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Cabeza. Mano. Corazón

El gigantón ya había cubierto el cadáver del otro con piedras. A los pies del muerto había colocado en fila los otros cadáveres como ofrendas: el pinche de cocina, el hombre de los perros y los dos perros de presa. Ante los muros de la atalaya yacían, atados y amordazados, los dos que habían sobrevivido a su rabia: Louis y el escarabajo. Valiant andaba de un lado para otro y parecía todo menos feliz.

—¡Vaya, vaya! —le gritó a Jacob—. ¿En qué lío me has vuelto a meter? ¡El príncipe de Lothringen! Por suerte sigue con vida, pero el encorvado queda excluido como comprador de la ballesta. ¿No te basta enemistarte con la emperatriz?

Jacob sintió cómo Zorro lo abrazaba estrechamente una vez más antes de dejarse caer del caballo. Sentía su calor como una promesa, cuando saltó de la silla.

Todo irá bien.

Hizo caso omiso de las injurias de Valiant y se dirigió a la cerca tras la cual se hallaban las ruinas. La Ciudad Muerta. Un lugar que jamás hubiera querido ver de cerca. El propio Chanute se había mantenido alejado de ella. Jacob creyó oír voces, alguna salmodia interrumpida por ásperos gritos. Quizá los locos que vivían entre las ruinas, percibían que esa podía ser una noche especial. Supuestamente bastaba rozar los derruidos muros para caer en la misma locura. Jacob buscó con la mirada un camino a través de las calles desiertas que subían a la montaña. La ciudad había tenido miles de habitantes. Vio escaleras y puentes, iglesias, casas y torres desmoronadas, cuyos vacíos huecos de las ventanas bordeaban los fuegos fatuos, y palacios derrumbados, en cuyos muros estaban pegados los nidos de los pinzones de la peste, el único pájaro que se criaba bien en lugares como ese. En el caso de que el palacio realmente apareciera, sería un largo camino, y Jacob sentía a cada respiración cómo se le acababa la vida.

—¿He oído que el goyl sigue con vida? —Valiant se acercó a su lado—. ¿Por qué no le has disparado? ¿La competencia estimula el negocio?

—No soy tan rápido disparando como tú, ¿lo recuerdas? —Jacob se volvió hacia la atalaya.

Zorro aguardaba junto a la puerta.

—¿Has traído el cadáver?

—Por supuesto —dijo Valiant dando un suspiro que suplicaba compasión—. ¡Espero que te hagas una idea de lo difícil que ha sido! Tuve que sobornar al centinela gigantón de la cripta con una provisión anual de polvo de elfos y enrolar a los otros dos para que trajeran el ataúd hasta aquí. Tuve que realizar un trabajo de maestría ante el consejo de los enanos para convencerles de que estaba igual de escandalizado que ellos por la desaparición del cadáver, y desatender mis otros negocios, para venir aquí. ¡Quiero esa ballesta! ¡Y quiero ganar una fortuna con ella! Tengo planeado viajar en persona a Albión tan pronto la encuentres, a fin de cuentas Wilfred la Morsa es nuestro comprador más probable, ¿no te parece?

—Claro —respondió Jacob.

Solo estaba feliz de que Valiant no supiera nada de su promesa a Robert Dunbar. En el caso de que la ballesta realmente le salvara la vida, tendría que cuidar de que el enano no le matara de un disparo.

• • •

El interior de la atalaya estaba vacío, salvo por unas lanzas oxidadas y los restos de una cabra que había acabado entre sus muros. El cadáver del verdugo de las brujas yacía en uno de los sencillos ataúdes de madera en los que los enanos enterraban a los mineros accidentados.

Zorro ayudó a Jacob a levantar la tapa.

En el sencillo ataúd, la vestimenta del muerto sin cabeza parecía aún más valiosa.

Zorro lo miró.

Había sido una larga caza. Pero habían llegado juntos hasta allí. Como se habían prometido mutuamente en el castillo de Valiant. Desde hacía más de seis años, ese estar juntos había determinado no solo la vida de Jacob sino también la de ella. De esa época apenas existían recuerdos que Zorro no compartiera con él. Su segunda sombra… en los últimos tiempos era mucho más que eso. Nada se lo había mostrado con más claridad que los últimos meses. Era una parte de él, inseparablemente unida a él. Cabeza, mano y corazón.

—¿A qué esperas? —de la impaciencia, Valiant estaba de puntillas en sus botas hechas a medida. No solo tenían un tacón alto. Las suelas también le hacían parecer más alto. Los zapateros de los enanos eran muy hábiles proporcionando unos centímetros adicionales a sus clientes.

Jacob sacó la bolsa con la mano en primer lugar. Como pasó con la cabeza, apenas notó algo cuando tocó la piel muerta, y por un instante, le preocupó que la magia de Gismundo hubiera devenido inoperante después de tantos siglos. Pronto lo sabrás, Jacob. Las uñas presentaban restos de oro, pero no estaban enmohecidas, como solía pasar con las manos de los brujos. Quizá Gismundo había encontrado una forma de protegerse de ese efecto secundario. Tomar regularmente sangre de bruja producía efectos terribles. Perjudicaba la cabeza y causaba fuertes alucinaciones. Todos los brujos se volvían locos en algún momento. Gismundo, según los archivos de Vena, había dejado de confiar, años antes de su muerte, incluso en sus más leales caballeros y había ejecutado a amigos y a enemigos a diestro y siniestro, dejándolos morir de hambre en jaulas de oro colgadas de los muros de su palacio.

La mano al sur.

Jacob se inclinó sobre el muerto. La mano estaba rígida y fría, pero encajó en el muñón como si armara una tenebrosa muñeca.

El viento que atravesaba las ventanas de la torre era húmedo y frío como nieve, y hacía titilar la lámpara que Zorro sujetaba sobre el ataúd.

Jacob abrió la bolsa de piel que contenía el collar con el corazón, y apartó la camisa del cadáver hasta descubrir el agujero ribeteado en oro en el pecho del muerto. El corazón negro, que la nieta de Ramee había llevado alrededor del cuello blanco. No sintió más que un suave calor cuando desprendió la joya del collar. Casi como si su roce fuera bienvenido.

El corazón al este.

Encajó en el agujero bordeado en oro como si, también en vida, en el pecho de Gismundo hubiera latido una piedra. Probablemente fuera así.

El goyl había dejado la cabeza en la bolsa engañosa en la que Jacob la había llevado consigo.

La cabeza al oeste.

Cuando Jacob sacó la cabeza de la bolsa, el rostro estaba tan rígido y exánime como la mano, pero en cuanto la colocó en el muñón del cuello, los labios dorados se abrieron.

El estertor que escapó de la boca abierta sonó como el último aliento de un muerto. La piel sonrosada del cadáver se tiñó de gris, y el rostro comenzó a descomponerse como si alguien lo hubiera moldeado con arena de oro. El cuello, las manos, todo el cadáver se descompuso. La misma ropa se pudrió ante sus ojos, hasta que el ataúd se llenó solo de polvo sucio y gris mezclado con algunos rastros de oro.

—Pero qué demonios…

Valiant miraba atónito, pero Jacob respiró aliviado. La magia del verdugo de las brujas seguía surtiendo efecto. Y se había buscado un nuevo lugar, como un pájaro que hubieran dejado salir de la jaula.

Zorro estaba ya junto a una ventana y miraba las ruinas.

Sobre la Ciudad Muerta, una sombra se desprendía de la noche. Tomaba cuerpo solo lentamente, pues lo que se formaba a partir de ella era gigantesco. Torres, almenas, muros. Al principio eran transparentes como cristal sucio, pero después devinieron piedras, pálidas como el polvo que llenaba el ataúd.

El palacio, que crecía como un pétreo cardo en la noche, no había sido construido para impresionar por su belleza. Solo debía hacer una cosa: enseñar a temer. En los muros llenos de almenas se distinguían, desde lo lejos, las jaulas en las que Gismundo había dejado morir de hambre a amigos y enemigos, y debajo de ellas Jacob vio la Puerta de Hierro. Si las historias que se habían contado en la época del verdugo de las brujas eran reales, despertaría a la vida mortal en cuanto un enemigo exigiera entrar. A un cazador de tesoros que quería robar la ballesta de Gismundo seguramente no se le consideraba un amigo.

Primero tienes que lograr llegar hasta la puerta, Jacob.

• • •

Fuera, el gigantón seguía apilando piedras sobre el cadáver del otro. Cuanto más alto las apilaba, más significado otorgaba al muerto. Cualquier amigo o familiar que visitaba la tumba de un gigantón depositaba otra piedra encima, de forma que a veces los monumentos fúnebres llegaban a alcanzar el tamaño de una pequeña colina.

El príncipe seguía inconsciente. El gigantón le había jugado una mala pasada, pero sobreviviría. Jacob no estaba seguro de si era una noticia buena o mala. Imaginarse a Louis en un trono no era necesariamente un pensamiento tranquilizador.

—¡Su padre os usará para dar de comer a sus perros! —gritó Lelou con voz aguda—, y ordenará que se le sirva vuestro corazón para desayunar…

—… y liará cigarrillos con nuestra piel. Ya sé —dijo Jacob sacando el cuchillo e inclinándose sobre Louis.

Lelou lo observó con atónito espanto, como si se hubiera tragado la lengua.

—Sí, es una lástima que no pueda venir con nosotros —dijo Jacob mientras cortaba unos mechones del cabello rubio blanquecino de Louis—. Estoy seguro de que la Puerta de Hierro le habría dado una bienvenida bastante más calurosa que a mí.

—¿De qué sirve eso? —preguntó Valiant—. ¿Quieres venderles un mechón a todas las chicas que miran con anhelo su cuadro y sueñan con convertirse en reinas de Lothringen?

Jacob le dejó a deber la respuesta al enano. No había estado nunca tan agradecido de que Alma le hubiera enseñado cosas que, en realidad, las brujas no desvelaban a ningún humano. Ella le había arrancado un pelo una vez y lo había enroscado alrededor de su flaco dedo. «Esto de aquí dice más de ti que tu sangre», había dicho. «Cada uno de tus cabellos revela quién eres y de dónde procedes. Pero vosotros, los humanos, los dejáis en peines y cepillos, sin comprender que unos simples mechones permiten a cualquier extraño meterse una poderosa parte de vosotros en el bolsillo. A una bruja le basta el cabello que dejas en el suelo de un peluquero para crear un doble tuyo por unas horas».

Para eso no bastaría. Pero quizá la puerta de Gismundo lo tomara por un descendiente lejano. El intento valía la pena.

—¡No tenéis derecho! —la voz de Lelou temblaba de ira—. ¿Cazador de tesoros? ¡Sois un sucio ladrón! ¡La ballesta pertenece a los herederos de Gismundo!

Jacob se incorporó.

—Sí, pero ¿por qué sus hijos no la han venido a buscar? ¿Tú qué crees, Lelou? —preguntó guardando el cabello de Louis en una de las bolsas engañosas vacías—. Es posible que no hayan estado siquiera en su cripta. ¿Tu única explicación es que el verdugo de las brujas fue un padre terrible y que al final se volvió loco? ¿Ordenó, como se dice, matar a su madre y por ello renegaron de él? ¿O estaban demasiado ocupados haciéndose la guerra unos a otros?

Arsene Lelou presionó los descoloridos labios. Pero, como era de esperar, no pudo reprimir las ganas de vanagloriarse de sus conocimientos.

—¡Creían que su padre quería matarlos! —gangueó—. Por eso nunca fueron a la cripta. Por eso nunca ordenaron buscar la ballesta. Estaban seguros de que Gismundo encontraría una forma de matarles.

Valiant emitió un gruñido incrédulo:

—¿Por qué iba a hacerlo? Necesitaba un heredero.

Lelou se limitó a hacer bailar sus ojos de forma sarcástica:

—El verdugo de las brujas estaba loco. No quería que nadie subiera a su trono, ni siquiera sus hijos. ¡Quería que el mundo comenzara y finalizara con él!

Zorro se acercó a Jacob.

—¡Debemos marcharnos! —dijo en voz baja.

Sí, debían, pero Jacob seguía reflexionando sobre lo que Lelou había dicho. Quizá no fuera una buena idea llevar consigo el cabello de Louis. Jacob tiró de Zorro.

Detrás de ellos, Lelou recitaba cada historia de terror que se había escrito sobre el palacio o la Ciudad Muerta. Jacob las conocía todas.

Sacó el collar del bolso que la nieta de Ramee, y antes que ella quizá la hija de Gismundo, había llevado.

—Te traeré a cambio un colgante —dijo mientras se lo colocaba a Zorro alrededor del cuello—, el más hermoso que pueda encontrar en el palacio de Gismundo. Pero déjame ir solo. ¡Por favor! Es demasiado peligroso. Regresaré con la ballesta. Lo prometo.

En respuesta, Zorro le puso la mano en el corazón, allí donde la polilla del hada lo cubría:

—¿Qué puede ser peor que la casa del barbazul? —preguntó—, ¿o peor que esperar aquí por ti?

A una señal de Valiant, el gigantón abrió una brecha en la cerca.

El enano le alcanzó dos velas a Jacob.

—No fueron fáciles de conseguir —dijo—. Tus deudas aumentan cada vez más. Os esperaré aquí. ¡La cripta fue suficiente para mí, pero que no se te ocurran ideas estúpidas! Os encontraré si intentáis hacerme perder mi parte, y créeme, puedo ser aún más desagradable que el encorvado.

—Lo recordaré —dijo Jacob.

Y siguió a Zorro a través de la cerca deformada.