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Barbazul

No. El laberinto de Troisclerq no había podido atrapar a Jacob. Zorro deseó verlo lejos, lejos de allí. Pero estaba tan contenta de verlo. Tan contenta.

Jacob no venía solo. Zorro reconoció a Donnersmarck al mirarlo por segunda vez. Había tomado a su hermana por tonta por haberse dejado atrapar por un barbazul.

El criado de Troisclerq la arrancó de la ventana. Ella le mordió profundamente en la mano cubierta de pelo, aun cuando los dientes humanos eran más romos que los de la zorra, y se soltó. La garrafa estaba ya llena por la mitad, pero Zorro la volcó antes de que el criado pudiera impedírselo. Él la agarró del cabello y la zarandeó de una forma tan brusca que la dejó sin respiración. No importaba. Su miedo fluía de color blanco por la mesa. Jacob estaba allí y los dos seguían vivos.

—Es tan bueno, pues, como dicen. No es que lo hubiera dudado.

Troisclerq estaba en la puerta. Se acercó a la mesa y recogió las gotas que caían del tablero en la cavidad de su mano.

No parecía angustiado porque Jacob hubiera escapado de su laberinto.

—¡No puedes matarlo!

¿Qué creía? ¿Que las palabras devendrían realidad si simplemente las pronunciaba lo suficientemente alto? Zorro sintió cómo el miedo regresaba.

Troisclerq acarició la blanca humedad de su mano.

—Ya veremos —dijo haciéndole una seña al criado—. Llévala con las demás.

Zorro gritó el nombre de Jacob mientras el criado tiraba de ella a través del pasillo. ¿Para qué? ¿Para advertirle?, ¿para llamarle?, ¿para envolverse en su nombre como en el pelaje que el barbazul le había robado? ¡No lo llames, Zorro!

El criado se detuvo.

Llévala con las demás.

La puerta no se diferenciaba del resto, pero Zorro olía la muerte detrás de ella de una forma tan clara como si, a través de la oscura madera, se filtrara sangre.

—Has olvidado algo.

Troisclerq estaba detrás de ellos. Levantó el manojo de llaves que había dejado junto a su plato. Quizá quería ver cómo le temblaban las manos al meter la llave dorada en la cerradura.

Jacob no había permitido que pisara la casa del barbazul que había matado a la hermana de Donnersmarck. Zorro se había echado a reír. La zorra había matado demasiadas veces como para tratar a la muerte con temor, pero la imagen que le aguardaba detrás de la puerta, no obstante, la llenó de espanto.

Ese cazador no dejaba escapar a sus presas.

Nueve mujeres. Estaban allí colgadas como horripilantes marionetas, sujetas por cadenas de oro, muertas por el propio miedo. Sus miradas estaban vacías, pero el espanto se había grabado para siempre en sus pálidos rostros. Su asesino las guardaba en su Cuarto Rojo como joyas en un cofre. Tiesos despojos del placer que le habían proporcionado, de la vida que le habían brindado, y del amor que las había atraído hasta él.

El criado sujetó el cuello y las muñecas de Zorro con las cadenas de oro, como si quisiera adornarla una última vez para Troisclerq. En su espeluznante casa de muñecas no quedaba mucho espacio. Su codo rozó el brazo de la muerta que colgaba junto a ella. Tan fría y aún tan hermosa.

—No me dejan ir —dijo Troisclerq dejando la garrafa vacía en la mesa que había delante de una de las ventanas con cortinas—. Forman parte de mí, quizá por eso las maté… Para librarme de ellas. Pero permanecen, silenciosas e inmóviles, y me hacen recordar. Sus voces. El calor que su piel tuvo una vez…

Las lámparas de gas que iluminaban la cámara proyectaban las sombras de las muertas en la pared roja. Zorro vio la suya entre las de ellas. Ya pertenecía a ellas.

Troisclerq se acercó.

—¿Aún sigues temiendo más su muerte que la tuya propia?

—No —respondió Zorro. Le daba igual que supiera que se trataba de una mentira—. Te matará. Por mí. Y por todas las demás.

—Muchos ya lo han intentado —dijo Troisclerq haciéndole una seña al criado—. Tráemelo —dijo—. Pero solo a él.

Después, apoyó la espalda contra la pared tapizada de seda, que teñía la cámara como el sangriento interior de un animal, y aguardó.

Y Zorro vio cómo su miedo fluía en la garrafa.