semanas en desaparecer a pesar de la piel. Su hermano menor se había escondido dentro de la casa junto con su madre. Ella había mirado por la ventana, como queriéndola sujetar con los ojos, pero no había protegido a su hija. ¿Cómo iba a hacerlo? Si ni siquiera era capaz de protegerse a sí misma.
Mientras Zorro se dirigía a la puerta, le pareció ver a su yo más joven corretear por el patio con el cabello rojo trenzado y las rodillas siempre llenas de moratones. Celeste, ¿dónde has estado otra vez?
Había estado con Jacob en cuevas de ogros y en hornos de brujas negras, pero de ningún sitio se había marchado con tantas ganas como de ese. Ni siquiera el amor que sentía por su madre había conseguido llevarla de vuelta a casa. Lo que la había hecho regresar era el que sentía por Jacob.
Vamos, llama ya a la puerta, Celeste. No estarán aquí. No a esta hora.
El pasado la embistió tan pronto su mano rozó la madera de la puerta. Engulló toda la confianza y la fortaleza que el pelaje y los años lejos de allí le habían proporcionado. ¡Jacob! Zorro trajo a la memoria su rostro para que le recordara el presente y a esa Zorro en que se había convertido.
—¿Quién está ahí?
La voz de su madre. El pasado es un animal tan gigantesco. Las canciones que le había cantado en voz baja antes de dormir… Los dedos en su cabello cuando le había hecho trenzas… ¿Quién está ahí? Sí, ¿quién?
—Soy yo. Celeste.
El nombre sabía a la miel que Zorro había robado de niña a las salvajes abejas, y a las ortigas que le habían quemado las piernas desnudas.
Silencio. ¿Estaba su madre detrás de la puerta oyendo los golpes de las piedras? ¿En el patio y en su piel? Pareció transcurrir una eternidad antes de que abriera el cerrojo.
Había envejecido. El largo cabello negro se había vuelto gris y su belleza casi había desaparecido, como si los años se la hubieran lavado del rostro cada vez un poco más.
—Celeste… —pronunció el nombre como si hubiera estado esperando en sus labios todos esos años, como una mariposa que no había espantado. Agarró sus manos antes de que Zorro pudiera retroceder. Le acarició el cabello y le besó la cara. Una y otra vez. La sujetaba, como queriendo recuperar todos los años que no la había sujetado. Después tiró de ella para que entrara en la casa. Echó el cerrojo. Las dos sabían por qué.
La casa seguía oliendo a pescado y a húmedos inviernos. La misma mesa. Las mismas sillas. El mismo banco junto al horno. Y delante de la ventana, solo prados y vacas pintas, como si el tiempo se hubiera detenido. Pero Zorro había pasado cabalgando junto a muchas casas deshabitadas. La vida era dura cuando se dependía de la tierra y el mar para alimentarse. La ruidosa promesa de las máquinas era tan tentadora: todo podía hacerse con la mano del hombre y no había que temer más al viento ni al invierno. Pero el viento y el invierno habían hecho a los hombres.
Zorro agarró el cuenco de sopa que su madre le había empujado.
—Estás bien —no era una pregunta. En su voz había alivio. Alivio. Culpa. Y tanto amor desamparado. Pero no era suficiente.
—Necesito el anillo.
Su madre dejó la jarra de leche con la que le había llenado un vaso.
—Aún lo tienes, ¿verdad?
Su madre no respondió.
—¡Por favor! Lo necesito.
—Él no habría querido que te lo diera —le dijo mientras empujaba la leche—. ¡No sabes cuántos años te quedan por delante!
—Soy joven.
—Él también lo era.
—Pero tú sigues con vida y eso es todo lo que él quería.
Su madre se sentó en una de las sillas, en las que había pasado tantas horas de su vida remendando ropa, meciendo niños…
—Así que amas a alguien. ¿Cómo se llama?
Pero Zorro no quería pronunciar el nombre de Jacob. No en esa casa.
—Le debo la vida. Eso es todo.
No lo era, pero su madre no lo comprendería.
Se apartó el cabello gris de la cara.
—Pídeme otra cosa.
—No. Y sabes que me lo debes.
Las palabras salieron antes de que Zorro pudiera contenerlas.
El dolor en el cansado rostro hizo que olvidara toda la rabia que sentía. Su madre se levantó.
—No tendría que haberte contado nunca esa historia —dijo estirando el mantel con las manos—. Solo quería que supieras qué tipo de hombre era tu padre.
Volvió a estirar el mantel con las manos, como si pudiera borrar lo que la vida volvía difícil. Después se dirigió titubeando al arca, donde guardaba lo poco que denominaba suyo. La caja de madera que sacó estaba revestida de encaje negro. El encaje del vestido de luto que había llevado durante dos años.
—Quizá yo también habría sobrevivido a la fiebre aunque no me hubiera puesto el anillo —dijo mientras abría la caja.
El anillo que había dentro era de cristal.
—Lo necesito para algo más que una fiebre —dijo Zorro—, pero te prometo que solo lo utilizaré si no queda más remedio.
Su madre sacudió la cabeza y agarró con fuerza la caja, pero de repente aguzó los oídos.
Pasos y voces fuera. A veces, si el mar estaba demasiado agitado, los hombres regresaban antes de la pesca.
Su madre miró hacia la puerta. Zorro le quitó la caja de la mano. Se avergonzó del miedo que vio en el rostro de su madre. Pero no solo había miedo, también amor. Siempre había amor, incluso hacia el hombre que pegaba a sus hijos.
Zorro abrió el cerrojo cuando llamó a la puerta. Deseó tener los dientes de la zorra, pero quería mirar a su padrastro a los ojos. Apenas le había llegado a los hombros cuando la había echado.
No era tan grande como lo recordaba. Porque eras más pequeña, Celeste. Él había sido un gigante y ella, una enana. El gigante que destruía todo lo que le salía al paso. Pero ahora era tan alta como él y él había envejecido. Su rostro estaba, como siempre, rojo, del vino, el sol y la rabia. Rabia hacia todo lo que se moviera.
Tardó un momento en comprender a quién tenía delante. Retrocedió como ante una serpiente, y su mano se aferró al palo en el que se apoyaba. Siempre tenía palos al alcance de la mano. Palos, cinturones… Había arrojado botas y leños a Zorro y a sus hijos, como si fueran ratas que se hubieran escondido detrás de su horno.
—¿Qué haces aquí? —le abroncó—. ¡Largo!
Quiso agarrarla, igual que lo había hecho antaño, pero Zorro lo apartó de un empujón y le arrancó el palo de la mano.
—Déjala pasar —la voz de la madre temblaba, pero al menos esa vez había dicho algo.
—Apártate de mi camino —dijo Zorro al hombre que había tenido que llamar padre, aunque le había enseñado a detestar esa palabra.
Él levantó los puños. Cuántas veces sus ojos se habían quedado enganchados a esas manos, temerosos de que la morena piel se volviera blanca al apretar los nudillos. A veces lo veía en sus sueños. Con el hocico de un lobo.
Zorro pasó junto a él sin decir nada más. Quería olvidar que existía. Imaginarse que se había marchado un día como el padre de Jacob o que su madre nunca se había vuelto a casar.
—Regresaré —le dijo a su madre.
Cuando Zorro se dirigió al portal, su madre estaba de pie junto a la ventana. Como entonces. Y, al igual que entonces, los tres le cerraron el paso, su padrastro y sus dos hijos. Él había recuperado el palo y su hijo mayor sostenía una horquilla de estiércol en la mano. Gustave y René. Gustave miraba con una cara más inexpresiva que antaño. René era más inteligente, pero hacía lo que Gustave le decía. Él había tirado la primera piedra.
Mutadores de forma. Nadie mejor que Zorro comprendía cómo se había sentido el hermano de Jacob cuando le había crecido la piel de jade, pero, al contrario que él, ella siempre había llevado puesto el pelaje de forma voluntaria.
—¡Venga, vamos! ¡Búscate una piedra! —le saltó a René—. ¿O estás esperando a que te lo diga tu hermano?
Él bajó la cabeza y miró nervioso la pistola que Zorro llevaba en el cinturón.
—¡Lárgate ya! —gritó su padrastro cerrando los ojos miopes.
Ya no sentía miedo de él. Era una sensación embriagadora.
—¿Dónde está Thierry? —preguntó.
Tenía un hermano.
Gustave se limitó a mirarla de forma hostil. Su camisa estaba manchada de sangre de pescado.
—Está en la ciudad —respondió René.
—¡Cierra el pico! —le abroncó el padre.
No había sido fácil ser la hijastra, pero su hermano menor lo había tenido igual de difícil. Thierry le había envidiado a Zorro el pelaje, y ella se alegraba de que él también hubiera logrado escapar.
—Ya sabéis lo que dicen de los mutadores de forma —dijo levantando la mano—: ¡a todo aquel que toque le crecerá una piel! ¿Quién quiere ser el primero?
Plantó la mano en el pecho de su padrastro con tal fuerza que durante días registraría su piel en busca de pelaje rojo. Gustave tropezó maldiciendo y Zorro desapareció de la puerta antes de que los tres pudieran armarse nuevamente de valor. Mientras subía al caballo, recordó cómo había dado tumbos por los prados, sollozando y sangrando, el pelaje apretado contra el pecho. Esta vez tomó la carretera. Se volvió una vez más hacia la ventana tras la que estaba su madre, pero solo vio el cielo reflejado en el cristal y las prímulas junto a la puerta.
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Hizo otro alto antes de tomar el camino hacia Gargantúa. La casa estaba desmoronada y la tumba que había a la sombra del ruinoso muro del jardín se había cubierto de tanta vegetación que la lápida se elevaba sobre un nido de raíces y hierba seca. Un arbusto de avellano había esparcido sus frutos delante de ella. Las ramas estaban cubiertas de amentos y unas avellanas del último otoño yacían aún debajo. En el nombre grabado de su padre crecía un musgo tan denso que, sobre la piedra gris, las letras se habían vuelto de color verde: Joseph Marie Auger.
Zorro había ido allí con frecuencia. Había arrancado la hierba de la húmeda tierra, había dejado flores sobre la piedra y, en la casa desmoronada, había buscado la vida que ella y su madre habrían podido llevar. Allí se le había aparecido por primera vez la zorra, y en el bosque que lindaba con el muro derruido, la había salvado, a ella y a sus cachorros, de sus hermanos.
—Sé que hace mucho que no vengo —dijo—. Le he pedido el anillo a mamá. No estoy segura de que haya aprovechado bien tu regalo. A veces desearía que la hubieras dejado morir y que te hubieras quedado con los años que le diste. Algo así solo se dice junto a una tumba, pero sienta bien decirlo. Quizá tú habrías podido protegerme. He encontrado a alguien que lo ha hecho en los últimos años. No hay nadie a quien ame más. Ha cuidado de mí muchas veces, pero ahora me toca a mí protegerlo.
Zorro recogió las avellanas que reposaban sobre la tumba y las guardó en el bolsillo. Después subió al caballo. El sol ya estaba muy bajo y Jacob no podía esperar.